domingo, 30 de septiembre de 2012

18º post Pentecostés


DECIMOCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Subió Jesús en una barquilla, atravesó el lago y llegó a la ciudad. Presentáronle aquí a un hombre paralítico postrado en una camilla. Y Jesús, viendo la fe de ellos, le dijo: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los fariseos dijeron en su interior: Este hombre blasfema. Y como viese Jesús los pensamientos de ellos, les dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué cosa es más fácil decir, te son perdonados tus pecados, o levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo entonces al paralítico: levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa. Y se levantó y se fue a su casa. Las turbas al ver este prodigio, se llenaron de temor y dieron gracias a Dios, que dio tal poder a los hombres.


Este hombre paralítico, postrado en su camilla, es la imagen de una vida muelle y sensual, contraria a la vida que tiende a la perfección.

La Imitación de Jesucristo dice: Esta es obra de varón perfecto, nunca aflojar la intención de las cosas celestiales, y entre muchos cuidados pasar casi sin cuidado, no de la manera que suelen descuidar algunos por remisión o flojedad; sino por la excelencia de una voluntad libre, sin ningún desordenado afecto, que tenga a criatura alguna.

¿En qué consiste, pues, la vida muelle y sensual?

Un gran filósofo cristiano nos dio la idea más elevada al par que más verdadera del hombre, al definirlo una inteligencia servida, por órganos.

En el estado primitivo de justicia en que Dios le había criado, el hombre, que era poco menos que los Ángeles, debía conservar sin violencia y sin esfuerzo la supremacía de su alma en todas las facultades de su cuerpo.

Hoy, que su rebeldía contra Dios ha introducido el desorden en la parte más íntima de su ser, no puede recobrar la autoridad que perdió sino humillando y teniendo bajo su yugo a su propia carne.

De ahí la definición del hombre sensual, que podemos oponer a la primera, un cuerpo que se hace servir por el alma; porque en efecto en la vida muelle y sensual, todo se refiere a las exigencias del cuerpo.

Diríase que todas las facultades del alma están empleadas en procurarle cuanto le piden los sentidos. Y ¿qué es lo que no piden?

Pasamos de lo necesario a lo útil, de lo útil a lo agradable, de lo agradable a lo superfino, y de lo superfino a cuanto conduce al lujo, a la magnificencia, a la profusión y, a menudo, al cuidado más voluptuoso.

Semejantes al mal rico de que habla el Evangelio, malgastamos nuestra existencia en una muelle ociosidad, empleando el tiempo en los cuidados más frívolos y más indignos de un alma que siente su grandeza.

Frivolidad, superfluidad, ociosidad, he aquí como pasamos los días.

Es tan fácil dejarse resbalar por la pendiente suave de la naturaleza corrompida que, la verdadera idiosincrasia humana, apenas se deja ver cuando se vive ya en la esclavitud de los sentidos.

Porque no sucede con la vida muelle y sensual lo que con ciertos desórdenes, contra los cuales la conciencia, por poco recta que sea, no deja de levantar la voz.

Si una persona de una conciencia delicada se deja arrastrar al mal por la fuerza de una inclinación, vuelta en sí y entrando de nuevo en su corazón, no tardará en experimentar una viva inquietud, consecuencia necesaria del remordimiento que sigue a una primera falta.

Mas ¿cómo echarse en cara el conjunto, la serie de actos de que se compone una vida sensual, cuando estos actos, tomados separadamente, no parecen criminales?

¿Qué mal hay, se preguntan estas personas del mundo?

¿Qué mal hay en ello? Consideremos cuáles son los peligrosos efectos de semejante vida.


Consideremos los peligros y funestos efectos de una vida, muelle y sensual.

El primer efecto de la molicie es hacer que nuestra vida sea inútil y pobre de buenas obras.

Pues bien, esta vida es reprobable por el solo hecho de carecer de virtudes.

Recordemos al siervo del Evangelio con tanto rigor castigado, no por haber malgastado el talento que había recibido, sino por no haberlo hecho producir; y la higuera maldita porque no llevaba más que hojas y no frutos.

En segundo lugar, la vida muelle no sólo es una vida inútil y pobre de buenas obras, sino que está en oposición abierta con los principios del Evangelio y con los ejemplos de Jesucristo.

En afecto, no se salvarán, según dice el Apóstol, sino los que se hubieren hecho conformes a la imagen de Jesucristo. Ahora bien, ¿cómo podríamos reconocerse a Jesús en esa vida regalada, inútil, ociosa, completamente consagrada al lujo, al orgullo, a todo lo que lisonjea en fin las inclinaciones de la naturaleza corrompida que el Apóstol quiere que crucifiquemos con sus concupiscencias?

En tercer lugar, la vida sensual conduce insensible y casi infaliblemente a los últimos excesos de las pasiones.

Hasta aquí hemos supuesto en las personas que se abandonan a la suave y fácil pendiente de sus sentidos muchos defectos; pero no hemos señalado aún el peligro inminente en que están de una caída próxima, y casi inevitable, cuando uno se entrega habitualmente, sin oposición ni resistencia, a las exigencias de la naturaleza.

¿Dónde, en efecto, encontraría la energía necesaria para combatir lo malo el alma débil y enervada que no sabe más que ceder?

Extenuado por los ayunos, abrumado de trabajos y buscando en las dificultades del estudio de las lenguas una distracción a los enojosos pensamientos que le importunaban, San Jerónimo, en el fondo del desierto, a donde fue huyendo de las imágenes voluptuosas de Roma, se golpeaba el pecho, como para apagar en su sangre el fuego de las concupiscencias que a pesar suyo le molestaban...

San Benito no encontraba otro medio que echarse en un estanque helado o revolcarse en los espinos...

Y alma paralítica, muelle y sensual, no toma ninguna precaución, no sabe hacerse la menor violencia, y que está casi vencida aun antes de comenzar el combate. No podrá permanecer firme y animosa en presencia de cuanto le puede seducir.

No tardará en ir pronto más allá...

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Meditemos en los ejemplos del Evangelio, los cuales no podemos tildar de exageración; y procuremos sobre todo, conformar a ellos nuestra vida; porque, fuerza es que lo reconozcamos, la sociedad en cuyo seno vivimos, extraviada y pervertida, ha trastornado en su delirio todas las ideas cristianas, y hasta las leyes más sagradas del derecho natural.

En otros tiempos, los de la Cristiandad, era posible que muchos abrazasen y llevasen una vida muelle y sensual, una vida inútil y llena de placeres; pero no que fuese legitimada y autorizada por nadie...

Se hacía acaso el mal, pero no se había llegado al extremo de dar el nombre de bien al mal que se hacía...

Este exceso de sacrílega audacia hubiera llenado de indignación a las almas menos fervorosas.

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Hagamos nuestras estas tres peticiones que encierran toda la vida cristiana, meditémoslas y pongámoslas en práctica:

1ª) Dadme fuerza para resistir,

2ª) Dadme paciencia para padecer,

3ª) Dadme constancia para perseverar.

En esto está la perfección aquí bajo, y la felicidad en la vida futura.

Es propio del corazón perfecto no apartar nunca la intención de las cosas celestiales y, entre muchos cuidados, pasar casi sin cuidado, no de la manera que suelen algunos, por remisión o flojedad, sino por la excelencia de una voluntad libre, sin desordenado afecto por criatura alguna.

Hay gran diferencia entre el corazón mundano disgustado de los falsos bienes del mundo, y el corazón cristiano desprendido de sus supuestas ventajas.

El corazón disgustado, después de haber probado todos los goces que prometen los sentidos para llenar la profundidad de sus abismos, ve con sorpresa y espanto el inmenso vacío que deja en él la posesión de lo que había deseado, permaneciendo a la vez culpable y desgraciado.

Por el contrario, el corazón desprendido, rechazando prudentemente lejos de él lo que sabe con certeza que no puede satisfacerlo ni llenarlo, se vuelve a Dios para hallar en Él la virtud y la dicha.

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Fiel retrato del paralítico del Evangelio es la confesión y oración que hace el alma en la Imitación de Jesucristo:

Confieso, Señor, contra mí mismo mi iniquidad; te confesaré mi flaqueza.
Muchas veces es una cosa bien pequeña la que me abate y entristece.
Propongo pelear varonilmente; mas en viniendo una pequeña tentación me lleno de angustia.
Algunas veces, de la cosa más despreciable me viene una grave tentación. Y cuando me creo algún tanto seguro, cuando no lo advierto, me hallo a veces casi vencido y derribado de un ligero soplo.
Mira, pues, Señor, mi bajeza y fragilidad, que te es bien conocida. Compadécete, y sácame del lodo, porque no sea atollado, y quede desamparado del todo.
Esto es lo que continuamente me acobarda y confunde delante de Ti; ver que tan deleznable y flaco soy para resistir a las pasiones. Y aunque no me induzcan enteramente al consentimiento, sin embargo me es molesto y pesado el domarlas, y muy tedioso el vivir así siempre en combate.
En esto conozco yo mi flaqueza, en que tan abominables imaginaciones más fácilmente vienen sobre mí que se van.
¡Ojalá, fortísimo Dios de Israel, celador de las almas fieles, mires el trabajo y dolor de tu siervo, y le asistas en todo lo que emprendiere!
Fortifícame con fortaleza especial, de modo que ni el hombre viejo, ni la carne miserable, aún no bien sujeta al espíritu, puedan señorearme; contra los cuales conviene pelear en tanto que vivimos en este miserabilísimo mundo.


La vida muelle y sensual es un grave peligro; ya lo hemos considerado. Pero no menos funesto para las almas es el desaliento, que las postra y paraliza espiritualmente.

¿Cuál es el principio la causa de tan peligrosa tentación?

Podemos indicar cuatro principales causas de desaliento:

1ª) El retiro de las gracias o la privación de las consolaciones sensibles;

2ª) La violencia y duración de las tentaciones;

3ª) La inconstancia de las resoluciones a consecuencia de la poca fijeza de la voluntad;

4ª) La facilidad de las caídas o la frecuencia de las faltas a que se encuentra el hombre como arrastrado por la debilidad de la naturaleza y la violencia de las inclinaciones.

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1ª) Falta de las gracias o privación de las consolaciones sensibles.

Debemos saber que el camino de la vida no siempre será llano y suave. Al principio fue preciso llevarnos, porque no podíamos sostenernos solos; mas la Providencia, que tan amorosamente nos sostuvo, nos dejará en el camino.

El viaje será largo, y no solamente sentiremos la fatiga del camino, sino que tendremos además que gemir a causa de la incertidumbre en que nos dejará la ausencia del Señor. Nos creeremos haber perdido para siempre.

Mas ¿para qué recordar esto? Preciso es que esto sea así. Resignémonos y tengamos valor.

Llamemos a Dios, si lo deseamos, y a la manera del niño que también llama a su madre, lloremos; mas guardémonos de quejarnos y de desconfiar.

No digamos: Dios me ha rechazado; sino más bien: Dios ha querido probarme. No añadamos: Lo perdí sin esperanza; sino: Se alejó por un instante y pronto le volveré a ver.

Por lo demás, y aunque no debiésemos verle hasta el día en que se manifestará sin nubes, hágase su voluntad y santificado sea su nombre.

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2ª) La violencia y la duración de las tentaciones.

Aunque Dios no hiciese más que retirarse, la prueba sería ya ruda y penosa; pero las más de las veces no se retira sino para permitir que se acerque el enemigo: y de ahí las crueles angustias del alma que, temiendo sobretodo desagradar a Dios, se encuentra llevada, sin que lo quiera y por la fuerza de sus inclinaciones, hacia lo que sabe que debe desagradarle, con la incertidumbre, no pocas veces, de si realmente le ha desagradado o no...

Si las pruebas cesasen, cesaría también la vida; porque ¿a qué fin se la prolongaría, puesto que ella misma no es más que una gran prueba?

No se conceden los momentos de reposo sino a fin de dar tiempo al alma para prepararse a resistir nuevos ataques.

La causa ordinaria de nuestras inquietudes nace de nuestras impaciencias y de nuestra falta de valor.

¿Cuál es el soldado que, en el campo de batalla, se admira de verse expuesto a los tiros del enemigo? ¿Por ventura la vida no es un combate a muerte entre la naturaleza y la gracia, entre el bien y el mal, entre el hombre espiritual y el carnal?

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3ª) La inconstancia del corazón, o poca fijeza de los sentimientos y de las disposiciones.

Las almas flacas y sin experiencia, que no saben que todo reside, no en la imaginación, sino en la voluntad, se desconsuelan y se lamentan de los continuos cambios que sobrevienen y se suceden en su interior.

No acertando a explicarse por qué se sienten hoy inclinadas a abrazar el bien con ardor, y le ven al día siguiente con indiferencia, se turban, se entristecen y se reputan culpables de una falta que no puede serles imputada como a tal.

A menudo acaban por desalentarse y por abandonarlo todo como imposible. Y en efecto, lo sería su trabajo, si, como se figuran, Dios exigiese de ellas una fijeza completa en sus afectos y en sus sensaciones.

Pero no es así: lo que Dios quiere es que la voluntad subsista.

¿Es el hombre menos fervoroso porque sienta menos ardor en la oración, si, aun cuando éste disminuya, no deja entonces de orar? ¿Es menos caritativo porque experimenta alguna repugnancia en perdonar, si por experimentarla, no deja sin embargo de perdonar de buena voluntad y generosamente?

Es, pues, una tentación peligrosa la que debilita nuestro valor haciéndonos ver en la movilidad de nuestra fantasía o en la inestabilidad de nuestras disposiciones un mal que únicamente lo sería si cambiase nuestra voluntad.

No lo creamos ganado todo porque nos sentimos hoy más fervorosos; ni todo perdido porque al día siguiente todo nos cansa y da hastío. Caminemos siempre con paso igual, y a la manera del piloto que se sirve de los vientos contrarios para llegar al puerto, ayudémonos de lo que parece alejarnos del fin a que tendemos.

Nada resiste a la gracia y a la buena voluntad; recordemos que para llegar al fin basta que Dios lo quiera y que no nosotros lo queramos con Él.

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4ª) La facilidad de las caídas y la frecuencia de las faltas a que nos encontrarnos arrastrados por la debilidad de la naturaleza y la violencia de las inclinaciones.

He aquí uno de los motivos que parecen, si no justificar, al menos excusar el desaliento del alma; y es cuando, después de haber tomado muchas veces la resolución de permanecer fiel, se deja arrastrar de nuevo por la fuerza, la costumbre, o la violencia de las tentaciones.

El alma que se lamenta de su inconstancia y movilidad, no osa renovar delante de Dios promesas que tantas veces reiteró, y violó otras tantas.

Se lamenta: ¿Qué os diré, Señor, en vista de esta nueva caída, acaecida casi un momento después de las protestas que os hice de morir antes que ofenderos? Es, pues, inútil que las renueve para olvidarlas tan pronto y para violarlas con tan desconsoladora facilidad.

¡No!, no es inútil, y he aquí por qué.

Este propósito que formamos sinceramente en presencia de Dios de permanecer fiel, aun cuando no fuese duradero, es, sin embargo, bueno en el instante en que nos determinamos a él.

Además, a fuerza de renovar los piadosos designios, la flor de los deseos acabará por convertirse en fruto de virtud.

Así mismo, estas protestas, de tal suerte renovadas, tienen la ventaja de impedir, en cierta manera, la prescripción del mal contra el que, no sea más que por un momento, nos levantamos con toda la energía de nuestra voluntad.

Finalmente, entrando de esta suerte en nosotros mismos, nos será imposible considerar nuestras miserias sin humillarnos profundamente ante Dios y sin suplicarle que venga en nuestro auxilio; y esta santa confusión, unida a la esperanza en la divina misericordia, podrá procurarnos la gracia de la perseverancia.

Alguno dirá: es burlarse de Dios, es cansar su paciencia, prometer lo que jamás se cumple.

Respondemos que sería, en efecto, burlarse de Dios hacer promesas sin tener la intención, al menos actual, de realizarlas. Pero del hecho de que olvidemos tan pronto las promesas que de buena fe hubiésemos hecho, ¿se sigue que no debamos renovarlas jamás delante de Dios?

Temamos, en buena hora, abusar de su longanimidad y paciencia en aguardarnos; sea también este temor un preventivo de otras caídas.

Mas, una vez cometida la falta, no temamos levantarnos de nuevo. No añadamos a nuestras ofensas la de dudar de la bondad que nos acoge y desea perdonarnos.

Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. ... levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa...

domingo, 23 de septiembre de 2012

17º después de Pentecostés


DOMINGO DECIMOSÉPTIMO
DE PENTECOSTÉS


Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.
Estando reunidos los fariseos, les propuso Jesús esta cuestión: ¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo? Dícenle: De David. Díceles: Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies?” Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?
Nadie era capaz de contestarle nada; y desde ese día ninguno se atrevió ya a hacerle más preguntas.


¿Qué pensáis acerca del Cristo? ... Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies...

Donec ponam inimicos tuos scabellum pedum tuorum. Es decir, el Cristo será infinitamente poderoso; y, por numerosos y fuertes que sean sus enemigos, por muy coaligados que estén los deicidas judíos con los Césares perseguidores, con los cismáticos y obstinados herejes..., triunfará de todos ellos y su Reinado será eterno...

Estas palabras del diálogo de Nuestro Señor con los fariseos son un eco de aquellas otras del Arcángel San Gabriel a Nuestra Señora el día de su Anunciación y de la Encarnación del Verbo en sus entrañas purísimas:

No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su Padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin.

Todo esto queda enmarcado en un mes particularmente mariano. En efecto, el ocho de septiembre hemos festejado la Natividad de Nuestra Señora y a Nuestra Señora de Covadonga; luego, el doce su Dulcísimo y Santo Nombre; más tarde, el quince, sus Siete Dolores; el diecinueve Nuestra Señora de La Salette; mañana, veinticuatro, Nuestra Señora de la Merced; y ya en octubre festejaremos Nuestra Señora del Santísimo Rosario, la Maternidad Divina de María, para culminar el doce con Nuestra Señora del Pilar y el Patrocinio de Nuestra Señora de Luján...

Este mes mariano nos invita a meditar sobre el papel preponderante de Nuestra Señora en la Historia de la Salvación... o, lo que es lo mismo, el Reino de Jesús por María...


En el punto culminante de la revelación sobre los últimos tiempos, Dios manifiesta la misión encomendada a la Santísima Virgen María. Leemos en el Apocalipsis (11:15-19; 12: 1-2 y 10):

Tocó el séptimo Ángel. Entonces sonaron en el cielo fuertes voces que decían: “Ha llegado el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos”. Y los veinticuatro Ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios, se postraron rostro en tierra y adoraron a Dios diciendo: “Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era porque has asumido tu inmenso poder para establecer tu reinado. Las naciones se habían encolerizado; pero ha llegado tu cólera y el tiempo de que los muertos sean juzgados, el tiempo de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, pequeños y grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra”. Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el Arca de su Alianza en el Santuario, y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte granizada.
Y una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz (…) Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo…”.


A lo largo de toda la historia de la Iglesia hubo quienes se ocuparon de recordar y destacar que María Santísima es el Gran Signo de Dios sobre la tierra.

Entre aquellos que han enseñado y predicado la misión providencial de la Madre de Dios se destaca San Luis María Grignion de Montfort.

En su admirable Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, el santo misionero anuncia, con acentos de profeta, que pronto se establecerá el Reino de Jesús por María.

Según la tesis de San Luis María Grignion, la manifestación de la Santísima Virgen estaba reservada para los últimos tiempos, como él lo afirma claramente en su Tratado:

[49]Por María ha comenzado la salvación del mundo y por María debe ser consumada. María casi no ha aparecido en el primer advenimiento de Jesucristo... Pero, en el segundo María debe ser conocida y revelada mediante el Espíritu Santo, a fin de hacer por Ella conocer, amar y servir a Jesucristo.”


[50]Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos”.

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San Luis María pone estos últimos tiempos en relación con la Parusía o Segunda Venida de Nuestro Señor:

[50] “Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos (…) porque Ella es la aurora que precede y anuncia al Sol de Justicia, Jesucristo, y por lo mismo, debe ser conocida y manifestada, si queremos que Jesucristo lo sea (…) porque Ella es el camino por donde vino Jesucristo a nosotros la primera vez y lo será también cuando venga la segunda, aunque de modo diferente (…) porque María debe resplandecer más que nunca en los últimos tiempos en misericordia, poder y gracia (…) porque María debe ser terrible al diablo y a sus secuaces "como un ejército en orden de batalla" sobre todo en estos últimos tiempos, porque el diablo sabiendo que le queda poco tiempo y menos que nunca para perder a las gentes, redoblará cada día sus esfuerzos y ataques. De hecho, suscitará en breve crueles persecuciones y tenderá terribles emboscadas a los fieles servidores y verdaderos hijos de María, a quienes le cuesta vencer mucho más que a los demás.”

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Estos últimos tiempos están relacionados por el Santo con la plena manifestación de la Santísima Virgen y con el Anticristo:

[51] “Es principalmente de estas últimas y crueles persecuciones del diablo, que aumentarán todos los días hasta el reinado del Anticristo, de las que se debe entender esta primera y célebre predicción y maldición de Dios, lanzada en el paraíso terrenal contra la serpiente: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y tu raza y la suya; ella misma te aplastará la cabeza y tú pondrás asechanzas a su talón»” (Gén. 3:15).

Cuando el Santo escribía estas cosas pensaba que ocurrirían próximamente, y no como algo perdido en la lejanía de los tiempos venideros de la historia; podemos confirmarlo en el texto siguiente:

[47] “He dicho que esto acontecerá especialmente hacia el fin del mundo y muy pronto”.

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La Verdadera Devoción marial tiene, pues, una connotación apocalíptica esencial; separarlas equivale a adulterar el mensaje de San Luis y a desnaturalizar la esclavitud mariana.

San Luis María comienza su Tratado relacionando sin ninguna duda el Reino de Jesucristo y su Parusía con la devoción a la Santísima Virgen:

[1] “Por la Santísima Virgen Jesucristo ha venido al mundo y también por Ella debe reinar en él”.

[13]La divina María ha estado desconocida hasta aquí, que es una de las razones por qué Jesucristo no es conocido como debe serlo. Si, pues, como es cierto, el conocimiento y el Reino de Jesucristo llegan al mundo, ello no será sino continuación necesaria del conocimiento y del Reino de la Santísima Virgen, que lo dio a la luz la primera vez y lo hará resplandecer la segunda”.

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San Luis María precisa, pues, la connotación íntima entre los últimos tiempos y la devoción mariana: la manifestación de la Virgen María es para el santo un hecho que señala claramente los tiempos apocalípticos, los últimos, de los cuales nos hablan las Sagradas Escrituras.

Ahora bien, todas las apariciones marianas a partir del siglo XIX constituyen un mensaje celeste para advertirnos de que estamos indudablemente en los últimos tiempos, en el fin de los tiempos, que presagian la Segunda Venida de Jesucristo.

A partir de 1830, en París, asistimos a una serie de apariciones de Nuestra Señora; este hecho prueba, de manera irrefutable, que nos encontramos en los últimos tiempos descriptos por el Apocalipsis que, como indica San Luis María, están reservados para la verdadera devoción mariana.

Con la aparición de La Salette, en 1846, Nuestra Señora deja un mensaje netamente apocalíptico, en el cual se anuncia el eclipse de la Iglesia y la pérdida de la fe, incluso en Roma que, no sólo perderá la fe, sino que llegará a ser la sede del Anticristo.

El secreto de Fátima, comunicado a los tres videntes el 13 de julio de 1917, concluye por una promesa que nos establece en una gran esperanza.

En efecto, la Virgen Inmaculada anuncia que el terrible combate de los últimos tiempos llega a una etapa crucial en 1960, pero que terminará por la victoria final de su Corazón Inmaculado.

El culto de este Corazón Inmaculado preparará la instauración del Reino glorioso del Sagrado Corazón de Jesús en toda la tierra.

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Esto es lo que enseña, con claridad y fuerza, San Luis María Grignion de Montfort, el profeta de la victoria de María en el gran combate de los últimos tiempos, cuya inminencia prevé.

El Santo asocia, no solamente la manifestación y el conocimiento de María a la Segunda Venida de Nuestro Señor, sino también que ésta tiene por finalidad hacer reinar a Jesucristo sobre la tierra:

[158] “Y si mi amable Jesús viene, en su gloria, por segunda vez a la tierra (como es cierto) para reinar en ella, no elegirá otro camino para su viaje que la divina María, por la cual tan segura y perfectamente ha venido por primera vez. La diferencia que habrá entre su primera venida y la última, es que la primera ha sido secreta y escondida, la segunda será gloriosa y resplandeciente; pero ambas serán perfectas, porque las dos serán por María. ¡Ay! He aquí un misterio incomprensible: «Hic taceat omnis lingua» (Calle aquí toda lengua)”.


En su otro libro, El Secreto de María, el Santo pone magistralmente la devoción mariana en relación con la Segunda Venida y el Reino de Cristo:

[58] “Así como por María vino Dios al mundo la vez primera en humildad y anonadamiento, ¿no podría también decirse que por María vendrá la segunda vez, como toda la Iglesia lo espera, para reinar en todas partes y juzgar a los vivos y a los muertos? Cómo y cuándo, ¿quién lo sabe? Pero yo bien sé que Dios, cuyos pensamientos se apartan de los nuestros más que el cielo de la tierra, vendrá en el tiempo y en el modo menos esperados de los hombres, aun de los más sabios y entendidos en la Escritura Santa, que está en este punto muy oscura”.

[59] “Pero todavía debe creerse que al fin de los tiempos, y tal vez más pronto de lo que se piensa, suscitará Dios grandes hombres llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por los cuales esta divina Soberana hará grandes maravillas en la tierra, para destruir en ella el pecado y establecer el reinado de Jesucristo, su Hijo, sobre el corrompido mundo; y por medio de esta devoción a la Santísima Virgen, que no hago más que descubrir a grandes rasgos, empequeñeciéndola con mi miseria, estos santos personajes saldrán con todo”.

El pensamiento del Santo es claro y su expresión también: por María llegará el Reino de Jesús, al fin de los tiempos, después de su Parusía.


Para San Luis María el triunfo es por la Parusía y por intermedio de la Virgen. Basta recordar lo que dice insistentemente.

San Luis María identifica Parusía y Reino de Cristo.

Recodemos la Oración abrasada, que es eminentemente apocalíptica:

Acordaos, Señor, de esta Comunidad en los efectos de vuestra justicia. Es tiempo de hacer lo que habéis prometido hacer. Vuestra divina ley es transgredida; vuestro Evangelio abandonado; los torrentes de iniquidad inundan toda la tierra y hasta arrastran a vuestros servidores; toda la tierra está desolada; la impiedad está sobre el trono; vuestro santuario es profanado, y la abominación está hasta en el lugar santo. ¿Dejaréis todo, así, en el abandono, justo Señor, Dios de las venganzas? ¿Llegará a ser todo, al fin, como Sodoma y Gomorra? ¿Os callaréis siempre? ¿No es preciso que vuestra voluntad se haga en la tierra como en el cielo, y que venga vuestro reino? ¿No habéis mostrado de antemano a algunos de vuestros amigos una futura renovación de vuestra Iglesia? ¿No deben los judíos convertirse a la verdad? ¿No es eso lo que la Iglesia espera? ¿No Os claman justicia todos los santos del cielo: vindica? ¿No Os dicen todos los justos de la tierra: Amen, veni Domine? Todas las criaturas, hasta las más insensibles, gimen bajo el peso de los innumerables pecados de Babilonia, y piden vuestra venida para restablecer todas las cosas”.

Es totalmente claro que el triunfo debe venir por la intervención de Jesucristo en su Parusía.

Esto excluye el triunfo antes de la Parusía; porque, además, el triunfo es el Reino de Cristo sobre la tierra, después de la Segunda Venida.

El Santo identifica en sus escritos Parusía - Triunfo - Reino.

Quien no comprenda que San Luis enseña ésto, no comprende nada sobre la doctrina del Santo.

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El Reverendo Padre Emmanuel escribía en diciembre 1880:

Muchas veces usted habrá escuchado que se dice que “un día sigue a otro día sin que se parezcan”; pues bien, yo le digo que “muchas veces las horas se parecen sin que se sigan”.
Debemos ante todo velar, como en aquella “hora” de la cual habla Jesús. Un cierto día, a una cierta hora, las tinieblas reinaban sobre la tierra, y hombres de tinieblas llevaban a cabo obras de tinieblas… Nuestro Señor les dijo: “Esta es vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas”.
Aquella hora pasó hace ya muchos siglos y, sin embargo, la hora presente tiene con ella muchas semejanzas.
Aquella fue la hora de la traición, esta es la hora de la mentira. La hora presente es la hora en que la fe se calla. Cuando la palabra pertenece a la mentira, la verdad permanece en silencio.
Las tinieblas de la hora presente nos hacen desear vivamente los esclarecimientos de la luz de arriba, y nada aparece. El sol está lejos de nosotros, la luna está velada, las estrellas están eclipsadas y puede ser que caigan del cielo; es la noche.
Puede ser que usted me pregunte: “¿Qué hace, mientras tanto Nuestra Señora de la Santa Esperanza?”
Ella relee su historia en un viejo libro, el libro de Job. Allí leemos estas palabras: “Lámpara despreciada por los ricos, preparada para el tiempo establecido” (12: 5).
“Lámpara”. Nada más necesario en las horas de tinieblas. Demos gracias a Dios que nos ha proporcionado una lámpara para las horas trágicas que atravesamos.
“Lámpara despreciada”. No tenida en cuenta, desconocida.
“Despreciada por los ricos”. Incluso hay algunos que no se atreven a pronunciar su Nombre.
“Preparada”. Ella espera… aguarda la hora marcada.
“Preparada para el tiempo establecido”. Ese tiempo no es este tiempo, aquella hora no es esta hora. Esta hora pasará, y aquella hora llegará.
Debemos tener paciencia respecto de esta hora presente, y tenemos que obtener esperanza para aquella otra futura, que no tardará en llegar.
Seamos, más que nunca, fieles hijos de Nuestra Señora de la Santa Esperanza.”

Por lo tanto, mientras la noche de la “desorientación diabólica” se espesa, las palabras de la Virgen María resplandecen en nuestro cielo como una estrella: “Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará”...

La serpiente infernal será irreversiblemente derribada, su cabeza aplastada.

Promesa irrevocable, incondicional.

De este modo, Nuestra Señora no nos ha dado una vaga e incierta promesa de victoria final, sino que ha indicado con precisión los acontecimientos maravillosos que suscitarán y establecerán el Reino Universal de su Corazón Inmaculado.

Sí, esta hora llegará, y nosotros podemos adelantarla respondiendo plenamente, por lo que toca a nuestra parte, a los pedidos de Nuestra Señora: la recitación cotidiana del Rosario y de las oraciones enseñadas por el Ángel y por la Virgen María; práctica de la Comunión reparadora de los Primeros Sábados; porte del Escapulario de Nuestra Señora del Monte Carmelo como signo de nuestra consagración a su Corazón Inmaculado...

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Concluyamos con San Luis María:

[217] “El alma de María estará en ti para glorificar al Señor y su espíritu su alborozará por ti en Dios, su Salvador, con tal que permanezcas fiel a las prácticas de esta devoción. "Que el alma de María more en cada uno para engrandecer al Señor, que el espíritu de María permanezca en cada uno para regocijarse en Dios".
¡Ay! ¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso, dice un santo varón de nuestros días, ferviente enamorado de María, cuándo llegará ese tiempo dichoso en que Santa María sea restablecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su excelso y único Jesús?
¿Cuándo respirarán las almas a María como los cuerpos respiran el aire? Cosas maravillosas sucederán entonces en la tierra, donde el Espíritu Santo al encontrar a su Esposa como reproducida en las almas vendrá a ellas con abundancia de sus dones y las llenará de ellos, especialmente del de sabiduría, para realizar maravillas de gracia. ¿Cuándo llegará, hermano mío, ese tiempo dichoso, ese siglo de María, en el que muchas almas escogidas y obtenidas del Altísimo por María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformarán en copias vivientes de la Santísima Virgen, para amar y glorificar a Jesucristo? Ese tiempo sólo llegará cuando se conozca y viva la devoción que yo enseño: "Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!»" ¡Señor, a fin de que venga tu reino, que venga el reino de María!"”