NUESTRA SEÑORA DEL SANTÍSIMO ROSARIO
Solemnizamos hoy la Fiesta de Nuestra Señora del Santísimo Rosario, a cuya devoción está consagrado el mes de octubre.
Sabemos que todo el valor y eficacia del Santísimo Rosario radica en la excelencia de sus Oraciones y la meditación de sus Misterios.
Las Oraciones del Santo Rosario tienen aquella concisión, aquella fuerza y aquella simplicidad sin rodeos, tan propias del lenguaje divino.
Cada palabra nos hiere en un punto determinado, del cual brota el sentimiento que Dios pretende. Agradecimiento, esperanza, humildad, confianza en la infinita misericordia, van subiendo poco a poco del fondo de nuestra alma y se derraman por la superficie.
Y estas oraciones, repetidas con calma, forman un ritmo, una melodía en la cual descansa y se expansiona el corazón; en la cual se mecen y se suavizan nuestras tristezas.
Es la oración de la suavidad, la oración de las horas en que uno tiene necesidad de mirar al Cielo, la oración que tiene alas para elevar sin esfuerzo.
El Santo Rosario es la santificación de nuestros labios por las Oraciones divinas que nos hace repetir: la oración enseñada por Jesucristo: Padre Nuestro que estás en los cielos…; la oración del Ángel: Dios te salve, María…; la eterna oración del Cielo, la exaltación de la Santísima Trinidad: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…
El Padre Nuestro
De entre todas las fórmulas de oración, el Santo Rosario pone primero en nuestros labios la más divina y, por lo tanto, como hace notar Santo Tomás, la más humilde, la más confiada, la más ordenada y la más devota: el Padre Nuestro.
Admirable Oración Dominical, toda penetrada de humildad; de esta humildad verdadera, que no presume nada en las fuerzas humanas, que lo pide y lo espera todo de la virtud divina.
Sublime expresión de los más nobles y de los más justos deseos; norma de lo mejor que podemos desear.
Grito de fe y de inquebrantable confianza en la bondad del Padre celestial y en la mediación del Hijo que el Padre nos ha dado.
Gradación perfecta, que coloca el Cielo por encima de la tierra, que prefiere lo que ha de durar eternamente a lo que pasa con el tiempo, que nos hace desear ante todo el Reino de Dios y su justicia, y las demás cosas por añadidura.
Soberana devoción, mezcla de amor fiel a Dios y de amor paternal y lleno de misericordia para con el prójimo.
Oración divina que va directamente al Corazón de Dios, lo hiere, lo enternece y lo obliga a escuchar nuestros ruegos.
El Ave María
Para más asegurar su triunfo, he aquí que a la Oración Dominical, quince veces repetida, añada el Santo Rosario ciento cincuenta veces la Salutación Angélica, el Ave María.
En la economía de la gracia redentora, María Santísima es la Mediadora entre el género humano y su Salvador, el Canal de la Gracia, el Celeste Acueducto de las divinas misericordias.
Así pues, una vez conmovido y conquistado el Corazón de la Virgen María, el Corazón de Jesús se enternece, perdona y derrama sobre nosotros los tesoros de su amor.
Así como ninguna oración es más apta que el Padre Nuestro para tocar el Corazón de Dios, de la misma manera, ninguna es más apropiada que el Ave María para conmover el Corazón maternal y virginal de Nuestra Señora.
Cuando la Virgen la oyó por primera vez de labios del Arcángel San Gabriel, concibió en seguida, en sus purísimas entrañas el Verbo Divino, por la virtud del Espíritu Santo; y ahora, cada vez que una boca humana le repite estas palabras, su Corazón se conmueve al recordar aquel momento, que no ha tenido igual en el Cielo ni en la tierra.
“A cada Ave María que rezan los fieles, escribe Santa Gertrudis, tres arroyos procedentes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, penetran con fuerza y suavidad en el Corazón de María; y, volviendo a su fuente, de tal manera deleitan a la Virgen, que este gozo se difunde sobre todos los Santos, sobre todos los Ángeles y cuantos le recuerdan esta salutación”.
Este derramamiento es para nosotros la efusión de los dones divinos obtenidos por las Ave Marías del Rosario.
Esta efusión es tanto más abundante y segura cuanto que el alma se impregna del espíritu de la Inmaculada Madre de Dios, penetra en la intimidad de Jesús, y acaba por vivir en una comunidad de pensamientos y de voluntades con sus divinos modelos.
Santo Domingo conoció admirablemente este poder del Corazón de María sobre el Corazón de Jesús, así como el ascendiente del corazón del simple cristiano sobre el Corazón de la Reina de los Cielos, por el Rosario.
Omnipotente el Santo Rosario sobre el Corazón de María y, por éste, sobre el Corazón de Jesús, también lo es sobre el corazón de quien lo reza y lo medita cual conviene.
El Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
Es la principal y más antiquísima fórmula que utiliza la Iglesia para honrar a la Santísima Trinidad. Con ella se rinde a las tres Personas Divinas un homenaje de adoración, de honor, de reconocimiento y de amor a su Infinita grandeza.
No debemos olvidar que la glorificación de la Santísima Trinidad es el fin último y absoluto de toda oración y devoción.
El Santo Rosario es la santificación de nuestros pensamientos por la consideración de los divinos misterios: alabamos a Jesús honrando a María, y recordamos en nuestro interior todo el dogma revelado.
El Santo Rosario es, además, la sublime lección que nos da fuerza para todos los trances de la vida: misterios gozosos, misterios dolorosos, misterios gloriosos; pensamientos de amor, de fortaleza, de esperanza; todo lo que necesitamos en el decurso de nuestra existencia.
Omitir la consideración de los misterios, es no rezar el Rosario, pues esta meditación es de todo punto esencial; es su alma, su encanto y su hermosura, y lo que hace del Rosario una oración agradable a todos. Si el Santo Rosario nos aburre o fatiga es porque no meditamos sus arcanos.
Sin duda que su fondo, insondable a los mismos Ángeles, siempre permanecerá oculto; pero, si se aporta a la meditación un alma recta y sincera, cada día Dios le descubrirá bellezas hasta entonces no advertidas, maravillas insospechadas en el simple relato de los grandes acontecimientos que constituyen las fases principales de la vida del Verbo Encarnado y de nuestra Redención.
En esto estriba la verdadera riqueza del Rosario y la verdadera explicación de su extraordinaria eficacia.
Ya se halle nuestro corazón agitado o turbado, conmovido o arrebatado, alentado o abatido, entusiasmado u oprimido, siempre encontrará, en una u otra de las tres partes del Rosario, un sentido que estará en armonía con el momento actual de su espíritu.
El dolor más profundo y el goce más vivo, los lamentos más desgarradores y los transportes de júbilo más ruidosos, el agradecimiento más expresivo, las angustias del temor y las dulzuras de la esperanza, la sequedad espiritual más árida y los movimientos más elevados del alma, el sentimiento más aplastante del abandono de Dios y las delicias anticipadas del Cielo, todo, en una palabra, tiene su eco en el Santo Rosario; todos los latidos de nuestro corazón hallan en Él adecuada respuesta.
Jamás, cuando lo hemos rezado bien, lo dejamos sin gustar una satisfacción muy íntima; pues, gracias a Él, encontramos en la vida de Jesús y de María algunos rasgos semejantes de lo que pasa dentro de nosotros.
De manera que después de haberlo rezado nos levantamos, ya confundidos, ya consolados; ya más tranquilos, más exaltados, más alentados o más fortalecidos.
Estos son los efectos que produce la simple consideración de los misterios del Rosario; los cuales encierran, para quien cree, ama y espera, todo cuanto puede hacerlo feliz en el tiempo y en la eternidad.
Sean cuales fueren nuestras necesidades, nuestras penas, nuestras disposiciones, siempre que recurrimos al Santo Rosario, encontramos en Él lo que necesitamos.
Mientras recorremos las cuentas del Rosario, repitiendo el Ave María, pidamos a la Virgen la gracia de conocer mejor a Jesucristo.
Ella, el testigo más clarividente de toda su vida, de su muerte y de sus triunfos; Ella, que sin cesar meditaba en su Corazón los grandes misterios que se cumplían ante sus propios ojos; Ella, que penetraba hasta lo más íntimo del Corazón y del Alma de Cristo; no se negará, pues, a dárnoslo a conocer y a hacérnoslo amar.
Esta es su misión, el darnos a conocer a Jesús y el conducirnos a Él.
Las Letanías
Después de contemplar los misterios de la vida de Jesús y de Nuestra Señora con el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria Patri, terminamos el Santo Rosario con la Letanía Lauretana.
Letanía es una palabra griega que significa oración, especialmente oración hecha en común. Significa también procesión, porque esta manera de orar se usa en las procesiones.
El origen de las letanías se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Eran oraciones breves, dialogadas entre los miembros del clero y el pueblo fiel, y tenían un especial carácter de invocación a la misericordia divina.
Al principio se dirigían al Señor, pero muy pronto surgieron también las invocaciones a la Virgen Santísima y a los Santos.
Las primicias de las Letanías Marianas son los elogios llenos de amor de los cristianos a su Madre del Cielo y las expresiones de admiración de los Santos Padres, especialmente en Oriente.
Las que actualmente se rezan en el Santo Rosario comenzaron a cantarse solemnemente en el Santuario de Loreto hacia el año 1500; de donde procede el nombre de Letanía Lauretana; pero recogen una tradición antiquísima, y desde allí se extendieron a toda la Iglesia.
La Letanía Lauretana se compone de una serie de invocaciones a María Santísima; son títulos de honor que los Santos Padres le dieron, designaciones que se fundan principalmente en la única e incomunicable dignidad de la Maternidad Divina de María Santísima.
Con ellos honramos su persona e invocamos su poderosa intercesión.
Recitar la Letanía es ante todo dar gloria a Dios que tanto ensalzó a su Madre Santísima; es darle gracias a Ella y por Ella. Es alabarla, admirarla y pedirle su protección; es reconocer y meditar sus virtudes; movernos a imitarla, en cuanto es posible a nuestra humana debilidad; es pedir a Dios y a Ella gracia y protección para llevar a cabo lo que es imposible a nuestras propias fuerzas.
La letanía es una oración corta y muy fácil para quien la medita; es una oración rica de santos pensamientos y de afectos sobrenaturales.
Cada título es una jaculatoria llena de amor que dirigimos a la Virgen Santísima y nos muestra un aspecto de la riqueza del alma de Nuestra Madre.
Estas invocaciones se agrupan según las principales verdades marianas, y se distinguen seis categorías:
1ª) Las tres primeras abarcan, en resumen, todas sus grandezas.
2ª) Siguen sus atributos como Madre de Dios.
3ª) Se saluda luego la Virginidad perpetua de María.
4ª) Su Ejemplaridad y sus Prerrogativas son representadas por hermosas imágenes o símbolos bien apropiados.
5ª) A continuación se exalta su Mediación Universal y sus relaciones con la Iglesia Militante.
6ª) Finalmente, se celebra su Realeza Universal y su gloria en la Iglesia triunfante.
Cada una de estas verdades, títulos o advocaciones principales viene expresada en la primera aclamación de cada categoría, y es desarrollada a continuación.
Al detenernos lentamente en cada una de estas advocaciones podemos maravillarnos de la riqueza espiritual, casi infinita, con que Dios ha adornado a su Madre Virginal.
Nos produce una inmensa alegría tener una Madre así, y se lo decimos muchas veces, porque el amor nunca se cansa de expresarse y de manifestarse.
Cada una de las advocaciones de las letanías nos puede servir como una jaculatoria en la que le decimos lo mucho que la amamos, lo mucho que la admiramos, lo mucho que la necesitamos.
Detengámonos hoy sobre cuatro de estas Letanías, las que resumen su Mediación y a las cuales acudimos en nuestra condición de pobres miserables: Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos y Auxilio de los cristianos.
Salud de los enfermos
El pecado original introdujo en el mundo la enfermedad y la muerte.
Tenemos a la Santísima Virgen María, Salud de los enfermos, que nos ayuda y conforta en esos momentos difíciles.
Ella intercede por nosotros ante todo para alcanzar, mantener o recuperar la salud del alma.
Pero también estamos sujetos a enfermedades que nos hacen sufrir y, finalmente, conducen a la muerte.
Si en cada circunstancia de la vida necesitamos la ayuda de Dios y el socorro y protección de María, la asistencia es mayor y urgente en la enfermedad.
El amor maternal de María, amor vigilante y solícito cuando sus hijos están afligidos por la enfermedad, hará más llevadera la pena y nos ayudará a sobrenaturalizarla, convirtiéndola en meritoria.
Son innumerables los testimonios de curaciones milagrosas que se encuentran en casi todos los Santuarios Marianos de la tierra. Esos ex votos son muestras de la gratitud a Quien llamamos Salud de los enfermos.
Pero incluso, si la gracia solicitada no fuese concedida, ¡cuánta resignación y conformidad cristiana ha hecho nacer es las almas! ¡Cuánta fortaleza y confianza! ¡Cuánta luz para hacer comprender la función providencial y benéfica del dolor! ¡Qué ejemplo de identificación con su Divino Hijo crucificado!
Muchas veces, no es la salud del cuerpo, sino la del alma la que el enfermo recupera, empleando bien luego el tiempo para su salvación.
Los ejemplos de las conversiones obtenidas también en el lecho de muerte, manifiestan la bondad inagotable y la poderosa intercesión de María.
Pidamos a Nuestra Señora, Salud de los enfermos, nos asista en todas las enfermedades que padecemos y padeceremos, pero especialmente en la postrera, para que nos alcance la perseverancia final y la gracia de una buena muerte.
Refugio de los pecadores
Por el pecado ha entrado la enfermedad y la muerte en este mundo. Es, pues, el pecado el más temible y principal enemigo del alma.
María Santísima es Refugio de los pecadores, no para que escapen fácil e impunemente de la justicia Divina, sino que por Ella y en Ella ejerza su infinita misericordia divina, que desea ante todo la conversión de los pecadores.
Dos gracias principales son necesarias a un pecador para alcanzar la futura bienaventuranza: la conversión o el perdón de los pecados y la perseverancia en el bien.
Ambas gracias nos alcanzará la Santísima Virgen María, Refugio de los pecadores, si se lo pedimos continuamente y si cumplimos con todo lo que Ella nos pida.
Consuelo de los afligidos
El pecado nos arrojó del Paraíso y nos precipitó en este valle de lágrimas, en el cual padecemos la enfermedad del alma, el pecado, y la enfermedad del cuerpo, el sufrimiento físico y la muerte.
Además, nuestra vida se compone de un sin fin de tribulaciones y aflicciones, que turban nuestro corazón y nos sumergen en la tristeza.
La Santísima Virgen María, si recurrimos a Ella con confianza, nos consuela en nuestras pesadumbres y tribulaciones. Ella es Consuelo de los afligidos.
Ella quiere y puede consolarnos en nuestras penas y dolores, porque hace suyas nuestras congojas, se apropia nuestro dolor, y nos enseña el valor del sufrimiento y la manera meritoria de sufrir, para nuestra propia salvación y la salvación de muchas almas.
Auxilio de los cristianos
El Corazón de la Virgen María cobija a enfermos, pecadores y afligidos que recurren a Ella con confianza.
Pero Ella es particularmente poderosa defensora de la Iglesia contra todos los enemigos de todos los tiempos, tanto los externos, como los internos.
Los enemigos externos son los que, no perteneciendo a la Iglesia, la atacan y pretenden destruir la fe y el culto que Ella enseña y practica.
Los enemigos internos son aquellos que, cual cizaña sembrada en el campo del padre de familia, sofocan la verdad, introducen el error, desnaturalizan la liturgia… llevan a cabo la autodestrucción de la Iglesia…
El nombre de Auxiliadora se le daba ya a la Virgen María en el año 1030, en Ucrania, por haber liberado aquella región de la invasión de las tribus paganas.
Hacia el año 1558 ya figuraba este título en las letanías que se acostumbran recitar en el Santuario de Loreto.
Esta advocación se impuso con ímpetu y fervor ante la invasión de los turcos, en 1571, cuando el gran San Pío V la invocó como María Auxiliadora de los Cristianos.
La Cristiandad siguió invocándola de este modo, ya los Príncipes católicos de Alemania fieles al catolicismo frente a las tesis protestantes; ya frente a las invasiones turcas sobre Viena en el siglo XVII; ya ante los caprichos de Napoleón Bonaparte, que desterró al Papa Pío VII, quien con motivo de su liberación quiso en 1814 instituir en el 24 de mayo su fiesta litúrgica.
Sin duda, fue con San Juan Bosco, el Santo de María Auxiliadora, que esta advocación mariana encontró el mejor exponente para su desarrollo y popularidad.
En 1862, de Don Bosco declara: “La Virgen quiere que la honremos con el título de Auxiliadora. Los tiempos que corren son tan aciagos que tenemos necesidad de que la Virgen nos ayude a conservar y a defender la fe cristiana”.
Esos tiempos no han cambiado, sino que son cada día más aciagos. Por lo tanto, debemos recurrir a Nuestra Señora e invocarla: ¡Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros!
Al finalizar estas consideraciones, que sea nuestro propósito santificar bien este mes de octubre, rezando diariamente el Santísimo Rosario para honrar a Nuestra Señora y para alcanzar de Ella todas las gracias que necesitamos.