DOMINGO CUARTO DE CUARESMA
En aquel tiempo, pasó Jesús a la otra parte del mar de Galilea, que es de Tiberíades. Y le seguía una grande multitud de gente, porque veían los milagros que hacía sobre los enfermos. Subió, pues, Jesús, a un monte, y se sentó allí con sus discípulos. Y estaba cerca la Pascua, día de gran fiesta para los judíos. Y habiendo alzado Jesús los ojos, y viendo que venía a Él una gran multitud, dijo a Felipe: ¿Dónde compraremos pan para que coma esta gente? Esto decía por probarle; porque Él sabía lo que había de hacer. Felipe respondió: Doscientos denarios de pan no alcanzan para que cada uno tome un bocado. Uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro, le dijo: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces: mas ¿qué es esto para tanta gente? Pero Jesús dijo: Haced sentar a esas gentes. En aquel lugar había mucha hierba. Y se sentaron a comer, como en número de cinco mil hombres. Tomó Jesús los panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y asimismo de los peces, cuanto querían. Y cuando se hubieron saciado, dijo a sus discípulos: Recoged los trozos que han sobrado, para que no se pierdan. Y así recogieron y llenaron doce canastos de trozos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. Aquellos hombres, cuando vieron el milagro que había hecho Jesús, decían: Este es verdaderamente el profeta que ha de venir al mundo. Y Jesús, notando que habían de venir para arrebatarle y hacerle rey, huyó otra vez al monte Él sólo.
El Domingo Lætare es para la Cuaresma lo que el Domingo Gaudete fue para Adviento.
En uno y otro día se atenúa la gravedad y seriedad del Ciclo Litúrgico. El color morado es sustituido por el rosa; el órgano vuelve a sonar festivo; y el altar aparece adornado de flores.
La razón de ser de ese preludio de la alegría pascual es porque hemos llegado ya a la mitad de la Cuaresma, y nuestra bondadosa Madre quiere reanimarnos con este día de descanso espiritual para que continuemos con bríos la carrera emprendida.
El Evangelio del día es todo un símbolo: Y estaba cerca la Pascua… dice, recordándonos el motivo de la alegría de hoy. Y como la Eucaristía es uno de los Sacramentos pascuales, la Santa Liturgia nos propone en el milagro de la multiplicación de los panes, en aquella pequeña Pascua que el Señor celebró en el desierto, la figura de nuestra Pascua, la imagen del verdadero milagro pascual.
Mirando en lontananza esa Pascua, prorrumpe ya hoy la Iglesia en gritos de júbilo: Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; para que os saciéis de los consuelos que manan de sus pechos (Introito).
Nosotros contestamos al requerimiento de la Iglesia: Sí, sobremanera nos regocijamos, cuando se nos dijo: Iremos a la casa de Dios.
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La Estación en Roma es hoy la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, una de las siete basílicas principales de la ciudad santa. Ella fue enriquecida con las reliquias más preciosas por Santa Elena, que quería hacer de ella la Jerusalén de Roma.
Con este pensamiento, hizo trasladar una gran cantidad de tierra tomada en el Monte Calvario, y colocó en el santuario, entre otros monumentos de la Pasión de Cristo, la inscripción que figuraba sobre su cabeza durante el suplicio.
El nombre de Jerusalén dado a la Basílica llevó desde los tiempos más antiguos a los Pontífices escogerla como estación en este Domingo Lætare. En efecto, Jerusalén es nombre que despierta y aviva todas las esperanzas de los cristianos, ya que recuerda la Patria Celestial, que es la verdadera Jerusalén, respecto de la cual todavía estamos en el exilio…
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Ahora tenemos que hablar de otro nombre que se le dio al Cuarto Domingo de Cuaresma, y que se refiere a la lectura del Evangelio que la Iglesia nos ofrece hoy. Este Domingo es designado en varios documentos antiguos como el Domingo de los cinco panes; y el milagro que este título recuerda, al mismo tiempo que completa el ciclo de las instrucciones de Cuaresma, se añade a la alegría de este día.
Perdemos de vista por un momento la próxima Pasión del Hijo de Dios, para reflexionar sobre uno de los más grandes de sus beneficios; dado que, bajo la figura del pan material multiplicado por el poder de Jesús, nuestra fe descubre el Pan de la vida que desciende del Cielo, dado para la vida del mundo.
La instrucción que recibimos este día va encaminada a recordar el gran beneficio que el Señor nos hizo al instituir la Sagrada Eucaristía, Pan de los Ángeles bajado del Cielo, que se multiplica al conjuro de la palabra del sacerdote, y de esta forma prepararnos a recibirlo.
Y aunque participemos diariamente de esa mesa celestial, no obraríamos según el espíritu de la Liturgia, si mirásemos la Comunión Pascual como otra comunión cualquiera, y no como convite especialísimo.
Las mismas comuniones de los días ordinarios de cuaresma deben tener la finalidad de disponernos al gran convite pascual, que hemos de celebrar con ácimos de sinceridad y de verdad.
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La Pascua está cerca, dice el Evangelio, dentro de pocos días el propio Salvador nos dirá: Yo he deseado con gran deseo comer esta Pascua con vosotros.
Antes de pasar de este mundo al Padre, quiere satisfacer a la multitud, y para ello tiene que recurrir a todo su poder. Con razón admiramos este poder creativo, para quien cinco panes y dos peces bastan para alimentar a cinco mil hombres, de modo que después de la fiesta sobren restos suficientes como para llenar doce canastos.
Un prodigio tan brillante prueba suficientemente la misión divina de Jesús. Sin embargo, no veamos aquí sino una prueba de su poder, una figura de lo que está a punto de hacer, no ya una o dos veces, sino todos los días hasta el fin de los siglos; no para cinco mil personas, sino para la innumerable multitud de sus fieles.
Contemos sobre la superficie de la tierra los millones de católicos que ocuparon, ocupan y ocuparán lugar en el Banquete Pascual; Jesús, el mismo Hijo de Dios Encarnado, les sirvió de alimento, y este divino sustento no se consumirá jamás.
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Reconcentrémonos, pues, y fieles al espíritu de la Liturgia, fijemos la mirada en la blanca Hostia, recordando el infinito milagro que realiza allí Cristo con el fin de alimentar nuestra vida espiritual.
Repasemos en la memoria los inmensos beneficios que en ese Sacramento nos comunica el bondadosísimo Jesús…
Bajo las apariencias de pan y vino se esconde el Verbo humanado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, hecha carne en las purísimas entrañas de María.
Y como las tres Personas tienen una indivisible naturaleza, con el Hijo vemos allí al Padre y al Espíritu Santo. Todo el Cielo se encierra en la blanca Hostia.
En la Eucaristía continua Jesús su obra redentora; nos enseña, como fiel Maestro, el que es la Luz del mundo; nos cuida, como sabio médico, el que pasó por este mundo curando toda dolencia; nos alimenta, cual bondadoso padre, el que se llamó a sí mismo Buen Pastor, ganando nuestro sustento con sudor de Sangre y con su muerte en Cruz.
En la cárcel del Sagrario hallamos encerrado al mismo Jesús que anduvo por la campiña judía, dándonos ejemplo de las más raras virtudes: Paciente frente a sus enemigos; indulgente con los pecadores; todo amor con los suyos; humilde hasta anonadarse y perder incluso la forma externa de hombre; tan obediente, que a la voz de un sacerdote, sea digno o indigno, deja el trono augusto del Cielo y desciende al altar; tan bondadoso y liberal, que no anhela más que hallar almas que le reciban, para consumirlas en el fuego de amor en que arde.
Por la Comunión purifica el Señor nuestra alma con su Sangre, aplicándole los méritos de la Cruz; atiende a nuestra santificación, derramando a raudales la gracia que mereció en el Calvario; nos fortifica contra las tentaciones con ese Pan maravilloso; infunde, en fin, en nuestra alma un germen de vida eterna que obrará en nosotros la resurrección.
¡Qué devotos afectos podemos encender, al calor de estas consideraciones! Reflexionemos...
No nos cansemos de volver sobre el mismo asunto. Cantemos con la Iglesia: Alabad al Señor, porque es benigno; cantad himnos a su nombre, porque es suave. Todas cuantas cosas quiso, hizo así en el cielo como en la tierra.
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Pero nótese que fue en el desierto que Jesús alimentó a los hombres que son figura de los cristianos. Todas esas personas dejaron el bullicio de la ciudad para seguir a Jesús y escuchar su palabra; no han tenido miedo ni del hambre ni del cansancio; y su valentía fue recompensada.
Del mismo modo, el Señor coronará el trabajo de nuestro ayuno y abstinencia al final de esta carrera, de la cual ya hemos recorrido más de la mitad.
Alegrémonos, pues, y pasemos este día en la confianza de nuestra inminente llegada al final. Llega un momento en que nuestra alma, saciada de Dios, no se quejará más de la fatiga del cuerpo, que, unida a la compunción del corazón, le han obtenido un lugar de honor en el Banquete Inmortal.
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A la vista del prodigio obrado por el Salvador en el desierto al multiplicar los panes, pretendieron los judíos proclamarle Rey. ¿Y nosotros? ¿Acaso no hemos sido hecho partícipes por la Comunión de un beneficio infinitamente mayor? ¿No vale inmensamente más este Pan del Cielo que el Señor multiplica en nuestro favor, que el pan de cebada con que dio a comer a la multitud hambrienta?
No seamos, pues, menos generosos que los judíos. Elijamos por Rey de nuestra alma a Aquél que la apacienta con su propia vida.
Jesús no se nos escapará como hizo con los judíos en el desierto. Al contrario, sabiendo que todo nuestro bien está en reconocer su reinado, espera con mirada anhelante a que le invitemos a tomar posesión del trono de nuestro corazón.
No le hagamos esperar; aclamémosle ya; consagrémonos como sus vasallos perpetuos; que servir a tan gran Señor es reinar.
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Recordemos el misterio que nos propone la Epístola de hoy, el de Sara y Agar, de las cuales la una engendra libres y la otra siervos.
Por estas dos madres se entiende los dos Testamentos: la libre significa el Nuevo, y la esclava el Antiguo. Porque es doble la Ciudad de Dios: la una terrena, a saber, la Jerusalén terrenal; y la otra espiritual, o sea, la Jerusalén celeste.
Los hijos de Jerusalén terrenal aman lo terreno, y por las cosas temporales son esclavos bajo el pecado.
La Jerusalén celeste, en cambio, es aquella por la cual somos engendrados, la cual es la Iglesia militante, y también aquella en la que nacemos hijos, la cual es la Iglesia triunfante.
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Santo Tomás explica que también ahora los carnales persiguen en la Iglesia a los varones espirituales, aun materialmente: los que buscan la gloria y las temporales ganancias en la Iglesia. Por lo cual se dice en la Glosa: Cuantos en la Iglesia esperan del Señor el poder terreno, a Ismael pertenecen.
Estos son los que contradicen a los que adelantan en lo espiritual, y los infaman, y usan de lenguaje malvado, con lengua mentirosa y engañosa.
Pero, dice San Pablo, echa fuera a esta esclava y a su hijo. En lo cual se da a entender que los perseguidores de la fe cristiana, y también los cristianos carnales y perversos serán excluidos del reino celestial.
En este mundo, los buenos están mezclados con los malos, y los malos con los buenos; pero en la Patria Eterna no habrá sino buenos.
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Como ya dijimos, no hagamos esperar a Nuestro Señor; aclamémosle ya; consagrémonos como sus vasallos perpetuos; porque servir a tan gran Señor es reinar.
La verdadera libertad la tenemos por Cristo. De aquí que San Pablo dice: con la libertad con la que Cristo nos liberó. Puesto que Cristo nos dio libertad, se sigue que no debemos sujetarnos de nuevo al yugo de la servidumbre.
Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis…