DOMINGO DE PASIÓN
Decía Jesús a los
judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de
pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las
palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios.
Los judíos
respondieron, y le dijeron: ¿No decimos
bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado?
Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre, y
vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y
juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la
muerte para siempre.
Los judíos le
dijeron: Ahora conocemos que tienes al
demonio. Abraham murió y los profetas: y tú dices: el que guardare mi palabra,
no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre
Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a
ti mismo?
Jesús les
respondió: Si yo me glorifico a mí mismo,
mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que
es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le
conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra.
Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día: le vio y se gozó.
Y los judíos le
dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y
has visto a Abraham?
Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que
Abraham fuese, yo soy.
Tomaron entonces
piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.
Después de haber considerado durante los cuatro Domingos de
Cuaresma a Nuestro Señor Jesucristo según sus admirables atributos de Vida, Luz
del mundo, Piedra Angular y Pan de Vida, lo contemplaremos hoy,
Domingo de Pasión, cuando la Sagrada Liturgia lo oculta a nuestro ojos, como Santo y Eterno como Dios, su Padre.
El santo anciano Simeón había anunciado a Nuestra Señora que Jesús
sería blanco de contradicción, para que se descubrieran los corazones de muchos
en Israel.
La historia evangélica es una confirmación de este vaticinio.
Los dirigentes del pueblo judío vieron desde el principio en Jesús
un adversario; era preciso combatirlo, aniquilarlo. Y lo hicieron, hasta
ponerlo en una cruz.
Es sobre todo el Evangelista San Juan quien pone de relieve esta
lucha. El pasaje de este Domingo de Pasión no es más que una pequeña escena de
una larga disputa, en que los judíos arguyen y Jesús replica.
A modo de ejemplo, he aquí algunas de las frases más salientes de
Jesús, tal como las consigna San Juan en el capítulo octavo de su Evangelio:
Yo soy la luz del
mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Aunque yo dé
testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he
venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy.
Yo soy el que doy
testimonio de mí mismo; y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio
de mí.
No me conocéis ni a
mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, en verdad conoceríais también a mi
Padre.
Vosotros sois de
abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.
Entonces le decían: “¿Quién eres tú?” Jesús les respondió: El principio, el mismo que os hablo.
Cuando alzareis al
Hijo del hombre, entonces entenderéis que yo soy, y que no hago nada por mi
propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo.
Vosotros hacéis las
obras de vuestro padre.
Si Dios fuera
vuestro Padre, ciertamente me amaríais; porque yo he salido y vengo de Dios; no
he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi
lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra.
Vosotros sois hijos
del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este fue homicida
desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él;
cuando habla mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y padre de la
mentira.
Pero a mí, como os
digo la verdad, no me creéis.
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Y llegamos al trozo del Evangelio del día, en que prosigue Jesús
su trascendental y accidentadísimo discurso.
Ha demostrado que sus adversarios no son hijos de la libertad, ni
de Abraham, ni de Dios, sino del demonio.
Ahora se vindica a sí mismo: es Santo y Eterno como
Dios, su Padre.
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La santidad es garantía de verdad; los judíos no quieren creer en
Jesús; Jesús les ofrece su absoluta santidad como prueba de que dice la verdad.
Jamás ha proferido mentira alguna: ¿Quién de vosotros me argüirá, es capaz de argüirme, de pecado?
Luego, por lo mismo que soy la santidad absoluta, y por ello incapaz
de mentir, es consiguiente que vosotros me creáis por mi palabra...
Pero, si os digo la verdad,
¿por qué no creéis? No me creéis, porque no sois de Dios, y es el odio de
la verdad lo que os guía.
El que es de Dios, el que se deja llevar por el Espíritu de Dios,
oye las palabras de Dios, las recibe como norma de su vida.
Por eso vosotros no las oís, las rechazáis, porque no sois de
Dios, sino del diablo.
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No tienen los judíos argumento que oponer a la concluyente razón
de Jesús, y acuden al grosero ultraje: ¿No
decimos bien nosotros que tú eres samaritano...?
Solemos decirlo, y ahora te lo echamos en cara; y lo decimos bien,
bellamente, cuadrándote el mote; y te llamamos samaritano, porque sólo un
enemigo del pueblo de Dios, como lo es aquel pueblo necio puede decir lo que tú
dices de nosotros, pueblo de Dios...
... Y que estás
endemoniado?, porque estás fuera de ti, y sólo el
demonio puede inspirarte lo que dices.
Jesús respondió, a la afrenta, con admirable mansedumbre: Yo no estoy endemoniado; prueba de ello
es que hago lo que jamás es capaz de hacer ni inspirar el demonio, dar gloria a
Dios: Mas honro a mi Padre.
Enseña San Agustín que aunque no devolvía maldición por maldición, fue oportuno que
negase aquello. Le habían dirigido dos ofensas: "eres samaritano",
y "tienes el demonio". No,
contestó, no soy samaritano, porque samaritano quiere decir custodio, y Él
sabía que era nuestro Custodio. Porque, si le correspondió el redimirnos, ¿no
le correspondería el defendernos? Finalmente, es samaritano aquél que se acerca
al herido y le prodiga su caridad.
Su mansedumbre, sin embargo, no atenúa el horrendo crimen de
haberle ultrajado: Y vosotros me habéis
deshonrado. Él, que ha venido para sufrir humillaciones e injurias y no a
buscar su gloria, no será el vindicador de este crimen: Y yo no busco mi gloria.
Pero lo será su Padre, y no quedarán impunes: Hay quien la busque, que quiere que todos me honren, y juzgue a quienes le han ultrajado,
injuriando a su Cristo.
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Jesús es santo, porque no tiene pecado; lo es porque el Padre es vindicador de
su gloria.
Ahora, con suavidad exquisita y en afirmación solemne, añade que
lo es por su doctrina, capaz de dar la vida eterna: En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra, no morirá
eternamente.
Con ello, a pesar de su incredulidad y de sus injurias, les invita
de nuevo a abrazar la doctrina de salvación.
Las últimas palabras de Jesús son interpretadas por los judíos en
sentido material, de la muerte del cuerpo; por ello no sólo rechazan la
doctrina de Jesús, sino que reiteran la injuria contra el Señor: Ahora
conocemos, lo vemos palpablemente, que estás endemoniado. Sólo el diablo puede
sugerirte que tus palabras libren de la muerte. Los mayores santos, a quienes
colmó Dios de sus dones, no se libraron de la muerte: Abraham murió, y los profetas: Y tú, menor que ellos, grandes
guardadores de la palabra de Dios, dices:
El que guardare mi palabra, no morirá eternamente.
Y con despectiva ironía repiten el argumento en forma
interrogativa, personal, que le da máxima fuerza ante el pueblo: ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre
Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Qué te haces a
ti mismo? ¿Quién pretendes ser tú? Tu presunción es intolerable...
¿Qué te haces a ti
mismo? La incredulidad y la herejía de todos
los tiempos, más aún hoy en día, han dirigido a Jesús esta pregunta escrutadora.
¿Cuál es la gloria que te arrogas?
Y Jesús ha respondido y responde siempre, a los que le interrogan
de buena fe como a los protervos que quieren desnaturalizar su persona, con el
testimonio de su doctrina, de sus milagros, de su vida, de su Iglesia, de sus
mártires, de la perpetuidad de su Nombre y de su amor, de la regeneración que
éste ha obrado en el mundo... Y todo ello dice: Soy Dios... Soy el que soy...
La majestad y grandeza de Jesús triunfa de todo humano conato de
rebajar o anonadar o adulterar su fisonomía de Dios.
Jesús les respondió con mansedumbre, pero con entereza: Si yo me glorifico a mí mismo, si me
glorío de que mi doctrina da la vida eterna, mi gloria nada es. Mi Padre
es el que me glorifica...
Aunque mi palabra os parezca despreciable, mi Padre, el que
vosotros decís que es vuestro Dios, la confirma con estupendos prodigios; a lo
menos, por la reverencia que le debéis, deberías acatar su testimonio.
Pero sin razón llamáis Dios “vuestro”
a quien ignoráis y no le conocéis;
tenéis el pensamiento y el corazón lejos de Él.
En cambio, Jesús sí que le conoce, por las relaciones especiales
que con Él tiene: Mas yo le conozco;
por ello puedo dar testimonio de Él y de la verdad del testimonio que da de mí;
si no lo diere, faltaría a la verdad, como vosotros.
Mas no sólo le conozco, sino que traduzco en obras sus menores
mandatos: Y guardo su palabra.
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Jesús ha respondido indirectamente a la insolente pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?, apelando al
testimonio del Padre.
Ahora, tomando pie de la alusión de sus adversarios a Abraham, va
a revelarse tal cual es. Es el Mesías, que vio Abraham en espíritu profético
con gozo de su alma, nacer de su estirpe, suspirando porque llegara el gran
día: Abraham, vuestro padre, deseó con
ansia ver mi día, el día de mi aparición en la tierra. Y le vio, desde donde ahora está, desde el Limbo de los Justos; y se gozó en la realidad, como se había gozado
en esperanza.
Jesús no ha dicho que Él hubiese visto a Abraham, sino que Abraham
ha visto su día; pero trastruecan el concepto de Jesús para imputarle una
falsedad y ponerle en ridículo: ¿Aun no
tienes cincuenta años, y has visto a Abraham?
Ponen cincuenta años como número redondo, al que veían ciertamente
no llegaba. Jesús aprovecha el cómputo que de su edad hacen los judíos, para
dar un elocuentísimo testimonio de su divinidad: Jesús les dijo, enfatizando su
expresión y robusteciéndola con juramento: En
verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, soy yo.
Haber sido o existido alguna vez, es propio de la criatura que ha
sido hecha por Dios. Pero ser siempre, y ser siempre el mismo, y ser sin pasado
ni futuro, es atributo de solo Dios.
Encierran por lo mismo estas palabras de Jesús una espléndida
declaración de su divinidad. Como el Dios tremendo de Horeb, Jesús puede decir:
Yo soy el que soy; es decir, el ser
substancial e indeficiente, principio de todo ser; la vida que subsiste por sí
misma y que es origen de toda vida.
¿Qué hombre pudo jamás hablar así como Jesús? Y si es quien es, sin que la historia haya
podido argüirle de falsedad, ¡cuánta confianza, y cuánta reverencia, y cuánto
consuelo debe infundirnos el Nombre y la presencia santísima de Jesús!
Es la expresión de su eternidad:
yo soy, independientemente de todo tiempo, siempre el mismo, como el Dios de
Horeb: Yo soy el que soy.
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Pero, a mayor claridad de la revelación, mayor ceguera; ven
claramente que Jesús se hace Dios, respondiendo a su pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?; y en vez de
adorarle, le consideran blasfemo; como tal van a lapidarle.
No era aún hora de que muriera el Hombre-Dios: Mas Jesús se escondió, haciéndose invisible
por un milagro, o escabulléndose entre la multitud: Y salió del templo.
Así nos lo presenta la Santa Liturgia durante este tiempo de
Pasión.
Aun ahora Jesús, triunfador y vindicador de su gloria, parece a
veces esconderse. Ni aniquila a sus enemigos, ni se venga de los que le
ultrajan. Como Dios, es paciente y misericordioso.
Pero tiene apariciones terribles Jesús. San Pablo habla de la aparición de la benignidad de nuestro
Dios Salvador; y en verdad que vino al mundo con las apariencias de la
humildad, de la mansedumbre, de la misericordia, de una tolerancia casi
ilimitada, que llevó hasta dejarse matar.
Dice San Agustín: Debía más bien enseñar la
paciencia que ejercitar el poder. Luego, como hombre huyó de las piedras, pero
¡ay de aquéllos, de cuyos corazones de piedra huye el Señor!
Y tengamos en cuenta que también tiene Jesús apariciones
terribles, como lo son siempre para el hombre las de la divinidad. Es a veces
una sacudida terrible de la gracia, voz de Dios que se hace en nuestro interior
para conmovernos; y por esta espiritual conmoción llevarnos al buen camino.
O es la aparición del poder de Jesús en el orden social, cuando
los pueblos le han abandonado y trata con su fuerza divina de volverlos a Sí.
O será la aparición del gran signo de la justicia de Dios al fin
de los tiempos, cuando venga sobre las nubes con gran poder y majestad...
Entendamos ahora quién es Él por su amabilidad, ahora que se
esconde, para que no debamos entenderlo en las manifestaciones de su justicia
soberana, especialmente cuando regrese en
gloria y majestad, y seamos nosotros los que debamos escondernos de su
mirada justiciera...