jueves, 13 de mayo de 2010

Jueves de la Ascensión


FIESTA DE LA ASCENSIÓN


La Ascensión de Nuestro Señor es la digna y gloriosa coronación de su vida sobre la tierra.

El sexto artículo del Credo nos enseña que Jesucristo, cuarenta días después de su resurrección, subió por sí mismo al Cielo en presencia de sus discípulos, y que, siendo como Dios igual al Padre en la gloria, fue como hombre ensalzado sobre todos los Ángeles y Santos y constituido Señor de todas las cosas.

El Credo dice que Jesucristo está sentado a la diestra de Dios Padre, y esto significa la eterna y pacífica posesión que Jesucristo tiene de su gloria y que ocupa el puesto de honor sobre todas las criaturas.


Hoy quiero referirme a otro aspecto de esta Fiesta. En efecto, la Ascensión de Nuestro Señor es también la prenda de nuestra bienaventuranza futura.

Esta fiesta nos debe llenar de alegría y de esperanza… Pero también debe ser un poderoso aguijón para excitarnos a vivir santamente y merecer, por gracia y misericordia de Dios, ir al Cielo.

Jesús asciende al Cielo también para nuestra glorificación final, yendo a abrirnos la puerta, prepararnos un lugar, llevarnos consigo para ser por la eternidad nuestra recompensa y nuestra gloria.

Quiere que sus discípulos estén cerca Él, dónde Él mismo está, y que lleguen allí por su cooperación con la gracia que Él les ofrece.

Pero, ¿cuándo y cómo Jesús nos hará compartir su gloria?

Escuchemos las enseñanzas de la fe:

A partir del momento de nuestra muerte, si morimos en estado de gracia y sin nada que purgar, o después de que seamos purificados completamente por el fuego del Purgatorio, nuestra alma, liberada de su cuerpo y de las miserias de esta vida, será llevada al Cielo por los Ángeles e introducida en triunfo en el seno de la Divinidad, para gozar de una felicidad inefable y sin fin.

Además, cuando tenga lugar la resurrección, nuestro cuerpo, que participó de los trabajos del alma, participará justamente también de su recompensa.

¡Qué consuelo y qué consolación para nosotros, en medio de los dolores y las pruebas de esta vida mortal, en las enfermedades, en la pobreza y las persecuciones!

¡Qué estímulo pensar que todas estas miserias terminarán pronto, y que en recompensa de estos males, soportados con espíritu de fe, iremos al Cielo!


¡El Cielo!, he aquí, pues, la recompensa prometida, premio inefable y eterno. Pero no lo obtendremos sin condiciones…

¿Y cuáles son ellas?

Es absolutamente cierto, en primer lugar, que para obtener esta gloria es necesario merecerla, nadie tendrá esta gloria sin haberla merecido… y serán nuestras buenas obras las que nos darán derecho.

En el Cielo se recompensará según el mérito real; la gloria y la felicidad de los bienaventurados estarán en proporción de sus méritos.

Es decir, se premiará la fidelidad en hacer valer las gracias y los talentos recibidos de Dios, y el fervor y entusiasmo en la práctica de la virtud y buenas obras; en una palabra, será remunerada la verdadera santidad…

No perdamos este tiempo que Dios nos da para ganar el Cielo… Trabajemos con el fin de merecerlo, acumulando tesoros en el Cielo… Hagamos de modo tal que podamos decir a Dios: Señor, me habías dado cinco talentos, he aquí otros cinco que gané…


En concreto, ¿cómo hacer para merecer la gloria del Cielo?

* En primer lugar, observemos, como los Apóstoles, a Nuestro Señor ascendiendo al Cielo; sigamos en espíritu su glorioso triunfo; subamos de corazón al Cielo con Él, a la espera del día de su Segunda Venida, así como nos lo ha prometido, para que entonces lo podamos seguir también de alma y cuerpo.

¿No es justo que nuestro corazón esté allí donde está nuestro tesoro y que aspiremos sin cesar a estar en el mismo lugar que nuestro Rey, nuestro Salvador?

Pero si queremos que nuestros pensamientos y nuestros deseos, en vez de ser terrestres, estén en el Cielo, trasladémoslos y elevémoslos hacia Dios: Sursum corda!


* Evitemos con cuidado todo pecado.

“Nuestra humanidad, dice San Agustín, subió al Cielo con Nuestro Señor, pero nuestros defectos no subirán allí.”

Si queremos ir al Cielo, adquiramos, en primer lugar, la santidad negativa, es decir, combatamos todos nuestros defectos y huyamos de todas las ocasiones de pecado… no nos dejemos vencer por la sensualidad, la pereza, la ociosidad, la pérdida del tiempo…

Recordemos que el Reino de los Cielos sufre violencia, y que es necesario renunciarse y vencerse para entrar en él…

No pactemos con nuestros enemigos, sea del exterior, sea del interior…


* Adquiramos, a continuación, la santidad positiva, que debe unirse a la otra…
Esforcémonos por imitar a Nuestro Señor, de ajustarnos a su vida y a sus virtudes, de imitar su humildad, su obediencia, su mansedumbre, su caridad, su paciencia.


* Seamos generosos para aceptar y sufrir de buen corazón todos los dolores, los sufrimientos y las cruces que Dios nos envíe; ellas contribuyen para trenzar más hermosa nuestra corona…

Es necesario sufrir. Es una norma general, incluso aquí bajo, que no se llega a la gloria sino por el sufrimiento; nada se obtiene sin hacer esfuerzos, sin trabajo y fatigas…

Dios, en su infinita misericordia, se encarga de enviarnos cruces, dolores, pruebas; es decir, ocasiones, o más bien medios de merecer el Cielo… Desgraciadamente, ¡cuán poco sabemos aprovecharnos de ello!


* Para ganar el Cielo, no basta con sufrir, es necesario además santificar los sufrimientos

Ahora bien numerosos cristianos sufren, obviamente; pero a imitación del mal ladrón, maldicen sus dolores y sus miserias, cuando no a Dios que se los envía o los permite…, y se dejan llevar por toda clase de sentimientos de impaciencia, cólera y venganza…

Actuar así, es perder todo el fruto de sus males, esto es sufrir como condenado y hacerse merecedor del infierno…

Es necesario, pues, sufrir cristianamente, es decir, como Nuestro Señor, por su amor y en unión con Él.

Trabajos, cansancios, pruebas de todas clases aceptadas con paciencia y sumisión… Son otros tantos tesoros, y no tenemos que ir a buscarlos a las extremidades de la tierra…, pero debemos saber reconocerlos y explotarlos…

Consideremos a cuántos trabajos y dolores, a cuántas servidumbres se someten los pobres mundanos para obtener una inútil recompensa, un honor transitorio o la estima y el afecto de las criaturas…


* Finalmente, tengamos un celo ardiente por los intereses de Nuestro Señor, tomando todos los medios posibles para hacerlo conocer y amar en torno nuestro y de impedir que sea ofendido; arranquemos la mayor cantidad posible de almas a Satanás y al infierno…

¡Qué corona brillante y espléndida se reserva a los que hayan consumido su vida trabajando para extender el Reino de Dios y obtener la salvación a las almas!


Honremos y glorifiquemos a Jesús en su triunfante Ascensión.

Agradezcámosle el que se digne invitarnos a compartir su gloria y su bienaventuranza.

Pero intentemos, ayudados por la gracia, merecer el Cielo, acumulando allá los más ricos tesoros que podamos, llevando una vida santa, verdaderamente cristiana y ya celestial.

También, alcemos nuestros ojos al Cielo… Jesús nos tiende los brazos, nos invita a seguirlo…

Valor, pues, y perseverencia en soportar generosamente los dolores de esta vida… Sólo duran un momento, pero la recompensa es sin medida y sin término…

Nuestra gloria y nuestra felicidad serán en proporción de nuestros sufrimientos y del amor con el cual las habremos sobrellevado.

Puedan estos pensamientos confortarnos y consolidarnos, en la espera de que algún día estemos reunidos con Jesús y con Nuestra Buena Madre en el Cielo. ¡Amén!