QUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Este pasaje del Evangelio está tomado del magnífico Sermón de la Montaña.
Habiendo enumerado las ocho Bienaventuranzas y dicho a sus discípulos que estaban destinados a ser la sal de la tierra y la luz del mundo, Nuestro Señor proclama solemnemente que viene a este mundo con la misión de explicar, complementar y perfeccionar la Ley: No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro, el cielo y la tierra pasarán antes que pase una iota o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.
A continuación, empieza a refutar la enseñanza errónea de los falsos doctores y a declarar la verdadera y correcta interpretación de la Ley.
Seis veces seguidas, el divino orador citará la Ley para mostrar, por medio de ejemplos concretos y claros, su misión de perfeccionarla.
El pasaje del Evangelio de este Domingo se refiere al quinto mandamiento: tú no matarás.
¿Qué quiere decir Nuestro Señor por estas palabras: Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos?
Es como si dijese o a sus discípulos: instruidos por boca de la Verdad misma y colmados de gracias, vosotros debéis superan a los escribas y a los fariseos en la ciencia y en la santidad; vuestro cumplimiento de la Ley debe ser más completo y más perfecto.
Los escribas eran los doctores de la Ley, responsables de explicarla al pueblo sencillo; los fariseos constituían una secta, y afectaban una gran santidad y un cumplimiento rígido de la legislación.
Sin embargo, estos susodichos médicos y santas figuras distorsionan la Ley; la alteraban y la corrompían por sus interpretaciones falsas y llenas de hipocresía.
Su justicia era toda exterior, sin preocuparse del interior. Según ellos, la mala voluntad no es pecado, mientras ella no se manifieste al exterior.
Su justicia, minuciosa, ocupada de nimiedades y naderías, de observancias ridículas, descuidaba lo esencial.
Su santidad era hipócrita, buscando sólo la estima de los hombres, sin preocuparse de Dios.
Sin embargo, con esta justicia y santidad no se puede entrar en el Cielo.
Por lo tanto, Nuestro Señor dice a sus discípulos, si vosotros no practicáis una verdadera virtud, más perfecta; que cumpláis la Ley de manera más digna que los escribas y fariseos.
Es decir, cumpliéndola:
En toda su extensión, y no limitándoos aproximadamente a la letra, descuidando su espíritu;
En toda su verdad, sin seguir las interpretaciones absurdas y falsas; con toda sinceridad, por la única razón de desinteresado amor a Dios, y no por la hipocresía y el orgullo, como ellos.
Nuestro Señor fundamenta su enseñanza en varios ejemplos, de los cuales el primero de ellos está expuesto en el Evangelio del día, y se refiere al perfecto cumplimiento del quinto mandamiento de la Ley: no matarás.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; y aquel que matare será reo ante el juicio. Pero yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo de juicio. Y el que llame a su hermano “raca”, será reo ante el Consejo. Y el que le llame “fatuo”, será reo de la gehena de fuego.
Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…
Cada ejemplo es introducido por esta fórmula.
Los auditores con frecuencia habían oído la lectura de la Ley en las sinagogas.
Majestuosa fórmula: Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo… por la que Jesús que confronta la Antigua Ley con la Nueva, mucho más perfecta, que Él mismo trajo al mundo.
Aquella concernía especialmente los hechos externos; la Nueva prescribe preceptos a las facultades más íntimas del alma.
Los escribas y fariseos, en la explicación del quinto mandamiento, enseñaban que Dios prohibía la muerte; que solamente el homicidio propiamente dicho caía bajo la fuerza de la ley. Por lo tanto, permitían la ira, el odio, el rencor y el deseo de venganza.
Nuestro Señor, que es la Justicia, el Legislador Supremo, venido a la tierra para enseñarnos la Ley divina en todo su alcance y perfección, declara aquí que la Ley prohíbe no sólo el hecho material, el hecho exterior del homicidio, sino también la mala voluntad de cometerlo y las funestas pasiones que conducen a él, tales como la ira, el odio, los insultos y las palabras injuriosas...
Por lo tanto, peca contra el quinto mandamiento el que mantiene y fomenta en su alma sentimientos de ira, de animosidad, de odio contra su vecino; o el que lo desprecia por medio de palabras de indignación u ofensivas.
Lamentablemente, no son pocos los cristianos que imitan a los fariseos y parecen ignorar completamente esta lección del Salvador.
Tengamos en cuenta que Jesucristo establece aquí tres grados del pecado contra este mandamiento:
1º: Un sentimiento, un movimiento consentido de ira.
2º: Después, la cólera, expresada por palabras de desprecio: Raca. Es el vocablo arameo Reqa y el hebreo Rîq, que significa vacío, cabeza vacía.
3º: En fin la cólera manifestada par la injuria o el ultraje: Fatuo. Lo cual era considerado muy injurioso entre los judíos. Epíteto que debe ser tomado figuradamente, en el sentido de impío.
Debemos considerar ahora, ¿qué significan las expresiones: “será reo de juicio”, “será reo ante el Consejo” y “será reo de la gehena de fuego”?
Nuestro Señor se refiere a la administración de la justicia en las diversas jurisdicciones en uso entre los judíos.
En cada ciudad había un tribunal, de 23 miembros, que juzgaba los casos de homicidio.
Ahora bien, Nuestro Señor declara que la simple cólera merece ser llevada ante este tribunal, tanto como el homicidio consumado: todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo de juicio.
En los casos más graves, relacionados con las cuestiones religiosas y políticas, el asunto era llevado a Jerusalén, ante el Consejo o el Sanedrín, compuesto por 72 miembros.
Nuestro Señor dice que aquel que llama a su hermano cabeza vacía llevado de la ira, es digno de ser presentado ante el Consejo: Y el que llame a su hermano “raca”, será reo ante el Consejo.
En fin, para aquel que llega hasta arrojar en la cara a su hermano la fuerte injuria de impío, no queda para castigarlo otra cosa que el suplicio del fuego: Y el que le llame “fatuo”, será reo de la gehena de fuego.
La palabra gehena viene del nombre de un valle o barranco cerca de Jerusalén, que fue llamado el Valle de Hinnom, ghé Hinnom. Es allí que los infieles de Israel ofrecían los niños a Moloch por el fuego.
Era, además, como el basurero de Jerusalén. Los judíos consideraban este valle como un lugar de horror y de maldición. Por eso, su nombre ha sido usado para referirse al infierno.
Por lo tanto, si todos estos pecados de pensamiento y de palabra merecen tal castigo, ¿qué decir de los pecados de acción, como golpear y matar?
Nuestro Señor no se pronuncia sobre ellos, porque quiere hacer comprender que entre sus discípulos no puede suponerse incluso la posibilidad de tales delitos...
¡Cuánta materia para la reflexión!
La enseñanza del Señor continúa con las palabras que siguientes: Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.
Después de haber mostrado lo que encierra el precepto no matarás, y cuán culpable es ante Dios la cólera, Nuestro Señor, que ama mucho más las almas que los presentes, quiere enseñarnos a cerrar la puerta a todo sentimiento de odio y de rencor contra el prójimo.
A este efecto, nos presenta un sorprendente caso de conciencia, muy práctico.
Advirtamos bien y tengamos en cuenta estas palabras; Nuestro Señor no dice: Si tienes algo en contra de su hermano...; sino, si tú piensas que, como resultado de cualquier palabra contra la caridad, o cualquier acción, has herido a tu hermano y él tiene algo contra tí... deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda… puesto que tu ofrenda no puede ser agradable a Dios, mientras no hayas hecho las paces con su hermano.
Por lo tanto, ve primero a ofrecer tus disculpas; después podrás con confianza ofrecer tu presente, y Dios lo recibirá con agrado.
Incluso si ofreciésemos la mitad de nuestros bienes a Dios, si al mismo tiempo no sacrificamos nuestros resentimientos contra nuestros hermanos, nuestras ofrendas no podrían ser agradables a Dios.
Ved, exclama San Juan Crisóstomo, ved la misericordia de Dios, que busca más nuestro bien que el culto que le es debido. Prefiere la caridad fraterna a las oblaciones.
Mientras los fieles permanezcan desunidos, sus sacrificios no han de ser aprobado, ni sus oraciones escuchadas.
Solamente la caridad da valor a todo lo que hacemos.
Por lo tanto, el primer sacrificio que debe ser ofrecido a Dios es un corazón puro de cualquier enemistad, de cualquier rencor, de cualquier odio contra el prójimo.
Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos… Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.
Y por eso San Pedro nos dice, en la Epístola de este Domingo: No devolváis mal por mal, ni maldición por maldición; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Por lo tanto, quien quiera amar la vida y ver días felices, guarde su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas; apártese del mal y haga el bien; busque la paz y corra tras ella. Pues los ojos del Señor miran a los justos y sus oídos escuchan su oración, pero el rostro del Señor está sobre los que obran el mal.
Pidamos, pues, junto con la Liturgia de la Santa Iglesia: Oh Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a Ti en todo y sobre todo, consigamos tus promesas, que superan todo anhelo… Suplicámoste, Señor, hagas que los que has saciado con tu celestial don, nos purifiquemos de nuestras manchas ocultas, y nos libremos de las asechanzas de los enemigos…