DOMINGO DE
QUINCUAGÉSIMA
Y tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que
escribieron los profetas del Hijo del hombre. Porque será entregado a los
gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren
le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron
nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía.
Y aconteció, que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado
cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que
pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y
dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten
misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo
cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres
que te haga? Y él respondió: Señor,
que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe
te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando
vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.
Dentro de esta semana de Quincuagésima se
abre la puerta sacra del santuario
cuaresmal. El próximo miércoles asistiremos a dicha ceremonia.
Jesús nos entreabre el secreto que se
encierra la Cuaresma y nos muestra, ya hoy, el camino que con Él debemos recorrer
en este santo tiempo; nos señala, hoy mismo, los misterios que van a
desarrollarse ante nuestros ojos en los luctuosos días de la Pasión y los
alegres de Pascua: El Hijo del hombre será entregado en manos de los
gentiles..., le darán muerte, y al tercer día resucitará.
Las palabras de esta lección evangélica
contienen una gran revelación, muy útil para todos. Jesús se dirige a
Jerusalén, en los días próximos a la última Pascua. Camina delante de los
discípulos y parece embargado por graves pensamientos. Sabe que camina a la
muerte. Los Profetas habían anunciado de muy variadas formas la gloria del
Mesías, pero también habían predicho la Pasión del Siervo del Señor.
Israel entendía muy bien lo primero; pero
no tenía ojos para ver lo segundo. Por dos veces había hablado el Maestro a los
discípulos sobre su Pasión, sin que tampoco ellos entendiesen.
Esta es la tercera vez. Aquel mismo, a
quien ellos confesaron Mesías e Hijo de Dios vivo, va a Jerusalén, donde será
puesto en la cruz por los gentiles, instigados por los hijos de Israel. Pero al
tercer día resucitará glorioso.
Una vez más insisten los Evangelistas en
que los discípulos no entendieron el misterio. La doctrina de Jesús no había
logrado disipar sus prejuicios nacionales.
Nosotros sí que entendemos el misterio de la
Cruz redentora, pues hemos creído en Ella y la imagen de Cristo crucificado es
la más venerada por nosotros. Pero lo que no entendemos es el misterio de
nuestra propia pasión.
Que Cristo, Hijo de Dios, haya muerto por
nosotros, para abrirnos las puertas del Cielo, es la gran manifestación del
amor misericordioso de Dios hacia nosotros. Pero que esta Cruz del Señor nos
señale el camino de la vida es lo que no entendemos.
Jesucristo es el modelo de los
predestinados, y Él mismo ha dicho que quien quisiera ir en pos de Él debe
empezar por negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirle, llevándola como Él
lleva la suya. El discípulo no puede ser
de mejor condición que el Maestro. Si a Él le persiguió el mundo, sus
discípulos no pueden estar exentos de persecuciones.
San Pablo, que tan bien entendió este
misterio, hasta gloriarse en las persecuciones que pasaba por Cristo, nos ha
dicho que en la medida en que seamos
participantes de la Pasión de Cristo, lo seremos de su gloria, y que por muchas
tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios.
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De este modo, comprendamos que la devoción
a la Pasión es un deber del corazón.
Se necesitaría no tener corazón para
olvidar tan gran beneficio, para mirar con indiferencia el crucifijo, trofeo
victorioso de la caridad de un Dios, invención admirable de las entrañas de su misericordia,
Cruz a la cual se lo debemos todo: la adopción de hijos de Dios, la gracia en
la presente vida y la gloria en la eternidad.
Si un amigo hubiera dado la vida por
nosotros y hubiera muerto en lugar nuestro en ignominioso suplicio, nos
acordaríamos con emoción todas las circunstancias de su agonía; besaríamos con
lágrimas de ternura el cuadro que nos lo representa en el momento en que
padecía y moría por nosotros.
¡Cuánto más debe enternecernos el amor de
Jesús crucificado!
No por amigos murió Jesús, sino por
aquellos que se habían hecho sus enemigos. Y este amigo generoso, que se ha
inmolado por nosotros, que somos indignos de tanto amor, es el divino Crucificado.
Con razón dice San Agustín: Si aquel que olvida el beneficio de la
creación merece el infierno, mil infiernos más merece el que olvida el
beneficio de la redención.
Sin embargo, ¡cuántos hay que piensan rara
vez y quizás nunca en tal favor! Acostumbrados a tener el crucifijo delante de
los ojos, se hacen a él insensibles; a fuerza de ver las pruebas del divino
amor, se hacen ingratos.
Esa es la causa de la angustia en que vivía
San Francisco de Asís, fervorosísimo amante de Jesús crucificado. Día y noche
vertía lágrimas por la ingratitud de los hombres con la Cruz del Salvador, y
cuando querían consolarle decía: no, toda
mi vida estaré inconsolable, porque, habiendo un Salvador que les ama tanto,
los hombres le aman tan poco.
No seamos del número de aquellos por los cuales
lloraba el santo patriarca.
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Todo, en la religión, nos enseña la
devoción a la Pasión del Salvador.
La santa Misa, que es el acto principal de
la Religión, no es sino la renovación del Sacrificio del Calvario.
¡Cosa admirable! Jesucristo, queriendo
inspirarnos una devoción constante a su Cruz, instituyó para hacerla imperecedera,
no un Sacramento pasajero como los otros Sacramentos, sino el único Sacramento que
tiene el privilegio de ser permanente; un Sacramento que poseemos día y noche
en el sagrado Tabernáculo, en donde el adorable Salvador permanece en un estado
continuo de víctima
Correspondamos a los deseos de un Dios que
nos pide que no le olvidemos y nos lega un testamento de tan alto precio en
aquellas últimas palabras que todos miramos como sagradas: Acordaos de mi
muerte en el santo sacrificio.
Todo lo que vemos en la Iglesia nos predica
igual devoción. La cruz está delante del tabernáculo, como el lugar que más le
conviene y que más atrae nuestras miradas. Se lleva en las procesiones, corona
las torres de las iglesias, se la representa en las vestiduras sagradas y se
emplea como signo augusto en todas las ceremonias del culto.
El Vía Crucis atrae constantemente la
devoción de los fieles.
Los Santos, en quienes se encuentra la plenitud
del espíritu cristiano, han hecho de la Cruz el objeto más habitual de su
piedad.
San Pablo no se gloriaba más que en la Cruz,
vivía siempre unido a la Cruz y no quería saber otra cosa sino la Cruz.
San Agustín nos dice que alimentaba su alma
con la meditación de la Cruz.
San Francisco de Asís no quería que los
suyos tuviesen otro tema de meditación que la Cruz, y la había colocado en el
lugar de reuniones de la comunidad.
San Buenaventura moraba en las llagas del
Salvador. Es allí, decía, donde velo, donde tomo descanso, donde leo,
donde converso, donde quiero estar.
San Francisco de Sales, a propósito del
Santo Doctor, decía: Parece que cuando
este gran santo escribía las efusiones celestes de su alma, no tenían otro
papel que la cruz, más pluma que la lanza que había atravesado el costado de su
Maestro, ni otra tinta que su preciosa sangre.
Avivemos nuestra fe y encendamos nuestro
amor hacia Jesús crucificado.
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Entre las prácticas cuaresmales se destaca
la del Miércoles de Ceniza.
Esta ceremonia nos invita a santificar la
Cuaresma por la penitencia, la mortificación y el pensamiento de la muerte.
Bendigamos la bondad de Dios, que inspiró a
la Iglesia la ceremonia de la Ceniza, para enseñarnos las disposiciones
piadosas con que debemos pasar el santo tiempo de Cuaresma. Agradezcámosle tan
sabia instrucción y reguémosle que nos la haga comprender y poner en práctica.
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La ceremonia de la Ceniza nos predica la
penitencia y la mortificación. Desde los tiempos más antiguos, la ceniza puesta
en la cabeza ha sido un emblema de penitencia y de dolor.
Nuestro Señor Jesucristo presentó la ceniza
como un símbolo de penitencia cuando dijo que, si los habitantes de Tiro y de Sidón hubiesen visto los milagros
obrados por Él en el seno de la Judea, habrían hecho penitencia con el cilicio
y la ceniza.
Eso es lo que explica por qué la Iglesia primitiva
distinguía por la ceniza a los penitentes, de los fieles, y el primer día de la
Cuaresma cubría la cabeza de todos sus hijos, sin distinción ninguna, por la
razón de que todo cristiano ha nacido para vivir la penitencia.
La ceremonia de la Ceniza es como un sello que
nos lleva a la penitencia, de tal manera que recibir la ceniza en la cabeza sin
tener la contrición en el corazón, es aparentar un sentimiento que no se tiene,
es una hipocresía.
Entremos, pues, con gusto en el espíritu de
penitencia desde el primer día de esta santa Cuaresma. El interés de nuestra salvación
lo exige; Jesucristo lo declara formalmente con estas palabras: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente
pereceréis; y nos lo enseñó aun mejor con su ejemplo, porque toda su vida no
fue sino una penitencia continua.
Todos los santos, a su imitación, han hecho
penitencia, y nosotros no tenemos derecho de dispensarnos de ella. Hemos pecado
mucho, y todo pecado, aunque perdonado, exige penitencia. Tenemos pasiones que
vencer tentaciones que combatir, y la penitencia es el preservativo más seguro
contra las unas y las otras.
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Además, la ceremonia de la Ceniza nos trae
a la memoria el pensamiento de la muerte.
Nos dice hoy la Iglesia: ¡Mortales, acordaos que sois polvo y que en polvo os convertiréis!
El cristiano que oye estas palabras a los
pies del altar, se presenta allí como la víctima que, sometida al fallo, viene
a ofrecerse para ser, cuando quiera el soberano Árbitro de la vida y de la muerte,
reducida a ceniza y sacrificada a su gloria.
Por este acto parece decirle a Dios: Señor, vengo a cumplir en espíritu lo que
acabaréis en realidad. Habéis resuelto, en castigo de mis pecados, reducirme un
día a ceniza. Vengo pues yo mismo a hacer el ensayo, porque desde hoy preveo el
fallo de vuestra justicia y lo ejecuto.
La Iglesia, haciéndonos principiar la santa
Cuaresma por esta aceptación solemne de la muerte, por el gran sacrificio de
todo lo que tenemos y de todo lo que somos, nos da a entender que mira el
pensamiento de la muerte como lo más a propósito para hacernos pasar santamente
la Cuaresma, es decir, en el alejamiento del mal, en la práctica de la penitencia
y de todas las virtudes.
En efecto, ¿quién puede pensar seriamente
en la muerte y no estar siempre pronto para comparecer delante de Dios, y no
velar sobre sus acciones y sus palabras, y no mortificarse para expiar sus
faltas pasadas y satisfacer a la justicia divina, y no multiplicar sus buenas
obras y acrecentar sus méritos, y no desprenderse de todo lo que puede durar
tan poco y tener presente a cada momento las palabras de San Bernardo: Si muriera después de esta Confesión, ¿cómo
lo haría?, después de esta Comunión, ¿cómo me dispondría?, después de esta
conversación, ¿cómo hablaría? al fin de esta semana, de este mes, ¿cómo me
conduciría?
Pidamos a Dios nos haga comprender bien esta
lección de la muerte y deducir las consecuencias prácticas, propias para la
santificación de la Cuaresma.
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Al mismo tiempo, la Santa Iglesia nos da
una lección de humildad en la ceremonia de Ceniza
Si la Iglesia pone sobre nuestra cabeza,
que es el asiento del orgullo, la ceniza, símbolo de la nada de las cosas
humanas, no es únicamente para exhortarnos a la penitencia y al pensamiento de
la muerte; es, sobre todo, para decirnos: Hombre
orgulloso, no te vanaglories de cosa alguna; acuérdate de que eres polvo y
ceniza, y que en polvo te convertirás. Del polvo y la ceniza vienes; ese es tu
origen.
Y ¿será el barro digno de vanagloriarse de lo
que es? ¿Podrá alzarse por su orgullo contra Aquél que, animándolo de su
espíritu, lo ha elevado por su misericordia a una esfera superior a lo que fue?
Polvo y ceniza seremos bien presto, pues nos
volveremos polvo; y nos volveremos, a pesar de esa susceptibilidad que de todo
se ofende, de esos pensamientos de amor propio y de complacencia en nosotros mismos,
de esos deseos de lucir y aparentar.
Todo esto algún día quedará reducido a un
puñado de ceniza, se perderá en la ceniza y desaparecerá como la ceniza
arrojada al viento, después de haber sido vil como ella, estéril e inútil como
ella.
¡Qué lección de humildad tan buena para
desengañarnos de todos los encantos del amor propio y hacernos entrar en estos humildes
sentimientos que debemos siempre tener de nosotros mismos! ¡Qué locura querer
ser estimado, honrado y glorificado, para venir a acabar al fin de todo en un
poco de ceniza!
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La Iglesia nos da esta lección al principio
de la Cuaresma porque sin humildad todas las mortificaciones de Cuaresma serían
sin mérito.
Los fariseos ayunaban, pero como lo hacían
para captarse la estimación de los hombres, lo hacían sin mérito y recibían su
recompensa aquí en la tierra.
La razón es, porque estimarse uno mismo es
prevaricar contra la verdad, que nos dice que somos nada, y querer ser estimado
es prevaricar contra la justicia, que nos dice: A Dios sólo el honor y la
gloria, para nosotros la confusión.
Sin la humildad no hay verdadera
penitencia. La verdadera penitencia tiene por base el sentimiento de nuestra
miseria: de allí viene la humillación del alma que, confesándose culpable, se
reconoce obligada para con la justicia divina a toda clase de reparaciones y satisfacciones.
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Para ayudarnos a santificar este tiempo de
Cuaresma, contemplemos a Nuestro Señor. Él, desde luego, nos lo enseña con su
ejemplo. Aunque su vida fue siempre eminentemente santa, le da durante estos
cuarenta días un carácter exterior de santidad completamente especial.
En efecto, pasa sus días en retiro; con lo
cual quiere decirnos que pasemos nosotros un santo recogimiento, condición
necesaria para oír a Dios en el fondo del corazón, estudiarle y conocerle, amarle
y gozarle; y al mismo tiempo, con un espíritu de reflexión, condición no menos
necesaria para conocernos a nosotros mismos y reformarnos.
Nuestro Señor dedica este tiempo a la oración,
para decirnos que debemos ser más fieles en nuestros ejercicios de piedad y
orar más y con más fervor.
Lo vemos someterse en este tiempo a la
mortificación más rigurosa, para hacernos comprender que es necesario, durante
la Cuaresma, morir a la sensualidad y a los goces y placeres, aceptar las
privaciones impuestas por la Iglesia y hacer verdadera penitencia.
De esta manera, Nuestro Señor con su
ejemplo nos enseña la santidad del tiempo de Cuaresma; y esta enseñanza del
Salvador está confirmada con la de la Iglesia. Pues ¿por qué esas privaciones
obligatorias, sino para decirnos que es necesario santificar esos días por la
penitencia? ¡Bendita sea la Iglesia por esta enseñanza!
En el transcurso de la vida olvidamos tan
fácilmente la penitencia, que tenemos gran necesidad de que cada año se nos hable
de ella, porque nos es indispensable, sea para expiar nuestros pecados, sea
para evitar las recaídas, a las cuales nuestra debilidad nos lleva infaliblemente.
A estas enseñanzas sobre la obligación de
pasar santamente la santa Cuaresma, añádese una razón poderosa, sacada de los
grandes misterios de la Pasión y Resurrección del Salvador, para los cuales la
Cuaresma sirve de preparación, pues el fruto de estos misterios debe ser la
muerte a nosotros mismos y una vida nueva toda en Dios y por Dios.
Estos misterios sólo producirán estos frutos
en nosotros, si la Cuaresma es verdaderamente santa.
Recibiremos la abundancia de gracias agregadas
a su celebración, si llegamos bien dispuestos al fin de la santa Cuaresma;
pero, por el contrario, no tendrá esto lugar, si tenemos la desgracia de pasar
días tan santos en la disipación y la irreflexión, en la cobardía y la tibieza.
Comprendamos bien la santidad de este
tiempo y la necesidad de pasarlo mejor si cabe que los tiempos ordinarios del
año.
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Los medios indicados para santificar la
Cuaresma son:
1°
Es necesario dedicarnos más a la perfección de nuestras acciones ordinarias
durante estos santos días: hacer mejor nuestra oración y demás ejercicios
espirituales; emplear mejor nuestro tiempo y vigilar más nuestras palabras; dar
a cada una de nuestras acciones una perfección mayor y ofrecérselas a Dios en
unión de la penitencia de Jesús en el desierto, en expiación de nuestros
pecados y de los pecados de todo el mundo.
2°
Es necesario ser puntual en el ayuno y abstinencia que prescribe la Iglesia, o
si no se puede o se ha obtenido dispensa, es necesario suplirlos por la mortificación
interior, haciendo ayunar la voluntad por el espíritu de abstinencia y de
privación; el carácter, por una suavidad siempre igual; el paladar, por la
privación de ciertas sensualidades de ninguna manera necesarias; los ojos, por
la modestia de las miradas; todo el cuerpo, por la modestia de la postura y del
andar; del interior, en fin, por la supresión de pensamientos inútiles, imaginaciones
vanas, deseos desordenados por los cuales el corazón se deja llevar, si no se
le sujeta.
3°
Es necesario sobrellevar de buena gana las cruces que Dios nos envía, como las
enfermedades, el soportar los caracteres, defectos y voluntades contrarias.
4°
En fin, nos es necesario determinar un defecto especial que trataremos de reformar
durante la Cuaresma. Este es, dice
San Crisóstomo, el mejor de todos los
ayunos, porque sus frutos son durables, no solamente por todo el año, sino hasta
la eternidad.
Tomemos, pues, la resolución: de guardar
mejor nuestro corazón y nuestros sentidos contra el pecado y la disipación; de
dedicarnos en este tiempo a la reforma del defecto que sea más importante
corregir en nosotros.
Tengamos en cuenta las palabras de San
Pablo: Llegado es el tiempo favorable,
llegado es el día de la salvación.