domingo, 19 de agosto de 2012

12º post Pentecostés


DUODÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Y volviéndose hacia sus discípulos, dijo: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo, que muchos Profetas y Reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron: y oír lo que oís, y no lo oyeron.
Y se levantó un doctor de la ley, y le dijo para tentarle: Maestro, ¿qué haré para poseer la vida eterna? Y Él le dijo: En la ley, ¿qué hay escrito? ¿Cómo lees? Él, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento, y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido: Haz eso, y vivirás. Mas él, queriéndose justificar a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Y Jesús, tomando la palabra, dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y dio en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de haberle herido, le dejaron medio muerto, y se fueron. Aconteció, pues, que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y, viéndole, pasó de largo. Y asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó también de largo. Mas un samaritano, que iba su camino, se llegó cerca de él: y cuando le vio, se movió a compasión, y acercándosele, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino; y poniéndole sobre su bestia, le llevó a una venta, y tuvo cuidado de él. Y otro día sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo, y cuanto gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva. ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquél, que dio en manos de los ladrones? Aquél, respondió el doctor, que usó con él de misericordia. Y Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo.


Preguntando un letrado a Cristo Nuestro Señor quién era su prójimo, para amarle como a sí mismo, le respondió con la parábola del Buen Samaritano, que trae el Evangelio de hoy, descubriendo en ella la compasión que tuvo de los pecadores.

Consideremos las diversas circunstancias de esta parábola: aquel hombre que andaba de viaje, los ladrones, los bienes que le robaron, las llagas que le hicieron, y cómo quedó medio muerto.

Este hombre es todo hijo de Adán que, a imitación de su padre, estando en gracia y amistad de Dios, heredero del Cielo, va cayendo de este estado, inclinándose a los bienes de este mundo, figurado por Jericó, que quiere decir luna.

El principio de esta caída es, pues, aficionarse a las cosas de este mundo con algún desorden y ocuparse con demasía en los negocios de la tierra.

A este hombre le salen al camino los demonios, que son ladrones, salteadores y enemigos nuestros. Los cuales, con sus tentaciones y malas sugestiones, pretenden despojarnos de todas las riquezas divinas e, incluso, de las naturales, y destruirnos.

Para esto se aprovechan de los enemigos visibles, que son el mundo y la carne; esto es, de los malos que viven en el mundo y de las pasiones de nuestra carne.

Y cae en sus manos el que miserablemente consiente con sus persuasiones y admite el pecado, especialmente el que llamamos mortal.

Los bienes que roban a este miserable son la gracia de Dios, la caridad con las virtudes morales infusas que le acompañan siempre, los siete Dones del Espíritu Santo; y en especial, a unos roban la castidad, a otros la humildad, a otros la paciencia, a otros la templanza, la obediencia, etc.; y a veces llegan a robarle la misma fe, haciéndole caer en pecados de infidelidad, y también la esperanza, llevándolo a la desesperación; porque sus ansias son robar y destruir todo lo que tenemos de Dios.

Las llagas y heridas que le hacen son los daños que dejan en nuestras potencias: la ignorancia del entendimiento, oscurecido con nieblas y errores; la malicia en la voluntad, con la debilitación del libre albedrío, flaco para resistir al vicio; la furia desordenada de los apetitos y pasiones inclinadas a lo terreno; y tantas llagas recibe cada uno, cuantas ignorancias, pasiones y perversas inclinaciones tiene.

De esta manera queda el miserable hombre medio vivo, porque solamente le queda la lumbre de la fe o la lumbre de la razón natural; pero queda medio muerto, y a punto de morir eternamente.

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Considerando todo esto, tenemos que imaginar que somos nosotros este desdichado hombre de quien habla esta parábola, lamentando nuestra desventura.

Somos nosotros, que nos descuidamos en conservar la gracia que Dios nos dio en el Bautismo, inclinándonos a los bienes deleitables de esta vida. Nosotros, que caímos en manos de los demonios, nuestros enemigos; nuestra fue la culpa de caer en sus manos, porque si hubiésemos resistido, ellos habrían huido; y si hubiésemos llamado en nuestro favor a Dios y sus Ángeles, ellos habrían acudido a defendernos; porque el camino tan lleno está de demonios que nos tientan, como de Ángeles que nos guardan.

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Sucedió, entonces, que un sacerdote bajaba por el mismo camino, y aunque vio a este hombre, pasó de largo.

De la misma manera, un levita, llegando cerca de él y viéndole, pasó adelante.

Pero, caminando por allí un samaritano, llegó cerca de él, y en viéndole, se movió a misericordia y compasión del miserable.

¿Quiénes son este sacerdote y levita, que pasan de largo sin remediar a este hombre, y quién es el samaritano, que sí se compadece de él?

El sacerdote y levita representan a los hombres constituidos en cualquier dignidad y excelencia que sea; los cuales no son bastantes para remediar un pecador. Y así todos le dejan y pasan de largo. Aunque tienen ojos para ver su miseria, no tienen por sí mismos posibilidad para remediarla.

Además de esto, unos tienen poca compasión de los males ajenos, por estar muy metidos en sus propias comodidades; otros, por parecerles que tienen harto que ver consigo y defenderse de los ladrones que les acometen en el camino, y que, si se detienen a curar al caído, vendrán ellos a caer.

Finalmente, ninguna pura criatura puede socorrer a este miserable ni sanarle de sus llagas; por lo cual, si no le viene socorro del Cielo, es inevitable que venga a perecer.

El Samaritano que tuvo misericordia y compasión de este pobre hombre es el Verbo Eterno, Hijo de Dios vivo, guarda y amparo de los desamparados, porque esto significa samaritano.

Este Verbo Divino, viendo nuestro peligro y desamparo, quiso hacerse hombre y bajar de la celestial Jerusalén a este mundo y vivir como hombre, caminando por los caminos que andan los demás hombres, pero sin pecado; aunque se acercaba a los pecadores, despojados de su gracia y rendidos a los demonios, con peligro de su eterna condenación.

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Acercándose al llagado, le vendó las llagas, echando encima aceite y vino, y poniéndole sobre su jumento, lo llevó al mesón y tuvo cuidado de él; y al otro día dio dos denarios al mesonero, diciéndole: Ten cuidado de este herido, y lo que gastares de más, cuando vuelva te lo pagaré.

Consideremos el modo cómo este divino Samaritano tuvo misericordia de nosotros, y los innumerables bienes que nos hizo; porque su infinita misericordia no se detiene en sola compasión, ni se contenta con solas palabras, sino con obras de infinita caridad.

Lo primero que hizo fue acercarse y llegarse al mal herido, porque si Él no viniese a visitar al pecador, no podría el pecador ir a buscarle.

Luego le vendó las llagas y todas las heridas, sin dejar ninguna por atar y curar; pero ¿con qué lienzos y con qué vendas las cubrió?

Este Samaritano piadosísimo ata la furia de nuestras pasiones con la venda purísima de la gracia y caridad y con las demás virtudes que nos comunica para justificar nuestras almas… Por sus llagas cura las nuestras, y por sus crueles ataduras nos ata de manera que nunca más cobren libertad y se suelten en vicios.

Además echó encima de las llagas aceite y vino, porque nos aplica eficacísimos Sacramentos, llenos de misericordia y virtud celestial, con los cuales nos unge, nos cura y sana, nos conforta y sustenta, y nos alegra el corazón.

Los Sacramentos son vasos de óleo de gracia, y de vino de caridad, las cuales echa sobre nuestras llagas, y con ellas quedan sanas.

También nos aplica otras medicinas, como la Palabra de Dios, llena de óleo y de vino; esto es, de verdades blandas y amorosas, que mueven a penitencia por vía de amor, y de otras verdades ásperas y terribles, que amedrentan y mueven a dolor de pecados por vía de temor.

No contento con esto, viendo la flaqueza del enfermo, y que no podía andar por propia cuenta, le puso sobre su jumento, porque sobre su Cuerpo Santísimo cargó las cargas de nuestras culpas, y con los socorros de sus inspiraciones nos ayuda y nos lleva como en pies ajenos por el camino de las virtudes, haciéndonos suave el yugo de su ley y la observancia de sus preceptos.

Y prosiguiendo en su misericordia, saca al enfermo del camino donde estaba postrado, separándole de las ocasiones y peligros de pecar, y le pone en un mesón honrado, seguro y muy acomodado, que es la Santa Iglesia Católica, donde tiene todo lo necesario para convalecer y sanar perfectamente con gran seguridad; y Él mismo tiene cuidado de él, tiene providencia de él y le regala.

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La caridad infinita de Jesús curó nuestras llagas, alivia nuestras flaquezas, nos ha sacado de tantos peligros y nos puso en la posada gloriosísima de su Iglesia, de la Sagrada Religión...

Pero, no contento con esto, cuando este Señor se fue al Cielo y se ausentó según su humanidad, aunque no perdió el cuidado que tenía de nosotros, mandó a los mesoneros de esta hostería que tuviesen cuidado de este enfermo y de su cura y convalecencia, y para esto les dio dos denarios, que son el caudal necesario para remediarle.

Les ofrece potestad de orden y jurisdicción, y les encarga que de su parte añadan cuanto pudieren para el bien del enfermo, no contentándose con cumplir lo que es de precepto, sino que añadan mucho más de supererogación y de gracia, porque cuando vuelva a juzgar, les pagará todo cuanto hubieren hecho en bien del prójimo necesitado.

Debemos suplicar a la divina Majestad que inspire con eficacia a los prelados de su Iglesia para que cumplan con gran fidelidad todo cuanto les ha encargado, para que cuando Él venga a juzgar, halle con salud a los enfermos pecadores.

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En la conclusión de la parábola, preguntando Cristo Nuestro Señor al legisperito: ¿Cuál de estos tres se mostró prójimo al que cayó en manos de ladrones, y le amó como a tal?, respondió el leguleyo farisaico: El que usó, con él de misericordia.

Nuestro Señor Jesucristo le preceptuó: Pues ve, y hazlo tú de la misma manera.

En lo cual se descubre aún mucho más la infinita caridad de este Señor.

Primero, en querer que todos tengamos compasión unos de otros, usando de misericordia, remediando sus necesidades corporales y espirituales, como este samaritano lo hizo.

Luego, tácitamente se nos pone por ejemplo y modelo a Sí mismo, diciendo: Usad de misericordia unos con otros, como Yo, que soy figurado por este samaritano, la he usado con vosotros; mirad lo que Yo hice con este enfermo pecador, y haced vosotros otro tanto con cualquier necesitado, remediando lo mejor que pudiereis su miseria de cuerpo y de alma; y en esto no seáis cortos, sino largos, haciendo mucho más de lo que estáis obligados por precepto; y cuando Yo vuelva a juzgar, os pagaré muy copiosamente cuanto hubierais hecho, con una medida de gloria llena, colmada, apretada y muy sobrada.

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La parábola tiene, pues, un sentido místico. En el desgraciado que cayó en manos de los ladrones está figurado cada hombre. Allá en el Paraíso se entregó en manos de los ladrones infernales, quienes lo despojaron de los bienes sobrenaturales de la gracia y de la incolumidad que le prestaban los dones preternaturales, dejándolo, además, malherido en los bienes de naturaleza.

Enseña San Agustín: Este hombre representa a Adán y a todo el género humano. Jerusalén, ciudad de la paz, representa la Jerusalén celestial, de cuya felicidad había caído. Jericó quiere decir luna, y significa nuestra mortalidad, porque nace, crece, envejece y muere. Jerusalén, que se interpreta visión de la paz, representa el paraíso; porque antes que el hombre pecara, estaba en la visión de la paz, esto es, en el paraíso. Todo lo que veía era paz y alegría; pero bajó de allí, como humillado y abatido por el pecado, hacia Jericó, esto es, al mundo, en donde todo lo que nace, desaparece como la luna.

El Buen Samaritano, que pasó junto a ella, es Cristo, que por algo, al tratarle los fariseos de endemoniado y samaritano, se defendió de la primera calumnia, mas no mencionó la segunda.

Nuestro Divino Samaritano, se compadeció de la desgraciada humanidad; la tomó a su cargo; derramó sobre sus llagas el aceite de su suave doctrina y el vino milagroso de su Sangre; y habiendo de seguir su camino al Cielo, la llevó al mesón de su Iglesia, a la que entregó los tesoros de los Sacramentos, para que cuidase de la infortunada, hasta que Él volviese a recogerla y llevarla a la patria.

¡Oh benignidad y largueza de la Misericordia divina! ¿Cómo agradeceremos tamaño beneficio?

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No podemos dejar pasar otra interpretación de esta parábola. Los mayores y los más estudiosos recordarán y reconocerán las siguientes palabras:

No podemos omitir la observación capital en el examen del significado religioso de este Concilio, que ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno.
Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea, y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio.
Esta actitud, determinada por las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado y en este particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana, actitud inspirada siempre por la esencial misión salvadora de la Iglesia, ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la sospecha que un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior, a la historia que pasa, a la moda actual, a las necesidades contingentes, al pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del sínodo ecuménico, a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación religiosa del mismo Concilio.
No creemos que este mal entendido se deba imputar ni a sus verdades y profundas intenciones ni a sus auténticas manifestaciones.
Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio, ha sido principalmente la caridad y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad del Evangelio por esta principal orientación, cuando recordamos que el mismo Cristo es quien nos enseña que el amor a los hermanos es el carácter distintivo de sus discípulos, y cuando dejamos que resuenen en nuestras almas las palabras apostólicas: “la religión pura y sin mancha a los ojos de Dios y Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y precaverse de la corrupción de este mundo”; y todavía: “el que no ama a su hermano a quien ve, ¿ cómo podrá amar a Dios a quien no ve?”
La Iglesia del Concilio sí se ha ocupado mucho, además de sí misma y de la relación que le une con Dios, del hombre tal cual se presenta hoy en realidad: del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el centro de su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos, y, por tanto, atentos y amorosos: se ha levantado el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz, luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que llora, el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el hombre rígido que cultiva solamente la realidad científica; el hombre, tal cual es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de algo, él “filius accrescens”; el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre ”laudator temporis acti “ (que alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña en el porvenir; el hombre pecador y el hombre santo…
El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio.
La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios.
¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo.
La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio.
Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas —y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la tierra— ha absorbido la atención de nuestro sínodo.
Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— somos promotores del hombre.
¿Y qué ha visto este augusto Senado en la humanidad, que se ha puesto a estudiarlo a la luz de la divinidad? Ha considerado una vez más su eterna y doble fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo, innegable e incurable por sí mismo y su bien que sobrevive, siempre marcado de arcana belleza y de invicta soberanía.
Pero hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.

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Los mayores y los más estudiosos recordarán, pues, y reconocerán en este texto las escandalosas palabras de Pablo VI, en su Discurso de Clausura del Concilio Vaticano II…

¡Qué contraste entre aquella imagen y figura del Divino Samaritano, que nos presenta la parábola de hoy y la pauta de la espiritualidad del Concilio…!


El humanismo laico y profano apareció en toda su terrible estatura y desafió al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión del hombre que se hace Dios

Pero no hubo choque, ni lucha, ni condenación…

¡Nada de esto!… El Concilio Vaticano II tiene su pauta de espiritualidad y pretende sustentarla en la antigua historia del samaritano…

Pablo VI habla de una simpatía inmensa, que lo ha penetrado todo. Y se dirige a los hodiernos apóstatas:

Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— somos promotores del hombre.
Hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.

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Cuando consideramos estas cosas, cuando comprobamos que los hospederos mismos han defeccionado de su misión… adulterando aceite y vino, y autodestruyendo la posada…

Cuando vemos que los que habían recibido la tarea de suplir esa defección (conservando y transmitiendo la Tradición, toda la herencia que habían recibido), también han asumido la actitud del sacerdote y del levita… Y por eso se expresan de esta manera:

Mucha gente tiene un entendimiento del Concilio que es un mal entendimiento. Nosotros hemos visto en las discusiones que muchas cosas que hemos condenado durante cuarenta años como pertenecientes al Concilio, no son de hecho del Concilio, sino del común entendimiento de éste…

En la Fraternidad se va en camino de convertir los errores del Concilio en superherejías; es una especie de mal absoluto, peor que todo, de la misma manera en que los liberales han dogmatizado este concilio pastoral…

El Papa dice que el Concilio debe ser puesto dentro de la gran Tradición de la Iglesia, debe ser entendido de acuerdo con ella. Estas son declaraciones con las que estamos plenamente de acuerdo, totalmente, absolutamente…


Ante esta situación, clamamos: ¡Ven, Divino Samaritano! ¡Ven, Señor Jesús!