miércoles, 22 de febrero de 2012

Cenizas

MIÉRCOLES DE CENIZA

Ninguna función litúrgica más tétrica e impresionante que la de hoy... si la comprendemos bien...

Cuando aún no han acabado de extinguirse las mortecinas luces de los grandes salones y boliches, restos de las orgías y bacanales más anticristianas...; cuando sus rayos no iluminan otra cosa que el desorden y desaliño que tras sí ha dejado la última fiesta carnavalesca en aquellos antros de pecado, más sobresaturados de gérmenes de pecado que cargados de miasmas corruptores...; mientras los mundanos yacen aún en la embriaguez en que el espíritu infernal ha logrado adormecer y aletargar su sensibilidad espiritual..., déjase oír desde el templo la voz dura e inflexible de la Iglesia, capaz de despertar al mundano del sueño más profundo: “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y de que en polvo te has de convertir”.

Así habla hoy la Iglesia a todos los mortales. Iguales palabras pronuncia a los ricos que a los pobres, a los grandes que a los pequeños, a los sanos y fuertes que a los enfermos en su mísera y asquerosa camilla.

¡Qué meditación tan seria!

Nada se escapará a la acción devoradora de la muerte. Ni los cuerpos regalados de los voluptuosos, ni las bellezas admiradas por el mundo.

Los gusanos se cebarán, un día, en los cuerpos muelles y roerán implacables la tez sedosa de la que, cual impúdica divinidad, expuso su cuerpo a pública adoración.

¿Para qué, pues, tanto mimo y regalo? ¿Interesa acaso dar suculento pasto a los gusanos?

¿A qué tanta vanidad y presunción? ¿No ha de acabar todo cuerpo en polvo de la tierra?

Un puñado de polvo se pisotea con desprecio; nadie se preocupa de él, a no ser para arrojarlo a la basura.

Y ¿no nos desengañamos? Y ¿seguiremos rindiendo culto sacrílego a nuestro cuerpo, cortejándole y cumpliendo sus ilícitos deseos?

En la exhumación de un cadáver que dormía ya casi medio siglo el sueño de la muerte, se pudo observar que de aquél montón de polvo y corrupción se había podido salvar el hábito franciscano que llevó el difunto a la sepultura, es decir, el instrumento de penitencia, la vestidura de la mortificación. Aquello era todo un símbolo.

No otra cosa nos está enseñando Dios, al preservar de la corrupción los cuerpos de algunos Santos. Pareciera como si los gusanos se apacentasen gustosamente de las carnes regaladas, y no hallasen en los cuerpos mortificados donde cebarse.

¡Qué reflexiones tan graves! ¡Qué lección tan dura! ¡Qué doctrina tan fecunda en luces orientadoras de la vida!

Todo eso nos está diciendo la Iglesia al imponernos la ceniza.

Atendamos ahora al sentido de la ceremonia, a fin de sacar de ella todo el fruto posible.

La imposición de la ceniza es un resto de un rito antiquísimo, de la antigua disciplina penitenciaria.

En los albores de la cristiandad los pecados públicos eran castigados públicamente, y hasta con la exclusión del gremio de la Iglesia los más graves.

La Cuaresma era tiempo de pública reconciliación. Al principio de ella recibían los penitentes el vestido de penitencia: el saco y la ceniza.

En Roma tenía lugar esta ceremonia imponente en la Iglesia de Santa Anastasia. Desde allí dirigíanse en procesión los penitentes junto con los catecúmenos y los demás fieles al templo de Santa Sabina, donde se celebraban los oficios divinos.

Esa procesión repetíase todos los días de la Cuaresma, sólo que se cambiaba el punto de reunión de los fieles (iglesia de la colecta) y el punto donde se celebraba la Misa (iglesia estacional).

A la primera parte de la Misa, asistían todos; llegado el ofertorio, penitentes y catecúmenos abandonaban el templo, como indignos de asistir al Santo Sacrificio.

Cuando la piedad de los fieles se resfrió, cayó en desuso la pública penitencia; pero el rito de la imposición de la ceniza subsistió. Y ya no se redujo a los públicos pecadores. Todos, grandes y chicos, se acercaban a recibir el hábito de penitentes, porque todos sin excepción hemos pecado.

Al recibir la ceniza, pues, pensemos en el valor de esta ceremonia. Con ello declaramos que suplantamos durante la Cuaresma al grupo de penitentes del antiguo rito.

Imaginemos la impresión que aquellos fervorosos penitentes harían en el ánimo de los romanos que contemplaban su cotidiana procesión, y procuremos durante este santo tiempo despertar análogos sentimientos en aquellos que cruzan diariamente nuestro camino.

Recibamos la ceniza que se nos ha impuesto con plena conciencia de nuestra condición de pecadores, con la convicción de que este día se nos consagra penitentes; y aprovechemos luego la Cuaresma para hacer frutos dignos de penitencia.

Las profundas oraciones y las instrucciones de la Liturgia cuaresmal renovarán en nosotros los sentimientos que hoy nos inspira la seria y grave ceremonia a que hemos asistido.

Formemos ya firmes resoluciones para el santo tiempo que comienza. Resolvamos con qué ejercicios de penitencia lo santificaremos y justificaremos el hábito de penitente que hoy vestimos.

Un último pensamiento. Toda la vida de la humanidad se mueve entre aquel triste primer Miércoles de Ceniza, cuando nuestros padres Adán y Eva escucharon la sentencia divina que les arrojaba del Paraíso y oyeron aquella voz terrorífica Polvo eres, y en polvo te has de convertir, y aquél otro día en que las trompetas de los Ángeles apocalípticos despertarán a los mortales del sueño de la muerte, anunciando el día de la resurrección.

La vida humana es, pues, una larga Cuaresma, tiempo de penitencia. Por eso, ningún otro ciclo litúrgico habla tan directamente al alma humana como el presente, el tiempo del destierro babilónico.

El espíritu humano no se aviene con gusto a esta verdad; canta con mayor placer las notas jubilosas del Aleluya, que las graves del Parce Domine. Pero esta es la realidad, y a ella nos hemos de atener.

Alimentemos, por tanto, el espíritu de penitencia que debe acompañarnos durante toda nuestra existencia. Los cantos y las oraciones litúrgicas nos ayudarán admirablemente a ello.

Al escuchar hoy las palabras que acompañaron la sentencia de condena de nuestros primeros padres, oigamos nuestra propia sentencia, y procuremos obrar cual conviene a nuestro estado de castigo, a fin de que algún día se nos abran las puertas de la terrible cárcel de corrupción, caigan de nuestros pies y manos los grillos que nos aherrojan, y se convierta en copiosa bendición la sentencia que un día contra nosotros se fulminó.

Al acercarnos hoy la primera vez al altar, se nos ha dicho que somos polvo, vasos de inmundicia. Al acercarnos por segunda vez, el sacerdote depositará en ese vaso de corrupción un germen de inmortalidad, que le da virtud para sobrevivir, para resucitar un día revestido de gloria. Conservemos cuidadosamente ese germen, para que obtenga su pleno desarrollo.