DOMINGO INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
El Buen Pastor nos ha redimido y nos ha
incorporado a la vida divina por el Santo Bautismo. Pero no basta. Mientras
vivamos, siempre permaneceremos expuestos al peligro de perder de vista al
Pastor; al peligro de descarriarnos en el desierto, de sumergirnos en lo
terreno y en el pecado, de condenarnos eternamente.
Siempre tendremos que luchar contra los
malos instintos y las pasiones internas, contra las tentaciones y las
seducciones del exterior.
Por eso, con el Introito de la Misa debemos volvernos hacia el Señor, como una
oveja perdida, y suplicarle: Mírame,
Señor, y compadécete de mí, porque estoy desamparado y soy pobre. Contempla mi
humildad y mi dolor. Y perdona, oh Dios mío, todos mis pecados. A ti, Señor, he
elevado mi alma.
Después pidamos con la Oración Colecta: Multiplica,
Señor, sobre nosotros tu misericordia; para que, gobernados y dirigidos por ti,
pasemos de tal modo a través de los bienes temporales, que no perdamos los eternos.
La ovejita se enreda entre las espinas de lo
terreno. ¿Cuál es, pues, nuestro deber de cristianos? Contemplar, por encima de
lo temporal, lo eterno, la mano solícita de Dios, su amorosa providencia. Por
eso la Epístola nos instruye: Depositad en Él todas vuestras preocupaciones,
pues Él cuida de vosotros. El Dios de toda gracia, que nos ha llamado a su
eterna gloria, nos fortalecerá y salvara, después de habernos dejado sufrir por
un poquito de tiempo.
Lo temporal sirve para conquistar la
perfección, para alcanzar la gloria eterna. Tiene, pues, un valor de trasmundo;
pero no es el único y más excelso bien del hombre.
Deposita, pues cristiano, todas tus
preocupaciones en el Señor, porque Él cuida de ti. Es el Buen Pastor que se
preocupa ante todo de las ovejas perdidas, descarriadas. Nosotros somos la
oveja perdida del Evangelio. Cristo nos recogió en el Santo Bautismo, nos cargó
sobre sus espaldas y nos introdujo en el rebaño de su Iglesia.
La oveja
descarriada, la dracma perdida
somos nosotros mismos, prendidos entre las preocupaciones temporales, sumidos
en el apego a lo terreno, perdidos en el pecado.
En el Sacrificio de la Santa Misa
desprendámonos virilmente de nuestro desordenado apego a lo terreno y al
pecado, sacrifiquémonos, muramos a nosotros mismos y dejémonos encontrar y
aprisionar por Cristo, el cual se preocupó amorosamente de nosotros en su Pasión
y muerte.
Arrepintámonos de nuestro descarrío, de
nuestra infidelidad para con Cristo; dolámonos de habernos dejado seducir por
el atractivo de las cosas terrenas, en vez de haberle seguido a Él.
Libres ya de todo desordenado amor a lo
terreno, a todo lo que no sea Dios, ofrezcámonos en sacrificio a Cristo.
Unámonos con su sacrificio. Hagámonos con Él una misma oblación al Padre.
Dejémonos invadir por el más vivo deseo de
pertenecer desde ahora eternamente a Dios, de servirle con todas nuestras
fuerzas, de no separarnos ya más de Él.
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Depositad
en el Señor todas vuestras inquietudes... Marchamos
a través de la vida, luchando con mil dificultades y tentaciones, envueltos en
toda clase de inquietudes, trabajos, preocupaciones y miserias.
Durante nuestra penosa y angustiada ruta
levantemos nuestros ojos al Señor, acerquémonos a Él y supliquémosle: Multiplica tu misericordia sobre nosotros;
para que, guiados y regidos por ti, caminemos de tal modo, a través de los
bienes temporales, que no perdamos los eternos.
San Pedro nos exhorta: Depositad en el Señor todas vuestras inquietudes, pues Él cuida de
vosotros.
El peligro nos amenaza por parte de los
bienes y negocios temporales. Como la oreja perdida del Evangelio se enredó entre
las zarzas, y ya no pudo soltarse de ellas, así también nosotros nos enlazamos
y perdemos en los bienes y en las preocupaciones terrenas.
Un día juramos: Renuncio al mundo y a sus vanidades. ¿Y ahora? Ahora nos
inquietamos por los bienes temporales y estamos sujetos a las preocupaciones
terrenas mucho más de lo que nosotros creemos o sospechamos.
Tan sujetos estamos a los negocios, a los
bienes y a los cuidados temporales, que por ellos nos olvidamos hasta de la salvación
eterna de nuestra alma, de lo único verdaderamente necesario.
Muchos están tan preocupados en sus
trabajos de cada día, de su subsistencia, de su familia, etc., que apenas
prestan atención alguna a sus almas, a su vida interior, a su progreso
espiritual.
Las mismas gracias que Dios les da, resbalan
por encima de ellos, sin producirles el menor provecho. La semilla del
sembrador cae en ellos en medio de las espinas. Escuchan la palabra de Dios, pero las preocupaciones de esta vida, la
ilusión del dinero y la ambición de las cosas terrenas sofocan la semilla, y no
produce fruto ninguno...
Depositad
en el Señor todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros...
¡Qué lejos estamos nosotros de esto! ¡Qué poco le confiamos a Él la solicitud
por nuestra existencia, por nuestra prosperidad material y espiritual, por nuestra
familia! Preferimos hacerlo y ordenarlo todo nosotros mismos... Tanta es la
confianza que tenemos en nuestras propias fuerzas...
Él
cuida de vosotros... He aquí el retrato del Corazón de Jesús,
tal como nos lo describe la Santa Liturgia este Domingo: magnifico y expresivo retrato
de la amorosa solicitud con que el Señor se esfuerza por salvarnos.
¡Cómo debemos apoyarnos y confiar en su
amor y en su fidelidad!
Depositad
en el Señor todas vuestras preocupaciones... Entonces,
¿no debemos preocuparnos de nada?
Distingamos. Existe una preocupación buena,
santa. El mismo Señor nos la enseña.
El Señor quiere que pidamos el pan de cada
día y que sudemos por él.
Desea que, con los cinco talentos que Él
nos ha confiado, ganemos otros cinco.
Se enoja con el siervo inútil que no supo
negociar con el dinero que su señor le habla confiado.
Debemos, pues, preocuparnos y esforzarnos
por ganar lo necesario para nuestra subsistencia.
Pero existe, además, otra preocupación
mala, desordenada. Muchos se entregan de tal modo a las preocupaciones terrenas
y dedican tanta atención a los negocios temporales, que se diría que para ellos
no existe la providente y paternal solicitud de Dios por nosotros.
Esta ansiosa, desmedida y continua
preocupación es la que condena el Señor.
Dejemos, pues, todo preocupación
angustiosa, febril, despótica. Creamos el Señor y en su amor. Él cuida de nosotros.
Sólo tenemos que preocuparnos de una cosa,
sólo una cosa tenemos que hacer: aceptar y practicar en cada momento lo que el Señor
quiera que aceptemos y practiquemos en ese momento. Todas las demás
preocupaciones, fuera de esta, debemos arrojarlas en el Señor, depositarlas en Él
con un fiel, ciego y absoluto abandono en sus divinas manos.
La preocupación por nuestro bienestar
temporal y por nuestro bienestar espiritual, la preocupación por nuestro pasado
y por nuestro porvenir..., pongámoslo todo en su mano, llenos de una ciega
confianza en Él.
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La Iglesia pide a Dios, en la Colecta de
esta semana, que multiplique sobre nosotros su misericordia, para que, con su
gobierno y dirección, pasemos de tal modo
a través, por encima, de los bienes
temporales, de modo que no perdamos los eternos.
Los bienes temporales nos han sido dados
únicamente para su uso. Los bienes eternos, en cambio, se nos dan para que los
gocemos y poseamos.
Los bienes temporales se nos dan para su
uso; tenemos que pasar a través de ellos,
es decir, por encima de ellos, sin posarnos en ellos.
Todo lo que no es Dios se nos da únicamente
para su uso. Todo lo creado —lo mismo las cosas animadas que las inanimadas, las
corporales como las espirituales, las naturales y las sobrenaturales—, todo lo
que nos sucede durante el día y todo cuanto encierran el mundo de la
naturaleza, el mundo de los hombres y el mundo de la gracia, ha sido puesto por
Dios a nuestra disposición; pero sólo para que usemos de ello.
Todas estas cosas son sólo un medio, un
instrumento puesto por Dios en nuestras manos para que lo utilicemos en
beneficio del mismo Dios y de nuestra salud sobrenatural.
Dios ha querido que el hombre encuentre
numerosas alegrías y satisfacciones en el uso de las cosas creadas; pero esto
no debe ser un motivo para que busque en dichas cosas su definitivo descanso.
Esas alegrías y esas satisfacciones deben ser para él no un fin, sino un puro
medio.
Debe recibirlas agradecido de la mano de
Dios; pero no ha de posarse en ellas.
Al contrario, deben estimularle a servir al
Señor cada vez con más fidelidad, con más decisión y constancia, con más
alegría y generosidad.
La Santa Iglesia sabe que los hombres,
incluso los mismos cristianos, están muy expuestos, no sólo a usar de las cosas
creadas, sino a buscar en ellas su reposo, su felicidad, su alegría y aun su
Dios. Sabe que muchas de sus hijos viven de un modo completamente mundano; que
buscan y ponen toda su felicidad en las cosas de esta vida. Así piensan, así
obran. En esto encuentran su dicha.
La Iglesia contempla hoy, llena de dolor, a
estos hijos descastados y desaprensivos, tan vacíos, aún del verdadero espíritu
de Cristo. Y suplica a Dios con todo ahínco se digne compadecerse de ellos, les
ilumine con su luz, les conceda más abundante gracia y les infunda el Espíritu
Santo, para que no se apeguen a las cosas creadas, para que pasen por encima de
ellas, para que no esclavicen a ellas su corazón, sus gustos, su amor y sus
anhelos.
Debemos asociarnos a este dolor de la
Iglesia y suplicar al Padre, desde lo más hondo de nuestro corazón, se digne
concedernos la gracia de pasar de tal modo a través de las cosas creadas, que,
lejos de impedirnos, nos ayuden a conseguir las eternas, a Dios.
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Sólo Dios nos es dado en posesión y goce.
Dios Padre, fuente sin principio de la divinidad; Dios Hijo, Verbo eterno y
substancial del Padre; Dios Espíritu Santo, eterno, infinito, beatífico y
gozoso; la Santísima Humanidad de Cristo y su Sacratísimo Corazón: he aquí lo
que se nos da, para que lo poseamos en propiedad, para que nos apeguemos a ello
con toda el alma, para que lo gocemos con todo el corazón, para que descansemos
plenamente en ello.
Dios se entregó a nuestra alma, vive en
nosotros, con nosotros, para que gocemos de Él, para que lo poseamos, para que
compartamos y vivamos con Él su misma vida divina.
Se nos dio para que viviésemos con el Dios
que vive y obra en nuestra alma; para que buscásemos y encontrásemos en Él,
sólo en Él, nuestra alegría y nuestra felicidad. Dichosos de nosotros, los hijos
de la Santa Iglesia, que conocemos a Jesús, que lo poseemos, como ofrenda
nuestra, en el Sacrificio de la Santa Misa, y como alimento de nuestra alma, en
la Sagrada Comunión.
Él nos ha sido dado para que lo gocemos;
para que tengamos en Él nuestras delicias, nuestro gozo; para que encontremos, en
Él y con Él, nuestra felicidad y nuestro placer.
Dios se nos da en disfrute a través de
todas las cosas, sucesos y circunstancias de la vida. Marchemos, pues,
jubilosos a través de lo visible y contemplemos en todo la presencia, la santa
voluntad de Dios, su sabiduría, su bondad y su amor, su santo beneplácito, su ordenación
y su providencia.
Sepamos elevarnos hasta el mismo Dios, por encima
de todos nuestros trabajos, tribulaciones, amarguras, dolores y dificultades.
Sepamos elevarnos hasta su santísima
voluntad, hasta su infinito amor hacia nosotros. Descansemos en su santo
beneplácito, en su sabiduría, en su bondad, en su ilimitado amor hacia
nosotros.
No nos asustemos ante los obstáculos que
puedan aparecer en nuestro camino. No nos angustiemos ni nos preocupemos
demasiado de nuestra salud, de nuestra subsistencia, de los valores terrenos.
Hemos encontrado a Dios y, en Él, la paz.
Esta paz de aquí abajo, que es solo un pequeño anticipo de aquella otra paz
beatífica que nos espera en el Cielo, en donde poseeremos y gozaremos de Dios
perfecta y perpetuamente.
El tiempo es corto. Por eso, los que se
aprovechan de este mundo, vivan como si no se aprovecharan: porque la figura de
este mundo pronto pasa, duce San Pablo.
Pasemos por entre las cosas de este mundo como
si resbalásemos sobre ellas...
Sólo nos han sido dadas como un apoyo, como
un medio para alcanzar a Dios.
Utilicémoslas únicamente para el fin para que
nos ha sido dado: sólo en cuanto y mientras nos sirvan para llegar a Dios.
Poseámoslas con una gran libertad de
espíritu y de corazón, y no nos hagamos esclavos de ninguna criatura.
Sólo Dios, sólo Cristo Jesús, y todo lo que
Él ama: ¡he aquí nuestra propiedad!