domingo, 26 de febrero de 2012

Iº de Cuaresma

DOMINGO PRIMERO

DE CUARESMA

Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, para que fuese tentado por el diablo, y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre.

Y acercándose el tentador le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Quien respondiendo dijo: Está escrito, no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.

Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, y lo colocó en lo más alto del templo, diciéndole: Si eres Hijo de Dios, arrójate desde lo alto: está escrito, que mandará los ángeles en tu defensa, y te llevarán en sus manos para que la piedra no ofenda tu pie. Jesús le contesta: También está escrito que no tentarás al Señor tu Dios.

Otra vez el demonio lo llevó a la cumbre de un monte elevado, y le manifestó todos los reinos del mundo, y su gloria, y le dijo: Todas estas cosas te daré, si postrándote me adoras. Entonces le dijo Jesús: Retírate, Satanás, está escrito, pues, que adorarás al Señor tu Dios, y sólo a Él servirás. Entonces lo dejó el diablo y los ángeles se aproximaron le servían.

No es de extrañar que el tiempo litúrgico tan sagrado como la Cuaresma sea un tiempo lleno de misterios.

La Iglesia, que hizo con él la preparación para la más sublime de sus fiestas, quiso que este tiempo de meditación y de penitencia estuviese marcado por las mayores circunstancias para despertar la fe de los creyentes, así como para apoyar su perseverancia en la obra de expiación cada año.

En el tiempo de Septuagésima encontramos el número setenta, que nos recuerda los setenta años del cautiverio en Babilonia, después del cual el pueblo de Dios, purificado de su idolatría, pudo regresar a Jerusalén para celebrar la Pascua.

Ahora es el severo número cuarenta el que la Santa Iglesia propone a nuestra meditación; el número que, como dice San Jerónimo, es siempre el de la pena y la aflicción.

Recordemos, en efecto la lluvia de cuarenta días y cuarenta noches, surgida de los arcones de la ira de Dios, cuando se arrepintió de haber creado al hombre y anonadó la raza humana bajo las olas, con excepción de una familia.

Consideremos al pueblo hebreo, vagabundo durante cuarenta años en el desierto como castigo por su ingratitud, antes de acceder a la tierra prometida.

Escuchemos al Señor, que ordena a su profeta Ezequiel permanecer cuarenta días acostado sobre su lado derecho, para representar la duración de un asedio que iba a ser seguido por la destrucción de Jerusalén.

Dos hombres en el Antiguo Testamento tienen la misión de representar en su persona las dos manifestaciones de Dios: Moisés, personificando la Ley, y Elías, simbolizando la Profecía. Uno y otro se acercan a Dios: el primero en el Sinaí, el segundo en el Horeb; pero ninguno de los dos puede acceder a la deidad sino después de haber sido purificados por la expiación de un ayuno de cuarenta días.

Enseña San Ambrosio: Reconoce el número místico de cuarenta. Recuerda que las aguas del diluvio cayeron durante ese mismo número de días, y que después de otros tantos, santificados por el ayuno, Dios hizo reaparecer la clemencia de un cielo más sereno. Por otros tantos días de ayuno, Moisés mereció recibir la ley, y los patriarcas en el desierto se alimentaron otros tantos años del pan de los ángeles.

Y San Agustín, por su parte, dice: Este número es el símbolo de esta laboriosa vida, durante la cual, conducidos por Cristo nuestro Rey, luchamos contra el diablo. El ayuno de cuarenta días fue consagrado en la Ley y los Profetas por Moisés y Elías, y en el Evangelio por el mismo Señor.

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Al referirnos a estos grandes hechos, llegamos a entender por qué el Hijo de Dios, encarnado para la salvación de los hombres, resolvió someter su Cuerpo a los rigores del ayuno divino, y eligió el número de cuarenta días para este acto solemne.

La institución de la Cuaresma aparece, entonces, en toda su severidad majestuosa y como una manera efectiva para apaciguar la ira de Dios y purificar nuestras almas.

Elevemos nuestros pensamientos por encima del estrecho horizonte que nos rodea, para contemplar la totalidad de las naciones cristianas en estos días, cuando ofrecemos al Señor justamente enojado, esta gran cuarentena de expiación, con la esperanza de que, como en tiempo de Jonás, se digne de nuevo este año tener misericordia de su pueblo.

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Para completar la instrucción, recordemos que anteriormente al siglo VII la Cuaresma comenzaba hoy, y que, incluso actualmente, el tiempo litúrgico cuadragesimal no empieza sino con el presente Domingo.

En efecto, seis semanas transcurren desde el Primer Domingo de Cuaresma hasta las alegrías del tiempo pascual, cuyos días son cuarenta y dos; de los cuales, quitando los seis Domingos en que no se hace ni ayuno ni abstinencia, quedan treinta y seis.

Por eso se agregaron luego los cuatro día a partir del Miércoles de Ceniza para completar la cuarentena.

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La Iglesia nos enseña acerca de los ejercicios que integran la práctica cuaresmal. Entre ellos figuran la oración, las obras de misericordia, especialmente la limosna, y el ayuno.

Con ocasión del Evangelio del día, nos presenta el ejercicio fundamental y específico, que ya nos inculcó el Miércoles de Ceniza: el ayuno.

La Santa Liturgia se apropia, pues, este día la vibrante arenga de San Pablo: He aquí el tiempo favorable, he aquí el día de la salvación; por eso también nos descubre en el Evangelio de este Domingo un modelo de irresistible atractivo: Nuestro Señor Jesucristo, que por nosotros baja a la arena, entra en la lucha, se somete a riguroso ayuno, y por medio de la penitencia sale vencedor del infierno.

Después que Jesús fue bautizado con agua por San Juan en el Jordán, fue llevado por el Espíritu al desierto, para que allí fuese bautizado con el fuego de la tentación por el demonio.

No sólo Jesucristo fue llevado por el Espíritu al desierto, sino que también lo son todos los hijos de Dios, que no se contentan con vivir ociosos, sino que, instados por el Espíritu Santo, emprenden grandes obras para ser tentados.

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La Iglesia reconoce la dificultad de la empresa que propone a sus hijos, al colocarlos al pie del monte santo de Dios, para escalar sus alturas por los ejercicios cuaresmales. Difícil y casi más que humano es abrirse brecha contra la corriente de nuestra sensibilidad; difícil y casi sobre nuestras fuerzas luchar contra la propia naturaleza.

Pero delante de nosotros va nuestro Capitán, que se arroja a la arena a luchar en un prolongado y rigurosísimo ayuno de cuarenta días.

Dice San Juan Crisóstomo: Para que conozcas cuán útil y bueno es el ayuno y qué clase de escudo es contra el diablo y por qué después del bautismo conviene ayunar y no vivir sujetos a apetitos inmoderados, quiso ayunar Jesús, no porque Él lo necesitase, sino para enseñarnos.

¿Seremos capaces de dejarle solo? ¿Le abandonaremos en la lucha? Cobarde sería nuestro pecho y mezquino el corazón, si así obrásemos. Imitemos más bien a los valientes soldados cristianos, sigamos a nuestro Capitán...

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El ejemplo de Cristo nos apremia más todavía por tres razones particulares:

1ª) Jesús ayunó, no por Sí, sino por nosotros. Vino para pagar nuestras deudas, y quiso satisfacer de este modo por nuestros pecados, especialmente los de gula, los de sensualidad, por la inmoderación en los gustos de los sentidos...

¿Seremos tan ingratos que no queramos unir nuestro pequeño sacrificio a su sacrificio inmenso?

2ª) Jesús ayuna como cabeza de los elegidos.

No queramos, pues, perder el honor de miembro de su Cuerpo Místico al dejar de someternos a las leyes de la vida de Cristo y de su Iglesia.

3ª) Jesús ayuna porque su vida ha de ser un espejo donde puedan mirarse los cristianos. Al consagrar con su ejemplo el ayuno, nos lo ha propuesto a todos como un medio de santificación.

Así lo dijo expresamente cuando describió de antemano la vida de su Iglesia: Vendrán días en que los discípulos serán privados de la presencia del Esposo, en aquellos días ayunarán.

La Iglesia comprendió el sentido de la lección contenida en estas palabras, e instituyó la santa Cuaresma. Aceptemos con gratitud y generosidad este medio de asemejarnos a Cristo.

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Con las armas del ayuno, vence Nuestro Señor a satanás: Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, para que fuese tentado por el diablo, y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y acercándose el tentador...

No podemos dejar de ver un misterio en esta correlación. Jesús quiso vencer al diablo después de ceñirse las armas del ayuno, para demostrarnos la eficacia de este medio de santificación.

Lo mismo nos enseñó después en su vida pública. Recordemos el caso de aquel padre que se querella delante del Salvador, porque sus discípulos no habían podido expulsar del cuerpo de su hijo al demonio. Los mismos Apóstoles quedan asombrados de la pertinacia de tal diablo, e interrogan a Cristo acerca del misterio allí encerrado. El Salvador les contesta: Este género de demonios no se puede expeler, si no es por medio de la oración y del ayuno.

La Iglesia ha aprendido bien la enseñanza de su Divino Maestro, y se arma con el ayuno para las batallas que satanás le presenta; de este modo prescribe el ayuno cuaresmal para hacernos fuertes contra el infierno.

Alma devota, si no quieres desfallecer en los ataques que te dirige el demonio, ármate con las armas del ayuno. Sigue el ejemplo de Cristo, y vencerás asimismo con Cristo.

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Santo Tomás enseña que el ayuno cumple tres fines principales:

En primer lugar, sirve para frenar la concupiscencia. Por eso dice el Apóstol: En ayunos, en castidad, dado que el ayuno ayuda a conservar la castidad. En efecto, como dice San Jerónimo, sin Ceres y sin Baco languidece Venus, es decir, la lujuria se enfría mediante la abstinencia de comida y bebida.

En segundo lugar, el ayuno hace que la mente se eleve a la contemplación de lo sublime. Por ello leemos en Daniel que recibió de Dios la revelación después de haber ayunado tres semanas.

En tercer lugar, es bueno para satisfacer por los pecados. De ahí que se diga: Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno, en llanto y en gemido.

Esto es lo que dice San Agustín en un sermón: El ayuno purifica la mente, eleva los sentidos, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las tinieblas de la concupiscencia, apaga los ardores de los placeres y enciende la luz de la caridad. Es, pues, claro que el ayuno es un acto de virtud.

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Y acercándose el tentador le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Quien respondiendo dijo: Está escrito, no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.

Nos dice San Ambrosio: Ya ves de qué armas se sirve contra la tentación de la gula, para defender al hombre de las insinuaciones del espíritu maligno. No usa de su poder como Dios (¿de qué nos aprovecharía?), sino que llama a sí, como hombre, el auxilio que nos es común a todos; piensa en el alimento de las divinas enseñanzas, para olvidar el hambre del cuerpo y obtener el alimento del Verbo; pues el que sigue al Verbo, no puede desear el pan terreno, porque las cosas divinas están muy por encima de las cosas humanas.

Y completa su explanación: El diablo, al ver que Jesús ayunaba cuarenta días, empezó a desesperar. Pero cuando vio que empezó a tener hambre, comenzó a esperar otra vez. Si eres tentado cuando ayunas, no digas que has perdido el fruto de tu ayuno, porque aunque tu ayuno no evite que seas tentado, sin embargo te aprovechará para vencer la tentación.

San Basilio, por su parte, enseña que Cristo, disipador de las tentaciones, no libra a la naturaleza del hambre, sino que conteniendo a la naturaleza dentro de sus propios límites, demuestra cuál es su alimento, por lo que Jesús respondió: Escrito está: No de sólo pan vive el hombre.

Lo cual explica San Cirilo, diciendo: Nuestro cuerpo terrestre se nutre con alimentos terrestres, mas el alma racional se vigoriza con el Verbo divino para la buena acción del espíritu.

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Entonces lo dejó el diablo y los ángeles se aproximaron le servían.

San Gregorio Magno nos aclara que en estas palabras se manifiesta la doble naturaleza de su Persona, porque es hombre a quien el diablo tienta y Él mismo es Dios a la vez, a quien los ángeles sirven.

Y San Agustín, en La Ciudad de Dios, dice que Después de la tentación, los santos ángeles, temibles a los espíritus infernales, servían al Señor y en ello mismo se manifestaba a los demonios cuán grande fuese su poder.

Sin embargo, debe saberse que no lo asistían por necesidad de limitado poder, sino en honra de su infinita potestad. No se dice que lo ayudan, sino que lo sirven.

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Por todo lo dicho, la ley del ayuno permanece grabada con letras de bronce, para recordarnos que sólo por el camino de la penitencia obtendremos cabida en el Cielo.

Obran, pues, mal los que por no poder ayunar, se comportan como si no existiese la Cuaresma. ¡No es así! Quienquiera que, por enfermedad o edad esté dispensado del ayuno, debe salir sin embargo a la arena para luchar con Cristo. No debe creerse dispensado del combate, a no ser que no le interese salir victorioso.

Lo importante es mantener vivo el espíritu de sacrificio y de penitencia, de modo que la Cuaresma sea realmente tiempo de lucha contra las malas inclinaciones, que aspiran a que reine en el hombre la naturaleza indómita y subordine a sí el espíritu.

Combatamos con energía. No abandonemos en ningún instante el valor y coraje. Sólo así podremos un día cantar victoria, unirnos a Cristo en la gloria de la resurrección.

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Pensamientos de la Santa Liturgia en sus Oraciones:

Concédenos, Señor, comenzar con la santos ayunos la carrera de la milicia cristiana; para que, luchando contra los espíritus malignos, seamos protegidos con las armas de la abstinencia. (Oración para después de la imposición de las Cenizas).

Concede, Señor, a tus fieles, empezar con la debida piedad la venerable solemnidad de los ayunos y de observarlos todos con una constante devoción (Oración de la Misa del Miércoles de Ceniza).

Socórrannos, Señor, los Sacramentos recibidos, para que nuestros ayunos te sean gratos y nos aprovechen para la salvación (Poscomunión de la Misa del Miércoles de Cenizas).

Oh Dios, que purificas tu Iglesia con la observancia anual de la Cuaresma, concede a tu familia cristiana que lo que por la abstinencia desea obtener de Ti, lo consiga con las buenas obras (Oración de la Misa del Primer Domingo de Cuaresma).