PRIMER
DOMINGO
DE CUARESMA
Hemos comenzado la Santa Cuaresma y tenemos
cuatro Domingos de este tiempo litúrgico para profundizar en el conocimiento de
Nuestro Divino Redentor.
Me ha parecido conveniente dedicar cada uno
de estos domingos al estudio y meditación de alguna de las propiedades o
distintivos de Nuestro Señor Jesucristo.
Comenzaremos hoy deteniendo nuestra
atención en el atributo de Vida. Yo soy la Vida, ha dicho Nuestro Señor. Y no solamente eso, sino
que ha manifestado claramente: Yo he venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia.
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Uno de los datos primordiales de la Sagrada
Escritura es que Dios es el Viviente por excelencia, la Vida misma; fuente de
quien brota toda vida.
San Juan nos presenta la vida en el Verbo
eterno, fuerza divina creadora. Jesucristo no sólo aporta la vida auténtica,
sino que Él es la vida misma, una vida que es pura luz. Esta vida propia, Él la
comunica en abundancia.
Dice
San Juan en el proemio de su Evangelio: En
el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El
estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por Él y sin Él no se hizo nada
de cuanto existe. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.
Contemplemos esta vida eterna del Verbo en
el seno del Padre, antes de la creación y del tiempo.
Para aprender a conocer al Salvador,
debemos elevarnos en espíritu a su vida eterna y, dentro de lo posible, tratar
de adquirir de ella un concepto muy preciso.
El Salvador mismo llamó, repetidas veces,
nuestra atención sobre su vida eterna:
En
verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuese, yo soy.
Padre,
glorifícame tú en ti mismo con aquella gloria, que tuve en ti, antes que fuese
el mundo.
Yo
soy, el principio, el mismo que os hablo.
Como el Padre resucita a los
muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere.
En verdad, en verdad os digo:
el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y
no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida.
Como el Padre tiene vida en sí
mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo.
Frases son éstas muy breves, pero tan
llenas de majestad y de profundidad insondable que, como poderosas chispas de
luz, iluminan la misteriosa obscuridad de la vida eterna y abren horizontes de
amplitud incalculable.
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El lugar de esta vida, no es patria alguna
terrena, no tiene muros, no tiene límites, no está en el espacio, sino mucho
más allá de los confines del mundo y del lugar donde nacen y se ponen las
estrellas...
El
Verbo era con Dios. Su patria está en el seno del Padre, el
bello país de donde viene toda bondad, y adonde va todo lo bello.
La luz de la divinidad, el abismo de la
belleza increada, el santuario de la paz inalterable, el océano del amor y el
de la felicidad infinita, tal es su hogar nativo y su habitación.
Allí está con Dios, como Persona distinta,
pero igual en naturaleza; coposeedor de la misma divinidad, del mismo poder,
del mismo honor, de la misma felicidad.
En esta Vida en el seno del Padre es
propiamente Verbo. El Verbo era Dios.
Es la persona del Verbo, la segunda Persona de la Trinidad.
La primera es el Padre, quien no procede de
nadie y tiene de por sí la naturaleza divina y la vida divina. Conócese a sí
mismo desde la eternidad, y conociéndose engendra una imagen de sí mismo, viva,
perfecta, substancial, imagen que Él expresa como Verbo substancial y eterno,
la cual le refleja y reproduce perfectamente.
Este Verbo es la segunda Persona, el Hijo,
la Sabiduría, la expresión y el concepto integral de su sabiduría. Por esto las
Escrituras le llaman la Sabiduría, la imagen de su substancia, el esplendor de
la eterna luz, el espejo sin mancha y la imagen de su bondad.
Del Hijo, junto con el Padre, procede el
Espíritu Santo, el Amor personal, infinita aspiración del gozo divino y sello
de la paz eterna.
El Hijo, pues, vive y reina, en unión de
las otras dos Personas, en eterna beatitud.
El Hijo es la vida, la sabiduría y la
belleza. Ahora bien: ¿hay algo que sea tan esplendoroso, tan apacible, tan
regocijante y tan atractivo como la sabiduría? ¿Qué hay que sea tan dulce como
la vida? ¿Hay nada tan encantador como la luz? ¿Hay algo, en fin, que enamore
tanto el corazón como la belleza? Pues el Hijo es todo esto. Estas son las propiedades
que distinguen su Persona por su manera de proceder, que es por verdadera
generación.
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Falta ahora considerar la relación de esta
vida eterna con las criaturas. Dios, no sólo conocía su propia bondad increada,
su belleza, su poder y su sabiduría, sino que conocía también su bondad
creadora, su natural tendencia a comunicarse fuera de sí por la creación.
Conocía igualmente todos los medios y todas las maneras con que podía
comunicarse, y todos los seres que podían brotar de su poder creador.
Ahora bien: ¿en dónde se encontraban esas
imágenes y esas magnificencias de la bondad difusiva de Dios? En el Hijo. Este
es efectivamente la imagen de su bondad, tanto de la increada como de la
creadora.
Él es la sabiduría del Padre y en Él se
encuentran las ideas arquetipos de todos los seres posibles; en Él tenían vida.
En el conocimiento mismo que lo engendró estaban ya englobadas esas ideas arquetipos,
y, de consiguiente, en Él mismo estaba la imagen de todas las cosas
susceptibles de ser creadas.
Él era, pues, el arca del tesoro en que
preexistían los magníficos y maravillosos modelos de la infinidad de cosas que
podían ser creadas por Dios. Él era el espejo gigantesco en el cual reflejábase
la perfección divina en innumerables categorías de creaciones; Él era el gran
libro de la vida que permanecía abierto ante el Padre y en el cual leía Este
con inefable complacencia.
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Como se ve, esta vida no carecía de íntimas
relaciones con nosotros. En ella estuvimos y vivimos desde toda una eternidad.
Allí fuimos ya objeto del pensamiento de Dios, allí fuimos ya amados como
imágenes posibles de la divinidad, como centellas y reflejos de la
magnificencia y de la bondad de Dios.
¡Cuán dulce es pensar que nosotros nos
hallábamos ya en el pensamiento del cual procedió el Verbo y que formábamos
parte, aunque mínima, de su eterna actividad y gozo!
¡Cuán admirable y gloriosa es esta vida y
la actividad del Verbo en medio de las innumerables creaciones posibles!
Aun antes de salir de la nada, danzaban
dando vueltas ante sus ojos, interminables series de mundos con maravillosa
vegetación, con las más extrañas especies de animales y gigantescas cordilleras
de montañas; mares inmensos murmuraban ya la eterna canción de sus olas;
ejércitos de miríadas de estrellas, constelaciones y soles dilatábanse por el
espacio hasta perderse de vista y le saludaban con sus deslumbradores y
vibrantes rayos de luz y con el juvenil ardor de sus cadenciosas revoluciones;
almas, almas humanas, innumerables y variadísimas, florecían ante su vista,
como flores de primavera, y, con la misteriosa familiaridad con que la rodean
las jerarquías angélicas, rodeábanle también ellas, y orlaban su trono como
queriendo servirle.
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Tal fue la vida del Verbo antes de la
creación; una vida maravillosa, llena de luz y de obscuridad, de majestuoso
reposo y de movimiento, de unidad, soledad y sociabilidad, de silencio y de
asombrosos diálogos, de sencillez y de inmensidad, de espontaneidad necesaria y
de libertad e independencia absolutas, una vida en el esplendor de la santidad
increada, y en el júbilo de las perfecciones divinas, una vida adorable,
divina, el ejemplar y la fuente de toda vida.
Nosotros debemos a esa vida el tributo de
nuestra admiración y adoración y debemos asociarnos cordialmente a ella por el
gozo y la felicitación.
Ella es la verdadera vida de nuestro Dios,
su vida propia y esencial, infinitamente grande, admirable y adorable por sí
misma. Para honrar dignamente esa vida sería necesario el júbilo de la
Santísima Trinidad misma y el gozo que en él encuentra el mismo Verbo Eterno.
Debemos adherirnos, tierna y fielmente, a
esta Vida, porque ella es el primero, el más antiguo y el más hermoso hogar y
patria de nuestra propia vida.
Además, debemos tener siempre ante nuestros
ojos esa vida eterna al meditar los misterios del divino Salvador, y considerar
su vida creada a la luz y resplandor de esa vida increada. Así debemos
considerarlo, en Nazareth, en el desierto, en sus relaciones con los hombres y
en su muerte en la Cruz. Tanto en el instante de nacer, como en el momento de
morir en la Cruz, Él es eterno, el principio sin principio, nuestro Creador y
nuestro Dios, por eternidades de siglos bendito y alabado.
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He
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Fue en
estos términos que Jesús anunció su misión.
Pero ¿qué es esta vida que Él nos da? Es la
vida de la gracia, participación de la vida divina.
Jesús es el Verbo Encarnado y como Verbo, posee
por naturaleza la vida divina de la misma manera y en la misma medida que el
Padre.
Esta plenitud de vida divina, debido a la unión
hipostática, irradia sobre la humanidad de Jesucristo. Puesta en contacto
directo con la divinidad, a la que ella está unida personalmente, esta
humanidad santísima está inundada de vida divina, es decir, que recibe la mayor
participación de la gracia de modo que no puede concebirse una más grande.
Dios
tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud de la divinidad,
dice San Pablo, y San Juan nos lo presenta lleno
de gracia y de verdad.
Pero Jesús no quiere guardar para sí estas inmensas
riquezas; quiere tener almas con quienes pueda compartirlas. Por eso abraza su Pasión
muy dolorosa y, muriendo en la Cruz por nosotros, merece para sus miembros esta
gracia que posee en plenitud.
Cristo se hace así para nosotros la fuente,
la única fuente de gracia y vida sobrenatural. Está tan lleno de gracia y de
verdad que todos los bautizados aprovechan de su inagotable plenitud.
He aquí cómo nos llega la vida divina: del
Padre al Verbo, del Verbo a la Humanidad que ha asumido en la Encarnación; por
último de la santa Humanidad de Cristo a nuestras almas.
Jesús, de hecho, tiene tal tesoro de gracia
que pudo merecer también para nosotros. Ha merecido, no sólo una vez por todas,
al morir por nosotros en la Cruz, sino que la aplica continuamente a nuestras
almas y la produce en nosotros: la gracia es infundida y se desarrolla en
nosotros por su acción vivificante y actual.
Es así que Jesús nos da la vida, la única
fuente de nuestra vida sobrenatural. Es por ello que la gracia de Jesús se llama
gracia capital, es decir gracia de la
Cabeza, que merece y dispensa a sus miembros.
De esto se sigue una consecuencia práctica
muy valiosa: aquel que quiera poseer la gracia, la vida sobrenatural, debe ir a
Jesucristo, incorporarse y vivir en Él.
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Admiremos aquí cuan magnífica es nuestra Redención.
Encontramos en Jesús Redentor más de lo que habíamos perdido en Adán culpable;
la gracia nos trae más bienes que males causó el pecado; y la Iglesia exclama
con razón, hablando del pecado de Adán: ¡Culpa feliz!, que nos ha valido un
Redentor que obtiene gracia para todas nuestras faltas; pecado en cierto modo
necesario, a consecuencia del cual nos ha sido dado el Redentor que
necesitábamos para nuestras mil prevaricaciones personales.
Dice
el Exultet o Pregón Pascual:
¿De
qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué
asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y
caridad! Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo.
Necesario
fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la
culpa que mereció tal Redentor!
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Pero Nuestro Señor Jesucristo por su Redención,
no sólo nos merece el perdón de nuestras faltas; nos merece, además, todas las
gracias que dan la santidad: tantos Sacramentos, tantos medios de salvación que
hay en la Iglesia, tantas instrucciones, buenos pensamientos, santos deseos.
Y entre tantos medios, la Santa Misa,
renovación del Sacrificio de la Cruz.
En la segunda oración antes de la Comunión
la Santa Iglesia expresa magníficamente cuanto llevamos dicho.
Señor
mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que con vuestra muerte habéis dado la vida
al mundo, en este momento veo aquí vuestra sagrada
humanidad, y a ella quiero ahora incorporarme pensando que a su costa has
obrado nuestra redención.
Fili
Dei vivi. La Iglesia nos hace considerar aquí al Salvador
con ese carácter, el más propio para interesar al Cielo en nuestro favor, y el
más capaz de despertar en nosotros respeto y confianza.
Hijo
de Dios, igual al Padre en bondad, en poder, en
sabiduría; eterno como el Padre, aunque en el tiempo nacido de la Inmaculada
Virgen María y naciendo, en cierto modo, todos los días en nuestros Altares por
ministerio de los sacerdotes; inmenso como el Padre, aunque contenido en la
Hostia que tenemos a la vista; glorioso como el Padre, aunque oculto bajo
pobres apariencias y por nosotros reducido al estado más humilde.
Hijo
de Dios vivo, de Dios, que es principio de la vida, que la
comunica a su Hijo con facultades soberanas para comunicarla a quien quiera.
Como el Padre tiene vida en sí
mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y
el Hijo, vivifica a quien quiere.
Vaya
el alma cristiana a esa fuente de vida a saciar la sed de felicidad que la
consume.
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Aunque Hijo de Dios y en todo igual al
Padre, se ha hecho por nosotros el más humilde y obediente de sus servidores.
La voluntad del Padre determinó el tiempo, el lugar y las circunstancias de su Encarnación.
Ella dirigió todos sus pasos, inspiró todos
sus discursos ordeno todos sus milagros durante su vida mortal, el momento, el
género, la duración de sus padecimientos y humillaciones.
Per mortem tuam mundum vivificasti. ¡Qué prodigio! Muere un Dios, y
el género humano, que estaba muerto sale del sepulcro.
¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? Y
temiendo que olvides tu derrota, todos los días y mil veces al día, el mismo Sacrificio
se renueva y produce los mismos efectos.
Todos los días, numerosas víctimas del
pecado y de la muerte, que el pecado causa al alma, resucitan por virtud de
este Sacrificio. La perseverante voluntad del Padre que no quiere que muera el
pecador, sino que se convierta y viva, esa voluntad, llena de misericordia, se
cumple continuamente; el Hijo, obediente siempre, se inmola siempre; y el
Espíritu Santo, siempre santificador, aplica a los hombres los frutos de esa
inmolación que se renueva sin cesar.
Esto es la que nos dicen los Prefacios de
la Santa Cruz y de Pascua, que es bueno que ya vayamos meditando durante esta
Cuaresma:
Verdaderamente
es digno y justo, equitativo y saludable, el darte gracias en todo tiempo y
lugar. Señor, Santo Padre, Dios Todopoderoso y Eterno: Que pusiste la salvación
del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de
allí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido;
por Cristo, Nuestro Señor.
En
verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre,
Señor; pero más que nunca en este día en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido
inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo:
muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida.
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Para
que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol
venció, en un árbol fuese vencido; por Cristo, Nuestro Señor, verdadero Cordero
que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando
restauró nuestra vida...
En el principio era el Verbo y
el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios.
En Él estaba la vida y la vida era la
luz de los hombres.
Concluyamos
con esa hermosa oración que reza el sacerdote antes de su Comunión.
Señor
mío, Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste
al mundo con tu muerte, por este tu Sacrosanto Cuerpo y Sangre,
líbrame de todas mis iniquidades y de todo mal; haz que siempre me adhiera a
tus mandatos y no permitas que nunca me aparte de Ti, que vives y reinas con el
mismo Padre, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén