domingo, 24 de octubre de 2010

Domingo 22º post Pentecostés


VIGESIMOSEGUNDO DOMINGO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Aconteció el Martes Santo. Por una serie de parábolas, el Divino Salvador había reprochado a los Fariseos su endurecimiento y predicho su condena y el castigo que caería sobre ellos.

Estos orgullosos sectarios, humillados ante el pueblo, furiosos por las palabras de Nuestro Señor y celosos de su triunfo ante el pueblo, sin embargo, no se atreven a ejercer abiertamente la violencia contra Él, y tienden trampas para atraparlo y exterminarlo.

Por medio de alguna pregunta capciosa, pretenden comprometerlo y, de este modo, tener la oportunidad para acusarlo y condenarlo a muerte.

¿Cómo intentan, pues, tomar por sorpresa a Jesús? No se presentan ellos mismos, sino que envían algunos de sus seguidores. Pensaban que Jesús, al ver tan sólo discípulos, no desconfiaría, y así sería más fácil sorprenderlo.

Para asegurar el éxito de la empresa, adjuntan algunos Herodianos: Entonces los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderlo en alguna palabra. Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos.

Estos eran los judíos liberales, secuaces de Herodes y partidarios como él de los romanos y de la dominación extranjera. Por esa razón eran especialmente odiados por los Fariseos, que representaban el elemento nacional.

Pero, en este caso, todos hacen causa común contra lo que consideran como el enemigo común.

Veremos enseguida la causa principal por la cual los Fariseos solicitan la asistencia de los Herodianos.

Los enviados se presentan, pues, con un corazón hipócrita, con apariencias de honestidad, de respeto y de plena confianza en la ciencia y la franqueza de Jesús.

Comienzan por la alabanza, ya que es por allí que siempre se empieza cuando se desea engañar a alguien: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas.

Pero, si bien es de un modo capcioso y calculado, hacen una verdadera alabanza del Redentor y un homenaje a su santidad y su doctrina.

En este halago dado al Salvador encontramos diseñado el retrato del verdadero apóstol del Evangelio, del genuino pastor de almas:

a) tener un celo fervoroso por la verdad, y no enseñar sino la verdad;
b) estar lleno de sinceridad y de honestidad, en todas sus palabras y en su conducta;
c) hablar con valentía, por encima de las consideraciones personales y los respetos humanos, y reprender los defectos con una santa libertad.


Después de este exordio insinuante, proponen, con candor y con apariencia de un verdadero deseo de aprender, una cuestión inteligente, insidiosa, muy delicada y candente; como si dijesen: tenemos plena confianza en Ti, así que por favor esclarécenos sobre un punto importante, en el que está en juego el honor de Yahvé y de su pueblo privilegiado, y sobre el cual estamos muy divididos: Dinos, pues, qué te parece, ¿es lícito pagar tributo al César o no?


Es necesario tener en cuenta que este tributo era el homenaje o impuesto que los romanos imponían en Judea desde su reducción como provincia romana por Pompeyo.

Este impuesto era humillante para los judíos, que se consideraban como el pueblo elegido por Dios, destinado a la dominación del mundo con el Mesías que ellos esperaban.

Ahora bien, entre ellos había dos bandos:
los partidarios de Herodes, políticos avanzados; que sostenían la obligación de pagar el tributo a los romanos, porque eran la autoridad legítima, y establecían la paz, el orden y la seguridad en el país, y de hecho permitían libremente el culto nacional.
los patriotas, con los Fariseos en cabeza, que pretendían ser los privilegiados siervos de Dios, y que no debían ningún tipo de homenaje a ningún hombre después de haber presentado sus ofrendas y pagado sus diezmos al Altísimo.
Pero César Augusto había colocado a Herodes, extranjero y prosélito, como rey de los judíos; el cual debía ordenar los tributos y obedecer al Imperio Romano.

Por lo tanto, la cuestión planteada a Jesús era singularmente grave y delicada, tanto en el dominio religioso, como en el político; y de hecho abarcaba toda la vida de los ciudadanos en ambas sociedades, la temporal y la espiritual.

En resumen, se pregunta: un judío, ¿puede en conciencia pagar el tributo al Emperador; o es que debe negarse a ello?

Los Fariseos creían que Jesús no podría salir indemne del dilema, sin comprometerse, sea con una facción, sea con la otra:
si declaraba que los judíos estaban obligados al tributo, quedaría desacreditado ante el pueblo como un traidor, enemigo de la nación y de Dios.
si, en lugar de eso, respondía que no debían pagarlo, iban a denunciarlo y entregarlo al gobernador romano como un rebelde y un agitador, como de hecho lo harán tres días más tarde, el Viernes Santo.
Es por eso que utilizaron el concurso de sus oponentes políticos, los Herodianos.

La trampa fue hábilmente tendida.

Pero, Quien es la fuente de la sabiduría y escruta los pensamientos íntimos de los hombres, sabrá frustrar este ardid de sus enemigos.


¿Cuál fue la respuesta de Jesús?

Queriendo hacer ver que Él conocía perfectamente todos los pensamientos y que había descubierto su malignidad y astucia, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis?

No les responde utilizando la misma manera suave y pacífica de ellos, sino que les contesta según sus malas intenciones; porque Dios responde a los pensamientos y no a las palabras.

La primera virtud del que responde consiste en conocer las intenciones de los que preguntan; por eso los llama tentadores e hipócritas.

Los fariseos lo halagaban para perderlo. Pero Jesús los confunde para salvarlos; puesto que para un hombre no es de ningún provecho ser adulado, mientras que sí lo es el ser corregido por Dios.


Nuestro Señor quiere aclarar estas mentes llenas de maldad, y al mismo tiempo desea enseñar a sus discípulos de todos los siglos sobre una cuestión importante que se refiere tanto a la religión como al orden político y social; dijo, pues: Mostradme la moneda del tributo.


La sabiduría siempre obra de una manera sabia y confunde a sus tentadores por medio de sus propias palabras. Por esto les dice: Mostradme la moneda del tributo.

Y ellos estuvieron obligados a presentarle el denario de plata, que se consideraba del valor de diez monedas y llevaba el retrato del César.


Ellos, no sabiendo lo que iba a hacer o decir, pero sorprendidos por su duro reproche y, al mismo tiempo, por su calma majestuosa, le presentan el denario estampado con la efigie del Emperador.


Cambiando los roles, como le gustaba hacer en tales circunstancias, Jesús pasa de interrogado a indagador, y les pregunta a su vez: ¿De quién es esta imagen y la inscripción?

Su respuesta fue: Del César.

A partir de esta declaración, el Redentor fundamentará su doctrina:
- que establece la distinción de los dos poderes;
- que sostiene el principio de la armonía entre la autoridad civil y la autoridad religiosa;
- las cuales no deben confundirse ni separarse,
- antes bien, deben estar íntimamente unidas,
- para concurrir juntas al bienestar de los pueblos.
Expliquemos brevemente esta sublime doctrina de Jesús: por tanto, dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es Dios.

Es decir, si esta imagen y esta inscripción son del César, el denario que las porta pertenece al César.

Aquellos que se benefician de él, que lo utilizan en sus relaciones cotidianas y en las transacciones, demuestran que actúan bajo la autoridad y la protección de César, y reconocen su soberanía.

Y, si el César lo reclama en forma de impuesto, deben dárselo.

Por lo tanto, sí, hay que rendir al poder temporal humano lo que pertenece a él.


Sin embargo, la infinita sabiduría del Redentor agrega: dad a Dios lo que es Dios.

¡Lección grande y divina!, fuente de paz, de seguridad y de mil bendiciones, tanto para los individuos como para los estados.

Dad al César, es decir, al Príncipe temporal, el tributo, el servicio, la obediencia, siempre que no exija nada en contra de lo que Dios exige.

Y dad a Dios el culto que le es debido, es decir, un homenaje de adoración, de alabanza, de sumisión perfecta a todos sus mandamientos, de reconocimiento y de amor.

A Dios rendid intacta y santa esta alma, que Él ha hecho a su imagen y semejanza, y que ha adquirido al precio de su Sangre; dadle vuestro corazón porque lo pide y le pertenece.


Los Príncipes tienen derechos, que Dios les ha asignado. Dios tiene derechos, que se ha reservado y son inalienables.

Los buenos cristianos comprenden una y otra obligación, y se conforman a ellas en conciencia; y por esto los príncipes no tienen más devotos servidores que los verdaderos fieles de Dios.


Pero también, cuando los Príncipes abusan de su poder pidiendo a los siervos de Dios cosas contrarias a su conciencia y a los derechos de Dios y de su Iglesia, estos deben responder con valentía: Non licet! Obedire oportet Deo magis quam hominibus; y sin rebelarse, como sin doblegarse, aceptar sufrir la persecución y la muerte, si es necesario.

Y esto constituye gran parte de la noble historia de la Iglesia, desde el comienzo, y así será hasta el final.


Por lo que toca más particularmente a nosotros, este denario representa, alegóricamente, nuestra alma.

Somos la moneda de Dios; somos una moneda de plata extraviada del tesoro divino.

El error y el pecado han borrado la impronta que había sido estampada en nosotros.

Aquel que la había acuñado vino para restituirle su prístina forma: busca la moneda que le pertenece…

Dios, en su amor y su bondad, nos creó a su imagen y semejanza y nos ha marcado con su sello divino.

Llevamos esta imagen en nuestra alma, espiritual como Dios, inmortal; tiene una semejanza perfecta a Dios cuando participa de su santidad y de su gracia.

La inscripción es ese bello nombre de hijo de Dios y de cristiano.

¡Con qué noble orgullo los mártires sabían responder a los tiranos: ¡soy un cristiano!


Oh Jesús, enséñanos a caminar siempre en la verdad, sencillez y honestidad ante Dios y ante los hombres.

Ayúdanos a ser fieles a todas nuestras obligaciones de cristianos y súbditos vuestros.

Haz que guardemos pura y libre de toda inmundicia la imagen impresa en nuestra alma con Tu nombre bendito, para que merezcamos ser reconocidos por Ti en el día del juicio y ser introducidos al Cielo. Amén.