DUODÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y volviéndose hacia sus discípulos, dijo: Bienaventurados
los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo, que muchos Profetas y
Reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron: y oír lo que oís, y no
lo oyeron.
Y se levantó un doctor de la ley, y le dijo para
tentarle: Maestro, ¿qué haré para poseer la vida eterna? Y Él le
dijo: En la ley, ¿qué hay escrito? ¿Cómo lees? Él, respondiendo,
dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de
todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento, y a tu prójimo como a ti mismo. Y le
dijo: Bien has respondido: Haz eso, y vivirás. Mas él,
queriéndose justificar a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Y Jesús,
tomando la palabra, dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y dio en
manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de haberle herido,
le dejaron medio muerto, y se fueron. Aconteció, pues, que pasaba por el mismo
camino un sacerdote, y, viéndole, pasó de largo. Y asimismo un levita, llegando
cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó también de largo. Mas un samaritano, que
iba su camino, se llegó cerca de él: y cuando le vio, se movió a compasión, y
acercándosele, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino; y
poniéndole sobre su bestia, le llevó a una venta, y tuvo cuidado de él. Y otro
día sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo, y cuanto
gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva. ¿Cuál de estos tres te parece que
fue el prójimo de aquél, que dio en manos de los ladrones? Aquél, respondió
el doctor, que usó con él de misericordia. Y Jesús le dijo: Ve
y haz tú lo mismo.
Preguntando un letrado a Cristo Nuestro Señor quién era su prójimo,
para amarle como a sí mismo, le respondió con la parábola del Buen Samaritano, que
trae el Evangelio de hoy, descubriendo en ella la compasión que tuvo de los
pecadores.
Consideremos las diversas circunstancias de esta parábola: aquel hombre
que andaba de viaje, los ladrones, los bienes que le robaron, las llagas que le
hicieron, y cómo quedó medio muerto.
Este hombre es todo hijo de Adán que, a imitación de su padre, estando
en gracia y amistad de Dios, heredero del Cielo, va cayendo de este estado,
inclinándose a los bienes de este mundo, figurado por Jericó, que quiere decir luna.
El principio de esta caída es, pues, aficionarse a las cosas de este
mundo con algún desorden y ocuparse con demasía en los negocios de la tierra.
A este hombre le salen al camino los demonios, que son ladrones, salteadores
y enemigos nuestros. Los cuales, con sus tentaciones y malas sugestiones,
pretenden despojarnos de todas las riquezas divinas e, incluso, de las
naturales, y destruirnos.
Para esto se aprovechan de los enemigos visibles, que son el mundo y la
carne; esto es, de los malos que viven en el mundo y de las pasiones de nuestra
carne.
Y cae en sus manos el que miserablemente consiente con sus persuasiones
y admite el pecado, especialmente el que llamamos mortal.
Los bienes que roban a este miserable son la gracia de Dios, la caridad
con las virtudes morales infusas que le acompañan siempre, los siete Dones del
Espíritu Santo; y en especial, a unos roban la castidad, a otros la humildad, a
otros la paciencia, a otros la templanza, la obediencia, etc.; y a veces llegan
a robarle la misma fe, haciéndole caer en pecados de infidelidad, y también la
esperanza, llevándolo a la desesperación; porque sus ansias son robar y
destruir todo lo que tenemos de Dios.
Las llagas y heridas que le hacen son los daños que dejan en nuestras
potencias: la ignorancia del entendimiento, oscurecido con nieblas y errores; la
malicia en la voluntad, con la debilitación del libre albedrío, flaco para
resistir al vicio; la furia desordenada de los apetitos y pasiones inclinadas a
lo terreno; y tantas llagas recibe cada uno, cuantas ignorancias, pasiones y
perversas inclinaciones tiene.
De esta manera queda el miserable hombre medio vivo, porque solamente
le queda la lumbre de la fe o la lumbre de la razón natural; pero queda medio muerto,
y a punto de morir eternamente.
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Considerando todo esto, tenemos que imaginar que somos nosotros este
desdichado hombre de quien habla esta parábola, lamentando nuestra desventura.
Somos nosotros, que nos descuidamos en conservar la gracia que Dios nos
dio en el Bautismo, inclinándonos a los bienes deleitables de esta vida. Nosotros,
que caímos en manos de los demonios, nuestros enemigos; nuestra fue la culpa de
caer en sus manos, porque si hubiésemos resistido, ellos habrían huido; y si hubiésemos
llamado en nuestro favor a Dios y sus Ángeles, ellos habrían acudido a defendernos;
porque el camino tan lleno está de demonios que nos tientan, como de Ángeles
que nos guardan.
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Sucedió, entonces, que un sacerdote bajaba por el mismo camino, y
aunque vio a este hombre, pasó de largo.
De la misma manera, un levita, llegando cerca de él y viéndole, pasó
adelante.
Pero, caminando por allí un samaritano, llegó cerca de él, y en
viéndole, se movió a misericordia y compasión del miserable.
¿Quiénes son este sacerdote y levita, que pasan de largo sin remediar a
este hombre, y quién es el samaritano, que sí se compadece de él?
El sacerdote y levita representan a los hombres constituidos en
cualquier dignidad y excelencia que sea; los cuales no son bastantes para
remediar un pecador. Y así todos le dejan y pasan de largo. Aunque tienen ojos
para ver su miseria, no tienen por sí mismos posibilidad para remediarla.
Además de esto, unos tienen poca compasión de los males ajenos, por
estar muy metidos en sus propias comodidades; otros, por parecerles que tienen
harto que ver consigo y defenderse de los ladrones que les acometen en el
camino, y que, si se detienen a curar al caído, vendrán ellos a caer.
Finalmente, ninguna pura criatura puede socorrer a este miserable ni
sanarle de sus llagas; por lo cual, si no le viene socorro del Cielo, es inevitable
que venga a perecer.
El Samaritano que tuvo misericordia y compasión de este pobre hombre es
el Verbo Eterno, Hijo de Dios vivo, guarda y amparo de los desamparados, porque
esto significa samaritano.
Este Verbo Divino, viendo nuestro peligro y desamparo, quiso hacerse
hombre y bajar de la celestial Jerusalén a este mundo y vivir como hombre,
caminando por los caminos que andan los demás hombres, pero sin pecado; aunque
se acercaba a los pecadores, despojados de su gracia y rendidos a los demonios,
con peligro de su eterna condenación.
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Acercándose al llagado, le vendó las llagas, echando encima aceite y
vino, y poniéndole sobre su jumento, lo llevó al mesón y tuvo cuidado de él; y
al otro día dio dos denarios al mesonero, diciéndole: Ten cuidado de este
herido, y lo que gastares de más, cuando vuelva te lo pagaré.
Consideremos el modo cómo este divino Samaritano tuvo misericordia de
nosotros, y los innumerables bienes que nos hizo; porque su infinita
misericordia no se detiene en sola compasión, ni se contenta con solas
palabras, sino con obras de infinita caridad.
Lo primero que hizo fue acercarse y llegarse al mal herido, porque si Él
no viniese a visitar al pecador, no podría el pecador ir a buscarle.
Luego le vendó las llagas y todas las heridas, sin dejar ninguna por
atar y curar; pero ¿con qué lienzos y con qué vendas las cubrió?
Este Samaritano piadosísimo ata la furia de nuestras pasiones con la
venda purísima de la gracia y caridad y con las demás virtudes que nos comunica
para justificar nuestras almas… Por sus llagas cura las nuestras, y por sus
crueles ataduras nos ata de manera que nunca más cobren libertad y se suelten
en vicios.
Además echó encima de las llagas aceite y vino, porque nos aplica
eficacísimos Sacramentos, llenos de misericordia y virtud celestial, con los
cuales nos unge, nos cura y sana, nos conforta y sustenta, y nos alegra el
corazón.
Los Sacramentos son vasos de óleo de gracia, y de vino de caridad, las
cuales echa sobre nuestras llagas, y con ellas quedan sanas.
También nos aplica otras medicinas, como la Palabra de Dios, llena de
óleo y de vino; esto es, de verdades blandas y amorosas, que mueven a
penitencia por vía de amor, y de otras verdades ásperas y terribles, que
amedrentan y mueven a dolor de pecados por vía de temor.
No contento con esto, viendo la flaqueza del enfermo, y que no podía
andar por propia cuenta, le puso sobre su jumento, porque sobre su Cuerpo Santísimo
cargó las cargas de nuestras culpas, y con los socorros de sus inspiraciones
nos ayuda y nos lleva como en pies ajenos por el camino de las virtudes,
haciéndonos suave el yugo de su ley y la observancia de sus preceptos.
Y prosiguiendo en su misericordia, saca al enfermo del camino donde
estaba postrado, separándole de las ocasiones y peligros de pecar, y le pone en
un mesón honrado, seguro y muy acomodado, que es la Santa Iglesia Católica,
donde tiene todo lo necesario para convalecer y sanar perfectamente con gran
seguridad; y Él mismo tiene cuidado de él, tiene providencia de él y le regala.
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La caridad infinita de Jesús curó nuestras llagas, alivia nuestras flaquezas,
nos ha sacado de tantos peligros y nos puso en la posada gloriosísima de su
Iglesia, de la Sagrada Religión...
Pero, no contento con esto, cuando este Señor se fue al Cielo y se
ausentó según su humanidad, aunque no perdió el cuidado que tenía de nosotros,
mandó a los mesoneros de esta hostería que tuviesen cuidado de este enfermo y
de su cura y convalecencia, y para esto les dio dos denarios, que son el caudal
necesario para remediarle.
Les ofrece potestad de orden y jurisdicción, y les encarga que de su
parte añadan cuanto pudieren para el bien del enfermo, no contentándose con
cumplir lo que es de precepto, sino que añadan mucho más de supererogación y de
gracia, porque cuando vuelva a juzgar, les pagará todo cuanto hubieren hecho en
bien del prójimo necesitado.
Debemos suplicar a la divina Majestad que inspire con eficacia a los
prelados de su Iglesia para que cumplan con gran fidelidad todo cuanto les ha encargado,
para que cuando Él venga a juzgar, halle con salud a los enfermos pecadores.
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En la conclusión de la parábola, preguntando Cristo Nuestro Señor al
legisperito: ¿Cuál de estos tres se mostró prójimo al que cayó en manos de
ladrones, y le amó como a tal?, respondió el leguleyo farisaico: El que usó, con él de
misericordia.
Nuestro Señor Jesucristo le preceptuó: Pues ve, y hazlo tú de la
misma manera.
En lo cual se descubre aún mucho más la infinita caridad de este Señor.
Primero, en querer que todos tengamos compasión unos de otros, usando
de misericordia, remediando sus necesidades corporales y espirituales, como
este samaritano lo hizo.
Luego, tácitamente se nos pone por ejemplo y modelo a Sí mismo,
diciendo: Usad de misericordia unos con otros, como Yo, que soy figurado por este
samaritano, la he usado con vosotros; mirad lo que Yo hice con este
enfermo pecador, y haced vosotros otro tanto con cualquier necesitado,
remediando lo mejor que pudiereis su miseria de cuerpo y de alma; y en esto no
seáis cortos, sino largos, haciendo mucho más de lo que estáis obligados por
precepto; y cuando Yo vuelva a juzgar, os pagaré muy copiosamente cuanto hubierais
hecho, con una medida de gloria llena, colmada, apretada y muy sobrada.
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La parábola tiene, pues, un sentido místico. En el desgraciado que cayó
en manos de los ladrones está figurado cada hombre. Allá en el Paraíso se
entregó en manos de los ladrones infernales, quienes lo despojaron de los
bienes sobrenaturales de la gracia y de la incolumidad que le prestaban los
dones preternaturales, dejándolo, además, malherido en los bienes de
naturaleza.
Enseña San Agustín: Este hombre representa a Adán y a todo el género
humano. Jerusalén, ciudad de la paz, representa la Jerusalén celestial, de cuya
felicidad había caído. Jericó quiere decir luna, y significa nuestra
mortalidad, porque nace, crece, envejece y muere. Jerusalén, que se interpreta
visión de la paz, representa el paraíso; porque antes que el hombre pecara,
estaba en la visión de la paz, esto es, en el paraíso. Todo lo que veía era paz
y alegría; pero bajó de allí, como humillado y abatido por el pecado, hacia
Jericó, esto es, al mundo, en donde todo lo que nace, desaparece como la luna.
El Buen Samaritano, que pasó junto a ella, es Cristo, que por algo, al
tratarle los fariseos de endemoniado y samaritano, se defendió de la primera
calumnia, mas no mencionó la segunda.
Nuestro Divino Samaritano, se compadeció de la desgraciada
humanidad; la tomó a su cargo; derramó sobre sus llagas el aceite de su suave
doctrina y el vino milagroso de su Sangre; y habiendo de seguir su camino al
Cielo, la llevó al mesón de su Iglesia, a la que entregó los tesoros de los
Sacramentos, para que cuidase de la infortunada, hasta que Él volviese a
recogerla y llevarla a la patria.
¡Oh benignidad y largueza de la Misericordia divina! ¿Cómo
agradeceremos tamaño beneficio?
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No
podemos dejar pasar otra interpretación de esta parábola. Los mayores y los más
estudiosos recordarán y reconocerán las siguientes palabras:
No
podemos omitir la observación capital en el examen del significado religioso de
este Concilio, que ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno.
Tal
vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer,
de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la
sociedad que la rodea, y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su
rápido y continuo cambio.
Esta
actitud, determinada por las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos
siglos, en el siglo pasado y en este particularmente, entre la Iglesia y la
civilización profana, actitud inspirada siempre por la esencial misión salvadora
de la Iglesia, ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta
el punto de sugerir a algunos la sospecha que un tolerante y excesivo
relativismo al mundo exterior, a la historia que pasa, a la moda actual, a las
necesidades contingentes, al pensamiento ajeno, haya estado dominando a
personas y actos del sínodo ecuménico, a costa de la fidelidad debida a la
tradición y con daño de la orientación religiosa del mismo Concilio.
No
creemos que este mal entendido se deba imputar ni a sus verdades y profundas
intenciones ni a sus auténticas manifestaciones.
Queremos
más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio, ha sido principalmente la
caridad y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad del Evangelio
por esta principal orientación, cuando recordamos que el mismo Cristo es quien
nos enseña que el amor a los hermanos es el carácter distintivo de sus
discípulos, y cuando dejamos que resuenen en nuestras almas las palabras
apostólicas: “la religión pura y sin mancha a los ojos de Dios y Padre es ésta:
visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y precaverse de la
corrupción de este mundo”; y todavía: “el que no ama a su hermano a quien ve, ¿
cómo podrá amar a Dios a quien no ve?”
La
Iglesia del Concilio sí se ha ocupado mucho, además de sí misma y de la
relación que le une con Dios, del hombre tal cual se presenta hoy en realidad:
del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo
se hace el centro de su interés, sino que se atreve a llamarse principio y
razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir cubierto con las
vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de
los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos, y,
por tanto, atentos y amorosos: se ha levantado el hombre trágico en sus propios
dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y
falso, egoísta y feroz, luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que
llora, el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el
hombre rígido que cultiva solamente la realidad científica; el hombre, tal cual
es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de
algo, él “filius accrescens”; el hombre sagrado por la inocencia de su
infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre
individualista y el hombre social; el hombre ”laudator temporis acti “ (que
alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña en el porvenir; el hombre
pecador y el hombre santo…
El
humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible
estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio.
La
religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión
—porque tal es— del hombre que se hace Dios.
¿Qué
ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero
no se produjo.
La
antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del
Concilio.
Una
simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades
humanas —y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la
tierra— ha absorbido la atención de nuestro sínodo.
Vosotros,
humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas,
conferirle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también
nosotros —y más que nadie— somos promotores del hombre.
¿Y
qué ha visto este augusto Senado en la humanidad, que se ha puesto a estudiarlo
a la luz de la divinidad? Ha considerado una vez más su eterna y doble
fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo, innegable e
incurable por sí mismo y su bien que sobrevive, siempre marcado de arcana
belleza y de invicta soberanía.
Pero
hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso
del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista.
Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo
moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que
la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor.
El
Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes
diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de
esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos
sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.
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Los
mayores y los más estudiosos recordarán, pues, y reconocerán en este texto las
escandalosas palabras de Pablo VI, en su Discurso de Clausura del Concilio
Vaticano II…
¡Qué
contraste entre aquella imagen y figura del Divino Samaritano, que nos presenta la parábola de
hoy y la pauta de la espiritualidad del
Concilio…!
El humanismo laico y profano apareció en toda su terrible
estatura y desafió al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se
ha encontrado con la religión del hombre que se hace Dios…
Pero
no hubo choque, ni lucha, ni condenación…
¡Nada
de esto!… El Concilio Vaticano II tiene su pauta de espiritualidad y pretende
sustentarla en la antigua historia del samaritano…
Pablo
VI habla de una simpatía inmensa, que lo ha penetrado todo. Y se dirige a los
hodiernos apóstatas:
Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la
trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y
reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que
nadie— somos promotores del hombre.
Hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más
en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a
conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del
Concilio hacia el mundo moderno.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de
deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios,
mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados,
sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y
bendecidas.
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Cuando consideramos estas cosas, cuando comprobamos que los hospederos
mismos han defeccionado de su misión… adulterando aceite y vino, y
autodestruyendo la posada…
Cuando vemos que los que habían recibido la tarea de suplir esa
defección (conservando y transmitiendo la Tradición, toda la herencia que
habían recibido), también han asumido la actitud del sacerdote y del levita… Y
por eso se expresan de esta manera:
Mucha gente tiene un entendimiento del Concilio que es un mal
entendimiento. Nosotros hemos visto en las discusiones que muchas cosas que
hemos condenado durante cuarenta años como pertenecientes al Concilio, no son
de hecho del Concilio, sino del común entendimiento de éste…
En la Fraternidad se va en camino de convertir los errores
del Concilio en superherejías; es una especie de mal absoluto, peor que todo,
de la misma manera en que los liberales han dogmatizado este concilio pastoral…
El Papa dice que el Concilio debe ser puesto dentro de la
gran Tradición de la Iglesia, debe ser entendido de acuerdo con ella. Estas son
declaraciones con las que estamos plenamente de acuerdo, totalmente,
absolutamente…
Ante esta situación, clamamos: ¡Ven, Divino Samaritano! ¡Ven, Señor
Jesús!