domingo, 11 de marzo de 2012

IIIº de Cuaresma

DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

Estaba Jesús expulsando un demonio, y aquel era mudo. Sucedió que cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.

Pero algunos de ellos dijeron: Por Belzebub, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.

Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal del cielo.

Pero él, conociendo sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Belzebub. Si yo expulso los demonios por Belzebub, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega uno más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: "Me volveré a mi casa, de donde salí." Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.

Sucedió que estando él diciendo estas cosas alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: ¡Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Bienaventurados más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.

La Santa Iglesia, que en el primer Domingo de Cuaresma nos propuso como tema de nuestras meditaciones la tentación de Cristo en el desierto para arrojar luz sobre la naturaleza de nuestras propias tentaciones y sobre cómo tenemos que superarlas, hoy nos hace leer un pasaje del Evangelio cuya doctrina tiene por objeto completar nuestra instrucción respecto del poder y de las maniobras del demonio.

Hemos llegado de este modo al llamado Domingo de los escrutinios.

En la iglesia primitiva, desde este día comenzaba para los catecúmenos un nuevo período en la preparación para el Bautismo.

Esto se debía a que las ceremonias compiladas actualmente en el rito bautismal, se celebraban entonces repartidas en distintos días.

Un día como hoy tenían lugar los exorcismos.

Comprendemos, por lo mismo, que se lea como Evangelio el pasaje del endemoniado.

Estaba Jesús expulsando un demonio, y aquel era mudo. Sucedió que cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo…

¡Con qué gozo oirían los catecúmenos este pasaje evangélico! Veían, en efecto, retratado en él lo que invisiblemente acababa de tener lugar en sus almas exorcizadas.

Apropiémonos de su alegría. También nuestras almas, mudas por la muerte espiritual, sintieron el día de nuestro Bautismo la virtud de la palabra divina que conjuraba al diablo: Sal de ella, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo Paráclito, dijo el sacerdote…

Y el espíritu mudo huyó, y pudimos articular palabras de vida eterna…

¡Qué felicidad!

No perdamos don tan precioso.

No seamos mudos para el Cielo. Que nuestra conversación posea siempre la altura que conviene a hijos de Dios. Que nuestros ojos estén siempre elevados al Señor.

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Y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: Por Belzebub, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.

Jesús aparece en plena lucha con los escribas y fariseos. Éstos, no pudiendo negar la autenticidad de los milagros del Señor, acuden a un último recurso para desacreditarlo: los achacan a virtud demoníaca.

Jesús, con suma mansedumbre, les replica con un argumento ad hominem.

Los tiros de aquellos hombres perversos se dirigían a negar que el Reino de Dios había ya llegado a ellos; el Señor les dice: Si lanzo los demonios en virtud de Belzebub, resulta que Belzebub pelea contra sí mismo; y como todo reino dividido se derrumba; luego, el reino del demonio viene ya a tierra, para dar lugar al Reino de Dios.

Mas, ¿con qué derecho decís que lanzo los demonios en nombre de Belzebub? ¿No se podría decir otro tanto de vuestros exorcistas?

Si, pues, con el dedo de Dios lanzo los demonios, el reino de Satanás está vencido y ha llegado ya la hora del Reino de Dios.

¡Sí!; el Reino de Dios ha llegado ya a nosotros. Formamos parte del mismo. Somos hijos de la luz...

Sigamos, pues, el consejo de la Santa Madre Iglesia: Andad como hijos de luz. El fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad. Sabed, y tened entendido, que ningún fornicario e impúdico tendrá cabida en el Reino de Cristo y de Dios.

Durante la Cuaresma, debemos aprovechar para reparar el pasado y para asegurar el futuro; ahora bien, no podríamos hacer lo primero ni defender eficazmente el segundo, si no tuviésemos ideas claras y sanas sobre la naturaleza de los peligros en los que hemos sucumbido en el pasado, y sobre aquellos que nos siguen amenazando para el futuro.

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El que no está conmigo, está contra mí. Jesús señala, con frase gráfica, la secuela de uno y otro reino.

No hay en asunto tan trascendente terreno neutral; se pertenece a Cristo o a Belial, o se recoge o se desparrama. El que se decida por Cristo, ingresará en el Reino de la luz; quien no lo siga, continuará sometido al Príncipe de las tinieblas.

Esta vida es un campo de batalla. Cristo y Belial pretenden prosélitos.

San Ignacio, en su meditación de las Dos Banderas, ha sabido dar plasticidad a esta idea.

El ejército de Satanás tiene plantados sus reales en Babilonia; el ejército de Cristo Rey, en Jerusalén.

Cristo está sentado sobre un trono de luz; Satanás impera entre llamas y columnas de humo asfixiante.

Los soldados de Cristo pelean con la Cruz; lo soldados de Belial se valen de las pasiones y de la concupiscencia para ganar terreno.

La recompensa de los primeros es el Cielo, la del ejército de Belial, la muerte eterna.

¿Quién diría que Satanás podría lograr halagar con tan terrible galardón? Y, no obstante, triunfa y se envalentona, porque los mortales somos tan necios, que preferimos un gozo presente, aunque lleve a un fin desgraciadísimo, que la felicidad eterna, si para llegar a ella se nos exige pasar por el estrecho callejón de la abnegación…

¡Oh inaudita locura! ¡Oh necia insensatez!

Que no sea así de nosotros. Prometamos seguir y luchar en las filas de Cristo Rey, haciendo honor a nuestro Bautismo.

Ya renunciamos un día a Satanás y a sus pompas; no queramos volvernos atrás de aquel juramento solemne. Seamos fieles a su Bandera hasta morir.

Los antiguos liturgistas y los autores espirituales han reconocido un trazo de la sabiduría maternal de la Iglesia en el discernimiento con el que se ofrece hoy a sus hijos esta lectura, centro de las enseñanzas de este Domingo.

Seríamos, en efecto, ciegos y miserables, si, estando rodeados de enemigos empeñados en nuestra destrucción y muy superiores a nosotros en fuerza y habilidad, no pensásemos en su existencia y maldad.

Si hay una época del año en que los fieles deben reflexionar sobre lo que la fe y la experiencia nos dice acerca de la existencia y las operaciones de los espíritus de las tinieblas, es sin duda ésta, durante la cual debemos reflexionar sobre las causas de nuestros pecados, sobre los peligros de nuestra alma, y sobre los medios de protección contra las recaídas y los futuros ataques.

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Después de la predicación del Evangelio, el poder de Satanás sobre los cuerpos se vio restringido en los países cristianos en virtud de la Cruz; pero retoma fuerza, si disminuyen la fe y las obras de piedad cristiana.

De allí todos estos horrores diabólicos revolucionarios que, con diversos nombres más o menos científicos, se cometieron primero en las sombras, luego fueron y son aceptados en parte por la buena gente, y presionan hoy para destruir la sociedad.

Cristianos de hoy, recordad que habéis renunciado a Satanás, y tened cuidado de que una ignorancia culpable os conduzca a la apostasía.

No es una fantasía o ficción a la que habéis renunciado en la pila bautismal el día de vuestro Bautismo; es a un ser real, formidable, y del cual Jesucristo nos dice que es mentiroso y asesino desde el principio.

Pero, si bien debemos temer al terrible poder que puede ejercer sobre el cuerpo, y no tener ninguna participación en las prácticas que el demonio preside (iniciación al culto al que aspira), también debemos temer, y con mayor razón, su influencia sobre nuestras almas.

Volveré a mi casa, de donde salí. La lucha tiene lugar en el interior del alma. Allí se dan las más espantosas batallas, aunque de fuera no se perciba el choque de espadas, ni el estruendo del cañón.

Toda condescendencia hecha a la pasión chillona, es un palmo de terreno robado a Cristo.

Cuando Lucifer logra que la concupiscencia domine y venza a la Cruz, aherroja al alma y hácela su prisionera; la lleva a su campo y la constituye en número activo de su reino.

Esto sucede cada vez que se comete un pecado mortal.

¡Con qué cuidado andaríamos, si tuviéramos conciencia viva de esta tremenda realidad!

Asimismo, cuando el cristiano comete un pecado venial, no se atreve a expulsar a Cristo de su alma, pero le quita terreno y lo cede al demonio.

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Cristiano, si pensaras en ello, te detendrías un tanto antes de dejarte llevar de tus debilidades, antes de condescender con tus pasiones, con los deseos menos santos de tu naturaleza.

Sírvate esta consideración de serio aviso.

Da hoy una mirada a tu interior. Examina si reina enteramente allí el Príncipe de la Luz, o si hay algún rinconcito reservado al tirano de las tinieblas.

Recuerda que antes del Bautismo pertenecías al demonio, que cual hombre valiente bien armado guardaba aquella su casa. Pero llegó otro más fuerte que él, Cristo Jesús, que lo asaltó, lo venció y lo desarmó.

Considera la lucha de la gracia que Dios tuvo que emprender para arrancarle tu alma de sus garras.

Desde ese momento no había temor para ti, mientras tú mismo no abrieras la puerta al demonio, mientras no te entregaras, voluntariamente, a su esclavitud, ya que el Más fuerte te guardaba.

¿Cuál ha sido tu proceder? Si, por desgracia, has estado ya nuevamente bajo el poder del príncipe de las tinieblas, llora tu iniquidad, y confiando en la misericordia divina, clama con corazón humilde y contrito al Señor.

Mas, si has tenido la gracia de conservar en todo momento para Cristo el terreno de tu pequeño reino, dale gracias y anda prevenido, no te suceda que el demonio pruebe asaltarte con un escuadrón de espíritus peores que él, y te derribe; y venga a ser tu postrer estado peor que el primero.

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Oponte también a que el demonio ocupe ningún rincón de tu alma. Toda ella debe ser de Cristo. No es cualquier cosa lo que esto exige: te costará seguramente grandísima violencia; pero lucha es la vida, y en pie de guerra nos debe encontrar la muerte.

En estos días, la Iglesia nos ofrece todos los medios de superar al demonio: el ayuno, unido a la oración y a la limosna.

Pero no creas que tu enemigo haya sido destruido. Está irritado; la confesión y penitencia lo ha expulsado ignominiosamente de su dominio; y él se comprometió a hacer todo lo posible para volver allí.

Teme, pues, una recaída en el pecado mortal; y para afirmar este saludable temor, reflexiona sobre las palabras del Evangelio de hoy.

El demonio no se resigna a quedarse lejos de la presa que codicia. El odio lo impele, como en el principio del mundo, y se dice: tengo que regresar a mi casa, de donde salí. Pero no vendrá solo, quiere triunfar; y para ello traerá con él, si es necesario, siete demonios más perversos.

¡Qué terrible situación se está preparando para nuestra pobre alma, si ella no es vigilante, si no está fortificada, si la paz que Dios le ha dado no ha sido una paz armada!

Si quieres la paz, prepárate para la guerra…, decían los antiguos… Y hoy nos predican un pacifismo cómplice y traidor…

Temamos, pues, una recaída; y para asegurar nuestra perseverancia, sin la cual sería de muy poca utilidad estar por unos días en la gracia de Dios, vigilemos, recemos, defendamos las murallas de nuestra alma, no renunciemos la batalla.

Y el enemigo infernal, desconcertado por nuestra capacidad de combate, partirá llevándose a otra parte su vergüenza y su rabia.