SEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
¿No sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido
injertados en él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por una
resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con
él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser
esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda librado del pecado. Y si
hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la
muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una
vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros,
consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Por
el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo en la muerte, a fin de que vivamos
una vida nueva.
Esto debe ser el cristiano. Así lo quiere
Dios, así lo quiere la Iglesia.
El cristiano es un ser muerto definitivamente
al pecado. El pecado ya no tiene en él cabida alguna. Por haber muerto al
pecado con Cristo, vive desde ahora con Cristo, es un sarmiento vivo de la vid
Cristo. Reproduce en sí mismo la vida de Jesús, una vida de absoluta entrega a
Dios, de íntimo y total amor al Padre.
Dios quiera que estemos tan penetrados y
convencidos de nuestro Santo Bautismo como lo estuvieron los cristianos de los
primeros siglos de la Iglesia.
Dios quiera comprendamos y vivamos, como lo
hicieron ellos, lo que nuestro Santo Bautismo nos ha dado y pide de nosotros:
muerte al pecado y reproducción en nosotros de la vida de Cristo.
¡Qué dignidad tan prodigiosa, tan sublime,
la del cristiano! ¡Qué riquezas tan inmensas las suyas!
En el Santo Bautismo juramos un día: Renuncio a Satanás, a todas sus obras, a
todas sus pompas y a su dominio. Así mismo confesamos: Creo en Dios Padre. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor.
Creo en el Espíritu Santo. Creo en la santa Iglesia Católica, en la Comunión de
los Santos, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.
Nos decidimos resueltamente por Dios, por
Cristo, y marchamos tras Él... al
desierto, como las turbas del Evangelio de hoy... Al desierto, lejos del
mundo, de sus máximas y principios, de sus halagos y seducciones...
En el desierto pertenecemos a Cristo y nos
asimilamos su mismo espíritu. Tratamos de reproducir en nosotros su misma vida
y todos sus sentimientos más nobles: su amor al Padre, a la pobreza, a la pequeñez,
a la obscuridad, a la cruz, al dolor.
Para que no perezcamos durante nuestra ruda
peregrinación a través del desierto, Jesús nos ofrece cada mañana el
confortante alimento espiritual de la Sagrada Eucaristía. Vigorizados por este
alimento, ya podremos vivir la nueva vida, la vida para la cual hemos sido
bautizados. De este modo, podremos permanecer muertos al pecado y vivos para
Dios, en Cristo Jesús, en nuestra vid, como sarmientos suyos, saturados de su
misma vida.
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También
vosotros debéis consideraros como muertos al pecado y vivos solamente para
Dios, en Cristo Jesús. Hechos miembros de Cristo por
el Santo Bautismo, debemos reproducir en nosotros, durante nuestra vida mortal,
la muerte y la resurrección del Salvador.
Dice San Agustín: Cristo es nuestro único camino: contemplémosle. Él padeció, para poder
penetrar en su gloria. Buscó la humillación y los desprecios, para poder ser
exaltado. Murió, pero también resucitó después".
¡Muerte y Vida! Reproduzcamos en nuestra
vida el misterio de Cristo, su muerte y su vida, para estar así íntimamente
unidos e identificados con Él.
Dice San Pablo en otra Epístola: Habiendo sido sepultados con Él en el
Bautismo, también habéis resucitado con Él de la muerte, por virtud y gracia de
Dios. Estabais muertos en el pecado, pero Dios os ha hecho revivir con Cristo
(Col, 2, 12).
El Santo Bautismo es la fuente y el origen
de toda nuestra dignidad y grandeza sobrenaturales. Él nos ha incorporado a
Cristo y, por ende, nos ha dado la vida divina. Comparado con lo que él nos ha
granjeado, es nada y muerte todo lo que pueda ofrecernos la vida puramente
natural y humana, por muy brillante y poderoso que ello sea.
Gracias al Santo Bautismo, nuestra vida
adquiere una importancia y un valor eternos. El día de nuestro Bautismo nacimos
a una eterna ventura. En la gracia santificante, que él nos infundió, poseemos
la más firme garantía de nuestra futura glorificación. ¿Qué otra cosa, pues,
podemos hacer, si no es dar gracias y regocijarnos cordialmente por tantos
beneficios?
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Recordemos hoy, pues, con nueva insistencia
el significado de nuestra Fe. El hombre
viejo, corrompido por el pecado de Adán, nacido en estado de pecado, es
sepultado en el Santo Bautismo. Queda exánime en el sepulcro, queda muerto,
convertido en cadáver.
Del agua bautismal surge el hombre nuevo, fiel copia del Señor
saliendo glorioso del sepulcro. Asciende lleno de la vida de la gracia,
poseyendo la filiación divina.
El Santo Bautismo que recibimos un día
significa, pues, muerte y vida.
Por
el Bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte. La
intención de Dios, al crear al hombre, era la de que todos penetrásemos en este
mundo como hijos de Dios, poseyendo la gracia santificante y adornados con las
virtudes sobrenaturales y con los dones del Espíritu Santo. Pero el pecado de
Adán desbarató los planes divinos. Por su pecado perdió para sí mismo y para
toda la humanidad, de la que era cabeza y representante, la gracia y el derecho
a la herencia que nos esperaba en el Cielo.
Dios se compadeció de nosotros. Envió a su
propio Hijo para que, como nueva Cabeza de la humanidad, reparase la ofensa
hecha a Dios por el primer Adán. Por eso, durante toda su vida mortal, desde su
entrada en este mundo hasta la consumación de su Sacrificio sangriento sobre la
Cruz, el Salvador fue una estampa viva del dolor, de la muerte y del
sacrificio.
Jesús fue el Cordero sin mancha que tomó sobre
sí todos los pecados del mundo. Dios cargó sobre sus espaldas la deuda de toda
la humanidad. El Señor aceptó gustoso, desde el primer instante de su vida
terrena, todo lo que el Padre quisiera de Él. Por eso, toda su existencia fue
un ininterrumpido sacrificio. Su anonadamiento en Belén, su huida ante la
persecución de Herodes, el odio de sus enemigos durante toda su vida pública,
su Pasión y muerte de Cruz: todo nos lo revela como el Cordero Sacrificial que es
conducido al matadero, como el gusano oprimido y aplastado por el pie, de que
nos habla el Salmista...
Por el Bautismo nosotros fuimos sepultados
con Él en la muerte. Por el Santo Bautismo hemos sido incorporados a su vida de
constante sacrificio, de dolores, renuncias y humillaciones. Hemos sido crucificados
con Él, y bebemos del Cáliz de su Pasión. A nosotros se refieren también aquellas
palabras de Jesucristo: ¿Acaso no convino
que Cristo padeciera, para poder penetrar así en su gloria? Por el Bautismo
hemos sido hechos copartícipes, compañeros de su mismo sacrificio y de su
muerte.
Del
mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros
debemos caminar en una vida nueva. Con su Resurrección el
Señor comenzó una nueva vida.
Después de su resurrección ya no podrá
padecer ni morir. La deuda de la humanidad para con Dios ya está saldada y
expiada. Cristo posee desde ahora la vida en toda su plenitud, en toda su
firmeza y seguridad. La muerte ya no volverá a dominarle jamás: porque vive, y
vive sólo para Dios.
En Jesús Resucitado todo lleva el sello de
la vida; de una vida gloriosa, plenamente libre, espiritualizada, exenta de toda
pasión; de una vida que es toda ella un infinito e incesante himno de alabanza
y de acción de gracias al Padre; de una vida que será coronada, cuarenta días
después, con la Ascensión y la definitiva exaltación de Jesús.
También nosotros debemos caminar en una
vida nueva. Del mismo modo que Cristo, al resucitar, dejó abandonados en el
sepulcro los lienzos que envolvían su Cuerpo, símbolo de su pasibilidad y de su
muerte, y surgió, libre de la tumba, a una nueva vida; así también nuestra
alma, al descender al sepulcro del agua bautismal, dejó allí los lienzos del
pecado, se purificó de toda mancha y surgió, blanca y resplandeciente, a una
nueva vida, a la vida de la gracia, de la filiación divina.
Desde entonces caminamos en una vida nueva, en la fuerza y
claridad de la vida sobrenatural, de la vida divina.
El Santo Bautismo sembró en nuestra alma el
germen de la vida divina. Este germen, pequeño grano hundido en la tierra y
lleno de concentrada vitalidad, debe ser desarrollado mediante una lucha
constante contra nuestras malas inclinaciones y contra el mundo exterior; precisa
ser afianzado, robustecido y confirmado, cada vez con mayor vigor, mediante una
vida virtuosa y santa.
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¡Muerte y Vida! ¡Cuanta más muerte, más
vida! No se puede servir a Dios y al pecado, al hombre nuevo y al viejo.
El cristianismo exige firmeza de carácter,
virilidad, constancia, firmeza de principios, claridad de conducta, ánimo varonil
en todas las obras.
En la Santa Misa debemos morir a nosotros
mismos, al hombre viejo; debemos inmolarnos con Cristo para resucitar a una
nueva vida. Vigorizados con la fuerza que nos dará nuestra comunión de
sacrificio con el Señor que se inmola a sí mismo al Padre, lancémonos animosos
a nuestras tareas y obligaciones de cada día, renovando en nosotros el misterio
de la muerte y de la vida.
Luchemos todos los días, cada vez con mayor
coraje, hasta alcanzar una perfecta muerte y una perfecta vida. Esta última
será nuestra definitiva herencia en la eternidad, cuando el Señor nos llame y
nos diga: ¡Ea, siervo bueno y fiel!
Puesto que has sido leal en lo poco, voy a colocarte al frente de lo mucho; entra
en el gozo de tu Señor.
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La muerte al pecado se realizó por vez
primera en nuestro Santo Bautismo. Pero esta muerte debe ser mantenida,
confirmada, renovada y afianzada todos los días, ininterrumpidamente.
Con un solo pecado de Adán perdimos de
golpe todos los bienes sobrenaturales con que Dios había enriquecido nuestra
naturaleza. Dios nos devuelve, por el Sacramento del Bautismo el don divino de
la gracia, de la filiación divina; pero no se nos da con la misma efusión y
plenitud con que lo poseyó Adán antes de su caída.
Por el Santo Bautismo se nos perdonan el pecado
original y se infunde en nuestra alma la gracia santificante. Sin embargo, no
destruye nuestra concupiscencia mala, nuestra naturaleza viciada.
Ella es la verdadera fuente del pecado, que
amenaza constantemente con destruir y aniquilar nuestra vida divina. Ella es la
que impide la rectitud de nuestra vida, la que entenebrece nuestra razón y la
que nos pone en constante peligro de ser infieles a Dios.
El Bautismo moderó, calmó nuestra concupiscencia;
pero no la suprimió. ¿Por qué la dejó subsistir? Para que, de ese modo,
pudiésemos experimentar y comprobar todos los días nuestra corrupción natural;
para que aprendiéramos a comprender el hondo abismo de miseria y de ruindad
moral que hay en nosotros; para que, convencidos de esta desoladora realidad,
no nos enorgulleciéramos, antes reconociésemos y confesásemos humildemente
nuestra impotencia y nuestra pecabilidad; para que nos asiésemos confiadamente
a Dios y a su gracia; en fin, para que, en medio de nuestra constante lucha
contra el poder del pecado, de las pasiones y de toda clase de seducciones,
permaneciésemos consciente y voluntariamente fieles a Dios y conquistásemos las
virtudes
La muerte del pecado se realizó ciertamente
en nuestro Santo Bautismo. Sin embargo, todavía permanece en nosotros la
concupiscencia, y todos seguimos sintiendo la ley del pecado que domina en
nuestros miembros. Por eso, nuestra muerte al pecado no es todavía terminante.
Tenemos que hacerla definitiva a lo largo de nuestra existencia, mediante una
constante lucha y oposición contra Satanás y mediante un viril y resuelto no
a las tentaciones del diablo y a todas las seducciones de la carne y del mundo.
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La vida divina, que recibimos el día de
nuestro Santo Bautismo, se nos infundió entonces sólo como un germen. Este
germen debe ser desarrollado y robustecido mediante la constante acción e
influjo de la gracia del Espíritu Santo en nuestras almas.
Renovaos
interiormente y revestíos del hombre nuevo, creado por Dios en justicia y
santidad verdaderas, escribe San Pablo a los Efesios. La
gracia, causa principal de nuestra vida divina, tiende al crecimiento, al
desarrollo. Es un germen: el Reino de Dios en nosotros es semejante a un
granito de mostaza, que pugna por convertirse en árbol frondoso y corpulento.
Nadie es capaz de lograr aquí en la tierra tal
perfección de modo que ya no pueda ni deba perfeccionarse más todavía. Nunca
podremos adquirir tal grado de virtud, de fe y de amor a Dios y al prójimo, que
ya no podamos acrecentarlo más.
Si no lo hacemos así, si cesamos de aspirar
a más, si no nos esforzamos por crecer constantemente en la gracia y en las
virtudes, entonces cesaremos de progresar en la perfección, dejaremos de ser lo
que, según la ordenación divina, debiéramos ser.
Nuestra perfección en la tierra consiste
cabalmente en crecer y progresar cada vez más en la vida de la gracia y de las
virtudes, o sea, en la gracia bautismal. Consiste en un constante adelantamiento
espiritual.
Si retrocedemos, y hasta caemos alguna vez,
volvamos a comenzar de nuevo con más ahínco y decisión que antes.
Renovaos
interiormente, cada día, en cada momento. No podemos pararnos
ni un solo instante, pues nada de lo creado permanece inmóvil. O se crece, o se
disminuye. O se avanza, o se retrocede. O nos acercamos y fundimos cada vez más
íntimamente con Dios y con Cristo, o nos alejamos de Ellos cada vez con mayor
distancia.
Renovaos
interiormente todos los días y revestíos del hombre nuevo, creado por Dios en santidad y justicia verdaderas.
En virtud del Santo Bautismo hemos sido
hechos miembros de Cristo y estamos llamados a vivir su misma vida; pero no de
un modo tibio y desmayado, sino de una manera tan pujante e intensa, que nos
transformemos paulatinamente en la misma
imagen de Cristo, hasta que su gracia y sus virtudes resplandezcan en
nosotros con toda su belleza y esplendor.
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Por todo lo dicho se ve que en nuestra vida
de cristianos se renuevan constantemente la muerte y la vida. O, mejor dicho,
nuestra vida sobrenatural es un constante estado
de muerte-vida. De muerte para la vida y por amor a la vida.
Jesucristo, Nuestro Señor, quiere revivir
en su Iglesia y en cada uno de los sus miembros, cada vez de modo más intenso y
más perfecto. En la intención de Dios nuestra muerte al pecado es algo
definitivo; y nuestra nueva vida es inmortal; pero, desgraciadamente, nosotros
podemos tornar a la muerte del pecado por nuestra propia culpa.
De aquí la necesidad de la ascesis. La mortificación
deriva directamente de la gracia bautismal y no tiene otra finalidad que la de
ayudar y facilitar el crecimiento del germen depositado en nuestra alma por el
Santo Bautismo.
La vida cristiana no es otra cosa que un
constante y progresivo desarrollo de los bienes adquiridos en el Bautismo, o
sea, de la muerte al pecado y de la vida para Dios. Nuestra vida en el Cielo
será también muerte y vida: pero muerte o liberación perfecta del pecado, de la
muerte y del dolor, y pleno desarrollo, perfecta madurez del germen sobrenatural
sembrado en nuestras almas por el Santo Bautismo.
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Comprendamos que el Santo Bautismo es el
hecho sobrenatural más importante realizado por Dios en la vida del hombre. Es,
para cada individuo en particular, lo que fue para la humanidad en general la
Encarnación del Hijo de Dios.
El Bautismo que recibimos un día implica en
nosotros la obligación, urgente y universal, de aspirar constantemente a la
perfección cristiana, a la santidad.
Quizás tengamos verdaderos desees de alcanzar
la perfección; pero nos falta la alegre convicción del gran hecho divino
realizado en nosotros en el Santo Bautismo. No estamos convencidos, no comprendemos
que este hecho divino en nosotros constituye el verdadero principio y la base
fundamental de todas nuestras aspiraciones sobrenaturales.
¡Cuánto más alegres y vigorosos serían
nuestros anhelos de perfección, si se fundaran sobre el vivo convencimiento de
la gran realidad divina creada en nosotros por el Bautismo! Si viviéramos
siempre convencidos de esta realidad, ¡cuánto más sinceros serian entonces
nuestros esfuerzos por alcanzar la santidad!
Nada tiene, pues, de extraño el que la
Sagrada Liturgia nos recuerde con tanta insistencia el pensamiento del Santo
Bautismo.
Por eso, lo hemos encontrado en las Misas
de Cuaresma, en la bendición de la Pila Bautismal, el día de Sábado Santo, y en
las Misas de los Domingos después de Pascua.
Por eso, lo volvemos a encontrar ahora en
las Misas de los Domingos después de Pentecostés. Más aún: el Asperges, que precede a la Misa cantada de
todos los Domingos, no es sino una delicada alusión al gran Sacramento del
Bautismo que recibimos un día, al fundamento sobrenatural puesto por Dios en
nuestra alma y sobre el cual continuamos levantando ahora nosotros nuestro
edificio espiritual.
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En nuestras aspiraciones y luchas por la
perfección estamos acostumbrados a obrar inducidos únicamente por el mandato
del Señor.
No está mal que obremos por este motivo.
Sin embargo, la razón fundamental de nuestra obligación de aspirar a la perfección
no radica ahí, sino en nuestra incorporación con Cristo, de cuya plenitud y
fuerza vitales fuimos inundados en nuestro Bautismo.
Al obrar como obramos, no miramos las cosas
más que de un modo unilateral e imperfecto. Atendemos solamente a la obligación
en sí misma y a nuestros propios esfuerzos.
No nos fijamos para nada en la plenitud y
fuerza de vida creadas en nuestra alma por la gran realidad divina que se operó
en nuestro Bautismo.
Esta plenitud y esta fuerza son las únicas que
nos empujan realmente y las que podrán llevarnos hasta la verdadera santidad.
No miremos, pues, única y principalmente a
nosotros mismos, a nuestra impotencia, a nuestra pecabilidad, a nuestros
esfuerzos.
Miremos, ante todo y sobre todo, al Señor
que obra y triunfa en nosotros.
Miremos solamente a la Vid que alimenta,
anima y sostiene a sus sarmientos, a nosotros, con su propia fuerza, con su
savia y con su vida.
Para eso, pidamos como nos enseña la Santa
Iglesia: Oh, Dios, de quien procede toda
bondad, infunde en nuestros corazones el amor de tu Nombre, y aumenta en
nosotros el espíritu de religión; robustece todo lo que haya de bueno en
nuestra alma y consérvalo con celosa y paternal solicitud.