EPIFANÍA DEL SEÑOR
Nacido, pues, Jesús, en Belén de Judá en los días del rey
Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos Magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba
de nacer? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle.
Al oír esto el rey Herodes, se turbó, y con él toda Jerusalén. Y reuniendo a
todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó
dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: En Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: “Y tú,
Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes
de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel”.
Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, les interrogó cuidadosamente
sobre el tiempo de la aparición de la estrella. Y enviándolos a Belén, les
dijo: Id a informaros sobre ese niño; y
cuando le halléis, comunicádmelo para que vaya también yo a adorarle.
Después de oír al rey se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les
precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el niño, se detuvo.
Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo. Y entrados en la casa, vieron al
Niño con María, su Madre, y de hinojos le adoraron. Y abriendo sus tesoros le
ofrecieron dones, oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a
Herodes, se tornaron a su tierra por otro camino.
A pesar de sus
narraciones sencillas, que parecer ocultar un designio profundo, el Evangelio,
perfectamente acorde con el Plan divino, se propone principalmente persuadirnos
bien, imprimir en nuestra inteligencia, que Jesucristo es Dios y hombre
juntamente.
Si nos
mostrase con demasiada nitidez los testimonios de su divinidad, nos
inclinaríamos a creer que su humanidad es puramente fantástica. Si nos manifestase
igualmente con total claridad las pruebas de su humanidad, creeríamos que su
divinidad es solamente metafórica.
Por esto, al
igual que Jesucristo en todas sus obras, los Evangelistas en sus narraciones
mantienen siempre estos dos datos de nuestra fe; presentando siempre al hombre
en lo más fuerte del carácter de su divinidad, y al Dios en los anonadamientos
que más prueban que es hombre.
Notemos en
todo el Evangelio el constante cuidado que tiene Jesucristo de templar el resplandor
de sus maravillas sustrayéndose a él por medio de la discreción o el ocultamiento,
y de mezclar siempre sus humillaciones con sus triunfos... Aquí tenemos la
clave de su conducta.
Según esto, convenía
que el Hijo de Dios, antes de revelarse más y más como tal, asentase larga y
profundamente en nuestras almas el convencimiento de su humanidad, ya para excitar
nuestra confianza, ya para corregir nuestro orgullo.
Importaba
principalmente que se dejase ver, acercar, tocar, tratar en cierto modo como
niño; pero sin dejar de dar testimonios de su divinidad, cuya grandeza
contrapesara los tan profundos abatimientos de su naciente humanidad.
De ahí todos
los misterios evangélicos del nacimiento y de la infancia de Jesucristo; de ahí
la gloriosa parte que debían tener en ellos su Madre Santísima y San José, su
padre nutricio.
Por esta
razón el Evangelio nos ha expuesto tan cuidadosamente estos misterios; para que
los tengamos siempre presente, para que los cultivemos y aprovechemos sus
frutos.
Nada hay
ocioso en el Evangelio; todo cuanto contiene encierra una enseñanza
importantísima.
Ahora pues,
el Hijo de Dios podía ciertamente pasarse sin María Santísima y el Buen San José...
El milagro de su concepción y nacimiento virginales, los celestiales prodigios
que trajeron a sus pies a los Pastores y a los Magos, prueban
superabundantemente que, desde entonces, era el árbitro de la naturaleza.
Asimismo,
hubiese podido dejarnos ignorar esta primera edad de su existencia, y aun era esto
muy natural.
Si, pues, quiso
depender de los cuidados de su Madre y de su castísimo Esposo; si quiso deberles
esos desvelos tan familiares, tan íntimos, tan sagrados de una madre y un padre;
si quiso mostrársenos en ese estado, y recibir en él las primeras adoraciones
del cielo y de la tierra, esto no pudo ser sino para honrar a María y a José, y
querer que nosotros los honrásemos.
Como dice muy
bien el cardenal de Berulle: una de las
grandezas y bendiciones de la Santa Madre de Dios, ha sido el que su Hijo haya
querido manifestarse en una edad y un estado en que se veía obligado a
manifestarla juntamente con Él. Lo mismo cabe para San José.
Esto es lo
que resulta principalmente, no sólo del misterio de su Nacimiento, del de la Adoración
de los Pastores, sino también del de la Adoración de los Magos, cuya solemnidad
celebramos.
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En efecto, el
tercer misterio de la Adoración de los Magos viene a completar, con el de los
Pastores, el gran misterio del Nacimiento del Hijo de Dios.
La lección
que nos da este misterio parece una repetición. Aquí también el Niño Jesús es adorado
en brazos de María. Sin embargo, esta representación del mismo misterio, difiere
del que nos ha trazado la Adoración de los Pastores; y esto es una prueba
sensible de la importancia que Dios ha querido le prestemos.
Todo indica
que a Jesucristo agrada aparecer Niño en el regazo de su Madre, y que nada de
cuanto a ello conduce le parece sobrado.
En ese estado
quiere mostrar toda su flaqueza; sobre ese trono quiere hacer adorar toda su majestad.
En ningún tiempo de su vida apareció tan hombre, ni fue reconocido tan Dios.
Y como de
María quiere sacar el testimonio más sensible de su debilidad humana, sobre
María refleja el resplandor más vivo de su Divinidad.
Por eso, no
bastaba la Adoración de los Pastores, sino que era también necesaria la de los
Reyes; no era suficiente la adoración de los Judíos, se necesitaba la de los
Gentiles; no alcanzaba la naturaleza angélica, sino que era aun imperiosa la
naturaleza física para proclamar esta gran enseñanza.
¡Y cuántas
otras enseñanzas particulares se hallan contenidas en esta! No descuidemos estudiarlas
y contemplarlas... Esta tarea nos revelará la gloria de María, todo lo que
concurre a ella y a la de su castísimo Esposo.
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Era opinión
antigua y acreditada en todo el Oriente, fundada en antiguos Oráculos, que en
aquel tiempo debía salir de Judea un Poder que regeneraría el universo. Toda la
Judea se había de tal modo asentado en esta idea que, según vemos en el
Evangelio, la cuestión no estaba en saber si
el Mesías iba a venir, sino quién era el Mesías entre los aspirantes a ese gran
destino.
En situación
semejante, vinieron del Oriente a Jerusalén unos Magos y preguntaron: ¿Dónde
está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos en Oriente su estrella y
hemos venido a adorarle.
Estos Magos
venían de Oriente, según indica la naturaleza de sus presentes. Eran personajes
de importancia, especie de Emires, que juntaban en sí los tres caracteres de la
Ciencia, la Religión, y la Soberanía. Estaban sumidos en el Paganismo.
Y es evidente
que la Providencia, atrayéndolos a los pies de la cuna del Niño Dios, quiso
hacerlos como las primicias de la conversión del gentil al Cristianismo.
Se esclarece
más este designio cuando lo comparamos con la Adoración de los Pastores. Estos
representaban a los Judíos, y como la fe debía reunir a los dos pueblos, al Judío
y al Gentil, su cuna recibe sus adoraciones.
Sólo que el
Judío es el hijo de la primera alianza, de cuyo yugo ha huido el Gentil; y por
esto los Pastores son llamados de muy cerca y de la vecindad de Belén, como los
domésticos de la fe; y los Magos son llamados de muy lejos, como sepultados en
las tinieblas de la infidelidad.
Por la misma
razón, los Judíos acostumbrados a un santo comercio con Dios, y a las
apariciones de los Espíritus celestiales, son avisados por los Ángeles, como
por sus hermanos e iguales.
Pero los
Gentiles solo tienen el espectáculo de la naturaleza, la luz exterior del sol y
de las estrellas, que han convertido en sus dioses, y por ello la Providencia
se sirve de esa causa de su extravío para convertirla en instrumento de su
conversión.
Una estrella los
atrae y los guía a Belén; pero es una estrella milagrosa. Esto manifiestan ellos
mismos diciendo: hemos visto su Estrella;
la Estrella de Jesús, aquella Estrella maravillosa que no hacía sino asomar y
centellear, apareciendo y desapareciendo a la vista de los Magos, pero que
agrandándose después, se ha trasformado en ese brillante y permanente Sol de la fe cristiana, que alumbra a todas
las naciones.
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La turbación
de Herodes y de toda la ciudad de Jerusalén con él, es de todo punto conforme a
la preocupación general de los ánimos en orden a la venida del Mesías, de que
el Evangelista no nos habla, pero que siéndonos conocida por toda la historia profana,
confirma tanto más su narración.
Herodes,
singularmente, que era uno de los más ambiciosos competidores del trono del
Mesías, y que logró reclutar, como tantos otros, una secta de fanáticos, con el
nombre de Herodianos, debió turbarse más
que todos; y debió serlo con él Jerusalén, cuyo destino político y religioso
estaba pendiente de aquel gran acontecimiento.
Por esto mismo
son convocados los consejos públicos: el uno, compuesto de los Príncipes de los Sacerdotes, que era
como un senado eclesiástico; el otro de los Escribas
del pueblo, que era sin duda una magistratura civil.
La respuesta
que dan es clara y pronta. Nadie hay que no la hubiera dado tan exacta como
ellos, tan claramente estaba dictada, hacía trescientos años, por el Profeta
Miqueas.
Esta profecía
del lugar preciso, aunque oscuro, en que debía nacer el Dominador a quien toda
la tierra esperaba, y que toda la tierra adora, es una de esas mil pruebas luminosas
de la verdad de nuestra Fe, que hacen de la incredulidad un misterio, mayor
incluso del que ella se niega a creer.
El Judío,
como dice San Pablo, es el olivo no injertado. El Gentil es el olivo silvestre,
que debía ser injertado en el otro, y recibir su savia y divina fecundidad.
Por esta
razón era preciso que los Magos viniesen a Jerusalén, preguntasen a los Judíos,
recibiesen de ellos las Santas Escrituras; era preciso que viniese de Israel la
perfección de la revelación particular que había recibido, y que por su
conformidad con las profecías se la repute digna e infalible.
Por eso la
estrella milagrosa que los había guiado de tan lejos, no los dispensa de este
recurso, desaparece para obligarlos a él y no torna a aparecer, sino después
que han recibido su propia revelación.
Pero, según
los designios de Dios, los Gentiles se aprovecharon mejor de las Escrituras que
los Judíos. Estos, ciegos archiveros del Cristianismo, se las dieron sin
haberlas alterado. Dejando en Ellas todo lo que concierne al Mesías,
conservarán religiosamente predicciones de su nacimiento y su muerte, pero no
las aplicarán de ningún modo a Jesucristo...
Era necesario
que los Judíos respondiesen bien acerca del Mesías en general, pero que no sacasen
de su propia respuesta ninguna consecuencia respecto de Jesucristo... Por el
contrario, los Magos debían determinar bien a la Persona de Jesucristo la
respuesta general de los Judíos, y se aprovechasen de las Escrituras que los
Judíos consultaron para ellos...
¡Qué secreto
designio! ¡Qué plan tan sostenido encierran estos misterios del Evangelio!
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Ha bastado
decir a los Pastores una palabra sobre el Mesías, y la oyen al punto, y se
ponen en camino para adorarlo, sin necesidad de guía.
La sencillez
de sus almas y la familiaridad de las cosas de Dios se lo hacen encontrar fácilmente.
Pero todo es
nuevo para los Magos. Han menester una estrella de guía en un camino nuevo y
desconocido; se turban apenas la pierden de vista, y se llenan de gozo al hallarla
nuevamente y ver que se para sobre el punto determinado que buscaban.
Este es el
plan de la Revelación cristiana que, desde la cuna de Jesucristo, nos nuestra
en acción esta verdad, que saldrá algún día de sus divinos labios: Gracias te doy, oh Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste
a los pequeñuelos.
¡Admirable
economía, que pone la mayor sumisión donde debe encontrarse el mayor orgullo, y
el acceso más fácil a la parte de la mayor ignorancia!
Fieles y sumisos
a la celestial enseñanza, entraron los Magos en la casa, y hallaron al Niño con
María su Madre, y, postrándose, lo adoraron.
¡Qué
admirable lección! He ahí a los Magos que no entran en la Fe con otros fines ni
condiciones que los Pastores. No es a Jesús glorioso, ni aun a Jesús Doctor a
quien se les concede encontrar de pronto, sino a Jesús Niño.
¿Qué hacéis, oh Magos?, exclama San Bernardo, ¿Qué
hacéis? ¿Adoráis un niño de pecho debajo de un techo pajizo, envuelto en
miserables fajas? ¿Por ventura está ahí Dios? Dios, seguramente, está en su
templo; el Señor está en el cielo, única morada digna de Él; ¿y vosotros lo
buscáis en un vil establo, en los brazos de su madre? ¿Cómo han enloquecido así
estos sabios personajes? Se han hecho locos para hacerse sabios. El Espíritu de
Dios los ha instruido anticipadamente de lo que el Apóstol debía más adelante
predicar al mundo, que el que quiere ser sabio debe hacerse necio para ser hecho
sabio. Porque no pudiendo el mundo, en su falsa sabiduría, llegar a conocer a
Dios por medio de la sabiduría, plugo a Dios que los creyentes se salven por la
necedad de su predicación. El que ha guiado a los Magos, ese mismo es el que
los ha enseñado.
Y nos enseña
esta gran verdad, que a Jesús Niño es a quien debemos buscar especialmente y
adorar, y, por lo tanto, que no podemos hallarlo sino con María su Madre.
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Así como
Jesús Niño no puede pasar sin su Madre, así nosotros no podemos pasar sin
adorarlo en sus brazos, y por consiguiente sin honrar a esta Madre con el mayor
honor que pueda tributársele después del de la adoración, puesto que debe aproximársele
en la proporción de la unión de la consanguinidad y afinidad que une al Hijo con
la Madre, al Niño Dios con su Madre Virgen.
Y todo esto
acontece por un gran y tierno designio: para atestiguar el Misterio de los
misterios, el Misterio de la Encarnación, el Misterio de Dios hecho hombre e
Hijo del hombre.
Aquí está
todo el Cristianismo que es propiamente el culto del HIJO DEL HOMBRE y de la
MADRE DE Dios. Dos cultos que se llaman, se abrazan, están entre sí tan
estrechamente unidos como el Hijo y la Madre.
Para dar al
mundo esta grande enseñanza hace Dios venir a los Magos del Oriente a los pies
del Niño Dios, como había hecho venir a los Pastores; y por eso nos ha trazado el
Evangelio estas dos narraciones.
Por esto
quiso que el culto indudablemente mas fervoroso y solemne que haya recibido
nunca el Hijo de Dios en su vida mortal se le tributara en ese estado, y se le
tributara más aún por los Magos que por los Pastores.
Porque el
Evangelio nos da simplemente a entender, pero no nos dice en manera alguna que
los Pastores adorasen al Niño Dios; al paso que en cuanto a los Magos, tiene
empeño en mostrárnoslos postrados, en razón de su misma sabiduría, de su riqueza
y su grandeza, cuya simbólica ofrenda hacen al Niño Dios.
Declaran
paladinamente a Herodes que han venido del Oriente para adorarle; y no bien
hubieron entrado y vieron al Niño con María su Madre, cuando postrándose en
tierra, lo adoraron, y abriendo luego sus tesoros, le ofrecieron dones, oro,
incienso y mirra.
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¡Qué fe! ¡Qué
humildad! ¡Qué sencillez! ¡Qué ejemplo de todos los afectos con qué debemos
presentarnos al pié de los altares de Jesús y María, nos ofrece el Evangelio en
la conducta de los Magos!
¿A quién compararé yo a esos hombres?, pregunta también San Bernardo. Y responde: Si considero la fe del buen ladrón, la confesión del centurión, les
llevan mucha ventaja, porque, en tiempo de estos, había ya hecho Jesús muchos
milagros, había sido preconizado por muchas voces, había recibido muchas adoraciones...
En todo esto os ruego consideréis y notéis, cuán perspicaz es la fe, que llaman
ciega, cómo tiene ojos de lince, la que descubre al Hijo de Dios en un niño de
pecho, en un ajusticiado, en un moribundo.
De este modo descubrían los Magos en aquel Niño al que después
de ellos había de adorar toda la tierra.
Y ahora, cuando
esta adoración universal de veinte siglos, cuando todas las maravillas y
beneficios que tan prodigiosamente la justifican han venido a manifestarnos a Dios
y a la Madre de Dios, ¿quién es sabio, quién es perspicaz y verdaderamente
ilustrado?
¿Los que no
ven todavía?
¿Los que no saben
aún encontrar al Niño con la Madre?
¿O los que,
postrándose con los Magos, le ofrecen todos los tesoros de su corazón?