domingo, 16 de junio de 2013

Cuarto de Pentecostés


CUARTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


La Epístola de este Domingo está tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo octavo, versículos 18 a 23. Pero conviene comenzar la lectura en el versículo 16:

El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente con Él, para ser también glorificados con Él.
Estimo, pues, que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. Pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino por la voluntad de aquel que la sometió, pero con esperanza. Porque también la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto hasta el presente. Y no tan sólo ella, sino que asimismo nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo, en Jesucristo Señor nuestro.


Ya hemos hecho en 2011 el comentario de este pasaje escriturario. Allí remito. Pero es necesario reflexionar aún más sobre el mismo.

En torno nuestro aparecen peligros y tormentas; sin embargo, con el Introito de la Misa de hoy, nos exhortamos a nosotros mismos: El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién podré temer?

Debemos mantenernos junto al Señor; Él tiene en sus manos las riendas del gobierno del mundo; Él hará que el curso del mundo camine para nosotros pacíficamente, y que nosotros podamos servirle a Él confiada y alegremente, como se lo pedimos en la Oración Colecta.

Sobrevendrán dolores y miserias; pero, para los que pertenecen a Cristo, todo eso es nada, comparado con la gloria que les será revelada un día; así nos lo asegura San Pablo en la Epístola.

De igual modo que toda la creación gime y espera ansiosamente el ser libertada de la cautividad del pecado y de su maldición, así debemos esperar también nosotros el momento en que se nos descubra la filiación divina en toda su gloria y claridad; es decir, hemos de ansiar la hora de nuestra entrada en la eterna bienaventuranza y de nuestra futura resurrección en cuerpo y alma.

Este anhelo sólo puede ser colmado por el Señor. Permanezcamos, pues, a su lado.

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Esperamos la plenitud de la filiación divina, la redención de nuestro cuerpo... ¿Qué es, pues, el cristiano? Un hombre que espera. ¿Y qué es lo que espera? La futura gloria que se revelará en nosotros.

Tenemos todos los motivos para contar con esta gloria; pues también las criaturas —la naturaleza irracional— esperan ansiosamente la revelación de los hijos de Dios.

Las criaturas están sujetas a la corrupción, a la muerte; y, sin embargo, Dios les ha dado la esperanza de que también ellas serán redimidas un día de su corrompida esclavitud y participarán de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Mientras tanto, gimen, con dolores de parto...

Pero no son ellas solas las que gimen y esperan. También nosotros, que ya poseemos las primicias del Espíritu (la gracia de la filiación divina), gemimos en nuestro interior y esperamos la plenitud de nuestra filiación divina y la redención de nuestro cuerpo, es decir, nuestra resurrección de entre los muertos y la participación en las delicias de la eterna posesión y goce de Dios.

El verdadero centro de toda nuestra vida y actividad como cristianos está en el más allá. Estamos seguros del beatífico más allá; y ya lo poseemos, desde ahora, con nuestra esperanza. Esta esperanza es la fuente de toda nuestra dicha, de nuestra perenne y santa alegría, de nuestro optimismo cristiano.

El Padre no nos separará nunca de su Hijo. Dondequiera que Él se encuentre, allí estaremos también nosotros, hijos de Dios, con Él y en Él.

Del mismo modo que llegó para el Señor el día de su gloria, en la vida eterna del Cielo, con esa misma seguridad llegará también para nosotros el día de nuestra gloria en el alma y en el cuerpo.

Esperamos lo que ha de venir: la inmensa y eterna gloria que se manifestará en nosotros, en los hijos de Dios.

Levantemos, pues, nuestro espíritu y nuestro corazón y convenzámonos de que los dolores de esta vida no son nada, comparados con la futura gloria que se revelará en nosotros, cuando, después de esta vida, poseamos nuestra herencia eterna.

Si somos hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo. Animados por esta esperanza, despreciemos los placeres, las alegrías y los halagos de este mundo y corramos veloces al encuentro de lo eterno, de nuestra verdadera y eterna felicidad.

¡Ver a Dios, poseer a Dios, gozar de Dios: he aquí nuestra eterna felicidad!

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En Cristo Jesús, Señor nuestro. Aquí radica todo. Sobre Él, sobre nuestra comunión con Él, descansan la certeza y el gozo de nuestra esperanza.

Cuanto más vivamente unidos estemos con Él por la fe, por la confianza, por el amor, por la participación de su vida y de su espíritu, más confiadamente podremos aspirar a la revelación de la gloria de la filiación divina en nosotros.

Jesús se expresó de este modo: Padre, tú me los has dado. Y podemos concebir que eso implica lo siguiente:

Tú me los has dado, no sólo como compañeros de luchas y dolores, no sólo como hermanos míos, sino también como miembros de mi mismo Cuerpo; por eso, quiero que, donde esté yo, estén también ellos conmigo, para que contemplen la gloria que tú me has dado.

Para que la contemplen, y también para que la experimenten, para que la posean y la gocen conmigo.

Yo estaré en ellos. Por eso, el amor que tú, Padre, me tienes a mí, debe extenderse también a ellos. Por eso, deben compartir y poseer también ellos el gozo y la gloria que tú me has dado. De este modo, mi alegría será completa en ellos.

Anhelemos esta manifestación de la gloria de nuestra filiación divina, y vivamos conforme a ella.

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La futura revelación de nuestra filiación divina... Debemos conservar fielmente y llevar hasta su madurez la vida de la gracia que se nos infundió en el Santo Bautismo.

Uno de los mejores y más poderosos medios para realizar esta tarea consiste en esperar al Señor, en aguardar su futuro retorno con un apasionado y ardiente anhelo.

El día en que vuelva el Señor, se manifestará en nosotros la gloria de la gracia y de nuestra filiación divina. Es decir, nuestra vida de la gracia alcanzará su pleno desarrollo, su madurez y perfección.

La Epístola nos habla de esta revelación o manifestación de la gloria de la vida cristiana, pero también de la renuncia y del dolor.

El cristiano vive con la esperanza del retorno del Señor. Nosotros gemimos en nuestro interior y esperamos la plenitud de la filiación divina.

Nos hemos salvado por la esperanza. Nuestra esperanza es infalible. Pero implica el dolor de la no consumación...

Nuestra actual filiación divina es la garantía de nuestra futura gloria.

Mientras tanto, tenemos cuatro testigos que nos garantizan la infalibilidad de nuestra esperanza y la futura satisfacción de nuestros anhelos: la creación, el Espíritu Santo, el Padre y Cristo Jesús.

Primero, la creación material. Sujetas a corrupción, a causa de nuestro pecado, las criaturas llevan sin embargo en sí mismas la esperanza de que un día serán libertadas de la corrupción actual, para participar también ellas de la gloria de los hijos de Dios. Por eso, gimen y están como con dolores de parto, queriendo dar a luz una nueva creación, unos cielos nuevos y una nueva tierra.


El segundo testigo es el Espíritu Santo, que ha sido infundido en nuestros corazones. Él viene en ayuda de nuestra flaqueza. Suplica en nosotros con gemidos inenarrables y pone en nuestros labios la petición justa y exacta. Está en nosotros y, de este modo, atestigua nuestra futura gloria.

En la gracia santificante, en la gracia de los Sacramentos que recibimos y en las continuas iluminaciones y mociones que Él obra en nosotros, poseemos las primicias del Espíritu. Estas primicias presagian ya la próxima cosecha. La vida de la gracia se está madurando para la vida de la gloria.


El tercer testigo es el Padre, el cual nos ha prometido formalmente nuestra futura glorificación. A los que aman a Dios, todas las cosas conspiran para su salvación. Porque, a los que Él previo, los predestinó para hacerlos conformes a la imagen de su Hijo. Mas, a los que predestinó, los llamó; y a los que llamó, los justificó. Mas, a los que justificó, los glorificó.


El cuarto testigo es Cristo Jesús, el cual murió y resucitó y está sentado a la diestra de Dios e intercede por nosotros, mostrándonos de este modo su fuerte e inquebrantable amor. ¿Quién podrá separarnos de esta caridad de Cristo, es decir, del amor que Él nos tiene?

Nadie, excepto nosotros mismos. El amor de Cristo hacia nosotros es quien da toda su firmeza a nuestra esperanza. En él descansa, está segura, es inquebrantable.

Nada podrá separarnos de la caridad de Dios, que está en Nuestro Señor Jesucristo. El mismo Padre nos ama a los que estamos en Cristo Jesús, a los que somos sarmientos de esta divina vid. Por eso, se nos ha dado el derecho a la eterna gloria. Somos hijos de Dios y, por lo tanto, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo.

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Todavía no se ha manifestado en nosotros la futura gloria; pero poseemos la inquebrantable esperanza de la futura revelación de nuestra filiación divina.

Y esperamos, ansiosos, anhelantes, el día del retorno del Señor, porque en ese día nuestro mismo cuerpo será revestido con la túnica de la celeste claridad.

Sursum corda... ¡Arriba los corazones!, arriba, por encima de lo presente, de todo lo temporal. Hemos sido creados para lo eterno, para la vida de la eterna gloria, en la eterna posesión y disfrute de la misma gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Ahora tenemos que padecer con Jesús, para poder ser glorificados después con Él. Considéremenos, pues, como Iglesia militante.

Me han perseguido a mí, y también es perseguirán a vosotros. Jesús revive en nosotros su vida. Su vida mortal fue una existencia colmada de dolores, de humillaciones, de calumnias, de desprecios, de injusticias, de toda clase de tribulaciones.

Sus enemigos no se cansaron de perseguirlo y de atribularlo, hasta que lo vieron muerto sobre la cruz. Murió y fue sepultado. Al tercer día resucita y reviste su túnica de gloria.

Ahora Cristo vuelve a vivir de nuevo su vida mortal en la Iglesia, en nosotros, en los miembros de su Cuerpo Místico. Cuanto más íntimamente incorporados nos hallemos con Él, tanto más perfectamente debemos reproducir en nosotros su vida, sus dolores, su pasión.

Ahora tenemos que padecer con Él, para poder ser glorificados después, con Él. Suframos, sí, pero con el hondo convencimiento de que esta leve y momentánea tribulación nuestra nos acumula, para la eternidad, un sublime e inmenso peso de gloria.

No pongamos, pues, nuestra mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles, en la futura gloria que nos espera y que se manifestará en nosotros.

Esta gloria es nada menos que la posesión y el goce de la gloria, de las riquezas y de la bienaventuranza de Dios y del Señor glorioso en el Cielo. Por eso, suframos ahora alegre y virilmente, animados por la fe y por la esperanza de la gloria que se nos ha de dar a los que acompañemos a Cristo en su camino de cruz, de pobreza, de renuncia, de humillaciones, de desprecios y tribulaciones.

Él tornará otra vez a nosotros, y entonces nos colmará de su gloria. La vuelta del Señor debe ser nuestra constante luz, nuestro sostén inquebrantable.

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Impulsados por la virtud del Espíritu Santo, que habita en nosotros, sigamos la indicación del Señor: Duc in altun... dirígete a plena mar, en medio de las tempestades y olas, de las luchas e inquietudes de la vida.

Confiemos; no estamos solos... El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién he de temer?

Estemos seguros de que todas las tribulaciones y dolores de esta vida son nada, comparados con la futura gloria que se manifestará en nosotros.

No dudemos de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades, ni lo presente, ni, lo futuro podrán separarnos del amor de Dios.

Dios es amor... Su amor hacia nosotros es inmenso e inalterable. Él está con nosotros. Arriesguemos, pues, nuestra navecilla. ¡Su piloto es el Padre!

Esta es la actitud de la liturgia del tiempo después de Pentecostés. La Iglesia espera el retorno del Esposo y ansía la eterna celebración de sus celestiales desposorios con Él.

Nosotros, unámonos a Ella y levantemos nuestra mirada, por encima de todo lo temporal y terreno, hasta el Señor, esperando anhelantes su llegada y nuestra futura gloria, la plenitud de nuestra glorificación, de nuestra filiación divina en el alma y en el cuerpo.

La mejor garantía de esta última venida del Señor, y de la futura revelación de la gloria de nuestra filiación divina, es la venida del Señor a nosotros en el Santo Sacrificio de la Misa. Viene ya con toda la plenitud de su gloria celeste, pero nuestros ojos no pueden contemplarlo todavía.

En la Sagrada Comunión infunde en nuestra alma, cada día más hondamente, su gloriosa vida.

Esperemos, pues, con impaciencia y con santo apasionamiento el día de nuestra solemne y eterna Comunión, en la posesión y en el goce de la, ahora invisible, gloria del Señor.

El Señor es mi sostén, mi refugio y mi libertador: es mi Dios y mi ayudador, dice la Oración de la Comunión de esta Misa.

En la Santa Misa nos hacemos una misma hostia con el Señor, que se inmola a sí mismo. En la Sagrada Comunión irrumpe sobre nosotros la fuerza del Señor, para mantenernos y fortalecernos en la vida de la gracia.

Todos los días se nos ofrece la ocasión de abrazarnos a la cruz; pero nosotros no hemos aprendido todavía a gloriarnos en la cruz de Cristo, a gozarnos en el dolor, en la participación del cáliz que bebió Cristo.

Aun no hemos aprendido a amar la cruz como la amó el Señor. La cruz ha perdido su fuerza en nosotros; no impera en nuestros pensamientos, en nuestro corazón, en nuestra vida. Ni siquiera en nuestra misma fe. Y, sin embargo, en la cruz es donde residen la fuerza y la fecundidad de la Iglesia; en ella radica el nervio de toda vida cristiana: En la cruz está la salvación.

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Hecho oblación nuestra, Jesús se presenta en nuestro lugar ante el Padre y le pide para nosotros luz y fuerza, para que podamos proseguir constantemente el camino de la santidad y de la perfección cristianas.

Viene a nosotros y entra dentro de nosotros mismos en la sagrada Comunión. Aquí nos alimenta con su propia vida. Nosotros nos sentimos entonces llenos de Cristo. Nos reconocemos unos con Él, con la vid pletórica de vida. Nos vemos sumergidos en el mundo de la divina gracia. La gotita de agua, arrojada en el cáliz, se ha convertido en vino. ¡Un cáliz de salvación! ¿A quién temeremos, pues?

En cada Comunión, viene a nosotros el Señor con nuevo amor, con nueva abnegación, con nueva generosidad, con nuevas gracias para nosotros.

No nos fijemos tanto en nuestra propia impotencia y en nuestra debilidad. Pensemos más bien en la proximidad del Señor, en su presencia, en su vida y acción en nosotros. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos.

Jesús vive en nosotros, lucha y pelea en nosotros y por nosotros. Vence en nosotros y por nosotros...

Todo lo puedo en Aquel que me conforta...

El Señor es mi apoyo, mi refugio, mi libertador, es mi Dios y mi socorro (Oración de la Comunión).