domingo, 17 de marzo de 2013

Primero de Pasión


DOMINGO DE PASIÓN


Decía Jesús a los judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios.
Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado?
Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre.
Los judíos le dijeron: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas: y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo?
Jesús les respondió: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día: le vio y se gozó.
Y los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?
Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy.
Tomaron entonces piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.


Después de haber considerado durante los cuatro Domingos de Cuaresma a Nuestro Señor Jesucristo según sus admirables atributos de Vida, Luz del mundo, Piedra Angular y Pan de Vida, lo contemplaremos hoy, Domingo de Pasión, cuando la Sagrada Liturgia lo oculta a nuestro ojos, como Santo y Eterno como Dios, su Padre.

El santo anciano Simeón había anunciado a Nuestra Señora que Jesús sería blanco de contradicción, para que se descubrieran los corazones de muchos en Israel.

La historia evangélica es una confirmación de este vaticinio.

Los dirigentes del pueblo judío vieron desde el principio en Jesús un adversario; era preciso combatirlo, aniquilarlo. Y lo hicieron, hasta ponerlo en una cruz.

Es sobre todo el Evangelista San Juan quien pone de relieve esta lucha. El pasaje de este Domingo de Pasión no es más que una pequeña escena de una larga disputa, en que los judíos arguyen y Jesús replica.

A modo de ejemplo, he aquí algunas de las frases más salientes de Jesús, tal como las consigna San Juan en el capítulo octavo de su Evangelio:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy.

Yo soy el que doy testimonio de mí mismo; y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí.

No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, en verdad conoceríais también a mi Padre.

Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.

Entonces le decían: “¿Quién eres tú?” Jesús les respondió: El principio, el mismo que os hablo.

Cuando alzareis al Hijo del hombre, entonces entenderéis que yo soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo.

Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.

Si Dios fuera vuestro Padre, ciertamente me amaríais; porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra.

Vosotros sois hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este fue homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando habla mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y padre de la mentira.

Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis.

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Y llegamos al trozo del Evangelio del día, en que prosigue Jesús su trascendental y accidentadísimo discurso.

Ha demostrado que sus adversarios no son hijos de la libertad, ni de Abraham, ni de Dios, sino del demonio.

Ahora se vindica a sí mismo: es Santo y Eterno como Dios, su Padre.

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La santidad es garantía de verdad; los judíos no quieren creer en Jesús; Jesús les ofrece su absoluta santidad como prueba de que dice la verdad.

Jamás ha proferido mentira alguna: ¿Quién de vosotros me argüirá, es capaz de argüirme, de pecado?

Luego, por lo mismo que soy la santidad absoluta, y por ello incapaz de mentir, es consiguiente que vosotros me creáis por mi palabra...

Pero, si os digo la verdad, ¿por qué no creéis? No me creéis, porque no sois de Dios, y es el odio de la verdad lo que os guía.

El que es de Dios, el que se deja llevar por el Espíritu de Dios, oye las palabras de Dios, las recibe como norma de su vida.

Por eso vosotros no las oís, las rechazáis, porque no sois de Dios, sino del diablo.

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No tienen los judíos argumento que oponer a la concluyente razón de Jesús, y acuden al grosero ultraje: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano...?

Solemos decirlo, y ahora te lo echamos en cara; y lo decimos bien, bellamente, cuadrándote el mote; y te llamamos samaritano, porque sólo un enemigo del pueblo de Dios, como lo es aquel pueblo necio puede decir lo que tú dices de nosotros, pueblo de Dios...

... Y que estás endemoniado?, porque estás fuera de ti, y sólo el demonio puede inspirarte lo que dices.

Jesús respondió, a la afrenta, con admirable mansedumbre: Yo no estoy endemoniado; prueba de ello es que hago lo que jamás es capaz de hacer ni inspirar el demonio, dar gloria a Dios: Mas honro a mi Padre.

Enseña San Agustín que aunque no devolvía maldición por maldición, fue oportuno que negase aquello. Le habían dirigido dos ofensas: "eres samaritano", y "tienes el demonio". No, contestó, no soy samaritano, porque samaritano quiere decir custodio, y Él sabía que era nuestro Custodio. Porque, si le correspondió el redimirnos, ¿no le correspondería el defendernos? Finalmente, es samaritano aquél que se acerca al herido y le prodiga su caridad.

Su mansedumbre, sin embargo, no atenúa el horrendo crimen de haberle ultrajado: Y vosotros me habéis deshonrado. Él, que ha venido para sufrir humillaciones e injurias y no a buscar su gloria, no será el vindicador de este crimen: Y yo no busco mi gloria.

Pero lo será su Padre, y no quedarán impunes: Hay quien la busque, que quiere que todos me honren, y juzgue a quienes le han ultrajado, injuriando a su Cristo.

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Jesús es santo, porque no tiene pecado; lo es porque el Padre es vindicador de su gloria.

Ahora, con suavidad exquisita y en afirmación solemne, añade que lo es por su doctrina, capaz de dar la vida eterna: En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra, no morirá eternamente.

Con ello, a pesar de su incredulidad y de sus injurias, les invita de nuevo a abrazar la doctrina de salvación.

Las últimas palabras de Jesús son interpretadas por los judíos en sentido material, de la muerte del cuerpo; por ello no sólo rechazan la doctrina de Jesús, sino que reiteran la injuria contra el Señor: Ahora conocemos, lo vemos palpablemente, que estás endemoniado. Sólo el diablo puede sugerirte que tus palabras libren de la muerte. Los mayores santos, a quienes colmó Dios de sus dones, no se libraron de la muerte: Abraham murió, y los profetas: Y tú, menor que ellos, grandes guardadores de la palabra de Dios, dices: El que guardare mi palabra, no morirá eternamente.

Y con despectiva ironía repiten el argumento en forma interrogativa, personal, que le da máxima fuerza ante el pueblo: ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Qué te haces a ti mismo? ¿Quién pretendes ser tú? Tu presunción es intolerable...

¿Qué te haces a ti mismo? La incredulidad y la herejía de todos los tiempos, más aún hoy en día, han dirigido a Jesús esta pregunta escrutadora. ¿Cuál es la gloria que te arrogas?

Y Jesús ha respondido y responde siempre, a los que le interrogan de buena fe como a los protervos que quieren desnaturalizar su persona, con el testimonio de su doctrina, de sus milagros, de su vida, de su Iglesia, de sus mártires, de la perpetuidad de su Nombre y de su amor, de la regeneración que éste ha obrado en el mundo... Y todo ello dice: Soy Dios... Soy el que soy...

La majestad y grandeza de Jesús triunfa de todo humano conato de rebajar o anonadar o adulterar su fisonomía de Dios.

Jesús les respondió con mansedumbre, pero con entereza: Si yo me glorifico a mí mismo, si me glorío de que mi doctrina da la vida eterna, mi gloria nada es. Mi Padre es el que me glorifica...

Aunque mi palabra os parezca despreciable, mi Padre, el que vosotros decís que es vuestro Dios, la confirma con estupendos prodigios; a lo menos, por la reverencia que le debéis, deberías acatar su testimonio.

Pero sin razón llamáis Dios “vuestro” a quien ignoráis y no le conocéis; tenéis el pensamiento y el corazón lejos de Él.

En cambio, Jesús sí que le conoce, por las relaciones especiales que con Él tiene: Mas yo le conozco; por ello puedo dar testimonio de Él y de la verdad del testimonio que da de mí; si no lo diere, faltaría a la verdad, como vosotros.

Mas no sólo le conozco, sino que traduzco en obras sus menores mandatos: Y guardo su palabra.

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Jesús ha respondido indirectamente a la insolente pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?, apelando al testimonio del Padre.

Ahora, tomando pie de la alusión de sus adversarios a Abraham, va a revelarse tal cual es. Es el Mesías, que vio Abraham en espíritu profético con gozo de su alma, nacer de su estirpe, suspirando porque llegara el gran día: Abraham, vuestro padre, deseó con ansia ver mi día, el día de mi aparición en la tierra. Y le vio, desde donde ahora está, desde el Limbo de los Justos; y se gozó en la realidad, como se había gozado en esperanza.

Jesús no ha dicho que Él hubiese visto a Abraham, sino que Abraham ha visto su día; pero trastruecan el concepto de Jesús para imputarle una falsedad y ponerle en ridículo: ¿Aun no tienes cincuenta años, y has visto a Abraham?

Ponen cincuenta años como número redondo, al que veían ciertamente no llegaba. Jesús aprovecha el cómputo que de su edad hacen los judíos, para dar un elocuentísimo testimonio de su divinidad: Jesús les dijo, enfatizando su expresión y robusteciéndola con juramento: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, soy yo.

Haber sido o existido alguna vez, es propio de la criatura que ha sido hecha por Dios. Pero ser siempre, y ser siempre el mismo, y ser sin pasado ni futuro, es atributo de solo Dios.

Encierran por lo mismo estas palabras de Jesús una espléndida declaración de su divinidad. Como el Dios tremendo de Horeb, Jesús puede decir: Yo soy el que soy; es decir, el ser substancial e indeficiente, principio de todo ser; la vida que subsiste por sí misma y que es origen de toda vida.

¿Qué hombre pudo jamás hablar así como Jesús? Y si es quien es, sin que la historia haya podido argüirle de falsedad, ¡cuánta confianza, y cuánta reverencia, y cuánto consuelo debe infundirnos el Nombre y la presencia santísima de Jesús!

Es la expresión de su eternidad: yo soy, independientemente de todo tiempo, siempre el mismo, como el Dios de Horeb: Yo soy el que soy.

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Pero, a mayor claridad de la revelación, mayor ceguera; ven claramente que Jesús se hace Dios, respondiendo a su pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?; y en vez de adorarle, le consideran blasfemo; como tal van a lapidarle.

No era aún hora de que muriera el Hombre-Dios: Mas Jesús se escondió, haciéndose invisible por un milagro, o escabulléndose entre la multitud: Y salió del templo.

Así nos lo presenta la Santa Liturgia durante este tiempo de Pasión.

Aun ahora Jesús, triunfador y vindicador de su gloria, parece a veces esconderse. Ni aniquila a sus enemigos, ni se venga de los que le ultrajan. Como Dios, es paciente y misericordioso.

Pero tiene apariciones terribles Jesús. San Pablo habla de la aparición de la benignidad de nuestro Dios Salvador; y en verdad que vino al mundo con las apariencias de la humildad, de la mansedumbre, de la misericordia, de una tolerancia casi ilimitada, que llevó hasta dejarse matar.

Dice San Agustín: Debía más bien enseñar la paciencia que ejercitar el poder. Luego, como hombre huyó de las piedras, pero ¡ay de aquéllos, de cuyos corazones de piedra huye el Señor!

Y tengamos en cuenta que también tiene Jesús apariciones terribles, como lo son siempre para el hombre las de la divinidad. Es a veces una sacudida terrible de la gracia, voz de Dios que se hace en nuestro interior para conmovernos; y por esta espiritual conmoción llevarnos al buen camino.

O es la aparición del poder de Jesús en el orden social, cuando los pueblos le han abandonado y trata con su fuerza divina de volverlos a Sí.

O será la aparición del gran signo de la justicia de Dios al fin de los tiempos, cuando venga sobre las nubes con gran poder y majestad...

Entendamos ahora quién es Él por su amabilidad, ahora que se esconde, para que no debamos entenderlo en las manifestaciones de su justicia soberana, especialmente cuando regrese en gloria y majestad, y seamos nosotros los que debamos escondernos de su mirada justiciera...