SEXTO DOMINGO DE EPIFANÍA
Por la misma razón que el Domingo pasado, la Liturgia toma hoy los textos del Sexto Domingo de Epifanía sobrante en el mes de enero.
Una vez más, el Evangelio presenta a nuestra consideración y meditación una parábola.
Nuestro Señor nos habla muchas veces en el Evangelio del Reino de los Cielos y nos lo representa bajo diferentes figuras, por medio de parábolas.
El Evangelio del Domingo anterior nos lo mostró debajo de la imagen de un hombre que sembró buen grano en su campo, pero el hombre enemigo vino luego y sembró cizaña.
En el Evangelio de hoy, Nuestro Señor equipara el Reino al grano de mostaza, que se convirtió en un árbol grande; y al puñado de levadura, que fermenta toda la masa:
El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.
El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.
¿Cuál es el significado de estas parábolas?
Este grano de mostaza es la predicación evangélica. De hecho, desde el principio, fue tan pequeña como un grano de mostaza, sembrada por Nuestro Señor y por los Apóstoles en Judea, en primer lugar, y a continuación por toda la tierra, en medio de contradicciones y persecuciones.
Pero este grano de mostaza germinó, creció y se convirtió en un enorme árbol donde las aves del cielo, es decir los fieles y almas generosas, vinieron en tropel para descansar y alimentarse, hasta que puedan volar hacia el Cielo.
Literalmente, y según el significado de nuestro texto, la levadura es una pequeña cantidad de pasta amarga, que mezclada con la masa para hacer el pan, tiene la propiedad de levantar, hinchar y fermentar; haciendo más ligero y más sabroso el pan.
Tomada en este sentido, su efecto es bueno y saludable. Pero, en el sentido moral, la levadura puede significar la acción malsana e indeseable que el pecado lleva a cabo en nuestra alma.
Es en ese sentido que Nuestro Señor dijo a sus discípulos: Cuidaos del fermento de los fariseos…; y que San Pablo dice: Expurgaos del viejo fermento, para que seáis una nueva masa.
Esta parábola de la levadura, adaptada a la elaboración del pan, mostrando el maravilloso efecto en tres medidas de harina, tiene las mismas aplicaciones que la parábola del grano de mostaza.
Se entiende que es la Palabra de Dios, el Evangelio, que cual fermento saludable transforma poco a poco el mundo, suscita virtudes desconocidas, hace hombres justos, buenos, humildes, mansos y castos…
Tanto la semilla de mostaza como la fermentación divina, conservan aún hoy sus propiedades, y en todo el mundo producen los mismos efectos maravillosos, en la medida que se las reciba y se les permita actuar.
La gracia de Dios, infundida en nuestras almas por medio de los Sacramentos, engendra frutos de santidad y de la salvación, siempre que no pongamos barreras.
En esta doble parábola de Nuestro Señor, el Evangelio está representado por el grano de mostaza, que germinó, creció, se extendió y hace sentir su influencia divina en la tierra; así como por la levadura, que transformó los individuos, las familias, las instituciones, los pueblos y las sociedades que la han recibido.
¿Cómo fue el Evangelio ese grano de mostaza?
El sembrador es Nuestro Señor y, después de él, los Apóstoles y todos los obreros apostólicos en los siglos subsiguientes. El campo es el mundo, que pertenece al Señor. El Evangelio apareció como una semilla pequeña, para germinar, echar raíces y desarrollarse por toda la tierra. Todo tipo de razones humanas parecían oponerse a la misma.
De hecho, el Evangelio no fue predicado por filósofos y científicos, sino por hombres pobres y débiles, completamente desprovistos de todos los recursos humanos.
Y, sin embargo, derribó los ídolos, así como todas las ideas adoptadas sobre Dios y su relación con el hombre.
Enseñó una nueva religión, en completo contraste con los antiguos cultos y la sabiduría humana: un solo Dios en tres Personas; un Dios hecho hombre y crucificado…, misterios incomprensibles a la razón.
Las máximas evangélicas declararon la guerra a las pasiones del hombre, al prohibir y condenar el homicidio, el odio, la venganza, el robo, la usura y la injusticia de todo tipo; así como el adulterio, el divorcio, la fornicación y todas las deshonestidades.
Ellas predican la humildad, la mansedumbre, la pobreza, la castidad, la mortificación y tantas otras virtudes desconocidas hasta entonces y no tenidas en cuenta, siendo despreciadas por el mundo.
Y sin embargo este Evangelio fue sembrado, predicando en todo lugar; creció y fue aceptado por millones de hombres. Realmente se convirtió en un árbol frondoso, donde los hombres de buena voluntad y de todas las condiciones buscaron abrigo y alimento espiritual, consuelo y fortaleza.
¿Cómo el Evangelio es una levadura? Esta mujer que toma el fermento es la Iglesia. Las tres medidas de harina significan todo el género humano, todos los pueblos de la tierra.
Ahora bien, todas estas personas estaban sumergidas en la idolatría y la ignorancia más grosera, entregadas a las pasiones más vergonzosas. El vicio era honrado, coronado, divinizado. La Verdad eterna y la virtud, por el contario, eran totalmente ignoradas u olvidadas.
Esta masa inerte, corrupta, infecta… era la que debía ser fermentada, elevada, purificada, convertida y santificada.
Esta es la razón por la cual la Iglesia, tomando el Evangelio lo confió a sus apóstoles y a sus misioneros, y los envió para predicarlo por todo el mundo, para mezclarlo con esta harina insípida o de mala calidad para mejorarla.
Este fermento beneficioso y vigorizante, expandido en toda la tierra, infundido en los pueblos y personas de buena voluntad, operó una transformación maravillosa y divina.
En todas partes donde fue recibido, detuvo la barbarie, disipó el error, desterró las supersticiones, reemplazó los vicios más vergonzosos por las virtudes más preciosas: el orgullo por la humildad, la voluptuosidad por la mortificación y la castidad, el odio por el amor, la codicia por la misericordia…
En resumen, la humanidad se transformó y divinizó por esta potente levadura.
De este modo, después de que el Cristianismo lograra penetrar en el Imperio Romano, la sociedad fue vivificada por el Evangelio, llegando a una cumbre, en la Edad Media, la Civilización Cristiana, a pesar de todas las imperfecciones propias de la naturaleza herida por el pecado.
Desde entonces, por la siembra de la cizaña y la mezcla del fermento mundano, comenzó un largo y profundo descenso; y cada siglo, cada decenio, ve cómo la caída se precipita vertiginosamente, y más graves son las consecuencias y secuelas.
En efecto, la Civilización inspirada por el Catolicismo:
— tuvo su inicio, su crecimiento lento, su desarrollo;
— en el Medioevo, en el siglo XIII, llegó al apogeo máximo que pudo alcanzar en las actuales condiciones de la humanidad;
— a partir de 1303 comenzó su declinar, que no se detendrá hasta llegar a un término intrahistórico catastrófico;
— finalmente, tendrá un fin glorioso metahistórico, es decir la restauración final de todas las cosas en Cristo y por Cristo.
El año pasado, comentando este mismo Evangelio, hemos considerado cómo las fuerzas satánicas desencadenadas irrumpieron en el renaciente humanismo pagano, y fueron provocando el protestantismo y sus guerras impías, la filosofía de la ilustración, la Revolución francesa, el laicismo, el secularismo y el espíritu revolucionario ateo, hasta que los hombres de iglesia aportaron su apoyo, por la democracia religiosa coronada por el Concilio Vaticano II, para sembrar una cizaña de gran calidad y mezclar un fermento farisaico de enorme poder.
La particularidad de lo que puede denominarse período moderno es una lenta descomposición metódica y progresiva de la trama sobrenatural y natural de la sociedad.
Puede discernirse bien la marca del antiguo enemigo de la humanidad, y su infatigable lucha contra la Iglesia.
En este punto concreto en el cual nos encontramos, debemos comprender nuestro lugar y nuestra misión en el mundo posmoderno.
En esta historia concreta, nuestra historia, el tema de nuestra salvación y la de las almas que Dios nos confía continúa.
Sin perder el tiempo en ilusorias reconquistas ni en utópicas restauraciones, nuestro deber es, por lo tanto, santificarnos y santificar, sabiendo que tenemos los medios necesarios, por dramática que sea la hora presente y sus peligros, y por muy inhóspita que sea la trinchera en la cual estamos.
Los sorprendentes efectos del grano de trigo y de la levadura no cesan de operarse; y cada día somos testigos, cada vez que el buen grano es sembrado en un alma, y al comprobar el efecto transformante del fermento del Evangelio.
Permítaseme consagrar la última parte de este sermón al tema concreto de las dificultades de los más jóvenes enfrentados con el poder de la Revolución, que los acecha por todas partes.
Aquí no caben ni ilusiones ni utopías… ¡Todo lo contrario!, son las quimeras y los ensueños los que ofuscan el verdadero problema…
Pero es más fácil proporcionar la droga de la restauración, que causa el escapismo de la realidad, que enseñar y ayudar a enfrentar la misma, sirviéndonos incluso de sus manifestaciones y estragos para santificarnos y santificar a quienes nos rodean.
No se trata de cruzarnos de brazos… Sino de asumir la realidad tal como es…
Ahora bien, los combates que deben librar nuestros jóvenes no son como los del pasado; sus batallas son más graves, porque el Príncipe de las tinieblas ha adquirido un derecho y un dominio más grande sobre todas las cosas, y siembra una cizaña refinada y mezcla su fermento diabólico en la economía, la política, las artes, las ciencias, la filosofía y la teología…
¡Sí!, los actuales combates son diferentes, porque la apostasía se reviste de un cierto encanto, y porque las doctrinas modernas saben presentarse seductoras, sugestivas y convincentes a las inteligencias, no siempre bien formadas, antes bien deformadas por la escuela moderna e incluso por los mismos clérigos, hasta la más alta cumbre de la jerarquía…
Los jóvenes están amenazados hoy:
— Por una piedad inconsistente, sin el marco sólido de la doctrina.
— Por el adoctrinamiento falsificador de la historia y de los principios naturales.
— Por la crítica y ridiculización constante de la verdad, lo bueno, lo bello, lo noble, la santidad…
— Por el enervamiento de la voluntad, privada de la luz de una inteligencia bien formada y además prisionera de las pasiones desenfrenadas.
— Por el hábito de reclamar sus derechos, haciendo caso omiso de sus obligaciones.
— Por la búsqueda constante de distracciones y placeres, en lugar del deber bien cumplido.
— Por el deseo incontrolado de poseer.
— Por el acostumbramiento a situaciones en contra de la naturaleza respecto del matrimonio, la familia, los hijos, el origen y el fin de la vida.
— Por la inversión permanente de los valores: emasculación del carácter del varón, la liberación femenina, la confusión de los roles recíprocos del varón y la mujer, la hipertrofia de los derechos del niño-rey...
— Por la atmósfera de inmodestia e impiedad reinante.
— Por la facilidad del “escapismo” a un mundo irreal, sea por la droga, el alcohol, o simplemente internet y otros medios que la tecnología les ofrece.
El período contemporáneo de la Revolución seduce, desorienta a los oponentes, desalienta a los combatientes…
Sus ideas y métodos son propagados por hombres “buenos”, prelados de la Iglesia, estadistas, padres, profesores…
Y en el ámbito mismo de la Obra de la Tradición se equivoca el diagnóstico de la situación y, consecuentemente, el tratamiento de la enfermedad.
Debemos proporcionar una estrategia y una táctica para llevar a cabo la lucha que se libra, en primer lugar, en el gran campo de batalla que es cada alma de adolescente.
Mientras no se conquiste el corazón del joven para Cristo Rey, ¡olvídense de cruzadas de reconquista y de la restauración de la Civilización Cristiana!
En esta gigantesca y formidable cruzada, volvamos al Evangelio, al grano de mostaza y a la levadura…
Estos medios evangélicos deben aplicarse desde la niñez, y no deben relajarse en el momento crucial de la adolescencia, cuando se decide la vida de un hombre.
Hay dos principios previos a tener en cuenta:
1º) El regreso al orden natural y real.
Es necesario hacer vivir a los jóvenes en la realidad, conforme al orden natural.
Hay que enseñarles a utilizar con parsimonia y cuidado el mundo virtual de la imaginería electrónica.
Dar preferencia a la simple recreación, al ocio intelectual, a la buena lectura que presenta un universo normal, a la buena música.
La contemplación de la realidad de la creación enseña también que nada se obtiene sin esfuerzo, sin dificultades a superar, sin violencia para con uno mismo, normalmente con la privación de los medios materiales.
2º) La formación propia y el conocimiento del enemigo.
Consagramos poco tiempo a la formación. Rara vez nos dedicamos a leer o hablar con nuestros adolescentes.
En este período de su vida, es cierto que no siempre son dóciles a nuestros ideales. Ellos prefieren “mirar afuera”, buscar entre los amigos…
En este campo, debe ser un deber nuestro el formar el pensamiento y la reflexión religiosa, teológica, filosófica, histórica y política, para situarlos bien en el momento del combate que les toca llevar a cabo.
¡No estamos en la Edad Media!…, cuando un San Luís Rey de Francia recibía en su mesa a un Santo Tomás de Aquino, el cual enseñaba en la Universidad de París junto con un San Buenaventura…
Jesucristo, preguntándose si cuando regrese a la tierra encontrará aún la fe, nos advirtió…
Advertencia severa, ciertamente; pero Nuestro Señor también ofrece los remedios.
Detengámonos brevemente, y a modo de simple indicación, en el resumen de este espíritu que ofrece toda la Tradición de la Iglesia por los tres votos de los religiosos, correspondientes a las virtudes necesarias a todo cristiano, máxime en nuestros días: pobreza, castidad y obediencia.
Estamos bien aquí en presencia de los recursos reales y los medios concretos para enfrentar la etapa revolucionaria que nos toca resistir.
POBREZA:
Existe una necesidad urgente de reflexionar sobre las consecuencias del aberrante acceso de nuestra juventud al dinero, o lo que él proporciona.
Los padres dan, a veces, al mal ejemplo en la búsqueda exagerada de los dispositivos inútiles de la técnica.
La pobreza de hecho, acompañada del ansia de riqueza, tampoco santifica…
Es necesario exhortar y persuadir a los jóvenes a madurar en la paz que da la sabiduría, en lugar de correr detrás de la distracción y la disipación.
Recreación y bienestar espiritual no son sinónimos de capitalización de medios sofisticados, poseídos o deseados…
CASTIDAD:
Es un deber combatir el pecado que se manifiesta en el campo de la moda, en el uso de internet, de revistas, etc., así como en las relaciones entre niños-niñas y muchachos-muchachas, que se juzgan de forma demasiado inocente.
No hace falta para nada la mal llamada “educación sexual”. Es necesario urgentemente educar la pureza, en la pureza y para la pureza.
OBEDIENCIA:
No se trata sólo de los primeros años, ni de un simple acatamiento a órdenes impartidas. Se trata de una formación más profunda, del espíritu religioso de la obediencia, y del concepto de la autoridad.
El reconocer la voluntad de Dios en los acontecimientos, las órdenes recibidas, los contratiempos, los reveses de enfermedad o fortuna, las dificultades de nuestra sociedad, etc.…
Aprender a amar los designios eternos de Dios. Respetar cualquier autoridad legítima.
Luchando contra el espíritu de independencia, vencemos el igualitarismo que no reconoce ningún orden jerárquico.
A modo de conclusión y de medidas prácticas:
La doctrina divina y las santas máximas del cristianismo, ¿han echado raíz en nuestro corazón? ¿Han mejorado nuestra alma? ¿Son la regla de nuestra vida?
¿Vamos con fe, reconocimiento y amor, a descansar a la sombra divina del Evangelio?
¿Nos satisfacen y sacian sus frutos deliciosos y saludables, o necesitamos “otra cosa”?
¿Mezclamos el fermento beneficioso y vigorizante del Evangelio en nuestra vida, para divinizarla?
Que la Santísima Virgen María nos obtenga estas gracias para que pueda decirse de nosotros lo que San Pablo dijo a sus discípulos de Tesalónica, tal como lo relata la Epístola de este Domingo:
En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones. Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad, y la tenacidad de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; ya que os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros. Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Partiendo de vosotros, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes, de manera que nada nos queda por decir. Ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra entrada a vosotros, y cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la cólera venidera.