domingo, 17 de febrero de 2013

Primero de Cuaresma


PRIMER DOMINGO
DE CUARESMA


Hemos comenzado la Santa Cuaresma y tenemos cuatro Domingos de este tiempo litúrgico para profundizar en el conocimiento de Nuestro Divino Redentor.

Me ha parecido conveniente dedicar cada uno de estos domingos al estudio y meditación de alguna de las propiedades o distintivos de Nuestro Señor Jesucristo.

Comenzaremos hoy deteniendo nuestra atención en el atributo de Vida. Yo soy la Vida, ha dicho Nuestro Señor. Y no solamente eso, sino que ha manifestado claramente: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.

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Uno de los datos primordiales de la Sagrada Escritura es que Dios es el Viviente por excelencia, la Vida misma; fuente de quien brota toda vida.

San Juan nos presenta la vida en el Verbo eterno, fuerza divina creadora. Jesucristo no sólo aporta la vida auténtica, sino que Él es la vida misma, una vida que es pura luz. Esta vida propia, Él la comunica en abundancia.

Dice San Juan en el proemio de su Evangelio: En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto existe. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.

Contemplemos esta vida eterna del Verbo en el seno del Padre, antes de la creación y del tiempo.

Para aprender a conocer al Salvador, debemos elevarnos en espíritu a su vida eterna y, dentro de lo posible, tratar de adquirir de ella un concepto muy preciso.

El Salvador mismo llamó, repetidas veces, nuestra atención sobre su vida eterna:

En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuese, yo soy.

Padre, glorifícame tú en ti mismo con aquella gloria, que tuve en ti, antes que fuese el mundo.

Yo soy, el principio, el mismo que os hablo.

Como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere.

En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida.

Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo.

Frases son éstas muy breves, pero tan llenas de majestad y de profundidad insondable que, como poderosas chispas de luz, iluminan la misteriosa obscuridad de la vida eterna y abren horizontes de amplitud incalculable.

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El lugar de esta vida, no es patria alguna terrena, no tiene muros, no tiene límites, no está en el espacio, sino mucho más allá de los confines del mundo y del lugar donde nacen y se ponen las estrellas...

El Verbo era con Dios. Su patria está en el seno del Padre, el bello país de donde viene toda bondad, y adonde va todo lo bello.

La luz de la divinidad, el abismo de la belleza increada, el santuario de la paz inalterable, el océano del amor y el de la felicidad infinita, tal es su hogar nativo y su habitación.

Allí está con Dios, como Persona distinta, pero igual en naturaleza; coposeedor de la misma divinidad, del mismo poder, del mismo honor, de la misma felicidad.

En esta Vida en el seno del Padre es propiamente Verbo. El Verbo era Dios. Es la persona del Verbo, la segunda Persona de la Trinidad.

La primera es el Padre, quien no procede de nadie y tiene de por sí la naturaleza divina y la vida divina. Conócese a sí mismo desde la eternidad, y conociéndose engendra una imagen de sí mismo, viva, perfecta, substancial, imagen que Él expresa como Verbo substancial y eterno, la cual le refleja y reproduce perfectamente.

Este Verbo es la segunda Persona, el Hijo, la Sabiduría, la expresión y el concepto integral de su sabiduría. Por esto las Escrituras le llaman la Sabiduría, la imagen de su substancia, el esplendor de la eterna luz, el espejo sin mancha y la imagen de su bondad.

Del Hijo, junto con el Padre, procede el Espíritu Santo, el Amor personal, infinita aspiración del gozo divino y sello de la paz eterna.

El Hijo, pues, vive y reina, en unión de las otras dos Personas, en eterna beatitud.

El Hijo es la vida, la sabiduría y la belleza. Ahora bien: ¿hay algo que sea tan esplendoroso, tan apacible, tan regocijante y tan atractivo como la sabiduría? ¿Qué hay que sea tan dulce como la vida? ¿Hay nada tan encantador como la luz? ¿Hay algo, en fin, que enamore tanto el corazón como la belleza? Pues el Hijo es todo esto. Estas son las propiedades que distinguen su Persona por su manera de proceder, que es por verdadera generación.

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Falta ahora considerar la relación de esta vida eterna con las criaturas. Dios, no sólo conocía su propia bondad increada, su belleza, su poder y su sabiduría, sino que conocía también su bondad creadora, su natural tendencia a comunicarse fuera de sí por la creación. Conocía igualmente todos los medios y todas las maneras con que podía comunicarse, y todos los seres que podían brotar de su poder creador.

Ahora bien: ¿en dónde se encontraban esas imágenes y esas magnificencias de la bondad difusiva de Dios? En el Hijo. Este es efectivamente la imagen de su bondad, tanto de la increada como de la creadora.

Él es la sabiduría del Padre y en Él se encuentran las ideas arquetipos de todos los seres posibles; en Él tenían vida. En el conocimiento mismo que lo engendró estaban ya englobadas esas ideas arquetipos, y, de consiguiente, en Él mismo estaba la imagen de todas las cosas susceptibles de ser creadas.

Él era, pues, el arca del tesoro en que preexistían los magníficos y maravillosos modelos de la infinidad de cosas que podían ser creadas por Dios. Él era el espejo gigantesco en el cual reflejábase la perfección divina en innumerables categorías de creaciones; Él era el gran libro de la vida que permanecía abierto ante el Padre y en el cual leía Este con inefable complacencia.

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Como se ve, esta vida no carecía de íntimas relaciones con nosotros. En ella estuvimos y vivimos desde toda una eternidad. Allí fuimos ya objeto del pensamiento de Dios, allí fuimos ya amados como imágenes posibles de la divinidad, como centellas y reflejos de la magnificencia y de la bondad de Dios.

¡Cuán dulce es pensar que nosotros nos hallábamos ya en el pensamiento del cual procedió el Verbo y que formábamos parte, aunque mínima, de su eterna actividad y gozo!

¡Cuán admirable y gloriosa es esta vida y la actividad del Verbo en medio de las innumerables creaciones posibles!

Aun antes de salir de la nada, danzaban dando vueltas ante sus ojos, interminables series de mundos con maravillosa vegetación, con las más extrañas especies de animales y gigantescas cordilleras de montañas; mares inmensos murmuraban ya la eterna canción de sus olas; ejércitos de miríadas de estrellas, constelaciones y soles dilatábanse por el espacio hasta perderse de vista y le saludaban con sus deslumbradores y vibrantes rayos de luz y con el juvenil ardor de sus cadenciosas revoluciones; almas, almas humanas, innumerables y variadísimas, florecían ante su vista, como flores de primavera, y, con la misteriosa familiaridad con que la rodean las jerarquías angélicas, rodeábanle también ellas, y orlaban su trono como queriendo servirle.

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Tal fue la vida del Verbo antes de la creación; una vida maravillosa, llena de luz y de obscuridad, de majestuoso reposo y de movimiento, de unidad, soledad y sociabilidad, de silencio y de asombrosos diálogos, de sencillez y de inmensidad, de espontaneidad necesaria y de libertad e independencia absolutas, una vida en el esplendor de la santidad increada, y en el júbilo de las perfecciones divinas, una vida adorable, divina, el ejemplar y la fuente de toda vida.

Nosotros debemos a esa vida el tributo de nuestra admiración y adoración y debemos asociarnos cordialmente a ella por el gozo y la felicitación.

Ella es la verdadera vida de nuestro Dios, su vida propia y esencial, infinitamente grande, admirable y adorable por sí misma. Para honrar dignamente esa vida sería necesario el júbilo de la Santísima Trinidad misma y el gozo que en él encuentra el mismo Verbo Eterno.

Debemos adherirnos, tierna y fielmente, a esta Vida, porque ella es el primero, el más antiguo y el más hermoso hogar y patria de nuestra propia vida.

Además, debemos tener siempre ante nuestros ojos esa vida eterna al meditar los misterios del divino Salvador, y considerar su vida creada a la luz y resplandor de esa vida increada. Así debemos considerarlo, en Nazareth, en el desierto, en sus relaciones con los hombres y en su muerte en la Cruz. Tanto en el instante de nacer, como en el momento de morir en la Cruz, Él es eterno, el principio sin principio, nuestro Creador y nuestro Dios, por eternidades de siglos bendito y alabado.

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He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Fue en estos términos que Jesús anunció su misión.

Pero ¿qué es esta vida que Él nos da? Es la vida de la gracia, participación de la vida divina.

Jesús es el Verbo Encarnado y como Verbo, posee por naturaleza la vida divina de la misma manera y en la misma medida que el Padre.

Esta plenitud de vida divina, debido a la unión hipostática, irradia sobre la humanidad de Jesucristo. Puesta en contacto directo con la divinidad, a la que ella está unida personalmente, esta humanidad santísima está inundada de vida divina, es decir, que recibe la mayor participación de la gracia de modo que no puede concebirse una más grande.

Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud de la divinidad, dice San Pablo, y San Juan nos lo presenta lleno de gracia y de verdad.

Pero Jesús no quiere guardar para sí estas inmensas riquezas; quiere tener almas con quienes pueda compartirlas. Por eso abraza su Pasión muy dolorosa y, muriendo en la Cruz por nosotros, merece para sus miembros esta gracia que posee en plenitud.

Cristo se hace así para nosotros la fuente, la única fuente de gracia y vida sobrenatural. Está tan lleno de gracia y de verdad que todos los bautizados aprovechan de su inagotable plenitud.

He aquí cómo nos llega la vida divina: del Padre al Verbo, del Verbo a la Humanidad que ha asumido en la Encarnación; por último de la santa Humanidad de Cristo a nuestras almas.

Jesús, de hecho, tiene tal tesoro de gracia que pudo merecer también para nosotros. Ha merecido, no sólo una vez por todas, al morir por nosotros en la Cruz, sino que la aplica continuamente a nuestras almas y la produce en nosotros: la gracia es infundida y se desarrolla en nosotros por su acción vivificante y actual.

Es así que Jesús nos da la vida, la única fuente de nuestra vida sobrenatural. Es por ello que la gracia de Jesús se llama gracia capital, es decir gracia de la Cabeza, que merece y dispensa a sus miembros.

De esto se sigue una consecuencia práctica muy valiosa: aquel que quiera poseer la gracia, la vida sobrenatural, debe ir a Jesucristo, incorporarse y vivir en Él.

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Admiremos aquí cuan magnífica es nuestra Redención. Encontramos en Jesús Redentor más de lo que habíamos perdido en Adán culpable; la gracia nos trae más bienes que males causó el pecado; y la Iglesia exclama con razón, hablando del pecado de Adán: ¡Culpa feliz!, que nos ha valido un Redentor que obtiene gracia para todas nuestras faltas; pecado en cierto modo necesario, a consecuencia del cual nos ha sido dado el Redentor que necesitábamos para nuestras mil prevaricaciones personales.

Dice el Exultet o Pregón Pascual:

¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo.

Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

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Pero Nuestro Señor Jesucristo por su Redención, no sólo nos merece el perdón de nuestras faltas; nos merece, además, todas las gracias que dan la santidad: tantos Sacramentos, tantos medios de salvación que hay en la Iglesia, tantas instrucciones, buenos pensamientos, santos deseos.

Y entre tantos medios, la Santa Misa, renovación del Sacrificio de la Cruz.

En la segunda oración antes de la Comunión la Santa Iglesia expresa magníficamente cuanto llevamos dicho.

Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que con vuestra muerte habéis dado la vida al mundo, en este momento veo aquí vuestra sagrada humanidad, y a ella quiero ahora incorporarme pensando que a su costa has obrado nuestra redención.

Fili Dei vivi. La Iglesia nos hace considerar aquí al Salvador con ese carácter, el más propio para interesar al Cielo en nuestro favor, y el más capaz de despertar en nosotros respeto y confianza.

Hijo de Dios, igual al Padre en bondad, en poder, en sabiduría; eterno como el Padre, aunque en el tiempo nacido de la Inmaculada Virgen María y naciendo, en cierto modo, todos los días en nuestros Altares por ministerio de los sacerdotes; inmenso como el Padre, aunque contenido en la Hostia que tenemos a la vista; glorioso como el Padre, aunque oculto bajo pobres apariencias y por nosotros reducido al estado más humilde.

Hijo de Dios vivo, de Dios, que es principio de la vida, que la comunica a su Hijo con facultades soberanas para comunicarla a quien quiera.

Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y el Hijo, vivifica a quien quiere.

Vaya el alma cristiana a esa fuente de vida a saciar la sed de felicidad que la consume.

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Aunque Hijo de Dios y en todo igual al Padre, se ha hecho por nosotros el más humilde y obediente de sus servidores. La voluntad del Padre determinó el tiempo, el lugar y las circunstancias de su Encarnación.

Ella dirigió todos sus pasos, inspiró todos sus discursos ordeno todos sus milagros durante su vida mortal, el momento, el género, la duración de sus padecimientos y humillaciones.

Per mortem tuam mundum vivificasti. ¡Qué prodigio! Muere un Dios, y el género humano, que estaba muerto sale del sepulcro.

¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? Y temiendo que olvides tu derrota, todos los días y mil veces al día, el mismo Sacrificio se renueva y produce los mismos efectos.

Todos los días, numerosas víctimas del pecado y de la muerte, que el pecado causa al alma, resucitan por virtud de este Sacrificio. La perseverante voluntad del Padre que no quiere que muera el pecador, sino que se convierta y viva, esa voluntad, llena de misericordia, se cumple continuamente; el Hijo, obediente siempre, se inmola siempre; y el Espíritu Santo, siempre santificador, aplica a los hombres los frutos de esa inmolación que se renueva sin cesar.

Esto es la que nos dicen los Prefacios de la Santa Cruz y de Pascua, que es bueno que ya vayamos meditando durante esta Cuaresma:

Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, el darte gracias en todo tiempo y lugar. Señor, Santo Padre, Dios Todopoderoso y Eterno: Que pusiste la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido; por Cristo, Nuestro Señor.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor; pero más que nunca en este día en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida.

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Para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido; por Cristo, Nuestro Señor, verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida...

En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.

Concluyamos con esa hermosa oración que reza el sacerdote antes de su Comunión.

Señor mío, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste al mundo con tu muerte, por este tu Sacrosanto Cuerpo y Sangre, líbrame de todas mis iniquidades y de todo mal; haz que siempre me adhiera a tus mandatos y no permitas que nunca me aparte de Ti, que vives y reinas con el mismo Padre, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén