sábado, 1 de mayo de 2010

IVº post Pascha


CUARTO DOMINGO
DESPUÉS DE PASCUA



Me voy a Aquél que me envió… Aun tengo otras muchas cosas que deciros

En los cuarenta días que separan la Resurrección de la Ascensión contemplamos a Nuestro Señor entreteniéndose con sus Apóstoles.

Podemos resumir el tema de aquellas conversaciones y decir que fueron especialmente dos los puntos de las mismas:
  • por un lado, Nuestro Señor completó la formación de sus discípulos, confiándoles su gran secreto y el fondo mismo de su espíritu;
  • por otra parte, los consolidó sobre las verdades eternas.

La principal ocupación de Jesús en estos cuarenta días fue la de perfeccionar la formación de sus apóstoles, transmitiéndoles su doctrina y, especialmente, su mismo espíritu… su gran secreto…

¿En qué consiste el espíritu de Jesús?... ¿Cuál es su espíritu?...

Son las verdades y enseñanzas en que muestra mayor interés o que de las más diversas maneras enseñaba e inculcaba… puntos de vista preferidos, orientaciones o única orientación a que tendía, devoción que más infundía, ocupaciones que frecuentemente imponía, aspiraciones que fomentaba… y sobre todo sus modos… los modos como hacía, decía, recibía, sentía y reaccionaba ante todo esto…

Por esto, conocer estas cosas y procurar asimilarlas y vivirlas como Jesús lo hizo es tener el espíritu de Cristo.

¡Qué tema tan interesante para un cristiano! ¡Qué ocupación tan útil!... Buscar en el Evangelio y en la meditación y contemplación el espíritu de Nuestro Señor.

Eso es conocer a Jesús, conocer todo entero a Cristo.

¡Cuánto conocimiento fraccionado de Nuestro Señor anda por allí!...

En ese hálito que vivifica, que día tras día y palabra tras palabra y obra tras obra se ve a Jesús transmitir y formar a sus Apóstoles durante tres años y en esos cuarenta días especialmente, en ese espíritu hay algo que ocupa el primer lugar: la obra de la Redención… y el amor y veneración por el Padre, y el amor y celo por las almas.

La devoción de Jesús a su Padre, mezcla de amor y veneración… Esa voluntad de entregarse al servicio de Dios, acto principal de la virtud de religión; renuncia propia, acatamiento, rendimiento, piedad.

Y todo esto sin titubeos ni cavilaciones, sino con prontitud, con urgencia; sin frialdad, sino con fervor y delicadeza.

Aquel mirar antes que a nadie a su Padre; aquel hablar de su Padre y de su voluntad, de su gloria y vida; aquel ponerse a sí mismo, su voluntad y su gloria debajo de su Padre; aquel confesar que en la tierra no tenía más ocupación ni más alimento que hacer la voluntad de su Padre; aquel no tener más punto de partida que la misión de su Padre, ni más término de llegada que volverse al Padre; aquel no tener más fin que darle gloria…

Todo esto no es más que el ecce venio repetido y hecho vida hasta el Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

¡Cómo palpita el Corazón de Jesús y cómo paladean sus labios la inminente reunión con su Padre!: voy a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.


Después de esta devoción y veneración por su Padre no hay nada que ocupe tanta importancia en el pensamiento de Jesús y que quiera inculcar con mayor fuerza que el amor y el celo por la salvación de las almas.

Jesús ama las almas con amor inefable y ofrece por ellas su Sangre y su vida en expiación.

Durante esos cuarenta días cómo habrá Nuestro Señor repetido y explicado a los Apóstoles el sentido profundo de la alegoría de la vid… cómo retomaría las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo y del buen pastor, para hacerles ver el valor de las almas, cuánto las ama y la importancia de la misión que les encomienda… cómo adelantaría la doctrina que años más tarde enseñaría San Pablo sobre el Cuerpo Místico, iluminando así la alegoría de la vid y los sarmientos, y sentando las bases del dogma de la comunión de los santos…

Fue sin duda en esos días que les hizo comprender en profundidad la gracia del sacerdocio, de la confesión, de la Misa… comprender el misterio de la gracia en sí misma y, por lo mismo, del bautismo y de los sacramentos, especialmente de la Sagrada Eucaristía.

Días de intimidad, de misterio, de alegría, de gloria...

Días llenos del pensamiento del Padre y de las almas.

¡Sí! Nuestro Señor transmitió a sus amigos su gran secreto…, su espíritu mismo…, su única razón de ser y ocupación en su doble pendiente: el amor al Padre y el celo por las almas.

Pero también ocupó esos días en afirmar y consolidar la fe de los Apóstoles en las verdades eternas.

La oración colecta de esta Misa nos hace pedir: para que allí estén fijos los corazones donde están los verdaderos goces.

Por eso mismo, los habrá hecho avanzar en el conocimiento de los objetos de la fe, esto es, del mundo que no se ve, como si fuera visible, y de las cosas futuras, como si estuvieran presentes; es decir, les habrá dado una percepción clara y estable de las cosas que no se ven, de modo tal que se hicieran como sensibles y palpables; y de las cosas futuras, como si ya hubieran sucedido o estuvieran ante sus ojos.

San Pablo dice que andamos por la fe y no por visión. Pues bien, los objetos de la fe son eternos y los objetos de la vista pasan.

Ese conocimiento, esa afirmación, confirmación y consolidación habrá dado Nuestro Señor a sus discípulos durante aquellos cuarenta días.

Les habrá hecho comprender que el mundo invisible es la sustancia, la realidad; y que el mundo invisible es la sombra, la figura que pasa.

Para las almas que no son sobrenaturales, este mundo de agitación y de cambio, que exige siempre estar informado; mundo deslumbrador, brillante, palpable, es algo fácilmente accesible y por consiguiente creen que tiene algo de verdaderamente permanente.

Para ellas, el mundo que no se ve, es impalpable y, aunque no se pueda negar su real existencia, sin embargo, no ejerce una influencia o una acción imperante.

Gran número de personas vive como si no fuese verdad ese mundo invisible y como si ese mundo futuro no hubiese de llegar jamás para ellas.

No comprenden a Santiago Apóstol cuando en la epístola que se lee hoy dice: Toda dádiva óptima y todo don perfecto procede de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no hay cambio ni sombra de mudanza.

Esas almas no descansan en la realidad y, por lo mismo, no meditan, no reflexionan, no tienen aspiraciones eternas y no reposan en Dios.

Si conociesen todas estas cosas, entonces sí vivirían en este mundo, sin ser de este mundo. Su conversación estaría en los Cielos y su vida escondida con Cristo en Dios.

Pues bien, Nuestro Señor fortaleció en los discípulos su vocación sobrenatural e hizo de ellos hombres de oración, contemplativos, acostumbrados a tratar con los Santos y con las cosas del Cielo.

Hizo de ellos ciudadanos del Cielo, desterrados en este mundo, pero en continua elevación hacia las cosas eternas y permanentes.

Cuarenta días de orden sobrenatural y sobrenaturalizante. ¡Qué dicha para esos Apóstoles! ¡Qué paz! El segundo Aleluya dice: Cristo resucitado de entre los muertos, ya no morirá: la muerte no lo dominará más.


San Lucas lo dice con toda simplicidad: se mostró vivo a sus apóstoles después de su pasión, dándoles muchas pruebas, siendo visto de ellos por espacio de cuarenta días y hablando de las cosas del reino de Dios.

El efecto producido por esos coloquios es resumido por los discípulos de Emaús: ¿Acaso nuestro corazón no ardía mientras nos hablaba en él camino y nos abría las Escrituras?

Por último, antes de su gloriosa Ascensión, les dijo: id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación… id, pues, y haced discípulos, bautizándolos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado. Y mirad que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del siglo.

Pues bien, nosotros también debemos, al igual que loa Apóstoles, cultivar esa devoción por el Padre, tener esa sed de su gloria; fomentar ese celo por la salvación de las almas.

Vivamos animados por el espíritu de Jesús, descubramos su secreto y participemos de el. Nuestro Señor nos lo confía y nos lo revela en la oración.

También debemos crecer en el conocimiento de las verdades eternas, de ese mundo invisible pero tan real.

Debemos hacer presentes y actuales por la contemplación esas realidades eternas. Tenemos que andar por la fe, ser almas sobrenaturales.

Repitamos con la oración colecta de hoy: Oh Dios, da a tus pueblos el amar lo que mandas, el desear lo que prometes, para que, entre las mundanas variedades, nuestros corazones estén fijos allí donde están los verdaderos goces.

Entonces, y sólo entonces, nuestro corazón arderá y esa presencia prometida por Nuestro Señor será efectiva y afectiva.

Pidamos esta gracia a Nuestra Señora del Cenáculo; fue en su compañía que los Apóstoles permanecían unánimes en la oración para recibir el Don del Espíritu Santo.