PENTECOSTÉS
El gran misterio de santificación realizado en los Apóstoles el día de Pentecostés, debe operarse también en nosotros, si aportamos buenas disposiciones…
Nuestro Señor nos lo mereció por su muerte y resurrección, y la virtud del divino Espíritu no es menos poderosa y eficaz hoy que entonces.
Aunque no descienda ya con el mismo resplandor ni con las mismas maravillosas operaciones exteriores, no deja de venir realmente en nosotros, y producir invisiblemente los mismos efectos de conversión y de salvación en las almas bien preparadas.
Renovemos nuestra profesión de fe en el Espíritu Santo, consideremos lo que es en relación a nosotros, y tengamos en cuenta los efectos que quiere producir en nosotros, si nos encuentra bien dispuestos.
Entonces será para nosotros lo que fue para los Apóstoles: un Espíritu de verdad, un Espíritu de santidad, y un Espíritu de fortaleza.
I. - Espíritu de verdad
Cuando venga el Espíritu Santo, dijo el Salvador a sus Apóstoles, les enseñará toda verdad… Pero hay verdades que humillan e incomodan, aunque sean saludables, que el hombre carnal no puede recibir ni gustar…
Además, hay hombres tan ignorantes y tan endurecidos que son rebeldes a todas las instrucciones…
Los Apóstoles eran, por testimonio de dos de ellos, ignorantes, incrédulas, llenos de errores y con prejuicios sobre el Mesías, sobre la pobreza, la humildad, el sufrimiento… Cada vez que Nuestro Señor les hablaba, no les causaba ningún efecto; sus palabras eran para ellos enigmas.
Pero, apenas recibieron al Espíritu Santo, ¡se transformaron repentinamente!
No vayamos a creer que el Espíritu Santo ha dejado de operar tales maravillas en la Iglesia.
A pesar de los esfuerzos del demonio, del espíritu del mundo, de las reclamaciones de la carne,… ¡cuántas almas se ven iluminadas y sostenidas por el divino Espíritu, renuncian al pecado y al mundo, y con un valor heroico practican las virtudes!
Tenemos miles de ejemplos en la vida de los Santos.
Pero, desgraciadamente, ¡cuántas almas hay a las que San Esteban podría decir: Resisten siempre al Espíritu Santo!
A su luz tan sublime y tan pura, a su conducta tan santa, preferimos las insinuaciones y las sugerencias de Satanás, las engañosas máximas del mundo, los deseos culpables de la carne…
¡Desgracia para los ingratos, para los espíritus indóciles!
II. - Espíritu de santidad
Nuestro Señor decía a los Apóstoles: Aún algunos días, y seréis bautizados en el Santo Espíritu, es decir, purificados y santificados como por un nuevo bautismo; ya que el divino Espíritu es la fuente y el principio de toda santidad.
A partir de que recibieron al Espíritu Santo, se convirtieron en hombres muy espirituales, desprendidos del mundo, llenos de Dios, perfectos e irreprochables…
El Espíritu Santo consumió en ellos, por el fuego de su amor, todo lo que había de impuro y de terrestre.
¡Cuántos Santos, en el curso de los siglos, fueron también transformados por la gracia del Espíritu santificador!
¡Cuánta necesidad tenemos también nosotros ser purificados por el Espíritu Santo!…, pecados, defectos, pasiones desordenadas, lazos sensuales peligrosos y a menudo culpables…
Roguemos al divino Espíritu nos purifique de todas estas escorias; nos ayude a mortificar las obras de la carne; nos colme de santos deseos de la virtud y de la perfección; produzca en nuestras almas los frutos que le son propios: la caridad, el gozo espiritual, la paz, la paciencia, la bondad, la mansedumbre, etc.
III. - Espíritu de fortaleza
El Espíritu Santo es un espíritu de fortaleza, que robustece el alma debilitada y la vuelve capaz de todo para rendir gloria a Dios.
Contemplemos a los Apóstoles, hasta ese momento débiles, tímidos y flojos… ¡Cómo cambiaron después de recibir el divino Espíritu!
Revestidos de la virtud de lo alto, virtud sobrenatural y divina, son abrasados de amor por Jesucristo, y se lanzan sin miedo al combate contra Satanás y sus secuaces…
Predican a Jesús crucificado, acusan a los judíos de su deicidio, confiesan audazmente a su divino Maestro ante los tribunales, y hablan según les sugiera el Espíritu Santo.
Finalmente, se consideran felices de sufrir por el Nombre de Jesús azotes, la prisión y la muerte…
Estos hombres, sin otras armas que esta fortaleza del Espíritu Santo, emprenden la conquista pacífica y la conversión del mundo…
Estas maravillas se perpetúan de siglo en siglo… ¡Ahí tenemos a los Mártires, a los Padres del desierto, esa multitud de Confesores y de Vírgenes, que por la gracia y la fuerza del divino Espíritu, vencieron al mundo y la carne, y conquistaron la corona eterna!
Y nosotros, ¿tenemos esta caridad, este fuego, este celo, esta fortaleza del Espíritu Santo?
Deberíamos mostrarlo por nuestras obras. Desgraciadamente, ¡sólo somos debilidad, tibieza y cobardía!…
No obstante, si nos disponemos bien a recibir el Espíritu Santo, como los Apóstoles, seremos corregidos de nuestras miserias, revestidos de la fuerza de lo alto, capaces de triunfar de nuestros enemigos y de sacrificarnos, hasta la muerte, por los intereses de Jesús y de su Iglesia…
¿Por qué se ve a tantos cristianos negligentes, tibios, perezosos, impotentes para superar la menor dificultad, de realizar el menor acto de virtud?…
¡Ah!, es porque no piden esta fortaleza del Espíritu de Dios; es porque en lugar de conservarlo en su corazón, lo expulsan por el pecado…
Preparemos bien nuestro corazón para que el Espíritu Santo se digne descender para purificarnos, para fortalecernos y operar en nuestra alma, dócil a su influencia, los efectos de santificación que produjo en los Apóstoles…
Roguemos quiera transformarnos.
Resucitemos la gracia que nos ha sido dada por la imposición de las manos del Obispo y la unción del Santo Crisma el día de nuestra Confirmación.
Vivamos santamente, combatamos valerosamente…
Y Jesús recompensará nuestra santidad de vida y nuestro celo dándonos la corona de gloria prometida a los que lo aman y que le son fieles.
Que la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, nos obtenga todas estas gracias…