domingo, 9 de junio de 2013

Infraoctava S. Corazón


DOMINGO INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


El Buen Pastor nos ha redimido y nos ha incorporado a la vida divina por el Santo Bautismo. Pero no basta. Mientras vivamos, siempre permaneceremos expuestos al peligro de perder de vista al Pastor; al peligro de descarriarnos en el desierto, de sumergirnos en lo terreno y en el pecado, de condenarnos eternamente.

Siempre tendremos que luchar contra los malos instintos y las pasiones internas, contra las tentaciones y las seducciones del exterior.

Por eso, con el Introito de la Misa debemos volvernos hacia el Señor, como una oveja perdida, y suplicarle: Mírame, Señor, y compadécete de mí, porque estoy desamparado y soy pobre. Contempla mi humildad y mi dolor. Y perdona, oh Dios mío, todos mis pecados. A ti, Señor, he elevado mi alma.

Después pidamos con la Oración Colecta: Multiplica, Señor, sobre nosotros tu misericordia; para que, gobernados y dirigidos por ti, pasemos de tal modo a través de los bienes temporales, que no perdamos los eternos.

La ovejita se enreda entre las espinas de lo terreno. ¿Cuál es, pues, nuestro deber de cristianos? Contemplar, por encima de lo temporal, lo eterno, la mano solícita de Dios, su amorosa providencia. Por eso la Epístola nos instruye: Depositad en Él todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros. El Dios de toda gracia, que nos ha llamado a su eterna gloria, nos fortalecerá y salvara, después de habernos dejado sufrir por un poquito de tiempo.

Lo temporal sirve para conquistar la perfección, para alcanzar la gloria eterna. Tiene, pues, un valor de trasmundo; pero no es el único y más excelso bien del hombre.

Deposita, pues cristiano, todas tus preocupaciones en el Señor, porque Él cuida de ti. Es el Buen Pastor que se preocupa ante todo de las ovejas perdidas, descarriadas. Nosotros somos la oveja perdida del Evangelio. Cristo nos recogió en el Santo Bautismo, nos cargó sobre sus espaldas y nos introdujo en el rebaño de su Iglesia.

La oveja descarriada, la dracma perdida somos nosotros mismos, prendidos entre las preocupaciones temporales, sumidos en el apego a lo terreno, perdidos en el pecado.

En el Sacrificio de la Santa Misa desprendámonos virilmente de nuestro desordenado apego a lo terreno y al pecado, sacrifiquémonos, muramos a nosotros mismos y dejémonos encontrar y aprisionar por Cristo, el cual se preocupó amorosamente de nosotros en su Pasión y muerte.

Arrepintámonos de nuestro descarrío, de nuestra infidelidad para con Cristo; dolámonos de habernos dejado seducir por el atractivo de las cosas terrenas, en vez de haberle seguido a Él.

Libres ya de todo desordenado amor a lo terreno, a todo lo que no sea Dios, ofrezcámonos en sacrificio a Cristo. Unámonos con su sacrificio. Hagámonos con Él una misma oblación al Padre.

Dejémonos invadir por el más vivo deseo de pertenecer desde ahora eternamente a Dios, de servirle con todas nuestras fuerzas, de no separarnos ya más de Él.

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Depositad en el Señor todas vuestras inquietudes... Marchamos a través de la vida, luchando con mil dificultades y tentaciones, envueltos en toda clase de inquietudes, trabajos, preocupaciones y miserias.

Durante nuestra penosa y angustiada ruta levantemos nuestros ojos al Señor, acerquémonos a Él y supliquémosle: Multiplica tu misericordia sobre nosotros; para que, guiados y regidos por ti, caminemos de tal modo, a través de los bienes temporales, que no perdamos los eternos.

San Pedro nos exhorta: Depositad en el Señor todas vuestras inquietudes, pues Él cuida de vosotros.

El peligro nos amenaza por parte de los bienes y negocios temporales. Como la oreja perdida del Evangelio se enredó entre las zarzas, y ya no pudo soltarse de ellas, así también nosotros nos enlazamos y perdemos en los bienes y en las preocupaciones terrenas.

Un día juramos: Renuncio al mundo y a sus vanidades. ¿Y ahora? Ahora nos inquietamos por los bienes temporales y estamos sujetos a las preocupaciones terrenas mucho más de lo que nosotros creemos o sospechamos.

Tan sujetos estamos a los negocios, a los bienes y a los cuidados temporales, que por ellos nos olvidamos hasta de la salvación eterna de nuestra alma, de lo único verdaderamente necesario.

Muchos están tan preocupados en sus trabajos de cada día, de su subsistencia, de su familia, etc., que apenas prestan atención alguna a sus almas, a su vida interior, a su progreso espiritual.

Las mismas gracias que Dios les da, resbalan por encima de ellos, sin producirles el menor provecho. La semilla del sembrador cae en ellos en medio de las espinas. Escuchan la palabra de Dios, pero las preocupaciones de esta vida, la ilusión del dinero y la ambición de las cosas terrenas sofocan la semilla, y no produce fruto ninguno...

Depositad en el Señor todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros... ¡Qué lejos estamos nosotros de esto! ¡Qué poco le confiamos a Él la solicitud por nuestra existencia, por nuestra prosperidad material y espiritual, por nuestra familia! Preferimos hacerlo y ordenarlo todo nosotros mismos... Tanta es la confianza que tenemos en nuestras propias fuerzas...

Él cuida de vosotros... He aquí el retrato del Corazón de Jesús, tal como nos lo describe la Santa Liturgia este Domingo: magnifico y expresivo retrato de la amorosa solicitud con que el Señor se esfuerza por salvarnos.

¡Cómo debemos apoyarnos y confiar en su amor y en su fidelidad!

Depositad en el Señor todas vuestras preocupaciones... Entonces, ¿no debemos preocuparnos de nada?

Distingamos. Existe una preocupación buena, santa. El mismo Señor nos la enseña.

El Señor quiere que pidamos el pan de cada día y que sudemos por él.

Desea que, con los cinco talentos que Él nos ha confiado, ganemos otros cinco.

Se enoja con el siervo inútil que no supo negociar con el dinero que su señor le habla confiado.

Debemos, pues, preocuparnos y esforzarnos por ganar lo necesario para nuestra subsistencia.

Pero existe, además, otra preocupación mala, desordenada. Muchos se entregan de tal modo a las preocupaciones terrenas y dedican tanta atención a los negocios temporales, que se diría que para ellos no existe la providente y paternal solicitud de Dios por nosotros.

Esta ansiosa, desmedida y continua preocupación es la que condena el Señor.

Dejemos, pues, todo preocupación angustiosa, febril, despótica. Creamos el Señor y en su amor. Él cuida de nosotros.

Sólo tenemos que preocuparnos de una cosa, sólo una cosa tenemos que hacer: aceptar y practicar en cada momento lo que el Señor quiera que aceptemos y practiquemos en ese momento. Todas las demás preocupaciones, fuera de esta, debemos arrojarlas en el Señor, depositarlas en Él con un fiel, ciego y absoluto abandono en sus divinas manos.

La preocupación por nuestro bienestar temporal y por nuestro bienestar espiritual, la preocupación por nuestro pasado y por nuestro porvenir..., pongámoslo todo en su mano, llenos de una ciega confianza en Él.

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La Iglesia pide a Dios, en la Colecta de esta semana, que multiplique sobre nosotros su misericordia, para que, con su gobierno y dirección, pasemos de tal modo a través, por encima, de los bienes temporales, de modo que no perdamos los eternos.

Los bienes temporales nos han sido dados únicamente para su uso. Los bienes eternos, en cambio, se nos dan para que los gocemos y poseamos.

Los bienes temporales se nos dan para su uso; tenemos que pasar a través de ellos, es decir, por encima de ellos, sin posarnos en ellos.

Todo lo que no es Dios se nos da únicamente para su uso. Todo lo creado —lo mismo las cosas animadas que las inanimadas, las corporales como las espirituales, las naturales y las sobrenaturales—, todo lo que nos sucede durante el día y todo cuanto encierran el mundo de la naturaleza, el mundo de los hombres y el mundo de la gracia, ha sido puesto por Dios a nuestra disposición; pero sólo para que usemos de ello.

Todas estas cosas son sólo un medio, un instrumento puesto por Dios en nuestras manos para que lo utilicemos en beneficio del mismo Dios y de nuestra salud sobrenatural.

Dios ha querido que el hombre encuentre numerosas alegrías y satisfacciones en el uso de las cosas creadas; pero esto no debe ser un motivo para que busque en dichas cosas su definitivo descanso. Esas alegrías y esas satisfacciones deben ser para él no un fin, sino un puro medio.

Debe recibirlas agradecido de la mano de Dios; pero no ha de posarse en ellas.

Al contrario, deben estimularle a servir al Señor cada vez con más fidelidad, con más decisión y constancia, con más alegría y generosidad.

La Santa Iglesia sabe que los hombres, incluso los mismos cristianos, están muy expuestos, no sólo a usar de las cosas creadas, sino a buscar en ellas su reposo, su felicidad, su alegría y aun su Dios. Sabe que muchas de sus hijos viven de un modo completamente mundano; que buscan y ponen toda su felicidad en las cosas de esta vida. Así piensan, así obran. En esto encuentran su dicha.

La Iglesia contempla hoy, llena de dolor, a estos hijos descastados y desaprensivos, tan vacíos, aún del verdadero espíritu de Cristo. Y suplica a Dios con todo ahínco se digne compadecerse de ellos, les ilumine con su luz, les conceda más abundante gracia y les infunda el Espíritu Santo, para que no se apeguen a las cosas creadas, para que pasen por encima de ellas, para que no esclavicen a ellas su corazón, sus gustos, su amor y sus anhelos.

Debemos asociarnos a este dolor de la Iglesia y suplicar al Padre, desde lo más hondo de nuestro corazón, se digne concedernos la gracia de pasar de tal modo a través de las cosas creadas, que, lejos de impedirnos, nos ayuden a conseguir las eternas, a Dios.

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Sólo Dios nos es dado en posesión y goce. Dios Padre, fuente sin principio de la divinidad; Dios Hijo, Verbo eterno y substancial del Padre; Dios Espíritu Santo, eterno, infinito, beatífico y gozoso; la Santísima Humanidad de Cristo y su Sacratísimo Corazón: he aquí lo que se nos da, para que lo poseamos en propiedad, para que nos apeguemos a ello con toda el alma, para que lo gocemos con todo el corazón, para que descansemos plenamente en ello.

Dios se entregó a nuestra alma, vive en nosotros, con nosotros, para que gocemos de Él, para que lo poseamos, para que compartamos y vivamos con Él su misma vida divina.

Se nos dio para que viviésemos con el Dios que vive y obra en nuestra alma; para que buscásemos y encontrásemos en Él, sólo en Él, nuestra alegría y nuestra felicidad. Dichosos de nosotros, los hijos de la Santa Iglesia, que conocemos a Jesús, que lo poseemos, como ofrenda nuestra, en el Sacrificio de la Santa Misa, y como alimento de nuestra alma, en la Sagrada Comunión.

Él nos ha sido dado para que lo gocemos; para que tengamos en Él nuestras delicias, nuestro gozo; para que encontremos, en Él y con Él, nuestra felicidad y nuestro placer.

Dios se nos da en disfrute a través de todas las cosas, sucesos y circunstancias de la vida. Marchemos, pues, jubilosos a través de lo visible y contemplemos en todo la presencia, la santa voluntad de Dios, su sabiduría, su bondad y su amor, su santo beneplácito, su ordenación y su providencia.

Sepamos elevarnos hasta el mismo Dios, por encima de todos nuestros trabajos, tribulaciones, amarguras, dolores y dificultades.

Sepamos elevarnos hasta su santísima voluntad, hasta su infinito amor hacia nosotros. Descansemos en su santo beneplácito, en su sabiduría, en su bondad, en su ilimitado amor hacia nosotros.

No nos asustemos ante los obstáculos que puedan aparecer en nuestro camino. No nos angustiemos ni nos preocupemos demasiado de nuestra salud, de nuestra subsistencia, de los valores terrenos.

Hemos encontrado a Dios y, en Él, la paz. Esta paz de aquí abajo, que es solo un pequeño anticipo de aquella otra paz beatífica que nos espera en el Cielo, en donde poseeremos y gozaremos de Dios perfecta y perpetuamente.

El tiempo es corto. Por eso, los que se aprovechan de este mundo, vivan como si no se aprovecharan: porque la figura de este mundo pronto pasa, duce San Pablo.

Pasemos por entre las cosas de este mundo como si resbalásemos sobre ellas...

Sólo nos han sido dadas como un apoyo, como un medio para alcanzar a Dios.

Utilicémoslas únicamente para el fin para que nos ha sido dado: sólo en cuanto y mientras nos sirvan para llegar a Dios.

Poseámoslas con una gran libertad de espíritu y de corazón, y no nos hagamos esclavos de ninguna criatura.

Sólo Dios, sólo Cristo Jesús, y todo lo que Él ama: ¡he aquí nuestra propiedad!