domingo, 27 de enero de 2013

Septuagésima

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

Semejante es el reino de los cielos a un hombre, padre de familias, que salió muy de mañana a ajustar trabajadores para su viña. Y habiendo concertado con los trabajadores darles un denario por día, los envió a su viña. Y saliendo cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ellos fueron. Volvió a salir cerca de la hora de sexta y de nona, e hizo lo mismo. Y salió cerca de la hora de vísperas, y halló otros que se estaban allí, y les dijo: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? Y ellos le respondieron: Porque ninguno nos ha llamado a jornal. Díceles: Id también vosotros a mi viña. Y al venir la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores, y págales su jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Cuando vinieron los que habían ido cerca de la hora de vísperas, recibió cada uno su denario. Y cuando llegaron los primeros, creyeron que les daría más, pero no recibió sino un denario cada uno. Y tomándole, murmuraban contra el padre de familias, diciendo: Estos postreros sólo una hora han trabajado, y los has hecho iguales a nosotros que hemos llevado el peso del día y del calor. Mas él respondió a uno de ellos, y le dijo: Amigo, no te hago agravio. ¿No te concertaste conmigo por un denario? Toma lo que es tuyo, y vete: pues yo quiero dar a este postrero tanto como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero? ¿Acaso tu ojo es malo porque yo soy bueno?
Así serán los postreros primeros, y los primeros postreros. Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos.

El Evangelio de este Domingo de Septuagésima trae estas palabras: Id a trabajar en mi viña.
Dios nos impone a todos el precepto de servirle: Id a mi viña. Recibamos este precepto con sumisión y amor, y ofrezcámonos a Dios como sus decididos siervos.

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Dios nos obliga a servirle. Servir a Dios es emplear nuestra existencia en hacer todo lo que fuere de su agrado, y esta obligación viene de que le pertenecemos como verdadera propiedad.
Él nos ha creado; ha animado nuestro cuerpo uniéndolo a un alma dotada de las facultades capaces de conocer, querer y amar. Él solo, por consiguiente, es nuestro dueño; nosotros somos un bien, una cosa suya y obra de sus manos y no nos pertenecemos a nosotros mismos.
Pues bien, si el fondo de nuestro ser es de Dios, todos nuestros actos deben ser igualmente de Él, por esta doble razón: porque las rentas de un fondo pertenecen a su propietario, y porque Dios, al crearnos, no ha podido hacerlo con otro fin que el de ser servido, pues, fuera de éste, no hay otro fin posible y digno de Él.
Así, pues, el proponernos a nosotros mismos o a las demás criaturas como fin de nuestros actos es cometer un robo en el dominio esencial de Dios. Por tanto, no debemos vivir, obrar, hablar ni pensar, sino para Dios.
Él puede hacer de lo que es suyo como mejor le agrade, y siempre deberemos encontrarlo todo justo y santo.
Pensamos en nosotros más que en Dios, trabajamos para nosotros más que para Dios, nos amamos más que a Dios.
Olvidamos que Él es nuestro fin y que no debemos vivir sino para Él; y, como si fuéramos nuestro propio fin, todo lo dirigimos hacia nosotros, a nuestras comodidades, gustos, voluntad.
Desviándonos así de nuestro fin, exponemos nuestra salvación, nuestra eternidad. Es preciso y urgente que mudemos de vida.

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Dios quiere que nos demos a Él completamente, a Él sólo, siempre, por aprecio y por amor.
A Él completamente; pues, si todo lo tenemos de Él, el alma y el cuerpo, y nuestras facultades con sus actos, y nuestra existencia con todos los momentos de que se compone, todo debemos dárselo a Él.
Y dándoselo todo, no hacemos más que devolverle su bien: darle algo menos sería una usurpación de sus derechos.
A Él sólo; pues, no habiendo contribuido ningún otro ser a nuestro ser, sino como instrumento de sus voluntades, debemos servirle a Él sólo, es decir, tener una intención constante e invariable, recta y pura, de agradarle únicamente a Él, sin mirar a nadie más.
A Él siempre; pues todos nuestros momentos le pertenecen esencialmente: si Él dejara un solo instante de sostenernos, caeríamos en la nada; si Él cesara de concurrir a la acción, la palabra o el pensamiento, no podríamos movernos, ni hablar, ni obrar.
Así, todos los días y en todos los instantes de cada día y de la noche, debemos ser de Dios y estar siempre ansiosos de agradarle. Tomar un solo momento para nosotros o para las criaturas, sería dañar sus derechos y usurpar lo que le pertenece.
Debemos ser de Dios por aprecio y por amor, es decir, que, aun cuando no esperásemos nada de Dios, deberíamos ser todo suyos, porque nos ha creado y nos conserva por un amor gratuito, no solamente sin interés, sino muchas veces aun contra los intereses de su gloria, que ofendemos.
Es esta la primera lección del catecismo, contenida en estas palabras: Dios nos ha creado para conocerle, amarle y servirle.
Tomemos, pues, la resolución de emplear nuestros momentos en hacer todo lo que la conciencia nos diga que hemos de practicar para agradar a Dios; de preguntarnos si hacemos por Dios y por su amor tal o cual cosa, como decía el Apóstol San Pablo: Sea que comáis, sea que bebáis, o cualquiera otra cosa que hagáis, hacedlo todo por amor a Dios.

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Además, Dios, que nos llama para servirle, tiene derecho para exigirlo todo de nosotros, sin prometernos nada; y, sin embargo, recompensa magníficamente a los que se lo dan todo.
En efecto, Dios tiene derecho de exigirlo todo de nosotros, aun cuando nada nos hubiera prometido.
Puesto que todo lo tenemos de Dios, dándoselo todo, no hacemos más que devolverle lo que le pertenece.
Si entre los hombres, un padre tiene derecho de ser amado y servido por sus hijos, aun cuando no tenga herencia alguna que dejarles, y si éstos no pueden faltar a su deber sin atraerse la reprobación general y ser deshonrados como monstruos de ingratitud, ¿con cuánta más razón no debemos ser completamente de Dios, sin atender a la recompensa?
Dios tiene derecho a decirnos: Si me servís, no habéis hecho más que cumplir vuestro deber; no os debo ninguna recompensa, lo mismo que un padre no se cree obligado a remunerar a su hijo por las manifestaciones de amor y de respeto que le hace.
Los legisladores no dicen: Quien guarde la ley será premiado; dicen solamente: Quien no cumpla esta ley, será castigado.
El amo no dice a su siervo: Obedece, yo te recompensaré; sencillamente le dice: Obedece y no tendrás ningún mal. Si no obedeces, te castigaré.
Aun admitiendo que todo trabajo merece salario, Dios hubiera podido prometernos sólo una recompensa temporal e insignificante, como los son nuestros servicios; por ningún título nos debía una recompensa eterna.
Y si Él nos la promete, es pura e infinita bondad de su parte.
Por lo tanto, no tendríamos disculpa, si no fuéramos totalmente suyos, en todas las cosas, hasta en los menores detalles de nuestra conducta y sólo por estima y amor.

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Y, sin embargo, Dios premia magníficamente a los que se lo dan todo…
Dios se dará a nosotros en la misma medida que nosotros nos demos a Él.
Si quiere que seamos suyos enteramente, con un completo desprendimiento de las criaturas, nos promete ser todo nuestro.
Si quiere que seamos siempre suyos, Él también quiere ser siempre nuestro, tan perfectamente nuestro, como si fuéramos solos en el mundo.
Servidme, nos dice, no penséis sino en servirme, y yo pensaré en vosotros, tendré cuidado de vosotros, me daré a vosotros como vuestro bien y vuestro tesoro.
Esto, sin duda, mira principalmente a la eternidad; pero, desde la vida presente, ¿qué no hace por los que se dan entera y constantemente a Él? Establece su morada en nuestro corazón y derrama en él sus gracias y sus consuelos.
¡Cuán feliz es el que ama y sirve a Dios de todo corazón! ¡Cuán desgraciado, al contrario, el que resiste a los llamamientos de Dios y pone límites en su servicio!
Se padece mucho, y se padece sin mérito; y este infierno anticipado no es sino el preludio del otro que durará eternamente.
¡Cuán bueno es servir a Dios! Alentémonos con estas consideraciones a hacerlo todo por Dios y a hacerlo lo mejor posible. Propongámonos hacerlo todo por Dios y con toda la perfección que podamos.

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Dios todo lo ha hecho para el hombre, y al hombre para Dios. Bendigámosle por este plan admirable, que liga en un solo haz todo el conjunto de la creación con el Creador.
Repitamos en el fondo de nuestros corazones, con un profundo sentimiento de gratitud y de amor: Todo lo que existe, no existe sino para mí, y yo no existo sino para Dios.
Todas las criaturas nos invitan a servir a Dios.
El cielo, que está sobre nuestra cabeza, nos está diciendo con sus miles de voces: ¡Qué poca cosa es la tierra para quien mira más alto!
De los cielos, que nos cuentan la gloria de Dios, bajemos las miradas hacia la tierra, y todas las criaturas nos dicen igualmente a su manera: No os detengáis en nosotros, elevad vuestros corazones y vuestro espíritu hacia el Altísimo que nos ha creado para vosotros.
Los acontecimientos de este mundo nos hablan el mismo lenguaje; si son conformes a nuestros deseos, nos invitan a decir: Gracias a Dios, que así lo ha dispuesto. Si son contrarios, nos invitan a aprovecharnos de ellos para crecer en la conformidad con la voluntad de Dios, en la paciencia, en la humildad, en el desprendimiento, en los santos deseos del Cielo, en la oración, supremo consuelo de las almas afligidas y en adquirir así un tesoro de méritos por cada acto de paciencia.
Así, todo redunda en bien de los que aman a Dios, dice San Pablo; aun los pecados, añade San Agustín; y nosotros podemos añadir también: aun los pecados ajenos; pues ellos deben ser para nosotros ocasión de alabar y de imitar la paciencia de Dios, su bondad y su misericordia y de rogarle por la conversión de los pobres pecadores.
¿Escuchamos la voz que sale de toda la creación para invitarnos a amar y servir a Dios?
¡Cuán bien sabían escucharla los Santos y cuánto provecho sacaban de ella, para andar siempre recogidos en Dios y para animarse a la perfección!

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Todas las criaturas nos ofrecen los medios de servir a Dios.
Preguntémoslo a los Santos. Todas las criaturas eran para ellos como otros tantos escalones por los cuales se elevaban a Dios; como otros tantos espejos en que se reflejan, a los ojos de la fe, las perfecciones divinas. Sin detenerse jamás en las cosas criadas, pasaban de ellas a Dios, como al primer principio y al fin esencial de todo lo que existe, y por ellas se elevaban todos los días de virtud en virtud.
Imitemos su ejemplo. Al mirar al cielo, exclamen nuestros corazones: ¡Alabado sea el Señor, cuya eterna misericordia ha hecho para mí todas estas maravillas! Al contemplar la tierra, sus mieses, sus prados, sus frutos y sus flores, repitamos el mismo grito de amor: ¡Alabado sea el Dios de amor, cuya eterna misericordia ha hecho todo esto para nosotros!
Testigos de todos los acontecimientos del mundo, elevémonos al amor de la Providencia, que lo dirige todo a fines llenos de sabiduría y de beneficios para sus escogidos.
A la vista, aun de los pecados de la tierra, elevémonos al amor de la paciencia divina, que soporta en silencio tanto ultraje.
¡Feliz el alma que se sirve de todo, para elevarse a Dios!; pero ¡desgraciada la que, deteniéndose en las criaturas, coloca en ellas su fin, su consuelo y su dicha y no mira a Dios sino como de paso, como a una cosa accesoria en la vida! Desconoce el destino de las criaturas y, en lugar de elevarse por ellas a Dios, hace de ellas instrumento de pecado y de condenación.

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Resumamos en tres frases nuestras reflexiones: ser todo de Dios es un deber, una gloria y una felicidad.
Ser todo de Dios es un deber.
Es un deber de justicia, pues todo nuestro ser es de Él y para Él; es un deber de gratitud, puesto que no existimos sino por sus beneficios; es un deber de conciencia, puesto que no podemos negarle nada, sin que la conciencia nos diga que hacernos muy mal.
Ser todo de Dios es una gloria
Ceder una parte del corazón y del tiempo para servir a las criaturas, al mundo, a las pasiones o a las malas inclinaciones del corazón, es una vil degradación de la dignidad del hombre y del carácter cristiano.
La verdadera gloria consiste en elevar todas las intenciones hacia Dios, nuestro sublime fin, sin descender jamás hasta hacer algo simplemente por la criatura.
Entre los hombres, casi todos se honran en trabajar por una noble causa; nosotros debemos honrarnos en trabajar únicamente para Dios y su gloria.
Somos demasiado grandes para trabajar para el mundo: el mundo pasará y nosotros no pasaremos jamás, porque somos creados para la eternidad; somos los hijos de Dios; los amigos, los confidentes, los favoritos de Dios y, colocados en posición tan alta, no debemos rebajarnos hasta obrar por un fin inferior a Dios.
Nuestra gloria es permanecer a esa altura y no descender hasta las miras tan ruines de la criatura. ¡Qué vergüenza para nosotros el que nos degrademos, separándonos de nuestro sublime destino!
Ser todo de Dios es una felicidad.
Por poco que nos separemos de nuestro fin, haciendo algo que no sea para Dios sólo, ya nos hacemos desgraciados; experimentamos temores, vanos deseos, y una negativa que recibamos envenenará nuestras horas. Aun cuando nada nos faltará, se encontraría que todo es desengaño y vanidad, turbación y amargura, peligro y precipicio.
Si, por el contrario, el corazón es todo de Dios, se tiene la paz, la confianza y la dicha. Con Dios el hombre está bien.
Además, estamos bien con el prójimo, porque a medida que vamos siendo más de Dios, somos más mansos, humildes, caritativos, desinteresados y complacientes; es decir, tenemos lo que gana el corazón, la estima y el afecto de nuestros prójimos.
Estaremos bien con nosotros mismos, porque el corazón que descansa enteramente en Dios está en su elemento; encuentra en Él la vida, la felicidad, el cielo anticipado.
Reflexionemos cuántas penas se ahorran los que están unidos con Dios, y cuántos motivos de aflicción se causan a sí mismos los que sirven a las criaturas por ellas mismas.

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Finalmente, para ayudarnos a tomar buenas resoluciones pensemos en las últimas palabras del Evangelio es este Domingo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Consideremos: ¿por qué son tan pocos los escogidos? y ¿qué tenemos que hacer para ser de este pequeño número?
Y ante todo, ¿por qué son tan pocos los escogidos?
Si hay tan pocos escogidos es porque la mayor parte de los hombres no se ocupan seriamente en su salvación y no quieren ni aun pensar en ella.
Semejantes a los obreros del Evangelio, en lugar de trabajar en la viña preciosa, cuyo cultivo les fue confiado, es decir, en su alma, pierden el tiempo en ir y venir de aquí para allá, hablar de bagatelas y de cosas transitorias; no se preocupan más que de la tierra y no saben levantar los ojos al Cielo.
Para que se salvaran, se necesitaría que Dios los salvase sin que ellos lo deseasen.
Pero San Agustín ha dicho: “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”.
También hay pocos escogidos porque muchos, aun cuando piensan en salvarse, no se resuelven a tomar la buena resolución de llevar la vida que salva.
La cobardía los detiene; les da miedo la santidad. Se limitan a decir: bien quisiera yo ser santo, uno de los escogidos por Dios, pero a condición de que no me costase sacrificios.
No hay en ellos más que una voluntad débil, cobarde, sin energía, una de esas determinaciones impotentes y estériles, de las cuales el infierno está lleno; es el querer a medias del perezoso, que cualquier viento se lleva.
Mas no es así como se pueden salvar. Para conseguirlo, es necesario pensar noche y día en este proyecto; tomarlo de todo corazón, proseguirlo a todo trance.
Examinemos acerca de esto nuestra conciencia y veamos, según esto, si somos nosotros del número de los escogidos.
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¿Qué tenemos que hacer para ser del número de los escogidos?
Ante todo, no andar por el camino ancho y espacioso, por el cual anda el mayor número, y seguir la estrecha senda por la cual va el pequeño número.
Es preciso tener siempre presentes en el espíritu los signos por los cuales se conoce el camino ancho y la senda estrecha, para no confundir el uno con la otra.
En la práctica, el camino ancho se conoce por este signo: que los que van por él no quieren molestarse, sino vivir a sus anchas y sin contrariedad. Por consiguiente, creen que es bastante no tener vicios groseros y no hacer mal a nadie. No aspiran a ser santos y dejan a otros este piadoso cuidado. Hacen lo menos posible por la salvación, tomando de la religión lo fácil y lo que no contraría los sentidos, y dejando lo demás.
El camino estrecho, por el contrario, se conoce por estos signos: que los que lo siguen combaten sus malas inclinaciones, sobre todo, su pasión dominante; se someten al deber, cueste lo que cueste; se mortifican, llevan su cruz y velan sobre su corazón y sobre sus sentidos.
¿Por qué no hemos de poder nosotros lo que han podido tantos? El hombre todo lo puede con una voluntad firme y ayudado de la gracia, que no falta nunca a quien la pide.

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Examinemos, según estos principios, en qué camino andamos.
No nos contentemos con vivir como el mayor número, con seguir nuestros gustos sin incomodarnos, con tomar de la religión lo que nos agrada, dejando a un lado lo que nos desagrada.
Aspiremos a imitar a los Santos y al pequeño número de los escogidos.
No nos dejemos jamás dominar por el ejemplo del mayor número, sino, al contrario, pensemos qué harían los Santos en tal o cual circunstancia, qué dirían, qué pensarían: y ajustemos conforme a esto nuestra conducta.
Tomemos bien a pecho el negocio de nuestra santificación y trabajemos en él con ardoroso empeño, diciendo a cada momento: Quiero ser un santo, porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.