domingo, 14 de abril de 2013

Semana Santa


LA SOLEDAD de MARÍA…

y de la IGLESIA


La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo es el modelo que toda alma debe contemplar e imitar, si desea, no sólo llevar a cabo la perfección de su vida, sino incluso comprender su propia existencia.

Esta afirmación vale también para la Santísima Virgen María y para el Cuerpo Místico de Cristo, la Santa Iglesia.

El plan providencial que Dios ha trazado a la Inmaculada se comprende y se corona a la luz de la Madre Dolorosa.

Los designios determinados por Dios para la Esposa sin mancha del Cordero se aquilatan y comprueban al considerar las pruebas pasadas y presentes a través del prisma de las profecías anunciadas para los últimos tiempos.

Una de las principales características de la Pasión de Nuestro Señor es la soledad: el abandono, prácticamente total, por parte de los hombres; y el desamparo, aparente pero sensible y perceptivo, de su Padre.

En cuanto al abandono humano, las citas de los Evangelistas son claras: “Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo”; “Todos os escandalizaréis de mí en esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”; “Vino entonces donde los discípulos y los encontró dormidos; y dijo a Pedro: ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?

Respecto al desamparo del Padre basta contemplar las tres horas de agonía en Getsemaní y las palabras de Jesús sobre la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.

Para cumplir con el plan divino trazado para Ella, María Inmaculada debía pasar por la soledad, el abandono y el desamparo…

Para que los designios de Dios sobre la Iglesia se ejecuten, ella debe sufrir su pasión, padecer soledad y abandono.

He aquí el tema de nuestra meditación de esta noche: la Soledad de María y de la Iglesia…

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Llegó el Jueves Santo, principio de la dolorosa Pasión del Hijo y de la Madre. Este día iba a separarlos...

Comienza el drama de la Pasión. Cristo, Cordero de Dios, será pronto sacrificado. Después de Cristo, la Madre de Jesús hará el principal papel en este sangriento drama, el más horroroso que jamás verá la tierra.

¿Quién sería capaz de describir aquellos momentos, cuando, antes de la Última Cena, el Hijo más afectuoso se despide de la Madre más amable y más amorosa?

Se separan con el fin de cumplir cada uno el duro cometido que Dios les impuso… Se separan; Jesús para ser el Varón de dolores…; y María para ser la Reina de los mártires...

La noche del Jueves Santo la separación de Jesús y María fue cruel... El Hijo y su Madre tienen pleno conocimiento de las aflicciones sin cuento que a los dos esperan. Prevén todos los pesares de Getsemaní, de la noche horrible, de la Vía dolorosa y del Calvario...

Redentor y Corredentora se abrazan en un mar de lágrimas con muchas demostraciones de amor; apretados en aquel abrazo estrechísimo repasan juntos el pasado, se dicen a porfía mil tiernas palabras de gratitud, de ternura y se comunican toda la pena de sus corazones que pronto serán atormentados...

No hay palabras que describan la pesadumbre que cayó sobre sus almas. El corazón colmado no tiene facilidad de expresarse... Sin embargo, a través de este silencio, los amantes se comprenden. Nunca el amor tendrá lenguaje más apasionado.

Madre acongojada de Jesús, la tremenda visión de Getsemaní y del Calvario pone espanto en tu alma, porque entiendes que en adelante no será ya privilegio tuyo tener a tu lado al Hijo que tanto amas... ¿Quién podría calcular todo el dolor de tu exquisito Corazón de madre, sufriendo por el más adorable de los hijos?...

Lágrimas de fuego queman tus mejillas, mientras dices resignada la plegaria de Jesús: Padre mío, fiat!... Ecce ancilla Domini, fíat mihi secundum verbum tuum: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra... ¡Lágrimas calladas, plegaria silenciosa, impregnada de tristeza!...

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Puesto que la persecución contra la Iglesia es continua, y redobla hoy su intensidad, justo es acompañarla en su soledad.

La Iglesia, en su contexto actual, es figura de Nuestra Señora en su soledad.

El Calvario, el Santo Sepulcro, noche cerrada...; soledad torturadora para Ti, Madre Dolorosa, que haciendo frente a los más horrendos pensamientos, padeces sola los dolores.

Recibida en San Juan la maternidad espiritual de todos y cada uno de los miembros del Cuerpo Místico, tu mirada sigue desde la colina del Calvario el camino doloroso que, siglo tras siglo, harán recorrer a la Esposa Inmaculada de tu Hijo, la Santa Iglesia Católica: camino en verdad largo y difícil, cadena de tristezas y persecuciones...

¡Qué siniestra aparición para tus ojos y qué tortura para tu Corazón!... ¡Dolores asperísimos en el alma!...

La Santa Madre Iglesia, Esposa de Cristo, yace a su vez en agonía... Dirigiéndose a los discípulos, Jesús les había dicho: No es el siervo mayor que su amo... El mundo os odiará... Si me han perseguido a mí, también os han de perseguir a vosotros... Os arrastrarán por sinagogas y prisiones, por los tribunales de los reyes y de los magistrados a causa de mi nombre...

Si la predicción de Jesucristo se cumple en los individuos, más aún en la Iglesia entera. Se le hace guerra a muerte. La suerte que le espera no es mejor que la que tocó a su Esposo; andando los siglos pasará también por el Calvario

En la historia de la Iglesia, a cada siglo se reproducen las escenas de la Pasión de Cristo. El mismo odio, envidia, suspicacia de los enemigos, las intrigas farisaicas, la calumnia cínica, el refinamiento en interpretar los hechos con malicia, el soliviantar al pueblo, las juntas clandestinas, la oferta del traidor, el recurso a la turba amotinada y con armas, la sorpresa nocturna, el prendimiento, las vejaciones inicuas, los escrúpulos pedantescos, las acusaciones políticas, los virajes de la opinión popular, tribunal y sentencia de Pilato, exaltación de Barrabás, camino de la cruz, asesinato civil... Todo, todo vuelve a la escena…

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María conocía puntualmente las indescriptibles congojas de la Pasión. Las conocía por las profecías de Jesús, por sus palabras de adiós en la última Cena, y por la descripción hecha por el profeta Isaías:

No es de aspecto bello ni es esplendoroso. Le hemos visto y nada hay que atraiga nuestros ojos, ni llame nuestra atención hacia Él. Vímosle despreciado y el desecho de los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer. Y su rostro como cubierto de vergüenza y afrentado; por lo que no hicimos ningún caso de Él. Es verdad que Él mismo tomó sobre sí todas nuestras dolencias y pecados y cargó con nuestras penalidades; pero nosotros le reputamos entonces como un leproso y como un hombre herido de la mano de Dios y humillado. Siendo así que por causa de nuestras iniquidades fue Él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo, de que había de nacer nuestra paz con Dios, descargó sobre Él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como ovejas errantes hemos sido todos nosotros: cada cual se desvió de la senda del Señor para seguir su proprio camino, y a Él solo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros. Fue ofrecido en sacrificio porque Él mismo lo quiso; y no abrió su boca para quejarse: conducido será a la muerte sin resistencia suya, como va la oveja al matadero; y guardará silencio sin abrir siquiera su boca delante de los verdugos, como el corderito que está mudo delante del que le esquila. Después de sufrida la opresión e inicua condena, fue levantado en alto. Pero la generación suya ¿quién podrá explicarla? Arrancado ha sido de la tierra de los vivientes, para expiación de las maldades de mi pueblo le he yo herido, dice el Señor...


Esta descripción del Profeta se representaba con toda precisión en la mente de María, y la pena de esta Madre, que llora por su Hijo único, es inconmensurable...

Comprende Nuestra Señora que sólo Dios es capaz de alcanzar hasta dónde llega su dolor maternal; y en la soledad en que todo le habla de Jesús, pasa Ella también por una agonía más cruel que la misma muerte.

Tristis est anima mea usquae ad mortem. Como el Hijo divino, María exhala el ¡ay! de la agonía: ¡mi alma padece congojas de muerte!...

¡Padecimientos de alma! ¡Dolor maternal!... ¡Con cuánta verdad puede afirmarse aquí que el peso del dolor iguala al peso del amor!...

Las madres se ofrecen como víctimas a Dios, prefieren ellas morir a ver muertos a sus hijos. María, la más cariñosa de las madres, se ofreció por el Hijo. Tanto ama a Jesús, que se olvidó de sí; tan abnegada estaba, que estimó su mayor felicidad rescatar la vida del Hijo querido con su propia muerte. No pudiendo ser así, quiso, a lo menos, morir con Jesús... Y es tanto lo que padeció, que hubiese realizado su deseo, si una fuerza sobrenatural no le hubiese impedido exhalar el último suspiro.

Efectivamente, por divina disposición, María, Corredentora, no debía morir con Jesús sino llevar su dolor hasta el límite de lo posible a una pura criatura. Por este modo María debía dar gloria a Dios, colaborar en la obra redentora de su Hijo y merecer título de Reina de los mártires.

Para ser en verdad Corredentora en el plan divino era menester que María entrase en toda la extensión y profundidad de los padecimientos de Cristo, y los superase, como Él, en la hora de la inmolación suprema.

Los enemigos de la Iglesia, cual los judíos en la noche de Jueves Santo, conciertan planes inicuos y celebran con gozo diabólico el momento de dar libre curso a su odio infernal a Cristo y a su Iglesia...

Tampoco ellos descansan. El odio no sabe estarse quieto; en la oscuridad sobre todo, en reuniones secretas, su odio extrema la violencia... El ansia de vengarse no duerme, y mantiene viva y avasalladora la perenne persecución contra la Iglesia.

La ciencia atea, la prensa sectaria, la logia masónica, el parlamento anticristiano, no tienen descanso... La torpe inverosimilitud de sus afirmaciones, la repugnante injusticia de sus intrigas, todo es burdo... El odio, la envidia, la suspicacia, apagan en ellos toda chispa de amor a la verdad y a la justicia...

Como durante la Pasión, acusadores y enemigos se juntan y conspiran entre sombras. El resultado de estos nocturnos conciliábulos, la sentencia de muerte contra la Iglesia, se pregona a todos los vientos; proveen al pueblo de cuerdas, palos y armas para detener a la Iglesia, encadenarla, golpearla y hacerla morir de inanición...

Sus juntas tenebrosas se convierten en orgías... La expansión tiene su apogeo, mientras la Esposa de Cristo agoniza... De tanto en tanto, la puerta del salón de fiestas se entreabre al paso de un nuevo Judas...

Los labios del nuevo traidor estremecen los oídos sectarios de aquellos agitadores del pueblo armado, con el rumor de nefandas delaciones: Conozco iglesias, sacerdotes, religiosos y religiosas, congregaciones, escuelas y grupos de fieles que no han caído aún en vuestras manos... ¿Qué me dais y os las entrego?...

Madre Dolorosa, a la misma hora que los judíos discuten con los Judas el precio de la traición, Tú suspiras: ¡Padre!, Padre que pase de mí este cáliz... Pero el cielo está sordo a tu súplica... Segunda..., tercera vez intentas con lágrimas y ruegos conmover el Corazón del Padre... ¡En vano! La redención de las almas será fruto de humillaciones y padecimientos; y tanto más amargos cuanto más desenfrenado es el orgullo y la embriaguez sensual de la humanidad pecadora...

Fiat voluntas tua, ¡Padre, hágase tu voluntad!...

La Santa Iglesia, atormentada y desolada en este nuevo Calvario, lanza un grito de terror: ¡Padre!, Padre, que pase de mí este cáliz... Sacerdotes y seglares, ancianos y niños, hombres y mujeres, piden al Cielo piedad para su Iglesia. ¡Sálvanos, Señor! ¡Ven, Señor Jesús!... Pero hoy también se muestra Dios sordo a las súplicas de los suyos...

La Iglesia no cesa de rogar, reza hoy, rezará siempre: Padre, que pase de mí este cáliz... Y, no viendo el suspirado auxilio de lo alto, añade la Madre Dolorosa en su soledad, con lágrimas de sangre: Fiat voluntas tua... Que se haga tu voluntad y no la mía... Que mis padecimientos sean pues... expiación por los pecadores...

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Dice oportunamente San Alfonso María que cuando la madre se halla presente a los padecimientos del hijo, no cabe dudar que siente y padece los sufrimientos del mismo; pero que, cuando después de muerto, van a darle sepultura y tiene que separarse de él, el solo pensamiento de no volverlo a ver es un género de dolor que sobrepuja a todos los demás dolores.

Esta fue la última espada de dolor de Nuestra Señora.

San Bernardo hace hablar a la Madre Dolorosa de este modo: ¡Oh verdadero Hijo de Dios!, eras mi padre, mi hijo, mi esposo, mi alma. Ahora quedo huérfana sin padre, viuda sin esposo, madre desolada sin hijo, pues perdiéndote a ti, lo pierdo todo.

Los santos discípulos llevaron luego a enterrar el Santo Cuerpo de Nuestro Señor; junto con ellos fue la Madre de los dolores. Al levantar la piedra para cerrar el sepulcro se volvieron a la Virgen y le dijeron: ¡Animo, Señora!, Vamos a cerrar el sepulcro; tened paciencia, miradlo por última vez y despedíos de vuestro Hijo.

Dice San Fulgencio, María tuvo ansias vivísimas de sepultar su alma con el cuerpo de Cristo. Y Ella misma dijo a Santa Brígida: Puedo decir con toda verdad que, al ser enterrado mi Hijo, hubo en el mismo sepulcro dos corazones.

María dejó su Corazón sepultado con Jesús, porque Jesús era todo su tesoro, y Jesús es el mayor tesoro de la tierra y del cielo.

Antes de marcharse del sepulcro, opina San Buenaventura que bendijo la piedra sagrada, exclamando: Dichosa piedra que custodias al que albergué nueve meses en mi seno, yo te bendigo y te envidio; ahí te dejo para que me custodies este Hijo mío, que es todo mi bien y todo mi amor.

Y dando así el postrer adiós al Hijo y al sepulcro, partió y retornó a su casa.

Pasando delante de la Cruz, bañada aún en la Sangre de su Jesús, ella fue la primera en adorarla: Oh Cruz Santa, te beso y te adoro, pues ya no eres leño infame, sino trono de amor y altar de misericordia, consagrado con la Sangre del Cordero divino, que acaba de ser en Ti inmolado por la salvación del mundo.

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Mientras la Madre agoniza, la mayoría de sus hijos asisten indiferentes a su dolor; si algunos entre ellos lo comprenden, se mantienen en actitud impasible y neutral...

Y si les hablan de la traición que sufre hoy la Iglesia, si se oyen invitados a consolar y defender a la Madre de todos, les es más cómodo cerrar los ojos, tapar los oídos, no creer en la autenticidad de esos relatos trágicos y continúan siempre neutros e indiferentes, como aquellos del pueblo el Viernes Santo, sin odio a Jesús, pero sin interés por su suerte, riendo y divirtiéndose mientras que el Maestro padecía.

Y como la Madre Santísima, la Iglesia soporta sola las angustias de su pasión.

Si la persecución se exacerba, y las crueldades se multiplican y resultan monstruosas, estos católicos no pueden menos de verlas, leer o escuchar la relación de ellas y ceder a la triste realidad. Pero allí pierden la serenidad...; vacilan...; gimen: ¡qué catástrofe!... ¡qué injusticia!... ¿Y qué puedo hacer yo?... Y luego vuelven de nuevo espíritu y corazón a sus mezquinos intereses personales; olvidan las agonías de la Madre...

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Apenas hubo entrado en su morada, la afligida Madre volvió los ojos a todas partes y ya no se encontró con Jesús; y, en lugar de la presencia del querido Hijo, se le presentaron a la memoria todos los recuerdos de su hermosa vida y de su despiadada muerte…

La Madre Dolorosa, al igual que su divino Hijo en Getsemaní, ocupó la soledad de su alma con una oración más intensa.

Repasó en su Corazón todo lo que allí conservaba…

Recordó los abrazos dados al Hijo en la gruta de Belén, las conversaciones sostenidas con Él tantos años en la casita de Nazaret, las mutuas muestras de afecto que se habían dado y las palabras de vida eterna salidas de aquella divina boca…

Vino a su memoria el dolor de la separación y la primera soledad, cuando Jesús se despidió de Ella antes de partir para llevar a cabo la obra que el Padre le había encomendado.

Había llegado el día… ¡Qué momento aquel! Al partir Jesús con sus discípulos lo siguió hasta que se perdió de vista, con el Corazón oprimiéndosele a cada paso… Y al cerrar la puerta, sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían otros pasos que suyos…

La soledad es uno de los sufrimientos más profundos del ser humano… Pero, ¡qué dura fue la soledad de María, después de haber compartido treinta años con el Hijo de Dios! Sí, la soledad de la María comenzó mucho antes del Viernes Santo...

Pero Nuestra Señora supo santificar ese dolor de la separación y de la soledad con fe, con entereza, con caridad; aceptando obediente la voluntad de Dios…

Pero ahora se le representó nuevamente la funesta escena desarrollada aquel día, los clavos, las espinas, las carnes laceradas del Hijo, las profundas llagas, la osamenta descarnada, la boca abierta y los ojos obscurecidos...

¡Qué noche tan dolorosa fue aquélla para María!

Mirando la Dolorosa Madre a San Juan, le preguntaba con acento de dolor: Juan, ¿dónde está tu Maestro?... Y a continuación preguntaba a la Magdalena: Hija, dime dónde está tu amado… ¿Quién te lo ha arrebatado?


¡Qué horas aquellas antes de la resurrección! ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret! Es la soledad tremenda que deja la muerte del ser querido.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo en su hermosa poesía Con la mayor soledad:

Sin Esposo, porque estaba
José de la muerte preso;
sin Padre, porque se esconde;
sin Hijo, porque está muerto;
sin luz, porque llora el sol;
sin voz, porque muere el Verbo;
sin alma, ausente la suya;
sin cuerpo, enterrado el cuerpo;
sin tierra, que todo es sangre;
sin aire, que todo es fuego;
sin fuego, que todo es agua;
sin agua, que todo es hielo...


Pero ni la fe, ni la esperanza, ni la confianza, ni la caridad de María Santísima claudicaron ante esa prueba a la cual la sometió la divina voluntad.

Aprendamos de María Dolorosa a llenar el vacío de la soledad que nos invade cuando las criaturas, los acontecimientos, los hombres… e incluso Dios nos abandonan…

Aprendamos a ocupar ese vacío con lo único que puede colmarlo: la fe, la esperanza y la caridad.

La Revelación nos ha dado una consigna. La tenemos en las Cartas a las Iglesias del Apocalipsis.

Se le dice a la Iglesia de Tiatira: Pero a vosotros, a los demás que estáis en Tiatira, que no seguís esa doctrina, y que no habéis conocido las profundidades de Satanás, como ellos dicen, os digo: No os impongo ninguna otra carga; sólo guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga.

La Tradición, "lo que tenéis", conservadlo, reforzadlo, hacedlo fuerte. La consigna para la Iglesia desde aquel momento es conservar, no crear nada nuevo. La Iglesia desde entonces mira hacia atrás y aspira a una restauración definitiva.

Esta recomendación de aferrarse a lo tradicional se repite en forma más apremiante y dramática en las dos cartas siguientes.

Ponte alerta y consolida lo restante que está a punto de morir. Pues no he encontrado tus obras cumplidas a los ojos de mi Dios. Acuérdate, por tanto, tal como recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete.

Vengo pronto; guarda con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona.


Le fue dada a la Iglesia la consigna de confirmar, robustecer las cosas que, de todas maneras, eran morideras.

Es claro el mensaje: la Iglesia lo que tiene que hacer es conservar lo que le queda, los restos, aun sabiendo que son cosas perecederas y que van a la muerte.

Todo aquello que entendemos bajo el nombre de Tradición Occidental, toda la herencia de Occidente que podríamos llamar Romanidad, a partir del Renacimiento comienza a ir a la muerte; y el esfuerzo de la Iglesia debe emplearse en fortalecerlo.

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También puede ayudarnos a colmar nuestra soledad el servir de Ángel del Consuelo para Nuestra Madre Dolorosa.

La agonía de Jesús dobló en intensidad, al extremo de tener que bajar un Ángel del cielo para confortar al divino Penitente y detener la muerte.

Preciso era que el divino Redentor bebiera el cáliz hasta las heces; por eso el celestial ministro no retiró el cáliz de la amargura, sino que reanimó a Jesús, dándole primero certeza de que su dolor glorificaría a Dios Padre, que lo aceptaba como reparación debida; mostrándole después las infinitas almas que por su Pasión salvaría y por otras nuevas gracias que les merecería; en fin, por la seguridad que le daba de que María, Corredentora, le permanecía fiel en su retiro, que velaba y oraba con Él, y unida a Él le seguiría en amor y dolor...

Buscó, Jesús, quien lo compadeciera en sus dolores y no lo halló; quien lo consolara, y no hubo nadie que lo hiciera. ¿Lo habrá hallado la Madre?

Quedó en el Calvario un grupo insignificante de discípulos que acompañó a la Madre Dolorosa en su soledad.

¿Cómo nos portamos nosotros con nuestra Madre afligida, y con la Iglesia, Esposa de Cristo, pasando una verdadera agonía?

Iglesia Santa y Madre mía, quiero, porque es mi deber, consolarte ahora que gente enemiga te ha arrastrado a un nuevo Calvario...

No quiero ser apóstol somnoliento...

Quiero velar y orar...

Velar siempre, tomando a pecho tus caros intereses…

Orar, suplicando esfuerzo para los hermanos que sufren esta agonía, orar por su constancia y perseverancia…

¡Jesús!, piedad para vuestra Esposa atormentada… ¡Oh Cristo! Venga a nosotros tu reino…


Pero, ¿tendrá María un Ángel del consuelo?...

Vosotros los que pasáis por el camino, mirad si hay dolor comparable al mío. Grande como el mar es mi quebranto...

Quien consuela a la Madre de Jesús, consuela también el Corazón afligido de su Hijo divino...

¡Madre nuestra! Deja que descansemos la cabeza sobre tu Corazón Doloroso; queremos consolarte, como un hijo a su madre, amándote, participando de tus penas, de tu desconsuelo... compartiendo la soledad de la Iglesia…



JUEVES SANTO


En esta nueva conmemoración solemne del Jueves Santo, quiero hacer referencia a un aspecto muy particular, que nos sirva de tema de reflexión, de meditación, para prolongar durante la noche nuestra adoración a la Sagrada Eucaristía y al Sagrado Corazón de Jesús: quiero atraer vuestra atención sobre el hecho del Sacrificio de Jesús en el Monte de los Olivos, en el Jardín de Getsemaní.

La Santa Misa fue instituida al anochecer del Jueves Santo. Esa primera Misa, que se rezó en el Cenáculo, está en íntima relación con los sucesos que acaecieron después de instituida la Sagrada Eucaristía.

Antes de dejar el Cenáculo, Jesús y sus discípulos dieron gracias entonando a coro un himno, que fue como el Ite Missa est de la ceremonia desarrollada allí.

Sin embargo, esta despedida preparaba el sacrificio del Huerto de Getsemaní.

Jesús marcha hacia el Monte de los Olivos para continuar el acto de suprema caridad que iniciase en el Cenáculo y que pronto iba a coronar sobre el Calvario.

En el Cenáculo, ese acto es sacrificio de amor; en Getsemaní y en el Gólgota, termina en el más profundo dolor. Porque el dolor es el crisol del verdadero amor; en el dolor se purifica y resplandece el amor.

Horas más tarde desgarrarán bárbaramente a Nuestro Señor; su Sangre divina correrá por un infame patíbulo en la cumbre del Calvario. Allí pondrá remate al sacrificio, aniquilándose por completo para salvar al hombre. Allí exhalará el último suspiro y la muerte concluirá su obra.


En el Huerto de Getsemaní también ofreció Nuestro Salvador un Sacrificio, el Sacrificio de Medianoche, con oblación, consagración y comunión; transición sublime del Cenáculo al Calvario.

Getsemaní es como un altar en que Jesús oficia un Sacrificio, puesto que allí se ofrece, sufre, suda sangre y se inmola al pasar por las congojas de la agonía.

Getsemaní tiene parte del Cenáculo y parte del Calvario: preludio del Calvario, es al mismo tiempo el complemento del Cenáculo.

Lo que sacramentalmente se efectuó en el Cenáculo, comienza a tener realidad sensible en el Monte de los Olivos, con el mismo Sacerdote y la misma Víctima...

Getsemaní es el corazón de la Pasión, porque es la pasión del Corazón...


Entonces fue Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.
Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: ¡Padre mío!, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.
Volvió entonces donde los discípulos y los encontró dormidos; y dijo a Pedro: ¿Ni siquiera has podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.
Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: ¡Padre mío!, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.
Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Y cayó en agonía y su oración se hizo más apretada. Y le vino un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo. Y apareció en Ángel del cielo, confortándole.
Vino entonces donde los discípulos y les dijo: Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡Vamos! Mirad que el que me va a entregar está cerca.

Consideremos la Oblación, la Consagración y la Comunión de este Sacrificio de Medianoche.


La Oblación

En el Monte de los Olivos Jesús se ofrece a la Justicia divina como víctima de expiación.

La Justicia de Dios estaba airada; exigía satisfacción; los culpables, los hombres, no podían aplacarla...

Para presentar a Dios una ofrenda adecuada, era preciso ser santo; y para apaciguar equitativamente a un Dios justamente irritado, era necesario ser infinito como Él.

Sólo Jesús reunía estas dos condiciones; sólo Él, por consiguiente, podía templar la cólera de Dios.

Por esta razón, en el altar de Getsemaní fue el Sacerdote aceptable y al mismo tiempo la Víctima de infinita propiciación.

¡Divino Sacerdote!, Él mismo se presenta como Víctima, encorvada por peso de los padecimientos...

¡Padre!, no se haga mi voluntad, sino la tuya...

¡Padre!, me ofrezco a Ti Fiat. Te doy mi cuerpo, mi alma, mi corazón, todas las facultades de mi espíritu, todo mi ser, para que, atormentado, expíe los pecados de los hombres. Fiat.

Contemplemos la grandiosa ofrenda de este Sacrificio del Corazón de Cristo Sacerdote: ¡Padre!, no se haga mi voluntad, sino la tuya... ¡Padre!, me ofrezco como víctima. Acéptame por tal....

Son las oraciones del Ofertorio: Suscipe, sancte Pater... Offerimus tibi, Domine...

Recibe, Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno, esta hostia inmaculada, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios mío, vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias...

No nos parezca exagerada la apropiación de esta oración. En efecto, escribe el Apóstol San Pablo que cuando Dios envió a su Hijo a que expiara con su Sangre las penas merecidas por nuestros pecados, quiso con ello patentizar la grandeza de su justicia: Al cual (a Cristo Jesús) exhibió Dios como monumento expiatorio, mediante la fe, en su sangre, para demostración de su justicia.

Y comenta San Alfonso María de Ligorio: nótese la expresión para demostración de su justicia. Para darse una idea de lo que Jesús padeció en su vida y especialmente en su muerte hay que tener en cuenta lo que el mismo Apóstol trae en su Carta a los Romanos: Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en semejanza, de carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al pecado en la carne.

Al ser enviado Jesucristo a redimir al hombre, se revistió de nuestra carne, inficionada por el pecado de Adán, y, aun cuando no contrajo la mancha del pecado, con todo, cargó con las miserias contraídas por la naturaleza humana en pena del pecado y se ofreció al Padre Eterno a satisfacer con sus penalidades a la divina justicia por todas las deudas del género humano.

Y el Padre, como escribe Isaías, hizo que le alcanzara la culpa de todos nosotros. Contemplemos, por ende, a Jesús cargado con todas las blasfemias, todos los sacrilegios, obscenidades, hurtos, crueldades y con todas las maldades cometidas y que aún pueden cometer los hombres. Contemplémoslo, en una palabra, hecho objeto de todas las divinas maldiciones que se habían acarreado los hombres por sus crímenes: Cristo nos rescató de la maldición de la ley, hecho por nosotros objeto de maldición.

La maldición se trocó en beneficio cuando Jesucristo se hizo responsable de nuestros pecados y satisfizo a la justicia divina.


La Consagración

El sacrificio se ofrece a Dios por la Consagración, es decir, por la destrucción de la víctima, aunque fuera esto sacramentalmente, como en la Santa Misa, o místicamente, como lo estamos considerando.

Esta simbólica consagración la llaman los teólogos reducción de la víctima a un estado que se asemeja a la destrucción.

Es comprensible la necesidad de destruir la víctima, puesto que el sacrificio intenta rendir a Dios un acto de suprema adoración y testimonio a su divinidad.

En el Calvario, la consagración consistirá en la real inmolación llevada a cabo por la separación del alma y del cuerpo: la muerte. En esta inmolación Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, reconoce a su Padre como soberano Señor; y como tal lo adora y le paga un tributo de expiación por el pecado de los hombres.

En el Cenáculo, la consagración de la primera Misa de Jesús consistió en una inmolación sacramental por el simbolismo y por el modo de realizarse, puesto que, considerando la fuerza intrínseca de las palabras de la Consagración, vemos el Cuerpo de Cristo y su Sangre separados.

Pero en Getsemaní, el Salvador se ve reducido a un estado que no dista del aniquilamiento. Si no es víctima de la muerte que lo hiere, lo es de la agonía que lo despedaza.

Santo Tomás enseña que Jesucristo, al redimirnos, no sólo tuvo en cuenta la virtud y el mérito infinito que tenían sus dolores, sino que quiso sufrir un dolor que bastara para satisfacer plena y rigurosamente por todos los pecados del linaje humano.

Y San Buenaventura añade: Quiso padecer tantos dolores como si Él hubiera cometido todos los pecados.

El mismo Dios cargó a Jesucristo con penalidades proporcionadas a la deuda contraída por nuestras culpas, verificándose así lo que escribía Isaías en capítulo LIII de su Libro: A Yahveh le plugo destrozarle con padecimiento.

Todo esto estaba predicho en breves palabras, cuando el rey David, hablando de Cristo, escribía: Sobre mí tu furor está pesando... Sobre mí han pasado tus furores.

De manera que toda la ira divina, excitada por nuestros pecados, descargó sobre la persona de Jesucristo.

Entiéndase de igual manera lo que de Él dice San Pablo: Cristo hecho por nosotros objeto de maldición. Jesús se trocó en la maldición —como se lee en el texto griego— esto es, en el objeto de todas las maldiciones merecidas por nuestros pecados.

Todo el ser de Jesús se inmola y se ofrece a Dios. Es la hora del supremo anonadamiento. Y esta situación, penosa para el Cuerpo y para el Alma, tan próxima a la muerte, mi alma está triste hasta la muerte..., puede ser considerada como la consagración del Sacrificio de Medianoche de Jesús.

En el templo grandioso de la naturaleza reina un silencio augusto de consagración. Quietud bajo las pesadas coronas del olivar. Silencio de muerte el de Getsemaní. Se adivinan tan sólo unos latidos desconcertados del Corazón en agonía. Se entreoyen gemidos: ¡Padre!... ¡Padre mío!... ¡Fiat! ¡Fiat! ¡Hágase! Y las gotas de Sangre divina cayendo sobre el húmedo césped...

En el solemne silencio de la consagración, hemos de considerar nosotros lo que fue esta inmolación del Cordero divino en el altar de Getsemaní...

¿Quién será capaz de explicar, ni siquiera comprender, los dolores interiores de su alma, que excedieron con mucho a los dolores corporales? Tales fueron estas penalidades internas, que en el huerto de Getsemaní le hicieron sudar sangre de todos sus poros, forzándole a exclamar que bastaban ellas para causarle la muerte: Triste en gran manera está mi alma hasta la muerte.


La Comunión

Hecha la ofrenda, inmolada la víctima, debe consumirse; de ella se alimenta el sacrificador y aquellos por quienes se hizo la oblación. Este acto se llama Comunión.

La justicia del Padre Eterno es quien en primer lugar inmola a su Propio Hijo a su gloria y por la salvación de las almas. Jesús debe satisfacer a su Eterno Padre y ha de saturar las almas en una Comunión que las hará participar del Sacrificio de Medianoche en el Huerto de los Olivos.

Sobre el altar de la roca de Getsemaní Nuestro Redentor da al Padre su Corazón desgarrado; y esa entrega aplaca la sed de justicia.

Y habiéndose satisfecho, refluye sobre la Víctima divina la infinita misericordia, trayéndole la calma después de tan espantosa tormenta.

La agonía y la oración de Nuestro Señor han hecho reconciliar la Justicia y la Misericordia: el tributo de expiación que debía la humanidad culpable lo ha pagado el Cordero que quita el pecado del mundo.

En representación del género humano ofreció al Padre el homenaje de adoración, de gratitud, de expiación y de súplica debido a sus infinitas perfecciones.

Y el irritado Juez, al inmolarlo como Víctima, se aplacó; nuevamente se acerca a la humanidad lleno de amor misericordioso y nos recibe otra vez con el dulce nombre de hijos.

La ofrenda del sacrificio debe sustentar también a aquellos por quienes se ha hecho la inmolación. Ciertamente que Jesús contempló la larga hilera de almas hambrientas venidas para saciar su hambre en los frutos de su inmolación, en la Comunión de cada Misa hasta el fin de los tiempos.

Pero el Ángel del Consuelo señaló, a la mirada agónica de la atormentada Víctima, otra hilera, menos numerosa, mucho más corta: la de la Comunión de los fieles durante el Sacrificio nocturno de Jesús en el Huerto de los Olivos... la de las almas que comulgan y participan de las tristezas de Jesús, de sus amarguras, de sus soledades...

El Ángel Consolador las ve partir satisfechas y serenas, retirándose del altar de Getsemaní para acometer con nuevos bríos la lucha de la vida en las agonías de su propio Getsemaní, que las introduce en el camino que lleva al Calvario...

Pero, ya que esas almas sedientas de dolores, de sufrimientos, de deshonras, de humillaciones, de persecuciones, iban a ser tan pocas... ya que sería tan reducida la hilera de las almas que vendrían a comulgar al altar del Sacrificio de la Agonía, Jesús rogó a Santa Margarita María que invitase de nuevo y con más empeño a la humanidad creyente para que acudiese a saciarse con la Sangre del Sudor de Getsemaní.

Primero dirigió estas palabras a su sierva desde el misterioso Tabernáculo de Paray-le-Monial: Todas las noches del jueves al viernes te haré participar de la mortal tristeza que quise padecer en el Huerto de los Olivos; tristeza que te reducirá a una especie de agonía, más difícil de soportar que la muerte. Y para acompañarme en aquella humilde plegaria, que entonces presenté a mi Padre, te postrarás con la faz en tierra, deseosa de aplacar la cólera divina y en demanda de perdón.

Luego hizo la siguiente revelación que debe sacudir nuestra apatía y tibieza; así lo relata Santa Margarita María: Se me presentó Jesús bajo la figura de un “Ecce Homo”, cargado con su Cruz, cubierto de llagas y de heridas. Su Sangre adorable brotaba de todas ellas; y luego, con voz desgarradora y triste, me dijo:

« ¿No habrá, por ventura, nadie que se compadezca de Mí y que, teniéndome piedad, comparta el dolor que sufro en este estado lamentable en que me tienen sumido tantos pecadores?
Aquí tienes el Corazón que ha amado tanto a los hombres, y que no ha perdonado medio alguno de probarles su amor, hasta el extremo de agotarse y consumirse por ellos.
Y, en retorno, no recibo de la mayor parte sino ingratitud y menosprecio, lo que me amarga mucho más que todo cuanto he sufrido en mi pasión.
Si los hombres me correspondieran, siquiera en parte, consideraría poco lo que hecho, y desearía, si posible fuera, sufrir más todavía... Pero, ¡ay!, no tienen sino frialdad y rechazos para cada una de las solicitudes de mi amor.
Al menos tú, hija mía, concédeme el consuelo de verte reparar, en cuanto puedas y de ti dependa, esa ingratitud. Participa de mis congojas, y llora la insensibilidad culpable de tantos corazones.
Tengo sed devoradora de ser amado de los hombres, pero no encuentro casi a nadie que tenga voluntad de aplacarla con retorno de amor cumplido y generoso. No hallo quien me ofrezca en este estado de abandono, un lugar de reposo. ¿Quieres tú consagrarme tu alma para que en ella descanse mi amor crucificado, que el mundo entero menosprecia? Quiero que tu corazón me sirva de asilo, en el que me cobije para solazarme, cuando los pecadores me persigan y me arrojen de los suyos. Entonces, con los ardores de la tu caridad, repararás las injurias que recibo ».

El mismo Jesús enseñó, pues, el ejercicio de la Hora Santa como medio de atraer las almas; y en ella se afana en saciarlas con la Sangre de Getsemaní.


Ite, Missa est

Al concluir el Sacrificio de Medianoche en el Huerto de los Olivos, Jesús ya no tiembla ni gime, sino que, fortalecido y reanimado, reúne a sus Apóstoles y les dice: Levantaos, vamos; he aquí que el que me ha de entregar llega ya...

Esta palabras constituyeron el Ite, Missa est del Sacrificio de Getsemaní.

El Corazón de Jesús se derrama de gozo, no porque la Pasión haya terminado, sino porque confortado por la Comunión del Huerto, acomete el último sacrificio, marcha al altar del Calvario, coronamiento necesario de los sacrificios que precedieron... Surgite, eamus!


Conclusión

En este Jueves Santo, tomemos la resolución de oficiar solemnemente nuestro sacrificio de la vida.

A ejemplo de Jesús recemos cada día por la mañana la Misa del Cenáculo, y, unidos a Él, hagamos ofrecimiento, entrega e inmolación de nuestras vidas por la gloria de Dios.

Tomemos luego el camino que conduce al Sacrificio de Getsemaní, que será todo el día y, acaso, la noche; y allí, ofrezcamos un lugar de reposo a la divina Víctima; consagremos nuestra alma para que en ella descanse el Amor crucificado; que nuestro corazón sirva de asilo al peregrino del Amor.

En Getsemaní esta el Altar de nuestro sacrificio...

¡Es cierto! Uno se acerca tembloroso de espanto a las gradas que preceden esa Ara, sangrante el corazón... Y sube, desfallecido, bajo el peso de aplastante dolor...

¡Es cierto! Allí se padece una sensible agonía...

Pero..., ¡feliz quien hallare en ese altar a Jesucristo!, para mezclar sudor y sangre, sollozos y lágrimas a las de Dios en agonía, más ensangrentado acaso, pero rehecho por milagro de un divino vigor...

Alma cristiana y devota, tu altar es Getsemaní... ¡Sube a él!

Y así cada mañana, cada día y cada noche, hasta que Nuestro Señor nos indique Ite, Missa est... tu sacrificio del Cenáculo y de Getsemaní se ha terminado; ya puedes ir de frente al sacrificio de la muerte, la Misa de tu Calvario.

Pidamos la gracia de que al llegar a la cima de nuestro Gólgota, en la hora definitiva de nuestra vida, María Santísima, la Madre del Redentor, la Corredentora, Ella que estuvo de pie junto a la Cruz de su Hijo, también esté junto a nosotros para que podamos ofrecer, entregar e inmolar nuevamente nuestro ser para que tengamos la gracia y la dicha de oír, al finalizar nuestra agonía, el Ite, Missa est... el Consummatum est... todo está consumado, la Misa de nuestro Calvario concluida, aurora de la eterna Pascua que celebraremos con cánticos de alabanza y de amor en compañía del Corazón agonizante de un día y hoy, y por siempre, glorificado.



DOMINGO DE RAMOS


Y cuando se acercaron a Jerusalén, y llegaron a Betfagé al monte de los Olivos, envió entonces Jesús a dos discípulos, diciéndoles: Id a esa aldea que está enfrente de vosotros, luego hallaréis una asna atada y un pollino con ella, desatadla y traédmelos: Y si alguno os dijere alguna cosa, respondedle que el Señor los ha menester, y luego los dejará. Y esto todo fue hecho, para que se cumpliese lo que había dicho el Profeta, que dice: Decid a la hija de Sión: He aquí tu Rey, viene manso para ti, sentado sobre una asna, y un pollino, hijo de la que está debajo del yugo. Y fueron los discípulos, e hicieron como les había mandado Jesús. Y trajeron la asna y el pollino; y pusieron sobre ellos sus vestidos, y le hicieron sentar encima. Y una grande multitud del pueblo tendió también sus ropas por el camino. Y otros cortaban ramos de los árboles y los tendían por el camino. Y las gentes que iban delante y las que iban detrás gritaban, diciendo: Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en el nombre del Señor: Hosanna en las alturas.


Jesucristo, Verbo de Dios Encarnado, vino al mundo para realizar la obra de la salvación muriendo en la Cruz.

Como quien conoce perfectamente su misterioso destino y la dificultad que los hombres tendrían en aceptarlo, se lo anuncia varias veces a los discípulos, los cuales no podían concebir que Él, su Maestro, a quien habían confesado Mesías e Hijo de Dios, viniese a terminar en tan afrentoso patíbulo.

Conociendo la hora decretada en los consejos divinos para el cumplimiento de su obra, se dirige a Jerusalén al acercarse la Pascua, que era la gran fiesta judía.

Llegado a Betania, donde poco antes había resucitado a Lázaro de cuatro días muerto, es allí agasajado con un banquete por Simón el Leproso. Durante la comida, María, la hermana de Lázaro, unge al Señor y le enjuga con sus propios cabellos.

Al día siguiente, Jesús, que solía rehuir las exhibiciones ruidosas, organiza una gran manifestación para hacer su entrada en Jerusalén. Para ello hace traer un pollino, sobre el que los discípulos echaron sus mantos.

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Conociendo el profeta la malicia de los judíos —que habrían de contrariar a Jesucristo cuando subiese al templo— les advirtió cuál sería la señal para que reconociesen a su rey, diciendo: Decid a la hija de Sión: He aquí...

Hija de Sión, según la historia, es la ciudad de Jerusalén, que está emplazada sobre el monte Sión; y en sentido espiritual es la Iglesia de los fieles, que pertenece a la suprema Jerusalén.

He aquí es la palabra de una persona que enseña. Esto es, cuando lo veáis, no queráis decir: no tenemos otro rey sino el César. Vino por ti, entiéndelo bien, para salvarte; pero si no lo comprendes, viene contra ti.

Manso, no para ser temido por su poder, sino para ser amado por su mansedumbre; por esto no lo ves sentado en un carro de oro, ni vestido de hermosa púrpura, ni montado en brioso caballo, como amante de disensiones y de pleitos, sino sobre un pollino, cuidadoso de la tranquilidad y de la paz.

Jesús monta en la cabalgadura y la multitud de los peregrinos, que de todas partes llegaban a la ciudad para la fiesta, cubren el camino con sus mantos y con ramas de árboles. Y así, llenos de alegría, se encaminaron a la ciudad, pensando asistir allí a la inauguración del reino mesiánico.

Por esto cantan: ¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!

Estas palabras de alabanza explican en sí el poder de la redención; llaman a Jesús hijo de David, y en ello reconocen la herencia del reino eterno.

Cuando dice: las turbas que lo precedían y que lo seguían, se refiere a uno y otro pueblo; al de aquéllos que creyeron en el Señor antes del Evangelio y al de aquéllos que creyeron después. Ambos alababan a Jesús a una voz.

Aquéllos clamaron vaticinando la venida de Cristo; éstos en cambio, claman alabando la venida de Cristo ya cumplida.

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Pero en medio de esta exaltación, Jesús llora al divisar la ciudad, y anuncia su destrucción.

En efecto, la manifestación aquella respondía a la profecía del profeta Zacarías, que anunciaba la llegada de un Rey manso y humilde, montado en un pollino, para establecer la paz y destruir todos los elementos de guerra.

Este oráculo quería atraer la atención de los dirigentes de Israel para abrirles los ojos y moverlos a recibirle como al enviado de Dios.

Mas, previendo el resultado de su conducta, Jesús llora sobre la ruina de su pueblo.

En suma, aquella solemnidad, como el gran prodigio de la resurrección de Lázaro, no hace más que avivar las muchas pasiones de los dirigentes de Israel, que se dicen: ¡Veis que nada adelantamos! ¡Todo el mundo va en pos de Él!

Y para impedir esto, se disponen a acabar con Aquel que tanto les estorba.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y su llanto ante la actitud de sus enemigos es lo que se conmemora en la solemne Procesión de Ramos y en el canto de la Pasión.

La Semana Santa comienza, pues, con la evocación de la entrada triunfal del Señor a Jerusalén el domingo antes de su Pasión.

Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y huyó cuando la gente quería hacerle rey, es arrastrado hoy en triunfo.

Es sólo ahora, cuando está a punto de morir, que acepta ser públicamente reconocido como el Mesías, precisamente porque es al morir sobre la Cruz, que manifestará con toda plenitud ser el Ungido, el Redentor, el Rey Victorioso.

Acepta ser reconocido como Rey, pero como un rey que reinará desde la Cruz, que triunfará y vencerá por la muerte en la Cruz.

La misma multitud exultante, que lo aclama hoy, lo maldecirá en unos días y lo llevará el Calvario. De este modo, el triunfo de hoy le da mayor relieve a la Pasión de mañana.

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Es un hecho bien extraño que Nuestro Señor, que toda la vida había huido de la gloria y del brillo para ocultarse en la oscuridad, acepte los honores de un triunfo con todas las demostraciones de estimación pública, y esto a pocos días de su muerte, cuando sabía que iba a ser crucificado.

¿De dónde viene este cambio de conducta? ¿Por qué acepta hoy lo que siempre ha rehusado?

Lo hace así para mostrarnos cuánto ama la voluntad de su Padre. Toda su vida, empleada en agradarle, había sido, sin duda, un brillante homenaje rendido a su voluntad adorable; pero en ocasión solemne de llevar hasta el más sublime heroísmo este perfecto amor, su Padre le pide el sacrificio de su libertad, de su honor, de su vida...

¡Oh Padre mío, vedme aquí! —exclama— vengo a cumplir vuestras órdenes. Vengo, no con la paciencia que se resigna, sino con la alegría que triunfa; vengo a enseñar al mundo cuán amable es vuestra voluntad, sobre todo, cuando crucifica; vengo a ostentar cómo el deseo de agradaros entusiasma, especialmente, cuando inmola.

Jesús acepta el triunfo porque va a darnos los dos más grandes testimonios de su amor: el uno en la Última Cena, instituyendo el Sacrificio y el Sacramento de su amor; el otro en el Calvario, muriendo por nosotros.

Desde largo tiempo deseaba el uno y el otro con un ardor increíble. El momento tan deseado llega; tanta felicidad bien vale una marcha triunfal; yendo a la Cena, es un buen padre, que va, lleno de alegría, a legar a sus hijos la más rica herencia; yendo al Calvario es un Rey Salvador, que va entrando en combate con los poderes infernales, con el mundo, la carne y el pecado... Le costará toda la sangre de sus venas, su vida misma; ¡eso nada le importa! a este precio nos salvará, queda contento, y por eso triunfa.

¿Quién no bendecirá a este divino triunfador y no clamará con todo el pueblo: ¡Hosanna al hijo de David!?

Transportémonos en espíritu delante del Salvador, cuando entraba triunfalmente en Jerusalén; juntémonos al pueblo que le aclama, y digámosle con él: ¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!

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Jesús triunfa, para enseñarnos el precio de la Cruz y de los padecimientos.

El mundo hace consistir la felicidad en alegrías que pasan, en honores que se desvanecen.

Para vencerlos Jesús huyó cuando se le quiso hacer Rey. Se retiró a solas cuando quiso transfigurarse, y se ocultó cuando se le presentaron regocijos.

Pero cuando se trató de verse humillado y de padecer, ¡Ea, vamos adelante! —exclamó—; la cruz me espera; es mi gloria iré a buscarla en triunfo; la llevaré sobre mis hombros, como ha dicho el profeta.

¡Hermoso ejemplo, que ha hecho correr a la muerte a millones de mártires, entonando cánticos de gozo!

Este es un triunfo humilde y lleno de mansedumbre. Hija de Sion, dice el Profeta, tu rey viene a ti humilde y pobre; pero con una bondad arrebatadora, una dulzura inapreciable.

Es tan humilde, que ha elegido a los pobres y a los niños para cantar sus alabanzas; es tan manso, que no opone sino palabras suaves al orgullo de los fariseos, que le piden haga callar las aclamaciones de la multitud.

Por esta humildad sencilla, por esta mansedumbre siempre igual se reconoce al Rey de los reyes, y éstos son también los rasgos por los que han de conocerse sus discípulos.

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Jesús entra triunfalmente en la ciudad santa, pero es para sufrir, para morir.

De ahí el doble significado de la Procesión de los Ramos y Palmas: no se trata tan sólo de acompañar a Jesús en señal de triunfo, sino también seguirle en su Pasión, dispuestos a compartirla con Él, tratando de tener los mismos sentimientos que tuvo Nuestro Señor, como dice la exhortación de San Pablo en la Epístola de la Misa.

Asimilar los sentimientos de humildad y de inmolación total que deben conducirnos, como Él y con Él, hasta la muerte y muerte de cruz...

Los Ramos benditos que el sacerdote nos distribuye hoy, no sólo tienen un sentido de fiesta triunfal; significan también la victoria que Jesús va a obtener sobre el príncipe de la muerte.

Debe, pues, significar nuestra victoria. Debemos merecer también la palma de la victoria sobre nuestras pasiones y malas inclinaciones.

Al recibir el ramo bendito, renovemos nuestro compromiso de tratar de vencer con Jesús; y no olvidemos que es sobre la Cruz que Él ha vencido.

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Mientras la triunfal procesión avanza, Jesús ve aparecer el panorama de Jerusalén. Y dice San Lucas que al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.

Jesús llora por la obstinación de la ciudad santa, que por no haberlo reconocido como el Mesías, por no recibir su Evangelio, será destruida.

Jesús es verdadero Dios, pero es hombre verdadero, y como tal vibra con la emoción y el dolor que le causa el destino que Jerusalén se prepara por su tenaz resistencia a la gracia.

Jesús va a su Pasión y morirá por la salvación de Jerusalén; pero no se salvará, porque ella no ha querido; porque no ha conocido el tiempo en que fue visitada.

Esta es la historia de tantas almas que resisten a la gracia; esta es la razón del sufrimiento más profundo, más íntimo del Corazón de Jesús.

Al resistir las invitaciones de la gracia, se resiste a la Pasión de Jesús y se impide que sean aplicados sus frutos en toda su plenitud.

Al menos nosotros, ofrezcamos al Señor el consuelo de ver aprovechar los méritos de su Pasión, de toda su Sangre derramada.

Que la Procesión de hoy sea continuada por la que lleva al Cielo...