QUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Yo os declaro que,
si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; pues el que matare reo será en
el juicio. Mas yo os digo, que todo
aquél que se enoja con su hermano, reo será en el juicio. Y quien dijere a su
hermano raca, reo será en el
concilio. Y quien dijere fatuo, reo
será del fuego del infierno. Por tanto, si fueses a ofrecer tu ofrenda al altar
y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu
ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y
entonces ven a ofrecer tu ofrenda.
La Oración Colecta de este Quinto Domingo
después de Pentecostés nos hace pedir lo siguiente:
Oh
Dios, que has preparado bienes invisibles a los que te aman; infunde en
nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a ti en todo y
sobre todo, alcancemos tus promesas, que superan todo deseo.
... Para que amándote a ti en todo... He aquí la súplica que, en unión
con la Iglesia, debemos dirigir a Dios durante toda esta semana.
Ahora bien, para poder amar a Dios en todo, es preciso que antes comencemos por verlo en todas las cosas.
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Ver a Dios en todo.
Durante el curso de nuestra existencia sobre la tierra tenemos que codearnos
con los demás hombres, algunos de los cuales nos estiman, otros, en cambio, nos
miran con indiferencia o nos son francamente hostiles...
Vivimos, además, absortos por una gran cantidad
de trabajos, tareas y preocupaciones...
Estamos sujetos a toda clase de dolores,
enfermedades, sobresaltos, sinsabores, dificultades, pruebas y tentaciones...
Por todas partes nos encontramos con
hechos, sucesos y fenómenos al parecer incomprensibles o paradójicos...
En más de una ocasión lo trágico viene a ensombrecer
nuestra vida o la de los seres queridos...
Nos alegramos de la salud, de la
naturaleza, de los valores de la cultura, de las dotes del alma, del corazón o
del cuerpo, del bienestar temporal, de los dones de la gracia...
Nos entristecemos por la pérdida de seres
queridos o de los bienes materiales, etc...
Estamos acostumbrados a contemplar y a
valorar las cosas, y todo lo que, de cerca o de lejos, se relaciona con nuestra
vida, con los ojos de la razón puramente natural o, mejor dicho, a través de la
razón ofuscada por el egoísmo.
Atormentamos nuestro pensamiento y nuestra
imaginación con cualquier dolor que hayamos tenido que soportar o que amenace
sobrevenirnos, con cualquier disgusto que nos hayan dado, con cualquier injuria
que nos hayan inferido, con cualquier trabajo que nos parezca difícil, con
cualquier situación en que nos encontremos...
Nos preocupamos, angustiosamente, de nuestro
bienestar, de nuestra salud, del buen éxito de nuestros negocios, del buen
crédito ante tal o cual individuo, de la pérdida y conservación de tal puesto o
cargo elevado...
Nos agradan los placeres de la vida, ya
sean nobles, ya un tanto plebeyos, y permanecemos entregados a ellos...
Esto es todo, y lo único que alcanzamos a
ver en las cosas, en los hombres y en los acontecimientos de la vida.
No vemos a Dios que obra todo y en todo...
No descubrimos su permisión, su ordenación
y su gobierno del mundo, su providencia infinitamente sabia, amorosa y
omnipotente, su presencia, su mano y su acción en y a través de las cosas y de
los hombres.
El primer paso, el paso fundamental, la
clave de la vida cristiana, de la vida interior, consiste precisamente en esto,
o sea, en ver y en reconocer a Dios en
todo.
Estamos aquí, en la tierra, para conocer a
Dios; para verlo en todo: en las cosas, en los acontecimientos, en las
aparentes casualidades y contradicciones de la vida, en las incomprensibles ironías
del destino, en lo grande y en lo pequeño, en lo bueno y en lo malo, en lo que
venga directamente de su mano y en lo que venga inmediatamente de los hombres,
del ambiente, de las circunstancias, de la situación o de cualquiera otra
procedencia.
Nada sucede al acaso, todo viene de allá
arriba. Dios es la verdadera realidad, la verdadera causa de las cosas, de los
acontecimientos, de la vida.
¡Veamos
a Dios en todo! Traspasemos la envoltura externa de las
cosas y penetremos hasta su verdadera entraña, hasta descubrir en ellas a Dios,
la voluntad, la acción, la providencia, el gobierno de Dios en ellas y su
infinito amor hacia nosotros.
Este es el único camino cierto y seguro
para el verdadero amor de Dios.
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Amar a Dios en todo.
Si no viviéramos más que de modo puramente natural y humano, según las inclinaciones
y el dictado de nuestra naturaleza caída, entonces no amaríamos, en las cosas,
en los hombres, en los trabajos y en los dolores, más que nuestro propio yo.
No buscaríamos en todo más que nuestro placer,
nuestra honra, nuestro interés, nuestra alegría y lo que pudiera agradarnos.
Reduciríamos a nosotros solos toda la vida.
Los hombres y las cosas no tendrían para
nosotros otro valor que el que conviniera a nuestros cálculos.
Enormes serían nuestra depravación y
nuestro egoísmo, nacido de un secreto y profundo orgullo.
Afortunadamente, la gracia, el Espíritu
Santo que la infunde, nos ha librado de esta desastrosa corrupción y ha
infundido en nuestras almas nuevos y más elevados ideales. Nos impulsa constantemente
a buscar y a amar en todo a Dios.
Amar a Dios en todo significa reconocer y
acatar, en todo lo que nos suceda en la vida, la mano del Dios Santo e infinitamente
Sabio, Poderoso y Bueno, que obra todo en todas las cosas.
Sometámonos, pues, humilde y rendidamente a
su omnipotente providencia y a su sapientísimo gobierno.
Estemos dispuestos a cumplir plenamente sus
mandatos, a satisfacer en todo sus gustos y deseos, tal como Él quiera
manifestárnoslos a través de las cosas, sucesos, situaciones, contratiempos,
sinsabores, luchas, triunfos, fracasos, etc., de la vida.
Tengamos un ardiente deseo, no de hacer nuestra propia voluntad, no de satisfacer nuestros gustos e
inclinaciones, sino de hacer y
cumplir, ante todo y sobre todo, la voluntad divina, de ejecutar lo que a Dios
le plazca y agrade.
Aceptemos todos nuestros trabajos y
dolores, todas las dificultades de la vida, simplemente porque así lo quiere
Dios y porque Él es quien todo lo dispone, quien todo lo da y lo quita.
Haciéndolo así, amaremos a Dios de veras en
todas las cosas y cumpliremos en todo su santa voluntad.
Nuestra vida será, de este modo, una vida
de perfecta y continua alabanza y glorificación divinas.
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Ver y amar a Dios en todas las
cosas... Esto es lo que quiere enseñarnos el Espíritu Santo.
Quiere elevarnos por encima de nuestra
mentalidad y de nuestros afanes puramente naturales y humanos, para
introducirnos en el mundo del espíritu, en el mundo de Dios.
Bajo la acción del Espíritu Santo, nuestra
alma quedará completamente curada de su ceguera y de su egoísmo. Se elevará por
encima de todas las inquietudes, agitaciones y pensamientos puramente humanos y
terrenos, hasta llegar a no conocer más que una sola cosa: los intereses, el
agrado, la honra de Dios.
Y, en Dios y con Dios, habrá encontrado su paz,
su quietud, su plena seguridad.
Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles.
Enséñales a ver y a amar a Dios en todas las cosas.
Veamos y amemos a Dios en todo, unámonos y
entreguémonos en todo a Él y a su santa voluntad.
De este modo, nos liberaremos de todo amor
y de todo apego desordenado a los hombres, a los trabajos y a las cosas.
De este modo, alcanzaremos una santa
libertad, por encima de toda esclavitud a las exigencias, a las necesidades, a
las alegrías, a los placeres y a las preocupaciones de la vida.
Alcanzaremos una santa libertad e
indiferencia ante todas las dificultades, dolores, enfermedades y fracasos.
Alcanzaremos una santa energía, un santo
coraje para soportar todos los trabajos, todas las penalidades y sacrificios
que se nos exijan.
Alcanzaremos un santo dominio sobre los
impulsos naturales del egoísmo, de la impaciencia, de la sensibilidad, del
orgullo, de la ambición, de la propia estima.
Alcanzaremos, finalmente, una santa intimidad
y trato con Dios, un estado de constante oración, salida de un corazón lleno de
gozo, de paz y de libertad interior, de un corazón íntimamente unido e identificado
con Dios y con Cristo.
Bienaventurados
los puros de corazón, porque ellos verán a Dios, contemplarán
a Dios en todas las cosas.
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Podríamos terminar nuestra homilía de hoy
aquí, ya tendríamos suficiente material para meditar, pero la Santa Liturgia
junta hoy el amor de Dios con el del prójimo.
Como Vimos, la Colecta pide a Dios su santo
amor para poder amarle a Él en todo y sobre todo; mientras tanto, la Epístola y
el Evangelio nos predican el amor al prójimo. No separemos tampoco nosotros
entre sí estos dos amores.
El amor de Dios y el del prójimo son un mismo
y único amor. Amemos al hermano por amor de Dios y de Cristo, es decir, con el
mismo amor con que amamos a Dios y a Cristo.
No nos fijemos en el puro hombre; veamos en
él a Dios, a Cristo.
Veamos y amemos en él al hijo de Dios, en
el cual tiene sus complacencias el Padre.
Veamos en él su alma, rescatada con la
Sangre del Redentor, por la cual se hizo hombre el Hijo de Dios, por la cual
subió a la Cruz, por la cual fundó la santa Iglesia y estableció los Santos Sacramentos.
Veamos en nuestro prójimo a un miembro del
Cuerpo Místico de Cristo, de nuestra común Cabeza.
El amor cristiano al prójimo se identifica
en absoluto con el amor de Dios y de Nuestro Salvador. Tan grande es su
dignidad...
De esta identidad entre ambos amores nos
habla la liturgia de este Quinto Domingo después de Pentecostés. Por
consiguiente, cuanto más ancho y profundo sea nuestro amor al prójimo, más
perfecto será nuestro amor a Dios y al Salvador.
He
aquí mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.
¡Qué fiel, qué sincera, qué hondamente nos amó Jesús! Así debemos amar también
nosotros a nuestros hermanos en Cristo, tanto en lo que se refiere a sus cosas
temporales como, y sobre todo, en lo referente a la salvación de su alma y a su
felicidad eterna.
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¿Quién podrá cumplir perfectamente este
mandamiento del Señor? Sólo el que venza su amor propio.
Éste es el gran enemigo del amor al
prójimo.
Él es quien todo lo reduce al propio yo,
quien nos encierra dentro de nosotros mismos y nos hace ver en el prójimo a un
ser extraño, a un ser con el cual no tenemos nada que ver.
Él es quien despierta en nosotros el
egoísmo, la celotipia, el orgullo, la envidia, la antipatía y el odio.
Él es quien hace imposible la existencia del
perfecto amor al prójimo.
El amor propio nos hace cometer mil faltas
contra la caridad, pues crea en nosotros un carácter egoísta, apático,
insensible, frío, antipático, injusto, parcial, amargado, insufrible.
Si queremos, pues, cumplir con el precepto del
amor al prójimo, es preciso que antes muramos al amor propio.
Ahora bien, para morir al amor propio, nada
mejor que dejarse invadir por el amor de Dios y de Cristo.
Cuanto más llenos estemos del amor divino,
más muertos estaremos al amor propio. El amor de Dios y el amor propio son como
los dos platillos de la balanza: para que suba el uno, es menester que baje el
otro. El amor propio decrece en la misma medida en que crece en el alma el amor
de Dios.
Según esto, el amor al prójimo sólo podrá
practicarse debidamente cuando el alma se halle saturada del amor divino.
Cuanto más perfecto sea nuestro amor a Dios, más perfecto será también nuestro
amor al prójimo.
Tan íntima es la unión y compenetración entre
estos dos amores, que el amor del prójimo sólo puede existir con y en virtud
del amor de Dios.
Infunde en nuestros corazones
el afecto de tu amor, para que amándote a ti en todo y sobre todo...
Sólo así podremos amar también al prójimo.
Sólo así podremos "estar unánimes en la oración y ser compasivos, amantes de los
hermanos, misericordiosos, modestos, humildes"... sólo así podremos
practicar lo que nos predica hoy el Apóstol San Pedro con estas palabras: "No devolváis mal por mal, ni maldición
por maldición. Al contrario, bendecíos mutuamente, pues todos habéis sido
llamados a recibir la misma bendición. Refrenad vuestra lengua para toda
maledicencia y no manchéis vuestros labios con la mentira".
Y Nuestro Señor nos amonesta: "Si vuestra justicia no fuere más
perfecta que la de los Escribas y Fariseos, no entraréis en el reino de los
cielos."
¿En qué se manifestará la superioridad de
la justicia y de la perfección cristianas sobre la justicia de los Escribas y
Fariseos? En nuestro amor al prójimo.
La mejor medida para apreciar nuestro amor
a Dios y al Salvador y, por ende, el desarrollo y la perfección de nuestra vida
interior, de nuestra oración y de nuestra piedad, es nuestro amor al prójimo.
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Para no alargarnos en la explicación del
Evangelio, remitimos a las homilías de 2010 y 2011.
Sólo señalamos hoy que el Señor no quiere
recibir el sacrificio de los que están enemistados:
Por tanto, si
fueses a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene
alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve
primeramente a reconciliarte con tu hermano...
De aquí podemos conocer cuán grande sea el
mal de la enemistad, por lo cual se rechaza incluso aquello, en virtud de lo
cual se perdona la culpa.
Veamos
aquí la gran misericordia de Dios, que da preferencia a las utilidades de los
hombres sobre su honor; más quiere la unión de los fieles que sus ofrendas
Cuando
los hombres fieles tienen alguna disensión entre sí, Dios no recibe ninguna
ofrenda de ellos, ni oye ninguna de sus oraciones, mientras dura la enemistad.
Ninguno
puede ser amigo fiel de dos que son enemigos entre sí; y por ello, Dios no
quiere ser amigo de los fieles mientras sean enemigos entre sí.
Nuestro
Señor nos enseña que aquel que ofende primero, debe ser el que pida la
reconciliación.
Hemos
ofendido con el pensamiento, debemos reconciliarnos por medio del pensamiento.
Hemos
ofendido con palabras, con palabras debemos reconciliarnos.
Hemos
ofendido con obras, con obras debemos reconciliarnos.
Por
todo pecado, del mismo modo que se comete, debe hacerse por él penitencia.
Una
vez obtenida la paz humana manda volver a la divina, para pasar de la caridad
de los hombres a la de Dios, y por ello concluye:
... deja allí tu
ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y
entonces ven a ofrecer tu ofrenda.
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Oh
Dios, que has preparado bienes invisibles a los que te aman; infunde en
nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a ti en todo y
sobre todo, alcancemos tus promesas, que superan todo deseo.