DOMINGO DE LA
INFRAOCTAVA DEL CORPUS
Cuando uno de los
que comían a la mesa oyó esto, le dijo: Bienaventurado
el que comerá pan en el reino de Dios. Y Él le dijo: Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora
de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen,
porque todo estaba aparejado. Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero
le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me
tengas por excusado. Y dijo otro: He
comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me
tengas por excusado. Y dijo otro: He
tomado mujer, y por eso no puedo ir allá.
Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el
padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles
de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos
hallares. Y dijo el siervo: Señor,
hecho está como lo mandaste y aún hay lugar.
Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos
a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos
hombres que fueron llamados gustará mi cena.
El Evangelio de hoy destaca la sugestiva
parábola de la Gran Cena. Estamos
acostumbrados a relacionar este banquete con la fiesta del Corpus Christi, en
cuya Octava nos encontramos actualmente.
Según esta propensión, el Evangelio de hoy
habría sido escogido expresamente para el Domingo de la Infraoctava del Corpus.
Sin embargo, la realidad histórica es muy otra. Este Evangelio se leía ya en el
Segundo Domingo después de Pentecostés muchos siglos antes de que existiera la
Fiesta del Corpus Christi.
Según la intención de la Santa Liturgia, el
Gran Banquete del Evangelio de hoy no se refiere solamente al banquete de la Sagrada
Eucaristía, sino también, y sobre todo, al inmenso cúmulo de bienes
sobrenaturales que Dios, con pródiga mano, nos ha concedido, entre los cuales se
destacan la Encarnación, la Redención, el Bautismo, la Gracia y la Bienaventuranza
eterna…, todos resumidos en el Santísimo Sacramento del Altar.
Providencialmente, pues, dispuso Dios que
coincidiera este Domingo Infraoctava con el Evangelio del Segundo Domingo de
Pentecostés. Lo mismo sucedería, como veremos Dios mediante, con el Domingo
Infraoctava del Sagrado Corazón y el Tercer Domingo de Pentecostés.
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Pidamos al Señor no permita que nos suceda
lo que a los primeros convidados del Evangelio de hoy.
Muchos fueron los invitados en un principio
al gran banquete del padre de familias. Sin embargo, ninguno de ellos asistió a
él.
¿Por qué?
Por estar demasiado apegados a las cosas
terrenas; por ser muy esclavos del espíritu del mundo; por no importarles nada de
las cosas del orden sobrenatural; por estar, en fin, demasiado entregados a los
intereses, a los negocios y a los placeres de esta vida.
Para substituir a estos primeros invitados,
indignos de asistir al gran banquete, son llamados después todos los pobres y
débiles, todos los ciegos y tullidos….
En lugar de los invitados en un principio (los
judíos), son admitidos otros (los gentiles). En lugar de los grandes, de los
hartos, saborean la magnífica cena los pequeños, los despreciados del mundo,
los desheredados de la vida, los pobres: Bienaventurados
los pobres de espíritu; bienaventurados los que lloran; bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia, es decir, de los bienes sobrenaturales que
encierra el Gran Banquete de la Redención.
Hemos sido invitados a él… ¡Ay de nosotros
si, por ser esclavos de los sentidos, del espíritu mundano y de los placeres
terrenos, no podemos corresponder a esta invitación!
Ninguno
de los convidados en un principio gustará mi cena.
Por eso, nosotros coloquémonos de buen
grado entre los pobres y los débiles, entre los enfermos y los tullidos, entre
los pequeños y los necesitados del Evangelio de hoy. Estos son los que tomarán
parte en el gran banquete preparado por Cristo, los que serán admitidos en la
Comunidad de la Santa Iglesia y los que alcanzarán todos los bienes
sobrenaturales que Ella posee.
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En el Santo Sacrificio de la Misa debemos
renovar nuestros votos bautismales, o
sea, nuestra solemne y total renuncia al espíritu del mundo, a la
concupiscencia de los ojos, a la concupiscencia de la carne y a la soberbia de
la vida. Debemos identificarnos en todo con el Sumo Sacerdote que se inmola.
Debemos entregarnos de lleno, como Él y con Él, a Dios y a sus divinos intereses.
Luego, con la recepción de la Sagrada
Eucaristía, proveámonos bien de salud y de gracia sobrenaturales.
Finalmente, llenos de júbilo y de
agradecimiento, recemos con la oración Comunión: Glorificaré al Señor, por
haberme concedido tantos y tan grandes beneficios. Con su Carne y con su Sangre
divinas me ofrece desde ahora la más sólida garantía de mi futura participación
en el Gran Banquete de la Vida Eterna.
Vayamos, pues, jubilosos y llenos de
agradecimiento, al Santo Sacrificio. Renovemos el recuerdo de las gracias de la
Encarnación y de la Redención, de Navidad, de Pascua y de Pentecostés.
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Los hartos, es decir, los entregados por
entero a los intereses y exigencias materiales y terrenas, los que desoyen la invitación
para recibir la Sagrada Eucaristía, no encuentran en Esta ningún atractivo.
En cambio, los pobres de espíritu, los
que no son esclavos de la avaricia, los que desprecian los bienes terrenos…,
son admitidos, son llamados a saborear sus delicias.
Nosotros, por nuestra parte, evitemos toda excesiva
y desordenada preocupación por los bienes y placeres de la tierra y no
ambicionemos más que los bienes de la Santa Eucaristía.
A
los hambrientos los colmó de bienes; a los ricos, en cambio, los dejó sin nada…
La Santa Eucaristía es, además, el Sacramento
de la unión. En el acto de la Comunión se realiza una inefable, íntima, viva y
fecunda unión de Cristo con el alma.
Cuando recibimos la Sagrada Comunión, se
realiza entre Él y nosotros tal unión, que Él se encuentra en nosotros y
nosotros en Él.
La
Comunión no aspira más que a que nos transformemos en lo que recibimos, a que
llevemos en el alma y en el cuerpo a Aquel con quien hemos muerto, con quien
fuimos enterrados y con quien hemos resucitado, enseña San
León Magno.
Por lo tanto, es necesario que seamos levantados
hasta donde Él está: a una inefable, fecunda y sublime comunidad de vida, de
espíritu y de bienes: Él en nosotros, y nosotros en Él.
Por la Comunión, somos el objeto de un amor
infinitamente fecundo por parte del Padre; de un amor que nos hace, en Cristo,
hijos de Dios, de un modo nuevo y más profundo que hasta aquí; y que nos
sumerge en el seno mismo de la vida de la Santísima Trinidad.
En ese momento, somos inundados con la
plenitud de la divinidad, de la vida divina; se cumplen en nosotros aquellas
palabras de Cristo: Les he comunicado la
claridad (de la filiación divina) que
tú me diste a mí.
Dice San Cirilo: Ahora somos con Jesús un solo cuerpo y una sola sangre. Somos, por lo
tanto, cristíferos; llevamos en nosotros la carne y la sangre de Cristo: somos copartícipes
de la naturaleza divina; poseemos en nosotros la vida divina.
La participación de la vida divina trae
consigo la plenitud del Espíritu Santo en nosotros. En efecto, el Espíritu
Santo mora de un modo especial en el Cuerpo de Cristo que recibimos nosotros.
Unidos, pues, con Cristo en un solo Cuerpo, el Espíritu Santo irrumpe también
en nosotros, colmándonos con la plenitud de sus gracias y dones.
Por estar unidos con Nuestro Señor en un
solo Cuerpo, somos saturados de su espíritu, de su divina fuerza vital… Somos
hechos un solo espíritu con Él tan cierta, tan real y tan íntimamente como el
mismo Cristo se hace con nosotros, en la santa Eucaristía, un solo Cuerpo.
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El
que me coma a mí, vivirá por mí, como yo vivo por el Padre.
Este es el milagro de la unión eucarística.
No consiste precisamente en que nosotros
sometamos y entreguemos nuestra propia voluntad al Señor, que obra en nosotros…
Tampoco consiste en que el Espíritu de
Cristo influya sobre nuestro espíritu y lo dirija…
La unidad de espíritu, que produce la Sagrada
Comunión, consiste en que nuestro espíritu es movido e impulsado real e
íntimamente, es vivificado por el mismo Espíritu divino que vive en Cristo.
Dios mismo, con su más íntimo ser, penetra
en nuestra alma y la fecunda de su propia vida. La penetra, como un fuego
devorador, para animarla con su luz y su calor y para revestirla de su propia claridad.
En ese momento somos un mismo espíritu con Dios.
Su amor y nuestro amor, sus pensamientos y
nuestros pensamientos, sus deseos y nuestros deseos son fundidos en un solo amor,
en un solo pensamiento y en un solo deseo…
El Señor destruye en nuestra alma todos
nuestros pensamientos, miras y móviles puramente naturales y terrenos, y nos
infunde su modo de juzgar, de ver y de obrar, sus sentimientos y convicciones.
Impulsados por Cristo, comenzamos a
renunciar a nuestros gustos, planes, inclinaciones y miras puramente naturales
y egoístas, para vivir enteramente de su Espíritu, por su Espíritu y conforme a
su Espíritu y a sus sentimientos.
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Si conocieses el don de Dios…, dijo Jesús a
la samaritana. ¡Qué sublimes, qué incomparables son la dignidad y la riqueza
del alma que recibe la Sagrada Comunión!
Pero, para poder acercarse a este Santísimo
Sacramento, tiene que estar antes bien pura. Cuanto más frecuentemos la Sagrada
Comunión, más muertos debemos estar para el hombre natural, y más debemos
dejarnos animar por el Espíritu y por los sentimientos de Jesús. Más debemos
amar, buscar y apreciar lo que Él ama, busca y aprecia.
Si no comenzamos, pues, poco a poco a amar
lo que Él amó y a vivir como Él vivió aquí, sobre la tierra, ¿podremos
extrañarnos de que la Sagrada Comunión no produzca en nosotros todo el efecto
que debiera producir? ¿Quién tiene la culpa?
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San Juan retoma la
metáfora de Jesucristo, que designó el Cielo como una Cena de Bodas.
En Apocalipsis 3:20, Isaías
25:6 y San Lucas 14:15, esta idea va unida a lo que Jesús llama "la resurrección de los justos".
He aquí, pues, la bienaventuranza suprema y eterna.
No se puede poner condiciones a lo Incondicional. El que pone condiciones a
lo Incondicional está mal dispuesto a
lo Incondicional, y por tanto, no lo
puede recibir; no lo conoce siquiera.
El Cristianismo es algo absoluto, que no
sufre el compromiso.
Hoy día hay bastantes prosélitos de una religión pastelera que relativiza el
Cristianismo.
Para muchos, la religión es un poco de
moralina y un poco de mitología; y ella es lo bastante razonable y maleable
para adaptarse a las exigencias de la
vida, es decir, a las exigencias del
mundo.
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La relación del hombre con Dios es un
Absoluto, una cosa que introduce la Eternidad en el Instante.
“Teme a Jesús que pasa y no
vuelve”, decían los antiguos…
Cuando Dios nos llama, nunca sabemos si
ésta no será la última llamada.
Mientras los primeros huéspedes,
disculpándose, merecieron ser rechazados, están aquellos que se volvieron en el
momento prescrito,
Por lo tanto, lejos de nosotros las
excusas, inútiles y desastrosas, vayamos a este banquete para alimentar nuestra
alma.
No nos dejemos detener ni por el orgullo
que podría inflarnos, ni por una curiosidad culpable que podría asustarse y
alejarnos de Dios, ni por las voluptuosidades carnales que nos privarían de las
delicias espirituales.
Vengamos y reparemos nuestras fuerzas.
Hoy es el Domingo Infraoctava de Corpus
Christi… La Sagrada Eucaristía es nuestro Pan Vivo bajado del
Cielo, gaje de nuestra vida eterna bienaventurada.
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Concluyamos con el Salmo 83:
¡Oh, cuán amables tus moradas, Señor
de los Ejércitos!
Mi alma suspira y desfallece por
los atrios del Señor.
Transpórtanse de gozo mi
corazón y mi cuerpo por el Dios vivo.
Hasta el pajarillo ha
encontrado un hueco donde guarecerse,
y nido la tórtola para poner
sus polluelos:
¡Tus altares, oh Señor de los
Ejércitos, Rey mío y Dios mío!
Bienaventurados los que moran
en tu casa, te alaban por siempre.
Bienaventurado el hombre cuya
fuerza está en ti, y tus santos caminos en su corazón.
Más vale más un día transcurrido
en tus atrios
que mil en mis mansiones,
estar en el umbral de la Casa
de mi Dios
que habitar en las tiendas de
impiedad.
Porque Dios es almena y escudo,
Él da gracia y gloria.
¡Oh Señor de los Ejércitos, dichoso
el hombre que confía en Ti!