domingo, 28 de noviembre de 2010

Primer domingo de Adviento


PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO


¡Cosa notable y asombrosa! La Iglesia comienza y termina el año con el Evangelio de los “signos de los tiempos” Lo toma de San Lucas para este Primer Domingo de Adviento y de San Mateo para el Domingo 24º después de Pentecostés.

Podemos preguntarnos, ¿por qué la Iglesia nos hace leer y meditar hoy, al comienzo del Año Litúrgico, el Evangelio de la Segunda Venida del Salvador?

Ante todo, debemos notar con San Bernardo que hay tres Advientos o Venidas de Nuestro Señor. Dice el Santo Doctor:

“Conocemos tres venidas del Señor.
Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero esta no.
En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y vivió entre los hombres, cuando —como Él mismo dice— lo vieron y lo odiaron.
En la última, contemplarán todos la salvación que Dios nos envía y mirarán a quien traspasaron.
La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos, y gracias a ella reciben la salvación.
En la primera, el Señor vino revestido de la debilidad de la carne; en esta venida intermedia viene espiritualmente, manifestando la fuerza de su gracia; en la última vendrá en el esplendor de su gloria.
Esta venida intermedia es como un camino que conduce de la primera a la última.
En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, se manifestará como nuestra vida; en esta venida intermedia, es nuestro descanso y nuestro consuelo.”

Ahora bien, el recuerdo de la Segunda Venida, al mismo tiempo que nos inspira un saludable temor, nos aparta del pecado y nos prepara para celebrar dignamente la Primera Venida.

Del mismo modo, la devota celebración de la Navidad nos dispone a la vigilancia y a la oración, condiciones indispensables para estar preparados para la Parusía.

Finalmente, estas dos actitudes atraen la gracia y al Autor de la gracia a nuestra alma.


El santo tiempo que hoy principia está destinado, según la mente de la Iglesia, a hacernos meditar en los tres grandes Advenimientos del Salvador a la tierra:

• el primero, en la humildad del pesebre, para salvarnos;
el segundo, en el esplendor de su gloria, en el último día, para juzgarnos;
el tercero, en el secreto de los corazones por su gracia, para santificarnos.

Agradezcamos al Espíritu Santo, que inspiró a la Iglesia la institución del Adviento, para prepararnos a la gran fiesta de Navidad, cuya vigilia, dice San Carlos Borromeo, es el tiempo de Adviento; vigilia, nota este santo cardenal, que no debe parecer demasiado larga al que aprecie la excelencia de la fiesta a la cual nos prepara.

Con este fin la Iglesia clama al cielo: ¡Oh Dios! enviad vuestra gracia todopoderosa para que disponga nuestros corazones; y a nosotros nos dice en la Epístola de este día: Salid de vuestro letargo; despertad, hijos de los hombres; preparad vuestro corazones, porque se acerca el nacimiento del Salvador.


Consideremos brevemente cada una de estas Venidas del Señor para sacar algún fruto.

Primer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en el misterio de un Dios Encarnado.

Profunda sabiduría de la Iglesia es no introducirnos de improviso en la gruta de Belén, sino mostrarla, en cierto modo con el dedo, un mes antes, para decirnos: Preparaos a presentaros delante del divino Niño.

Reflexionemos seriamente en este gran misterio, que, después de haber permanecido oculto nueve meses en el seno purísimo de María Santísima, va a ofrecerse a la adoración del mundo en el gran día de Navidad.

Preparemos nuestros corazones para recibir al Salvador, con una meditación más profunda, una fe más viva en sus grandezas, un respeto mayor a su majestad humillada, un amor más agradecido por su caridad y mansedumbre correspondientes a su incomparable benignidad, un espíritu de mortificación y de recogimiento que no desdiga de la austeridad de la gruta ni de las santas ocupaciones del divino Niño.

Si no preparamos nuestros corazones con una seria meditación sobre el misterio del Verbo Encarnado, perderemos las gracias inherentes a tan grande solemnidad.

Evitemos semejante desdicha, comenzando desde hoy a meditar en este misterio y entrando en una vida nueva.


Segundo Adviento:

Debe meditarse de una manera especial durante el Adviento en la Segunda Venida del Salvador, para juzgarnos.

Estimando la Iglesia que este pensamiento es eminentemente útil para hacernos entrar en los sentimientos de fervor propios del santo tiempo de Adviento, llama especialmente nuestra atención con la idea del Juicio Final, que nos presenta hoy.

La Segunda Venida de Nuestro Señor debería llenarnos de alegría. Los Santos la deseaban, porque la consideraban consoladora y gloriosa para ellos.

¡Qué pena si el pensamiento de la Parusía nos desanima y entristece!

Desde la Ascensión del Señor a los Cielos, el deseo de los Santos es su retorno glorioso.

Ellos desean su Segundo Advenimiento porque:

se trata la liberación de la Iglesia, que triunfará sobre todos sus enemigos;
será el día de la recompensa y de la gloria perfecta;
será el reinado eterno con Cristo.

Deber nuestro es inspirarnos en sus intenciones; concebir una viva fe de este gran día, tan consolador para los buenos, que recibirán en él la recompensa de sus virtudes; tan terrible para los pecadores, que también en él recibirán el castigo de sus vicios.

Y, sin embargo, ¿por qué tan pocos lo desean? San Agustín responde: “es porque hay pocos que realmente aman a Jesucristo y que se hallan en estado de comparecer ante Él. ¿Cuántos entre los cristianos no tienen para con Jesús sino indiferencia?
El corazón de la mayoría de los cristianos está apesadumbrado por el amor desordenado de las criaturas, atados a las cosas de este mundo. De allí el poco deseo de las cosas celestiales.
¡Cuántos se hacen ilusiones o mienten cuando dicen Adveniat regnum tuum!… ¿No tienen, más bien, miedo?”


El Catecismo del Concilio de Trento nos exhorta de este modo: “así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado de todos los justos de la ley antigua desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor «esperando el premio eterno, y la gloriosa venida del gran Dios».”


Resuene, pues, durante este tiempo en el fondo de nuestros corazones la voz de la trompeta que nos llamará a juicio, para hacernos temblar ante la sola apariencia del mal, y también para animarnos a la práctica del bien.


Tercer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en la venida del Salvador a nuestros corazones por su gracia.

Esta venida es el medio por el cual se comunican al alma las gracias del misterio de la Natividad.

Cierto que Jesucristo, en esta gran fiesta, no nace corporalmente como en Belén; pero nace espiritualmente por su gracia en las almas bien preparadas; vive en ellas por su espíritu, por los sentimientos que les inspira, por su humildad, su dulzura, su caridad, y por todas las virtudes que nos comunica.

Este nacimiento y esta vida de la gracia en nosotros, los obtendremos:

1º) por medio de fervientes oraciones, inspiradas por el sentimiento de la necesidad que de ellos tenemos;


2º) a fuerza de vigilancia, para escuchar la voz de la gracia, que no pretende más que hallarnos;

3º) a fuerza de generosidad en obedecerla y de abandono sencillo y amoroso a su dirección.


Además de estas consideraciones, es muy útil considerar los tres medios de santificar el tiempo de Adviento, a saber:

1º) el espíritu de penitencia y de renovación;

2º)
los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros;

3º)
una devoción especial al misterio de la Encarnación.


1º) El espíritu de penitencia y de renovación

El tiempo de Adviento es una serie de días y semanas destinados a prepararnos para la gran fiesta de Navidad, por medio de una vida mejor y más perfecta.
Sería, pues, en cierto modo profanarlo vivir durante él como en el tiempo ordinario.

Antiguamente la Iglesia santificaba el Adviento con la abstinencia, el ayuno y oraciones más prolongadas.

Si no alcanza a tanto nuestro fervor, debemos por lo menos santificarlo, concentrándonos seriamente en nosotros mismos, haciendo aplicaciones de nuestra meditación al empleo de nuestro tiempo, a nuestras lecturas y conversaciones, a nuestra voluntad y a nuestro amor propio.

Debemos examinar todas estas cosas en presencia de la gruta de Belén, tomando por juez al divino Niño.

Este serio examen hará nacer en nosotros sentimientos de penitencia por lo pasado, serias resoluciones para lo porvenir y una firme voluntad de entrar en una vida nueva.

No hay que diferirlo. Nos encontramos en un tiempo santo. Preciso es poner manos a la obra con todo el corazón y comenzar desde hoy mismo, fijándonos en algunos defectos particulares de que debemos corregirnos desde hoy hasta el día de Natividad.


2º) Los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros

Tanto como los patriarcas deseaban la venida del Mesías, así debemos nosotros desear su nacimiento en nuestros corazones por su gracia.

¿De qué nos serviría la venida del Mesías a la tierra si no naciese y viviese en nosotros; es decir, si no viniese a animarnos con su espíritu, a inspirarnos con su gracia y a penetrarnos de sus sentimientos?

Jesucristo no viene al alma sino cuando ella lo desee y en la proporción que lo desee. Quien no lo desea, no lo aprecia, y se hace indigno de recibirlo.

Debemos, pues, durante estos días, ser almas de deseos; suspirar, como en otro tiempo suspiraron los Patriarcas por la venida del Mesías, y como los Santos de la nueva ley por la venida de Jesucristo a sus corazones, repitiendo a menudo con ellos: ¡Oh cielos! derramad sobre nosotros vuestro rocío: envíennos las nubes al Justo por excelencia, al príncipe de toda justicia, ábrase la tierra de nuestro corazón y produzca al Salvador. Ven, Señor Jesús. Ven…

Estos santos deseos deben ser a la vez ardientes y generosos: ardientes, para corresponder a la excelencia del don que pedimos; generosos, para sacrificar todo lo que desagrade al Huésped divino, que llamamos a nosotros.


3º) Una devoción especial al misterio de la Encarnación

En todo tiempo esta devoción debe ser eminentemente grata al alma cristiana; pero, habiendo instituido la Iglesia el Adviento precisamente para hacernos honrar y meditar este misterio, nuestro deber es ocuparnos ahora, muy especialmente, en él; estudiar el amor infinito que ha unido la sublime naturaleza de Dios a la pobre naturaleza del hombre; agradecer, amar y bendecir este gran misterio; y, para reparar lo pasado, vivir durante el Adviento, únicamente en el amor e imitación del Verbo encarnado, que ha querido hacerse modelo de la vida cristiana.

¡Bienaventurado quien comprende estas verdades y, durante todo este santo tiempo, se empeña en ponerlas en práctica, es decir, en amar e imitar al Verbo encarnado!

En esto consiste todo el cristianismo.

Jesucristo no ha venido del Cielo a la tierra sino para encender en todos los corazones el fuego sagrado del divino amor.

Nada ha hecho que no sea para mostrarnos, con su ejemplo, la línea de conducta que hemos de seguir durante nuestra peregrinación por la tierra.

Démosle gracias por este insigne beneficio y prometámosle aprovecharnos de él.


Después de estas consideraciones, formemos los siguientes propósitos:

1°) de entrar en una vida de recogimiento y oración, propia del tiempo de Adviento.

2°) de emplear un cuidado especial en la perfección de cada una de nuestras acciones ordinarias: lo que constituirá la mejor manera de santificar tiempo tan santo.

3°) de pensar a menudo y con amor en el misterio de la Encarnación, sobre todo tres veces al día al rezar el Angelus.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Ultimo Domingo después de Pentecostés


VIGÉSIMOSEXTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

VIGÉSIMOCUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS


El Martes Santo, Jesús predice la destrucción del Templo. Para un judío esto equivalía a la ruina del mundo. Por eso los Apóstoles acumulan preguntas que se refieren a sucesos totalmente distintos, como son la devastación de Jerusalén, el advenimiento del Hijo del hombre y el fin del mundo.

Entonces es cuando Jesús pronuncia el importantísimo discurso que debemos comentar y explicar en este Domingo Vigesimocuarto de Pentecostés.

Jesús les respondió, pues con una serie de señales, más de quince en total: la aparición de falsos Cristos, guerras atroces y sus consecuencias, terremotos y grandes señales en el cielo, los vejámenes de toda suerte que experimentarán los discípulos, la deserción y la traición en las propias filas, la apostasía de los más débiles, la convivencia será imposible...

A pesar de tantas pruebas, en medio de las defecciones y tibiezas, los que perseveren, los que guarden la fe y las buenas costumbres cristianas, se salvarán.

El fin no llegará antes de que el Evangelio sea predicado por todo el orbe.

El signo de la desolación abominable también lo será del fin del mundo. Cuando San Pablo habla del Anticristo, da como señal el sacrilegio religioso: “se sentará en el Templo de Dios haciéndose dios”, es decir, se apoderará de la religión para sus fines, y cesará el sacrificio, aunque permanecerá un simulacro de sacrificio…

Indicada la profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos a que presten atención a ella y la interpreten según los indicios que les da y sigan sus consejos.

Y para que no lo tomen como hipérbole, añade: Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.

Con todo, hasta en aquel torbellino de la justicia, deja entrever Dios su misericordia: Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días.

A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su personal Venida: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre.

Y en medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.

Termina Jesús las terribles predicciones con una palabras de consuelo y aliento para los suyos: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención.

En cuanto a la fecha exacta del fin mundo, nadie, sino el Padre Eterno, sabe cuándo sucederá. Tan ignorado es aquel día, que vendrá de imprevisto, como vino el diluvio en los días de Noé.


Los terribles e imprevistos acontecimientos predichos por el Señor en este discurso escatológico reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.

Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.

Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y, luego más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén...

Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?


Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?

Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis. Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo.

En suma, es un entibiamiento de la fe, que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.

Por lo tanto: Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre.


Ahora bien, la sociedad toda, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y esta crisis muestra signos de una crisis final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.

La Iglesia Católica, en particular, desde el Concilio Vaticano II se autodestruye por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior: puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…

Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los cincuenta últimos años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… Y a Pablo VI y Juan Pablo II les cabe la gran responsabilidad, mientras que Benedicto XVI continúa en la misma disparatada dirección…

Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que el fin del mundo no está muy lejano…

Sin embargo, la visión sobrenatural de las cosas nos indica algo muy diferente: todos estos signos, espirituales y materiales, impresionantes y espantosos, no anuncian el fin del mundo, sino tan sólo el fin de un mundo, peor que los que conocieron Noé y Lot…

Y esto principalmente por dos razones:

1. En primer lugar porque, antes del fin del mundo, Dios debe reinar sobre una tierra totalmente renovada y purificada.

2. Luego, debido a que el fin del mundo es, ante todo, un acto de Dios. Es Dios, y solamente Dios, quien se reserva el poner un término definitivo al mundo por Él creado.
Ahora bien, tal como se presenta y desarrolla actualmente, el fin del mundo sería un acto de Satanás y del hombre pecador.


No obstante, si el fin del mundo no es para mañana, el fin de los tiempos se manifiesta con toda evidencia en nuestras coyunturas históricas…


Soy bien consciente de que se me acusa de catastrofismo, de sembrar el pesimismo y el desánimo, de impulsar a la pasividad, de neutralizar la reconquista y restauración…

A quienes no quieren considerar la situación actual de la sociedad y de la Iglesia a la luz de las profecías evangélicas, paulinas y apocalípticas…; a quienes distraen y desarman a los fieles por medio de un optimismo beato, les respondo que la política del avestruz es muy peligrosa y siempre termina por un desastre mayor que el que se quiere desconocer…

A quienes viven de ilusiones y descuidan los verdaderos signos de los tiempos, les recuerdo que su pontífice de corazón tradicionalista ha negado el Limbo… y, por lo tanto, no se puede vivir en él…


Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con los signos dados por Nuestro Señor en el Evangelio para revelar la inminencia de su Segunda Venida.

No hay fecha; pero sí existe un tiempo especificado por Jesucristo.

Aquellos que se niegan a cumplir con este deber, no entienden que se oponen a una exhortación urgente del Evangelio.

Nuestro Salvador, no satisfecho con describirnos los signos que han de preceder su retorno, nos insta firmemente a verificar su cumplimiento con estas palabras: cuando veáis todo esto, sabed que El está cerca, a las puertas.

Ahora bien, ¿cómo ver, si voluntariamente se vuelve la cabeza en una dirección opuesta, ya que se ha decidido, con nuestra sabiduría humana, que es mejor no ver?

Sin duda, la Iglesia ha prohibido dar fechas exactas; pero no debe concluirse por eso que también se proscribe poner en práctica los consejos de Nuestro Señor respecto de su Segunda Venida.

Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. No fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.

Quien desee meditar sobre estos manifiestos papales, encontrará algunos de ellos como nota final.

Me pregunto, ¿sobre qué se han basado estos Sumos Pontífices para atreverse a formular tales afirmaciones?


En el último cuarto del convulsionado siglo XIX, el Padre Emmanuel compuso su magnífica obra El Drama del Fin de los Tiempos. En la nota final se puede leer el undécimo capítulo, la conclusión de la misma, escrita en febrero de 1886; en ella plantea con precisión magistral el tema que nos ocupa.


Con menor autoridad, ciertamente, pero con mayor evidencia ante la gravedad y acumulación de los sucesos, Monseñor Marcel Lefebvre en reiteradas oportunidades hizo referencia a los signos apocalípticos.

En la nota final se encontrarán tres textos de suma importancia.


¿Será necesario agregar a estos testimonios lo que nos han dicho Sor Lucía y los que han leído la tercera parte del Secreto de Fátima sobre los tiempos apocalípticos que en él se anuncian?

Recordemos, simplemente, que Sor Lucía nos envía al Apocalipsis:

“Padre, la Santísima Virgen me dijo que «Se avecinan los últimos días» (Sor Lucía al Padre Fuentes. Ver texto completo en la nota final).

“Cuando regreses a casa, lee de nuevo con particular atención el capitulo XII del Apocalipsis y tendrás la solución” (Palabras de Sor Lucia a una sobrina suya, María do Fetal, sobre las indicaciones que podía sugerir acerca de la tercera parte del secreto).

“Todo está en el Evangelio y en el Apocalipsis. Leedlo” (Sor Lucía a otra persona).


No porque en sí mismo tenga mayor autoridad que los citados anteriormente, ¡lejos de ello!…, pero sí porque la tiene ante algunos de nuestros contemporáneos, sacerdotes y feligreses, presento también el testimonio de Monseñor Bernard Fellay, que en alguna u otra rara excepción en los últimos diez años, apartándose de la prudencia de la carne, habló conforme a la prudencia de Dios… En la nota final se encuentra el texto tomado de su sermón del 15 de agosto de 2008, durante los cuatro meses de reacción ante el ultimátum, en que figuran estas palabras:

“Vivimos tiempos apocalípticos (…) Esto es lo que vivimos, ¡es una realidad! Y no hay derecho de hacer jugar la fe contra la realidad. ¡Si es real, es real!”


Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.

Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.

Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna viva Esperanza.

Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes y por las victorias luciferinas en todo el mundo.

La escritura es categórica en este punto: Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca (San Lucas, XXI).


Concluyo con citas extractadas de dos Sermones del Cardenal Newman sobre la Vigilancia:

“¡Velad!
Nuestro Salvador formuló esta advertencia cuando estaba por dejar este mundo, en lo que a su presencia visible se refiere.
Pero contemplaba el futuro, dirigía su vista hacia los muchos cientos de años que habrían de pasar antes de que volviera.
Conocía su propósito y el propósito de su Padre, dejando gradualmente al mundo para que se arreglara por sí mismo, quitando gradualmente las prendas de su graciosa presencia.
Contemplaba todo lo que sucedería… contemplaba todas las cosas, la creciente negligencia respecto de su persona, negligencia que se extendería incluso entre los que se profesaban seguidores suyos; la descarada desobediencia y las insultantes palabras que le dedicarían a Él y a su Padre muchos de los que Él había regenerado; y la frialdad, cobardía y tolerancia para con el error que desplegarían otros que no llegaban tan lejos como para directamente hablar o actuar en su contra.
Anticipaba el estado del mundo y de la Iglesia, tal como la vemos hoy en día, cuando su prolongada ausencia ha hecho que prácticamente se crea que nunca más volverá con presencia visible.
Y en el texto que nos ocupa nos susurra, misericordiosamente, a los oídos que no confiemos en lo que vemos, que no compartamos esa general incredulidad, que no nos dejemos llevar por el mundo, sino que «miremos, vigilemos y recemos» y esperemos su Venida.
Por cierto que deberíamos tener presente esta misericordiosa advertencia en todo tiempo, siendo que es tan precisa, tan solemne, tan seria.
Profetizó su Primera Venida, y sin embargo tomó por sorpresa a la Sinagoga cuando vino; mucho más repentina será la segunda vez, cuando sorprenda a los hombres con su Parusía, ahora que no ha indicado intervalo de tiempo alguno, como sí lo hizo otrora, sino que dejó librada a nuestra vigilancia la guarda de nuestra fe y la custodia de nuestro amor.
¡Vendré pronto! Esta promesa nos debe tener en un suspiro.
Silenciosamente, los años se suceden; la venida de Cristo está siempre más cerca. Más cerca que en tiempos de San Pablo.
Pues bien, se podría tal vez objetar que hay aquí una suerte de paradoja: ¿Cómo es posible −se nos pregunta− esperar permanentemente algo que tarda tanto? Lo que tanto ha tardado en suceder, puede tardar aún mucho más. Para los primeros cristianos era posible quizá esperar así a Cristo, pero ellos no contaban con la experiencia del largo período durante el cual la Iglesia lo ha estado esperando. No podemos sino usar de nuestra razón: no hay ahora más razones para esperar a Cristo que otrora, cuando, como ha quedado claro, Él no vino. Los cristianos han estado esperando en todo tiempo el último día, y siempre se han visto desilusionados. Les ha parecido ver señales de su Venida; particularidades de su tiempo, que un poco más de conocimiento sobre el mundo, una experiencia más dilatada de la historia, les habría indicado ser común a todas las épocas. Han estado asustados sin motivo valedero, inquietos en sus mentes estrechas, construyendo sobre sus supersticiosas veleidades. ¿En qué época no ha habido gente persuadida de que se acercaba el Día del Juicio? Tales expectativas no han sino inducido a la indolencia y la superstición. Y deben ser consideradas como evidencias de debilidad.
Bien. Ahora trataré de contestar alguna cosa a esta objeción.
Considerada como objeción a la continua espera −para usar una frase común−, prueba demasiado.
Si se la sigue hasta sus últimas consecuencias de manera consistente, no debería esperarse el Día del Señor en ninguna época; la época en que vendrá −sea cuando sea− no debiera esperarlo; que es precisamente contra lo que se nos advirtió.
En ningún lugar nos advirtió contra lo que despreciativamente llaman superstición; y en cambio nos advirtió expresamente contra una confiada seguridad.
Si es verdad que no vino cuando los cristianos lo esperaban, no es menos cierto que cuando venga, para el mundo será un suceso inesperado.
Y así como es verdad que los cristianos de otros tiempos se figuraban ver señales de su Venida, cuando de hecho no había ninguna, es igualmente cierto que, cuando aparezcan, el mundo no verá las señales que lo anticipan.
Las señales de su Venida no son tan claras como para dispensarnos de intentar discernirlas, ni tan patentes que uno no pueda equivocarse en su interpretación. Y nuestra elección pende entre el riesgo de ver lo que no es y el de no ver lo que es.
Es cierto que muchas veces, a lo largo de los siglos, los cristianos se han equivocado al creer discernir la vuelta de Cristo; pero convengamos en que en esto no hay comparación posible: que resulta infinitamente más saludable creer mil veces que Él viene, cuando no viene; que creer una sola vez que no viene, cuando viene.
Tal es la diferencia entre la Escritura y el mundo; a juzgar por las Escrituras deberíamos esperar a Cristo en todo tiempo; a juzgar por el mundo no habría que esperarlo nunca.
Ahora bien, ha de venir un día, más tarde o más temprano.
Ahora, los hombres del mundo se mofan de nuestra falta de discernimiento; pero ¿a quién se le atribuirá falta de discernimiento entonces?
Todo esto atestigua nuestro deber de recordar y esperar a Cristo. Esto nos enseña a despreciar el presente, a no confiarnos en nuestros planes, a no abrigar expectativas para el futuro sino vivir en nuestra Fe como si Él no se hubiese ido, como si ya hubiese vuelto.
Debemos intentar vivir como si los Apóstoles aún vivieran, y tratar de contemplar la vida de Nuestro Señor en los Evangelios no como una historia, sino como un recuerdo”.



NOTAS:

a) Textos Pontificios:

1) “Tristes, en verdad, y con muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección. Sí; la tierra está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna.
Nos referimos, Venerables Hermanos, a las cosas que veis con vuestros mismos ojos y que todos lloramos con las mismas lágrimas.
Es el triunfo de una malicia sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida.
De ahí que se corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.
Se combate tenazmente a la Sede de Pedro, en la que puso Cristo el fundamento de la Iglesia, y se quebrantan y se rompen por momentos los vínculos de la unidad. Se impugna la autoridad divina de la Iglesia y, conculcados sus derechos, se la somete a razones terrenas, y, con suma injusticia, la hacen objeto del odio de los pueblos reduciéndola a torpe servidumbre.
Se niega la obediencia debida a los Obispos, se les desconocen sus derechos. Universidades y escuelas resuenan con el clamoroso estruendo de nuevas opiniones, que no ya ocultamente y con subterfugios, sino con cruda y nefaria guerra impugnan abiertamente la fe católica.
Corrompidos los corazones de los jóvenes por la doctrina y ejemplos de los maestros, crecieron sin medida el daño de la religión y la perversidad de costumbres.
De aquí que roto el freno de la religión santísima, por la que solamente subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes, y la destrucción de todo poder legítimo.
Debemos buscar el origen de tantas calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.” (Mirari vos, de S.S. Gregorio XVI, del 15 agosto 1832).


2) “Los intereses de Dios son Nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!
Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra ordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os calificaríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nosotros.
Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol.
En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre.
Por el contrario —esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol—, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que —aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene—, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios” (San Pío X, E Supremi Apostolatus, del 4 de octubre de 1904).


3) “Apenas Nos fue dado contemplar, de una sola mirada, desde la altura de la dignidad Apostólica, el curso de los humanos acontecimientos, al ofrecerse a Nuestros ojos la triste situación de la sociedad civil, Nos experimentamos un acerbo dolor.
Y ¿cómo podría nuestro corazón de Padre común de todos los hombres dejar de conmoverse profundamente ante el espectáculo que presenta Europa, y con ella el mundo entero, espectáculo el más atroz y luctuoso que quizá ha registrado la historia de todos los tiempos?
Parece que, en realidad, han llegado aquellos días de los que Jesucristo profetizó: Oiréis hablar de guerra y de rumores de guerra… Se levantará nación contra nación (S.S. Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum, del 1º de noviembre de 1914).


4) “Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual (…) Mas ante ese odio satánico contra la religión, que recuerda el mysterium iniquitatis de que nos habla San Pablo (2 Tes 2,7), los solos medios humanos y las previsiones de los hombres no bastan...” (Caritate Christi compulsi, de S.S. Pío XI, del 3 de mayo de 1932:).


5) “Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección, que no admita ya ningún dominio de la muerte (…) ¡Ven, Señor Jesús! La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía a tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine con el día. ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!” (Pío XII, Mensaje Pascual de 1957).


b) Texto del Padre Emmanuel:

“Hemos llegado al término de nuestro estudio. Al echar una mirada sobre sus destinos futuros, nos hemos apoyado únicamente en las profecías que forman parte integrante de la Escritura divinamente inspirada. La sustancia de nuestro trabajo ha sido sacada, pues, de las fuentes mismas en que se alimenta la fe católica; y no pensamos que pueda negarse sin temeridad lo que hemos adelantado sobre el Anticristo, la aparición de Henoc y Elías, la conversión de los judíos, las señales precursoras del juicio.
Donde podríamos habernos equivocado es en los comentarios que hemos hecho de varios pasajes del Apocalipsis, como también en el encadenamiento que hemos tratado de establecer entre los acontecimientos citados más arriba. Pero si hemos errado, ha sido siguiendo a intérpretes autorizados, y lo más frecuentemente a Padres de la Iglesia.
¿Nos equivocamos en ver en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No nos lo parece. La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos imaginar otros más terribles.
Sin embargo, no querríamos que se falsease nuestro pensamiento. La época en que vivimos es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y las tinieblas, y les señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).
Por otra parte, es seguro que la carrera terrestre de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es más, tal vez nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha hecho saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la noche de las tierras profundas que se extienden detrás de ellas.
¿Cómo la Iglesia realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará a las naciones que lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el testimonio prometido por Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos.
La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones humanas; basta recordar las maravillosas conquistas hechas contra la infidelidad, en el momento más agudo de la crisis del protestantismo.
En realidad, la confianza más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia no es incompatible de ningún modo con nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente.
Por otra parte, al estimar que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de querer precisar los tiempos y los momentos; lo que consideraríamos como una temeridad ridícula.
Permítasenos una comparación que explicará todo nuestro pensamiento.
Sucede que un viajero descubre, a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas de esas montañas lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, encuentra barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se acerca de ella.
Así sucede con nosotros, a nuestro humilde entender, en los tiempos presentes. Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema coronación. Pero, desde el punto en que nos encontramos en el momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva el futuro! ¡Cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡Cuántos progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡Cuántas alternativas en la lucha! ¡Cuántas compensaciones al lado de las pérdidas!
Aquí hay que reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in sua potestate” (Act. 1 7).
En esta incertidumbre, dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer?
Velar y orar.
Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos, “instabunt tempora periculosa” (II Tim. 3 8); pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la fe.
Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas. Velar y orar, para no entrar en la tentación.
Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre: “Vigilate, omni tempore orantes, ut digni habeamini fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante Filium hominis” (Lc.21 24)” (Undécimo artículo, febrero de 1886).


c) Textos de Monseñor Marcel Lefebvre:

1) “… No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Es un combate que pide todas las fuerzas sobrenaturales de las que tenemos necesidad para luchar contra el que quiere destruir la Iglesia radicalmente, que quiere la destrucción de la obra de Nuestro Señor Jesucristo. Lo quiso desde que Nuestro Señor nació y él quiere seguir suprimiendo, destruir su Cuerpo Místico, destruir su Reino, y a todas sus instituciones, cualquiera que fueran.
Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico, en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. No nos atrevemos a declarar más el reino social de Nuestro Señor porque eso suena mal a los oídos del mundo laico y ateo.
(…) La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales” (Homilía del 29 de junio de 1987).


2) “Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción:
“…Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de adoración, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios… Porque el misterio de la iniquidad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene. Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida” (2: 1-8).
Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa.
Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones.
La Iglesia no es más la Esposa de Cristo, que es el único Dios.
Por el momento, es una apostasía más material que formal, más visible en los hechos que en la proclamación. No puede decirse que el Papa es apóstata, que ha renegado oficialmente de Nuestro Señor Jesucristo; pero en la práctica, se trata de una apostasía.” (Tiempo de tinieblas, octubre de 1987).


3) “Ahora os diré algunas palabras sobre la situación internacional. Me parece que tenemos que reflexionar y sacar una conclusión ante los acontecimientos que vivimos actualmente, que tienen bastante de apocalípticos. Es algo sorprendente esos movimientos que no siempre comprendemos bien; esas cosas extraordinarias que suceden detrás, y ahora a través, de la cortina de acero. No debemos olvidar, con ocasión de estos acontecimientos las previsiones que han hecho las sectas masónicas y que han sido publicadas por el Papa Pío IX. Ellas hacen alusión a un gobierno mundial y al sometimiento de Roma a los ideales masónicos; esto hace ya más de cien años. No debemos olvidar tampoco las profecías de la Santísima Virgen. Ella nos ha advertido. Si Rusia no se convierte, si el mundo no se convierte, si no reza ni hace penitencia, el comunismo invadirá el mundo.
¿Qué quiere decir ésto? Sabemos muy bien que el objetivo de las sectas masónicas es la creación un gobierno mundial con los ideales masónicos, es decir los derechos del hombre, la igualdad, la fraternidad y la libertad, comprendidas en un sentido anticristiano, contra Nuestro Señor.
Esos ideales serían defendidos por un gobierno mundial que establecería una especie de socialismo para uso de todos los países y, a continuación, un congreso de las religiones, que las abarcaría a todas, incluida la católica, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.
Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno.
Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello” (Homilía del 19 de noviembre de 1989).


d) Textos de Sor Lucía:

El 26 de diciembre de 1957, Sor Lucía le confió al Padre Fuentes:

“El demonio está por desencadenar la batalla decisiva contra la Santísima Virgen; muchas naciones desaparecerán de la faz de la Tierra y Rusia será el instrumento del castigo divino para el mundo entero, a menos que se obtenga primero la conversión de esta pobre nación.
Estamos apenas a tiempo para detener el castigo del Cielo, pero debemos decirle a los fieles que no deben estar esperando un llamado del Sumo Pontífice al ruego y a la penitencia, ni de los Obispos, ni de los párrocos, ni de los superiores Generales; Nuestro Señor ya ha hecho muchas veces alusión a este pedido que no fue jamás escuchado.
Es tiempo de que cada uno de nosotros por su propia iniciativa realice obras santas y reforme su vida según el reclamo de la Santísima Virgen.
El demonio quiere adueñarse de las almas consagradas, trabaja para corromperlas, para inducir las otras almas a la condenación final, usa toda la astucia sugiriendo también aggiornar la vida religiosa.
La Santísima Virgen ha dicho expresamente: «Se avecinan los últimos días».
Y me lo ha hecho ver por tres motivos:
1º) Porque el demonio ha empezado la lucha decisiva de la cual uno de los dos saldrá victorioso o vencido. O estamos con Dios, o estamos con el demonio, no hay término medio.
2º) Porque los últimos remedios dados al mundo para su salvación son el Santo Rosario y la devoción al Corazón Inmaculado de María.
3º) Porque agotados todos los otros medios que han sido despreciados hasta ahora por los hombres, Nuestro Señor ofrece con temor nuestra última áncora de salvación: la Santísima Virgen en persona. Si rechazamos y despreciamos este último recurso no habrá más perdón para nosotros del Cielo.
Recordemos que Jesucristo es un hijo lleno de amor que no permitirá más que se quiera ofender o despreciar a su Santísima Madre.
Por esto mi misión en la Tierra no es llenar las almas de miedo por los castigos materiales que irán a cumplirse. ¡No! mi misión es sólo aquella de indicar a todos el peligro inminente en que se encuentran: perder nuestra alma para siempre si permanecemos obstinadamente atados al pecado.”


e) Texto de Monseñor Bernard Fellay:

“Estamos aquí para cumplir con el voto de Luís XIII. Se podría decir que más que nunca necesitamos cumplir con este voto, no sólo por una procesión, no sólo por una aclamación a la Santísima Virgen María reconociéndola como nuestra Reina y Madre, sino haciéndola entrar realmente en nuestra vida personal, familiar y social.
Más que nunca debemos vivir en la intimidad con la Santísima Virgen María; más que nunca necesitamos su patrocinio y su protección.
Porque vivimos tiempos muy especiales. Si lo deseáis, podemos arriesgar estas palabras: vivimos tiempos apocalípticos; no para complacernos en lo fantasioso, sino simplemente porque el tiempo que vivimos corresponde a lo que se describe en este libro de la Sagrada Escritura que es el Apocalipsis.
Es cierto que, tomado en un sentido muy amplio, el Apocalipsis describe lo que está sucediendo en la Iglesia desde la muerte de Nuestro Señor hasta el fin de los tiempos. En un sentido amplio, debe tomarse este libro como la descripción de la vida de la Iglesia.
Algunos autores, incluso Santos, tuvieron varias interpretaciones, y tomaron algunos capítulos para decir: “este capítulo se aplica a tal época, este otro para tal otra”.
Sabemos que el futuro se nos escapa, y que siempre es peligroso desear aplicar la Palabra de Dios, que nos supera, a eventos particulares.
Es más fácil, una vez que las cosas han tenido lugar, decir que esta parte se ha cumplido, que tal profecía estaba destinada a tal momento.
Es delicado, y no queremos llevar a cabo este tipo de aplicación.
Esto no quita que lo que vivimos —a nivel de la sociedad humana y de la Iglesia— no es normal, sale completamente fuera de lo normal y habitual.
Estamos en un período donde todo está perturbado, donde se atacan los principios más profundos. Este es un momento increíble. Nos gustaría poder decir que esto no puede ser, que no debería existir.
Sin embargo, esto es lo que vivimos, ¡es una realidad! Y no hay derecho de hacer jugar la fe contra la realidad. ¡Si es real, es real!” (Homilía en Saint Malo, 15 de agosto de 2008).

domingo, 14 de noviembre de 2010

Domingo 25º después de Pentecostés


SEXTO DOMINGO DE EPIFANÍA


Por la misma razón que el Domingo pasado, la Liturgia toma hoy los textos del Sexto Domingo de Epifanía sobrante en el mes de enero.

Una vez más, el Evangelio presenta a nuestra consideración y meditación una parábola.

Nuestro Señor nos habla muchas veces en el Evangelio del Reino de los Cielos y nos lo representa bajo diferentes figuras, por medio de parábolas.

El Evangelio del Domingo anterior nos lo mostró debajo de la imagen de un hombre que sembró buen grano en su campo, pero el hombre enemigo vino luego y sembró cizaña.

En el Evangelio de hoy, Nuestro Señor equipara el Reino al grano de mostaza, que se convirtió en un árbol grande; y al puñado de levadura, que fermenta toda la masa:

El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.
El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


¿Cuál es el significado de estas parábolas?

Este grano de mostaza es la predicación evangélica. De hecho, desde el principio, fue tan pequeña como un grano de mostaza, sembrada por Nuestro Señor y por los Apóstoles en Judea, en primer lugar, y a continuación por toda la tierra, en medio de contradicciones y persecuciones.

Pero este grano de mostaza germinó, creció y se convirtió en un enorme árbol donde las aves del cielo, es decir los fieles y almas generosas, vinieron en tropel para descansar y alimentarse, hasta que puedan volar hacia el Cielo.

Literalmente, y según el significado de nuestro texto, la levadura es una pequeña cantidad de pasta amarga, que mezclada con la masa para hacer el pan, tiene la propiedad de levantar, hinchar y fermentar; haciendo más ligero y más sabroso el pan.

Tomada en este sentido, su efecto es bueno y saludable. Pero, en el sentido moral, la levadura puede significar la acción malsana e indeseable que el pecado lleva a cabo en nuestra alma.

Es en ese sentido que Nuestro Señor dijo a sus discípulos: Cuidaos del fermento de los fariseos…; y que San Pablo dice: Expurgaos del viejo fermento, para que seáis una nueva masa.

Esta parábola de la levadura, adaptada a la elaboración del pan, mostrando el maravilloso efecto en tres medidas de harina, tiene las mismas aplicaciones que la parábola del grano de mostaza.

Se entiende que es la Palabra de Dios, el Evangelio, que cual fermento saludable transforma poco a poco el mundo, suscita virtudes desconocidas, hace hombres justos, buenos, humildes, mansos y castos…


Tanto la semilla de mostaza como la fermentación divina, conservan aún hoy sus propiedades, y en todo el mundo producen los mismos efectos maravillosos, en la medida que se las reciba y se les permita actuar.

La gracia de Dios, infundida en nuestras almas por medio de los Sacramentos, engendra frutos de santidad y de la salvación, siempre que no pongamos barreras.


En esta doble parábola de Nuestro Señor, el Evangelio está representado por el grano de mostaza, que germinó, creció, se extendió y hace sentir su influencia divina en la tierra; así como por la levadura, que transformó los individuos, las familias, las instituciones, los pueblos y las sociedades que la han recibido.


¿Cómo fue el Evangelio ese grano de mostaza?

El sembrador es Nuestro Señor y, después de él, los Apóstoles y todos los obreros apostólicos en los siglos subsiguientes. El campo es el mundo, que pertenece al Señor. El Evangelio apareció como una semilla pequeña, para germinar, echar raíces y desarrollarse por toda la tierra. Todo tipo de razones humanas parecían oponerse a la misma.

De hecho, el Evangelio no fue predicado por filósofos y científicos, sino por hombres pobres y débiles, completamente desprovistos de todos los recursos humanos.

Y, sin embargo, derribó los ídolos, así como todas las ideas adoptadas sobre Dios y su relación con el hombre.

Enseñó una nueva religión, en completo contraste con los antiguos cultos y la sabiduría humana: un solo Dios en tres Personas; un Dios hecho hombre y crucificado…, misterios incomprensibles a la razón.

Las máximas evangélicas declararon la guerra a las pasiones del hombre, al prohibir y condenar el homicidio, el odio, la venganza, el robo, la usura y la injusticia de todo tipo; así como el adulterio, el divorcio, la fornicación y todas las deshonestidades.

Ellas predican la humildad, la mansedumbre, la pobreza, la castidad, la mortificación y tantas otras virtudes desconocidas hasta entonces y no tenidas en cuenta, siendo despreciadas por el mundo.

Y sin embargo este Evangelio fue sembrado, predicando en todo lugar; creció y fue aceptado por millones de hombres. Realmente se convirtió en un árbol frondoso, donde los hombres de buena voluntad y de todas las condiciones buscaron abrigo y alimento espiritual, consuelo y fortaleza.


¿Cómo el Evangelio es una levadura? Esta mujer que toma el fermento es la Iglesia. Las tres medidas de harina significan todo el género humano, todos los pueblos de la tierra.

Ahora bien, todas estas personas estaban sumergidas en la idolatría y la ignorancia más grosera, entregadas a las pasiones más vergonzosas. El vicio era honrado, coronado, divinizado. La Verdad eterna y la virtud, por el contario, eran totalmente ignoradas u olvidadas.

Esta masa inerte, corrupta, infecta… era la que debía ser fermentada, elevada, purificada, convertida y santificada.

Esta es la razón por la cual la Iglesia, tomando el Evangelio lo confió a sus apóstoles y a sus misioneros, y los envió para predicarlo por todo el mundo, para mezclarlo con esta harina insípida o de mala calidad para mejorarla.

Este fermento beneficioso y vigorizante, expandido en toda la tierra, infundido en los pueblos y personas de buena voluntad, operó una transformación maravillosa y divina.

En todas partes donde fue recibido, detuvo la barbarie, disipó el error, desterró las supersticiones, reemplazó los vicios más vergonzosos por las virtudes más preciosas: el orgullo por la humildad, la voluptuosidad por la mortificación y la castidad, el odio por el amor, la codicia por la misericordia…

En resumen, la humanidad se transformó y divinizó por esta potente levadura.

De este modo, después de que el Cristianismo lograra penetrar en el Imperio Romano, la sociedad fue vivificada por el Evangelio, llegando a una cumbre, en la Edad Media, la Civilización Cristiana, a pesar de todas las imperfecciones propias de la naturaleza herida por el pecado.


Desde entonces, por la siembra de la cizaña y la mezcla del fermento mundano, comenzó un largo y profundo descenso; y cada siglo, cada decenio, ve cómo la caída se precipita vertiginosamente, y más graves son las consecuencias y secuelas.


En efecto, la Civilización inspirada por el Catolicismo:

tuvo su inicio, su crecimiento lento, su desarrollo;

en el Medioevo, en el siglo XIII, llegó al apogeo máximo que pudo alcanzar en las actuales condiciones de la humanidad;

a partir de 1303 comenzó su declinar, que no se detendrá hasta llegar a un término intrahistórico catastrófico;

finalmente, tendrá un fin glorioso metahistórico, es decir la restauración final de todas las cosas en Cristo y por Cristo.


El año pasado, comentando este mismo Evangelio, hemos considerado cómo las fuerzas satánicas desencadenadas irrumpieron en el renaciente humanismo pagano, y fueron provocando el protestantismo y sus guerras impías, la filosofía de la ilustración, la Revolución francesa, el laicismo, el secularismo y el espíritu revolucionario ateo, hasta que los hombres de iglesia aportaron su apoyo, por la democracia religiosa coronada por el Concilio Vaticano II, para sembrar una cizaña de gran calidad y mezclar un fermento farisaico de enorme poder.

La particularidad de lo que puede denominarse período moderno es una lenta descomposición metódica y progresiva de la trama sobrenatural y natural de la sociedad.

Puede discernirse bien la marca del antiguo enemigo de la humanidad, y su infatigable lucha contra la Iglesia.


En este punto concreto en el cual nos encontramos, debemos comprender nuestro lugar y nuestra misión en el mundo posmoderno.

En esta historia concreta, nuestra historia, el tema de nuestra salvación y la de las almas que Dios nos confía continúa.

Sin perder el tiempo en ilusorias reconquistas ni en utópicas restauraciones, nuestro deber es, por lo tanto, santificarnos y santificar, sabiendo que tenemos los medios necesarios, por dramática que sea la hora presente y sus peligros, y por muy inhóspita que sea la trinchera en la cual estamos.

Los sorprendentes efectos del grano de trigo y de la levadura no cesan de operarse; y cada día somos testigos, cada vez que el buen grano es sembrado en un alma, y al comprobar el efecto transformante del fermento del Evangelio.


Permítaseme consagrar la última parte de este sermón al tema concreto de las dificultades de los más jóvenes enfrentados con el poder de la Revolución, que los acecha por todas partes.

Aquí no caben ni ilusiones ni utopías… ¡Todo lo contrario!, son las quimeras y los ensueños los que ofuscan el verdadero problema…

Pero es más fácil proporcionar la droga de la restauración, que causa el escapismo de la realidad, que enseñar y ayudar a enfrentar la misma, sirviéndonos incluso de sus manifestaciones y estragos para santificarnos y santificar a quienes nos rodean.

No se trata de cruzarnos de brazos… Sino de asumir la realidad tal como es…

Ahora bien, los combates que deben librar nuestros jóvenes no son como los del pasado; sus batallas son más graves, porque el Príncipe de las tinieblas ha adquirido un derecho y un dominio más grande sobre todas las cosas, y siembra una cizaña refinada y mezcla su fermento diabólico en la economía, la política, las artes, las ciencias, la filosofía y la teología…

¡Sí!, los actuales combates son diferentes, porque la apostasía se reviste de un cierto encanto, y porque las doctrinas modernas saben presentarse seductoras, sugestivas y convincentes a las inteligencias, no siempre bien formadas, antes bien deformadas por la escuela moderna e incluso por los mismos clérigos, hasta la más alta cumbre de la jerarquía…


Los jóvenes están amenazados hoy:

Por una piedad inconsistente, sin el marco sólido de la doctrina.

Por el adoctrinamiento falsificador de la historia y de los principios naturales.

Por la crítica y ridiculización constante de la verdad, lo bueno, lo bello, lo noble, la santidad…

Por el enervamiento de la voluntad, privada de la luz de una inteligencia bien formada y además prisionera de las pasiones desenfrenadas.

Por el hábito de reclamar sus derechos, haciendo caso omiso de sus obligaciones.

Por la búsqueda constante de distracciones y placeres, en lugar del deber bien cumplido.

Por el deseo incontrolado de poseer.

Por el acostumbramiento a situaciones en contra de la naturaleza respecto del matrimonio, la familia, los hijos, el origen y el fin de la vida.

Por la inversión permanente de los valores: emasculación del carácter del varón, la liberación femenina, la confusión de los roles recíprocos del varón y la mujer, la hipertrofia de los derechos del niño-rey...

Por la atmósfera de inmodestia e impiedad reinante.

Por la facilidad del “escapismo” a un mundo irreal, sea por la droga, el alcohol, o simplemente internet y otros medios que la tecnología les ofrece.


El período contemporáneo de la Revolución seduce, desorienta a los oponentes, desalienta a los combatientes…

Sus ideas y métodos son propagados por hombres “buenos”, prelados de la Iglesia, estadistas, padres, profesores…

Y en el ámbito mismo de la Obra de la Tradición se equivoca el diagnóstico de la situación y, consecuentemente, el tratamiento de la enfermedad.


Debemos proporcionar una estrategia y una táctica para llevar a cabo la lucha que se libra, en primer lugar, en el gran campo de batalla que es cada alma de adolescente.

Mientras no se conquiste el corazón del joven para Cristo Rey, ¡olvídense de cruzadas de reconquista y de la restauración de la Civilización Cristiana!

En esta gigantesca y formidable cruzada, volvamos al Evangelio, al grano de mostaza y a la levadura

Estos medios evangélicos deben aplicarse desde la niñez, y no deben relajarse en el momento crucial de la adolescencia, cuando se decide la vida de un hombre.


Hay dos principios previos a tener en cuenta:

1º) El regreso al orden natural y real.

Es necesario hacer vivir a los jóvenes en la realidad, conforme al orden natural.

Hay que enseñarles a utilizar con parsimonia y cuidado el mundo virtual de la imaginería electrónica.

Dar preferencia a la simple recreación, al ocio intelectual, a la buena lectura que presenta un universo normal, a la buena música.

La contemplación de la realidad de la creación enseña también que nada se obtiene sin esfuerzo, sin dificultades a superar, sin violencia para con uno mismo, normalmente con la privación de los medios materiales.


2º) La formación propia y el conocimiento del enemigo.

Consagramos poco tiempo a la formación. Rara vez nos dedicamos a leer o hablar con nuestros adolescentes.

En este período de su vida, es cierto que no siempre son dóciles a nuestros ideales. Ellos prefieren “mirar afuera”, buscar entre los amigos…

En este campo, debe ser un deber nuestro el formar el pensamiento y la reflexión religiosa, teológica, filosófica, histórica y política, para situarlos bien en el momento del combate que les toca llevar a cabo.

¡No estamos en la Edad Media!…, cuando un San Luís Rey de Francia recibía en su mesa a un Santo Tomás de Aquino, el cual enseñaba en la Universidad de París junto con un San Buenaventura…

Jesucristo, preguntándose si cuando regrese a la tierra encontrará aún la fe, nos advirtió…

Advertencia severa, ciertamente; pero Nuestro Señor también ofrece los remedios.


Detengámonos brevemente, y a modo de simple indicación, en el resumen de este espíritu que ofrece toda la Tradición de la Iglesia por los tres votos de los religiosos, correspondientes a las virtudes necesarias a todo cristiano, máxime en nuestros días: pobreza, castidad y obediencia.

Estamos bien aquí en presencia de los recursos reales y los medios concretos para enfrentar la etapa revolucionaria que nos toca resistir.


POBREZA:

Existe una necesidad urgente de reflexionar sobre las consecuencias del aberrante acceso de nuestra juventud al dinero, o lo que él proporciona.

Los padres dan, a veces, al mal ejemplo en la búsqueda exagerada de los dispositivos inútiles de la técnica.

La pobreza de hecho, acompañada del ansia de riqueza, tampoco santifica…

Es necesario exhortar y persuadir a los jóvenes a madurar en la paz que da la sabiduría, en lugar de correr detrás de la distracción y la disipación.

Recreación y bienestar espiritual no son sinónimos de capitalización de medios sofisticados, poseídos o deseados…


CASTIDAD:

Es un deber combatir el pecado que se manifiesta en el campo de la moda, en el uso de internet, de revistas, etc., así como en las relaciones entre niños-niñas y muchachos-muchachas, que se juzgan de forma demasiado inocente.

No hace falta para nada la mal llamada “educación sexual”. Es necesario urgentemente educar la pureza, en la pureza y para la pureza.


OBEDIENCIA:

No se trata sólo de los primeros años, ni de un simple acatamiento a órdenes impartidas. Se trata de una formación más profunda, del espíritu religioso de la obediencia, y del concepto de la autoridad.

El reconocer la voluntad de Dios en los acontecimientos, las órdenes recibidas, los contratiempos, los reveses de enfermedad o fortuna, las dificultades de nuestra sociedad, etc.…

Aprender a amar los designios eternos de Dios. Respetar cualquier autoridad legítima.

Luchando contra el espíritu de independencia, vencemos el igualitarismo que no reconoce ningún orden jerárquico.


A modo de conclusión y de medidas prácticas:

La doctrina divina y las santas máximas del cristianismo, ¿han echado raíz en nuestro corazón? ¿Han mejorado nuestra alma? ¿Son la regla de nuestra vida?

¿Vamos con fe, reconocimiento y amor, a descansar a la sombra divina del Evangelio?

¿Nos satisfacen y sacian sus frutos deliciosos y saludables, o necesitamos “otra cosa”?

¿Mezclamos el fermento beneficioso y vigorizante del Evangelio en nuestra vida, para divinizarla?


Que la Santísima Virgen María nos obtenga estas gracias para que pueda decirse de nosotros lo que San Pablo dijo a sus discípulos de Tesalónica, tal como lo relata la Epístola de este Domingo:

En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones. Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad, y la tenacidad de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; ya que os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros. Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Partiendo de vosotros, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes, de manera que nada nos queda por decir. Ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra entrada a vosotros, y cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la cólera venidera.