domingo, 11 de septiembre de 2011

Domingo XIIIº post Pentecostés

DECIMOTERCER DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.

Hoy asistimos a uno de los milagros obrados por Jesús en su postrer viaje a Jerusalén: la curación de los diez leprosos.

Representémonos al vivo la escena, y tratemos de sacar de ella enseñanzas prácticas.

Los leprosos constituían entre los judíos una clase despreciable. La Ley les declaraba impuros y les obligaba a vivir fuera de todo comercio humano. Erraban a lo largo de los caminos, implorando un mendrugo de pan de los transeúntes. Cuando algún hombre se acercaba a ellos, quedaban obligados a proferir el grito desgarrador de ¡Impuro!

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Junto al camino de Jerusalén yacían los diez leprosos del Evangelio de hoy, cuando el rumor de las gentes que pasaban les anuncia que el Profeta, cuya fama se había extendido ya por toda Palestina, se acercaba. Levantan los ojos, le divisan, y al punto se disponen a salirle al encuentro.

Llegados ya a una distancia conveniente, se detienen y exclaman todos a una voz: ¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!

¡Qué profunda humildad la suya! Conscientes de su indignidad, no se atreven a llegarse cerca de Jesús.

Y ¡cuál no es su fervor y confianza! No sé detienen en largas exposiciones, sino que apelan llanamente a la bondad y misericordia del Señor: ¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!

Aprendamos de estos desgraciados cómo debe ser nuestra oración, si queremos que sea escuchada.

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Id y mostraos a los sacerdotes… El Antiguo Testamento nos enseñó con figuras lo que el Nuevo nos ha mostrado a las claras. Las prescripciones de Moisés sobre los leprosos no eran tan sólo medidas higiénicas; tenían una finalidad más elevada.

La lepra era una imagen significativa de los estragos del pecado, particularmente contra la fe; de ahí el carácter de inmundicia legal que adquirió en los libros de Moisés.

El leproso era apartado de la Comunión de sus hermanos con un rito especial, y no podía ser devuelto a ella mientras no le reconociese el sacerdote por limpio de la inmundicia de la lepra.

Con estos antecedentes llegamos a entender el sentido de la respuesta de Cristo al clamor de los desgraciados: ¡Id y mostraos a los sacerdotes!

Apenas escucharon los leprosos la intimación del Salvador, partieron con presteza a cumplir el divino mandato, dándonos con ello un ejemplo de confianza a toda prueba. En efecto, se ven todavía cubiertos de asquerosas escamas, y se apresuran, no obstante, a correr a la presencia de los sacerdotes, para que éstos constaten su curación.

Confianza tan grande en la palabra del Señor mereció el milagro que pedían, y así en el camino quedaron curados.

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También a cada uno de nosotros nos dice Jesús cuando nos presentamos a Él cubiertos de la lepra del pecado: ¡Ve, muéstrate al sacerdote! Con la diferencia de que el sacerdote de la Antigua Ley no tenía más facultad que la de declarar que el leproso estaba curado, mientras que el sacerdote de la Ley Nueva posee la plena potestad de limpiar al enfermo de la lepra de la iniquidad.

¡Cuántas gracias debiéramos dar al Cielo por beneficio tan insigne!

Recordemos hoy las veces que hemos sido objeto de la misericordia divina en el tribunal de la Penitencia, y, reconociendo tanta bondad, agradezcamos al Señor la multitud de consuelos que desde el confesonario ha prodigado a nuestra alma.

Aprendamos asimismo de los leprosos a acudir con presteza al sacerdote cuantas veces manchemos nuestras almas con la inmundicia del pecado.

Pero procuremos eludir el reproche del Divino Maestro por medio de una conducta noble para con Dios. Egoísmo puro e ingratitud feísima es recurrir a su misericordia cuando le necesitamos, y, después de socorridos, volverle las espaldas. No cometamos tal ingratitud. No olvidemos nunca el ejercicio de la acción de gracias.

Este pasaje evangélico nos impone un ejercicio especial de acción de gracias, la acción de gracias después de la confesión.

La curación de los leprosos simboliza los efectos del Sacramento de la Penitencia. En el fervoroso reconocimiento del Samaritano vienen figurados todos aquéllos que saben agradecer a la Bondad divina el beneficio incomparable de la absolución; en la ingratitud de los nueve restantes, el olvido de los que no se acuerdan de dirigir a Dios una palabra de gratitud por el perdón alcanzado.

Esta acción de gracias es un deber. Es verdaderamente doloroso considerar cómo tantos cristianos, al momento de levantarse de los pies del confesor, se hallan ya en disposición de darse a las conversaciones y negocios del mundo, como nada de particular acabara de realizarse en sus almas.

Con ello, además de mostrar una fe muy lánguida, declaramos cuán lejos estamos de apreciar el beneficio de la absolución. Acaba de derramarse la Sangre de Jesús sobre el alma, purificándola y blanqueándola, y nosotros desentendiéndonos de la asombrosa dignación de un Dios todo Misericordia, nos apartamos de la Cruz redentora, sin dirigir una mirada de gratitud al Crucificado en ella…

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Uno de ellos volvió glorificando a Dios… Causa admiración la actitud de los nueve leprosos que, luego de curados, no se dignaron volver a reconocer tamaño beneficio.

Aquí hay mucho más que ese egoísmo tan arraigado en nuestra naturaleza, que nos hace acordar de Dios cuando la necesidad nos acucia; pero para olvidarlo al momento que nos vemos satisfechos…

Se trata de una falta contra la fe; tan fea y abominable a los ojos de Dios, que al propio Jesús arráncale frases de amarga queja: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero?

Los nueve faltantes tuvieron confianza en Jesús, pero no creyeron en su divinidad. El agradecido era, en efecto, samaritano, que no profesaba la fe verdadera… Y, sin embargo, termina profesando la divinidad de Nuestro Señor por medio de un acto de adoración: Y se postró en tierra a los pies de Jesús…, mientras los otros nueve están junto al sacerdote de la Antigua Ley…

Por esta razón, como particular gracia de esta semana pide la Iglesia en la colecta un aumento de fe, esperanza y caridad.

Detengamos nuestra atención en tema de tanta trascendencia para la vida del alma, como son las virtudes teologales.

Toda virtud es un hábito que nos dispone a obrar el bien; las teologales se llama así porque miran inmediatamente a Dios, a diferencia de las morales, que tienen por objeto inmediato la honestidad de las acciones.

Han sido gratuitamente infundidas en nuestra alma por medio del Bautismo. En aquel momento augusto recibimos, con la gracia santificante, este tripea tesoro: la fe, que nos inclina a creer cuanto Dios ha revelado; la esperanza, que abre nuestra alma a la confianza en la Misericordia divina; la caridad, por la cual amamos al Señor sobre todas las cosas y al prójimo por Dios.

La misma experiencia nos enseña la importancia de estos tres hábitos infusos, pues mientras al pagano le resulta tan difícil inclinar su cerviz a la revelación, aun cuando su entendimiento percibe claramente los motivos de credibilidad, el cristiano dobla con facilidad el espíritu a la palabra revelada.

¡Cuántas gracias debemos dar al Cielo por este triple don tan inmerecido! ¿Qué hicimos nosotros para obligar a Dios a ser tan generoso para con sus pobres criaturas? Nada absolutamente; porque antes del Bautismo es el hombre incapaz de mérito alguno, mucho más los qué fuimos conducidos a las fuentes de la vida antes de poseer el uso de razón.

Agradezcamos, por tanto, a la Suma Bondad merced tan gratuita. La fe, porque por medio de ella se nos hace posible la salvación; sin fe es imposible agradar a Dios, dice San Pablo. La esperanza, porque con ella es iluminado nuestro destierro con la claridad que se desprende de la patria. Y, en fin, la caridad, la mayor de las tres, y la que da vida a las demás virtudes.

Ya que no merecimos, estas tres virtudes antes de poseerlas, merezcámoslas al menos a posteriori por nuestra gratitud. La acción de gracias obliga casi a nuestro Sumo Bienhechor a derramar sus favores sobre su criatura agradecida.

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Si bien las virtudes teologales son infusas, no dejan por eso de depender en cierto modo de nosotros. Existen en el cristiano en virtud del Bautismo, pero como en germen. Ese germen pide desarrollo y crecimiento, y aquí comienza la parte que a nosotros toca en el terreno de las virtudes infusas.

La virtud da aptitud para el acto, pero no es el acto mismo. Si a un niño bautizado se le coloca en un ambiente impío, a pesar de la aptitud e inclinación que en sí lleva al ejercicio de la fe, esperanza y caridad, quedarán estas virtudes en germen, sin conseguir su desarrollo; el hábito no llegará a demostrarse en actos.

De ahí la obligación inherente a los padres y pedagogos, de dar desarrollo a las virtudes teologales por medio de una educación cristiana; y la obligación del propio bautizado de ejercitarse en los actos de las tres virtudes.

A este deber elemental sigue el de perfeccionar los hábitos infusos de fe, esperanza y caridad. Todo, hábito se perfecciona con la repetición de actos y se pierde con la falta de ejercicio.

El que pretende adquirir destreza en un arte, no debe cansarse en los ejercicios que exige su consecución. Otro tanto sucede en el orden moral y religioso. De ahí que con actos de fe, esperanza y caridad, se aumenten dichas virtudes.

La obligación de hacer actos de las tres virtudes es grave, y, aunque se satisface a dicha obligación por medio de cualquier acto religioso, ya que por él confesamos, implícitamente, a Dios por Supremo Señor, esperamos en su Bondad y le amamos como a nuestro Padre; no obstante, aconsejan los autores ascéticos, que nos ejercitemos en actos explícitos las virtudes teologales, sobre todo cuando urge una tentación contra ellas.

Si el hábito se fortifica con la repetición de actos, no hay medio más apto para desvanecer las dudas religiosas, que hacer con frecuencia actos de fe. Y lo mismo habrá que decirse de la esperanza y de la caridad.

Abundante es, en verdad, la doctrina que este punto nos proporciona, y debemos procurar aprovecharnos intensamente de ella.

Pidamos con la Santa Liturgia:

Omnipotente y sempiterno Dios, aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad; y a fin de que merezcamos obtener tus promesas, haz que amemos lo que nos mandas.

¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero?...

Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.