DOMINGO DE SEXAGÉSIMA
Y como hubiese concurrido un crecido número de pueblo, y acudiesen solícitos a Él de las ciudades, les dijo por semejanza: Salió el que siembra, a sembrar su simiente. Y al sembrarla, una parte cayó junto al camino y fue hollada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre piedra: y cuando fue nacida, se secó, porque no tenía humedad. Y otra cayó entre espinas, y las espinas que nacieron con ella la ahogaron. Y otra cayó en buena tierra: y nació, y dio fruto a ciento por uno.
Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tiene oídos para oír, oiga.
Sus discípulos le preguntaban qué parábola era ésta. Él les dijo: A vosotros es dado el saber el misterio del reino de Dios, mas a los otros por parábolas; para que viendo no vean y oyendo no entiendan. Es, pues, esta parábola: La simiente es la palabra de Dios. Y los que están junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo, y quita la palabra del corazón de ellos, porque no se salven creyendo. Mas los que sobre la piedra, son los que reciben con gozo la palabra, cuando la oyeron; y éstos no tienen raíces; porque a tiempo creen, y en el tiempo de la tentación vuelven atrás. Y la que cayó entre espinas, estos son los que la oyeron, pero después en lo sucesivo quedan ahogados de los afanes, y de las riquezas, y deleites de esta vida, y no llevan fruto. Mas la que cayó en buena tierra; estos son, los que oyendo la palabra con corazón bueno y muy sano, la retienen, y llevan fruto con paciencia.
La simiente es la palabra de Dios…
Meditemos
hoy y durante toda la semana sobre el texto del Evangelio de este
Domingo de Sexagésima, que trata de la Palabra de Dios
Consideraremos la excelencia de esta divina Palabra y las diversas maneras como Dios nos la propone.
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En cuanto a la excelencia de la Palabra de Dios, San Ambrosio, después de haber citado el pasaje del Salmo: Vuestra palabra, Señor, es fuego devorador, añade este hermoso comentario: El
fuego purifica y, separando el oro de la escoria, lo refina y lo
enciende. Del mismo modo, la palabra de Dios purifica las almas, despeja
las inteligencias y abrasa los corazones.
Purifica:
hace humilde al orgulloso, modesto al vanidoso, casto al impuro,
generoso al avaro. ¡Cuántos pecadores le deben su conversión; cuántos
tibios le deben vida fervorosa!
Ilumina:
por una parte, revela al alma los falsos placeres de la tierra, la nada
de las riquezas, la ilusión de nuestras pasiones ciegas y corrompidas,
hace brillar ante nuestros ojos las luces puras de la fe.
Abrasa y enciende el fuego de la vida en las almas muertas por el pecado y hace arder la caridad donde existía la pasión.
Y
aquí, ¡cuántas reconvenciones debemos hacernos! Por nuestra culpa, la
Palabra santa no nos ha purificado, no ha limpiado del moho de mil
pequeñas pasiones a nuestra alma, no nos ha iluminado.
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Dios, en su infinita bondad, ha multiplicado los medios para hacer llegar su Palabra a nuestro corazón.
Nos habla por medio de la predicación, en el santo tribunal de la penitencia, en la administración de los Sacramentos.
¡Cuánta bondad hay en estos recursos que emplea el Señor!
Nos
habla por medio de los Libros Sagrados. Esta lectura ha convertido a
millones de pecadores, y todos los días alimenta y perfecciona la piedad
en las almas.
Nos
habla por los buenos pensamientos, los movimientos piadosos, los
remordimientos saludables, las revelaciones y las luces que su gracia
derrama en nosotros, tanto en la oración, en la Comunión como en los
momentos más inesperados.
¡Felices las almas recogidas, que están prontas para oír esta voz y que son generosas para obedecerla!
Nos
habla por los buenos ejemplos que nos pone delante de los ojos. Cada
buen ejemplo es una exhortación que nos enseña aquí la caridad, la
mansedumbre, la paciencia y el desprendimiento; allí, el respeto al
lugar santo, la asistencia a los actos del culto, la frecuencia de los
sacramentos.
Tomemos
la resolución de recibir con gran respeto y vivo agradecimiento la
Palabra de Dios y, después de haberla oído, conservarla como un tesoro
en el fondo de nuestro corazón y arreglar nuestra conducta conforme a
ella.
Pensemos en la Santísima Virgen, que conservaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón.
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Existen
tres obstáculos que impiden el fruto de la Palabra de Dios. Nuestro
Señor nos los ha mostrado por las tres clases de terreno en que cae la
simiente infructuosa.
El
primer obstáculo es la disipación, figurada por el camino trillado y
abierto a todos los transeúntes; el segundo es la cobardía, figurada por
el terreno pedregoso, terreno árido que no deja brotar la simiente; el
tercero son los apegos, figurados por las espinas que cubren la tierra.
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El primer obstáculo a la Palabra de Dios es la disipación.
El
alma disipada es, en realidad, lo que el camino trillado y abierto a
todos los que por él quieran transitar; todos van y vienen, pasan y
vuelven a pasar, pisoteando la divina simiente, que no tardan en devorar
las aves del cielo.
Arrastrada
en todos los sentidos por mil pensamientos vanos e inútiles, llena de
atractivos mundanos y vacía de espíritu interior, de recogimiento y de
unión con Dios, esta pobre alma está siempre ocupada en lo que pasa a su
alrededor y casi nunca está ocupada en sí misma.
Lo
pasado, lo presente y lo porvenir la absorben; y en ese deplorable
estado forzosamente una parte de la divina simiente tendrá que ser
hollada por los muchos pensamientos frívolos que pasan y vuelven a pasar
por ella, y otra parte de ella arrebatada por las aves del cielo, es
decir, por la imaginaciones vanas que recorren su mente.
El segundo obstáculo a la Palabra de Dios es la cobardía.
Otra
parte de la simiente, dice Jesucristo, cae sobre un terreno pedregoso;
germina primero sin dificultad y quiere brotar, pero da en la piedra, no
puede echar raíces, se seca y muere.
Esto
se entiende, continúa el Salvador, de aquellos que oyen la palabra
divina sin fastidio y casi con gusto; desean oír hablar de Dios y de la
religión y leen libros de piedad; pero, puestos a la prueba de un
sacrificio o de una simple dificultad, pierden el valor y se retiran.
La
cobardía en el servicio de Dios es la verdadera piedra que está en el
fondo del corazón; hace secarse interiormente la divina simiente y la
impide brotar. Mientras no haya sacrificio que hacer, todo va bien: la
simiente crece, hace salir buenos sentimientos y santos afectos; pero,
preséntese cualquier dificultad que sobrellevar, una tentación que
vencer, algún sacrificio que realizar, esa alma infeliz no pasa más
allá.
La piedra, es decir, la cobardía, se lo impide; la simiente no puede germinar, se seca y se muere.
Leemos
en el Evangelio que el hombre ha de renunciarse a sí mismo y llevar su
cruz; pero estas palabras apenas llegan al alma y no penetran en ella;
la piedra de la cobardía está impidiéndole el paso.
El tercer obstáculo a la Palabra de Dios son los afectos desordenados.
Es
lo que Jesucristo nos indica por las espinas y abrojos que secan la
simiente. El fondo de la tierra es bueno, porque la abundancia de
espinas prueba la fertilidad del terreno. Hay en las almas algún valor y
algo de energía, y se deciden a practicar las virtudes; pero, en medio
de estas buenas resoluciones se dejan crecer y arraigar ciertos afectos
desordenados, con los que no quieren cortar…
Por
ejemplo: el amor a alguna ocasión peligrosa, el deseo de una vida
cómoda y sensual, los placeres, el dinero, la gloria, la reputación, la
vanidad, el juicio y la manera de ver las cosas.
Todas
estas ligaduras se desarrollan y crecen, cubren las buenas resoluciones
que se habían tomado, las secan en flor y hacen así estéril la simiente
de la divina Palabra en el momento en que iba a convertirse en fruto.
Tomemos
la resolución de mantenernos en adelante más recogidos que de ordinario
para aprovechar los buenos sentimientos que el Espíritu de Dios nos
sugiera y no rehusemos ningún sacrificio a la gracia.
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Para sacar mayor fruto, consideraremos el respeto y la atención que debemos a esta Palabra adorable.
Dado
que Dios, Ser tan grande y sublime, se digna descender hasta hablar al
hombre, criatura tan pobre, tan baja y miserable, es evidente que para
una Palabra que desciende desde tan arriba no hay casi respeto bastante humilde, ni veneración
bastante profunda, y cada palabra salida de fuente tan augusta debe ser
recibida con toda la sumisión del espíritu, con toda la obediencia de
la voluntad.
Si
hubiéramos oído a Dios en el Sinaí hablar a Israel en medio de truenos y
relámpagos, o si hubiéramos asistido a uno de los discursos de
Jesucristo, habríamos considerado un crimen prestar poca atención a tan
divina Palabra. Pues bien, ¿acaso esta Palabra es menos digna de respeto
en las páginas sagradas de nuestros libros Santos, en donde la leemos, o
en el púlpito, desde donde llega a nuestros oídos?
Dice San Agustín que debemos
recoger de la Palabra divina todas las partículas, tan religiosamente
como el sacerdote recoge todas las partículas de la Hostia divina con la
patena; y la negligencia que las deja perderse no es menos culpable,
que la que habría en dejar caer al suelo el cuerpo del Salvador.
Es así cómo debemos respetar la divina Palabra. ¡Cuántos cargos debemos hacernos en esta materia!
También debemos escuchar la Palabra de Dios con suma atención.
Escuchamos
con viva atención las novedades que ocurren en el mundo, las historias y
frivolidades que nos cuentan, y no perdemos la menor palabra. ¿Por qué,
cuando la divina Palabra nos da noticias del Cielo, nuestra Patria?
¿Por qué, cuando tenemos en nuestras manos los Libros Sagrados quedamos
indiferentes y distraídos?
Jesús nos dice: Escuchad mi palabra en el fondo de vuestro corazón.
¿Qué quiere decir con eso? Quiere decir que la escuchemos, no solamente
con el entendimiento, sino con esa parte sagrada del corazón que adora
la Verdad, la saborea y la conserva; no es donde se sienten los bellos
pensamientos, sino donde se producen los buenos deseos; no en donde se
forman los juicios, sino en donde se toman las resoluciones.
Así la escuchaba la Santísima Virgen; así la escuchaba María Magdalena a los pies de Jesús…
¡Qué lejos estamos de esta atención religiosa a la Palabra Sagrada!
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Consideremos ahora las razones que deben llevarnos a leer y meditar la Sagrada Escritura.
¿Qué
es la Sagrada Escritura? Es una carta que Dios nos envía, después de
haberla dictado para nosotros a los Escritores Sagrados.
Seríamos
imperdonables si descuidásemos la lectura de este Divino Libro, en el
cual Dios, para descender hasta nosotros, escondiéndose bajo la cubierta
de la carta, nos habla tan verdaderamente como les habla a los Ángeles y
a los Santos en el Cielo.
Si
una entrevista con los príncipes o reyes es estimada como cosa de tanto
valor, ¿cuánto no debe serlo para nosotros la lectura de un Libro donde
Dios mismo nos habla? ¿Es acaso su Palabra menos verdadera cuando los
ojos la leen que cuando los oídos la oyen? En un caso, como en el otro,
es siempre su Palabra.
Cuando oramos, dice San Ambrosio, hablamos a Dios, y cuando leemos los Libros Sagrados, es Dios el que nos habla.
De donde concluye este gran doctor: ¿Por qué no empleáis vuestros momentos libres en leer los Libros Santos, es decir, en conversar con Jesucristo?
Nosotros
tenemos toda suerte de interés en esa lectura, pues de todos los libros
es éste el más útil. La Sagrada Escritura es un tesoro preferible a
todos los tesoros imaginables. Es allí donde el alma fiel se convierte.
La
lectura del Evangelio ha convertido a millares de hombres Unas breves
líneas de una Epístola de San Pablo bastaron para disipar las
irresoluciones de San Agustín. Allí el alma afligida encuentra su
consuelo.
Los
Macabeos, en medio de las persecuciones, se consolaban con la lectura
de los Libros Sagrados; y San Pablo invitaba a los Romanos a buscar consuelo en esas páginas divinas.
Es
allí donde el alma, asaltada por la tentación, encuentra un arma segura
contra el pecado; el alma atribulada por las amarguras y las penas, una
suavidad deliciosa; el alma en tinieblas, una luz que la dirige; el
alma fría o tibia, el fuego que la vigoriza; el alma desengañada del
mundo, un dulce descanso.
Deploremos nuestro descuido, si en él hemos incurrido; y acudamos con asiduidad a tan ventajosa lectura.
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Aunque
la lectura de todos los Libros de la Biblia es utilísima, hay algunos
cuya lectura lo es más, y debe, por consiguiente, sernos más familiar.
Tales son los Evangelios; y en los Evangelios, el Sermón de la Montaña.
Luego,
los Hechos Apostólicos, las Epístolas de San Pablo a los fieles de
Corintio, de Éfeso, de Filipos, de Colosa y a los Hebreos; las Epístolas
de Santiago y de San Pedro.
En
Antiguo Testamento, los libros de la Sabiduría, del Eclesiástico, de
Rut, de Tobías, de Ester, de Judit, de los Macabeos, ciertos pasajes del
Pentateuco, de los Jueces y de los Reyes.
Para
que esta lectura sea provechosa, es necesario hacerla, no por
curiosidad, por entretenimiento o por el deseo de saber cosas nuevas,
sino:
1º con la intención de recoger lecciones y ejemplos de virtud para llegar a ser mejores;
2º
con espíritu de obediencia a la Iglesia, que es el único intérprete
infalible de la Escritura Sagrada; y para eso es preciso servirnos de
una traducción correcta, acompañada de algún breve comentario;
3º en presencia de Dios; como si Dios mismo estuviera allí para enseñarnos, dice San Basilio; y por eso, conviene pedirle, con frecuentes aspiraciones, la inteligencia y el sentimiento de lo que leemos;
4º
deteniéndonos a meditar los pasajes que más nos conmuevan, durante todo
el tiempo que sintamos la moción divina, para saborear las cosas de
Dios y dejar al Espíritu Santo la libertad de obrar en nosotros.
Hecha de este modo la lectura, sacaremos de ella resoluciones prácticas que redundarán mucho en bien nuestro.