domingo, 20 de enero de 2013

SEGUNDO DOMINGO
DE EPIFANÍA


Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía. Dice su madre a los sirvientes: Haced todo lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Sacad ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el buen vino hasta este momento. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus milagros. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.


Hemos llegado al umbral de la vida pública de Jesús. Después de ser bautizado por San Juan, los primeros discípulos comienzan a seguirlo. Sin embargo, mantiene contacto con su Madre Santísima.

Y es María quien va a determinar su divina manifestación y abrirle la carrera: Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.

Este pasaje evangélico es el fundamento de la oposición al culto de la Madre de Dios, el escándalo de los débiles y la prueba de los fieles.

No vacilemos en sostener, con los más sabios Doctores de la Iglesia, que este es uno de los fundamentos más explícitos del culto de la Virgen Santísima.

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En cuanto a la presencia de la Madre de Jesús en estas bodas, sin duda fue llamada por derecho de proximidad, y para hacer el oficio de compañera y matrona de la casada. Y fue la presencia de María la que trajo la de Jesús; lo cual nos le presenta todavía en aquella dependencia filial en que había vivido hasta entonces.

En cuanto a sus discípulos convidados también, esto nos los muestra ya en vida común con Jesús, como sus hijos espirituales e hijos segundos de María.

Faltando el vino, la Madre de Jesús se interesa caritativamente en el apuro de los esposos; porque es mujer, es madre, y sabe por experiencia compadecerse de estos casos improvisos de la vida doméstica; y Ella, su Hijo y sus discípulos componían una parte bastante notable de los convidados que eran la causa y objeto de aquel apuro.

Según observa San Bernardo, ¿cómo la Madre de Jesús no se hubiera movido a simpatía y compasión? De la fuente de misericordia, ¿qué otra cosa hubiera podido salir sino misericordia? ¿Por ventura la mano que ha tenido un fruto por espacio de medio día no conserva su buen olor todo lo restante de él? ¿Pues cuánto no debió la Misericordia impregnar de su virtud las entrañas de María en que reposó por tiempo de nueve meses? Tanto más cuanto colmó su alma antes de henchir su seno, y al salir de su entrañas no se retiró de su alma.

Nada hay por tanto que no sea legítimamente natural, loable y santo para María en semejante situación como para llamar sobre ella el interés y poder de su divino Hijo.

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Volviéndose hacia Él, le dice por toda súplica: No tienen vino.

En esta expresión brilla, en su brevedad sublime, la caridad, la discreción, la confianza, la fe, el abandono, la dignidad modesta y sufrida.., en una palabra, ¡toda el alma de María!

Ella no manda, no pide siquiera: se limita exponer a la Bondad divina que falta el vino, porque a los que se inclinan naturalmente a la beneficencia, no es necesario instarles, basta con presentarles la ocasión de ejercerla.

Y como la beneficencia de Jesús no puede mostrarse aquí sino por un milagro, y un milagro que no ha tenido precedente, la expresión de María arguye una fe admirable en el poder divino de su Hijo.

Simplemente le dice: No tienen vino, como quien habla al principio creador de todas las cosas, a quien le basta seguir su inclinación, tanto como de poder como de bondad, para derramarlas.

Hay, al mismo tiempo, en esta expresión una maravillosa confianza de María en su valimiento ante Jesús; pero una confianza toda de sumisión; porque su ascendiente consiste, sobre todo, en el sentimiento de su dependencia.

Finalmente, se percibe en la locución de María una especie de inteligencia íntima entre Ella y Jesús, que la dispensa de largos discursos, y que ella emplea en provecho de su humildad, que le hace amar el silencio.

Solo tiene tres palabras; pero esta misma brevedad forma su extensión…

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Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía.

Mi hora no es aún llegada… Este motivo no es absoluto, sino relativo; y por lo tanto quita a la primera parte de su respuesta el carácter absoluto de esas palabras: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer?

Se comprende muy bien que no haya llegado aún para Jesús la hora de emplear su poder en servicio de su misericordia, y que, por lo tanto, no era oportuno invocarle bajo ese aspecto.

Sin embargo, la conducta inmediata de Jesucristo fija su sentido…

Incluso el uso de la palabra Mujer, que parece le quita el título de Madre, que es el fundamento de su confianza y de la nuestra, hace resaltar la intención de Jesús, tanto más cuanto el Evangelista designa a María, antes y después de la respuesta del Señor, con el título de Madre de Jesús.

Esta expresión Mujer ofrece, pues, un misterio, cuyo espíritu es diverso de la letra… y preciso es que lo comprendamos bien.

No es el honor de María sino el de Jesús el que nos obliga a ver en su respuesta una intención de enaltecer a su Madre.

Desde la Cruz, a cuyo pie esta Madre incomparable le da el testimonio de la fidelidad más heroica, dejará caer sobre Ella esa misma palabra: Mujer que, en la narración que estudiamos, caracteriza su misterio, cargado de espíritu.

Es la misma palabra del Génesis y del Apocalipsis…

Consagrémosle toda nuestra atención.

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La intención de las palabras del Salvador, que vamos a ver manifestada en su conducta, es realzar la gracia que iba a conceder a María, mostrando que esta gracia no guardaba proporción con lo que podía pedírsele.

La expresión de Jesús eleva al más alto grado el objeto de la demanda que le hace su Madre, poniéndolo fuera de todo alcance.

De manera que tanto como crece la dificultad que le opone, mayor será la gloria que le prepara en su vencimiento; mostrándonos así, por medio de su gran ejemplo, que no hay cosa que no pueda alcanzarse de su misericordia.

Ciertamente, el milagro que le pedía su Madre no se recomendaba en sí mismo, precisamente por falta de un gran interés. Incluso se debe observar que se distinguía de todos los demás milagros que obrará el Salvador, que versarán sobre asuntos mucho más graves.

Además, hay que destacar que este milagro que le pide María ha de abrir la carrera de sus prodigios.

Y es por esto que parece le responde Jesús de esa manera, como si dijera: ¿cómo apeláis a mi poder por un interés tan ligero, y le exigís, al mismo tiempo, su primera manifestación?

Sin embargo, cuanto menos se recomendaba este milagro por sí mismo, tanto más parecía como hecho para la consideración y el favor de María. Este era su objeto capital, cuya importancia toma, por consiguiente, todo el lugar que le deja cualquier otro interés.

Pero esto no bastaba para tan grande objeto; Jesús le hace resaltar más con una dificultad de más elevada índole, de modo tal que lo involucra a Él mismo: Mi hora, dice, no ha venido todavía.

¿Qué hora es esa que Jesús llama su hora? De su frecuente repetición en el Evangelio resulta claramente que la hora de Jesús era la de su muerte, es decir, de su gloria, que debía brillar por esta muerte.

Esto es lo que Él mismo expresó cuando, al ir a su Pasión, dijo: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique.

Así, por estas palabras No ha llegado aún mi hora, debe entenderse la hora de mi manifestación divina, de mi gloria, que el milagro que me pides haría brillar antes de tiempo.

Cierto, que Jesús debía hacer otros milagros antes del gran milagro de su resurrección; pero estos otros milagros sólo eran como los eslabones de una cadena, de los cuales el primero rompería la oscuridad con que la humanidad de Jesucristo ocultaba su divinidad.

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Consideremos, pues, desde este punto de vista, ¡cuánta es la importancia del milagro que María pide a Jesús con estas sencillas palabras!

En efecto, hay que afirmar que en él están representados y contenidos, como en su principio, todos los demás milagros de su vida, ¡y van así a depender de la intercesión y mediación de María!

De aquí resalta que la respuesta de Jesús a su Madre Santísima presenta a nuestra meditación como los primeros considerandos de la gran decisión que va a tomar, y cuya parte dispositiva vamos a ver.

Sería absurdo detenerse en estos considerandos sin tomar en cuenta la parte dispositiva. Lo dispositivo determina la importancia de los considerandos; tanto como estos aclaran la de lo dispositivo. Es contra toda justicia y razón el separarlos; y si tal pudiera hacerse, ¿quién no ve que la parte dispositiva es la que debiera prevalecer, puesto que no es ella la que está hecha para los considerandos sino que lo están estos para ella?

De ella pues va a depender, pues, su verdadera significación: de la conducta de Jesús el verdadero sentido de sus palabras.

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Pero veamos antes qué es lo que dice y hace María.

¿Qué va a decir María ante semejante prueba, oprimida con el irresistible peso de esa majestad divina que parece debe anonadarla?

Haced todo lo que Él os diga… ¡Oh fe! ¡Oh sublime confianza de María! ¡Oh inteligencia profética del poder de su divino Hijo!

La expresión de este Hijo, dice San Bernardo, puede parecer dura y severa, pero es porque conocía a aquella a quien hablaba, y Ella sabía bien quién era el que le hablaba. En resolución, para que sepáis cómo tomó su respuesta y lo que presumió de la condescendencia de su Hijo para con ella, dice a los sirvientes: Haced todo cuanto Él os diga.

¡Qué humilde y sublime majestad en estas dos expresiones de María: No tienen vino, para pedir el primero de los milagros, y Haced lo que os diga, después de la tan fulminante respuesta de Jesús! ¡Cuántas cosas hubiera tenido que decir María, para excusarse o insistir; de las cuales no dice ninguna! ¡Qué santa y sublime economía de palabras!

Se ha observado que María, habló muy pocas veces en el curso de su vida; Ella, que había dado a luz al Verbo, la Palabra…

Mas por lo mismo, no tenía que hablar. No hablaba exteriormente, porque no cesaba de hablar en su interior con esta Palabra, este Verbo, este Hijo a quien había engendrado, y que, al salir de su seno, habíase quedado en su alma. En este santuario íntimo estaba con Él en perpetuo coloquio.

Y Él, mientras parecía que la olvidaba y desconocía exteriormente como Salvador, no cesaba de conversar con Ella, y festejarla interiormente como Dios. De fuera le decía: Mujer, ¿qué importa eso a ti y a mí? mi hora no es aun llegada; pero dentro la decía: Pide, Madre, que no puedo negarte nada.

Evidentemente, de esta última expresión de Jesús es continuación la de María: Haced lo que os diga... Se oye aquella en esta…

Porque, de otro modo, ¿cómo fuera posible explicarla? ¿Cómo, de la exterior respuesta de Jesús, hubiera María comprendido que iba Él a obrar inmediatamente un milagro que parecía le negaba?

¿Cómo hubiera advertido a los sirvientes que estuvieran prontos para ejecutar todo lo que les dijese, si el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, no se lo hubiera revelado interiormente; si en este Espíritu de fe, de amor y de verdad, no hubiera estado de acuerdo con Jesús?

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Pero lo admirable, entre tantas cosas admirables, es la relación que existe entre la palabra exterior y la palabra interior de Jesús a María. Estas dos palabras, que al parecer se contradicen, guardan entre sí el acuerdo más armonioso.

¿Cómo es esto? Porque siendo las palabras exteriores de Jesús una expresión de prueba para la fe de María, la admirable disposición con que la recibe la hace al punto digna de la palabra interior, digna del milagro que pedía.

Ya había hecho, por decirlo así, aquel milagro, trocando en anticipación la dilación de Jesús…

Esto es lo que rebosa la expresión de María: Haced todo lo que os diga, en que se halla nuevamente el poder y la sumisión, la majestad y la humildad de María: Haced todo, palabra de mando y de majestuosa confianza; lo que os diga, palabras de sumisión y de humildad.

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Estas dos expresiones: No tienen vino  y  Haced lo todo que os diga expresan perfectamente el carácter de la intercesión de María y del culto que le tributamos: carácter de Mediadora ante el Mediador, ad mediatorem mediatrix.

Por medio de la primera, No tienen vino, expone nuestras necesidades con un interés y un dominio maternales, siendo juntamente nuestra Madre y la de Jesús; y por la segunda, Haced todo lo que os diga, nos somete a Jesús para la complacencia que de Él consigue: no manda sino para inducirnos a obedecerle, y Ella misma nos da el primer ejemplo de esta obediencia.

He aquí el Evangelio en espíritu y en verdad.

La conducta de Jesús en la operación del milagro, obtenido por la fe y la humildad de María, es tan complaciente para escucharla como áspera había parecido para probarla; y nos nuestra la verdad de este bello dicho de la Sagrada Escritura: Voluntatem timentium se faciet, que significa que Dios hará la voluntad de los que le temen.

María acaba de decir a los sirvientes: Haced todo lo que os diga, y Jesús, aprobando y ejecutando estas palabras, les dice: Llenad de agua las tinajas.

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