NOVENO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
I
Corintios, 10: 1-13: Pues no debéis de ignorar, hermanos, que nuestros padres
estuvieron todos a la sombra de aquella nube, que todos pasaron el mar; y que
todos, al mando de Moisés, fueron en cierta manera bautizados en la nube, y en
el mar; que todos comieron el mismo manjar espiritual, y todos bebieron la
misma bebida espiritual (porque ellos bebían del agua que salía de la
misteriosa piedra, y los iba siguiendo; mas la piedra era Cristo); pero, a
pesar de eso, la mayoría de ellos desagradaron a Dios; y así quedaron muertos
en el desierto. Cuyos sucesos eran figura de lo que atañe a nosotros, a fin de
que no nos dejemos arrastrar de los malos deseos, como ellos se dejaron.
No seáis
adoradores de los ídolos, como algunos de ellos, según esta escrito: se sentó
el pueblo a comer y a beber, y se levantaron para danzar.
Ni forniquemos,
como algunos de ellos fornicaron, y murieron en un día como veintitrés mil.
Ni tentemos a
Cristo, como hicieron algunos de ellos, los cuales perecieron mordidos de las
serpientes.
Ni tampoco
murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y fueron muertos por el Ángel
exterminador.
Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están
escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos.
Mire, pues, no
caiga el que piensa estar en pie.
Hasta ahora no habéis tenido sino tentaciones humanas u
ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados sobre vuestras
fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis
sosteneros.
San
Lucas, 19: 41-47: Y cuando llegó Jesús cerca de
Jerusalén, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses
siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto
a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de
trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te
derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti
piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y
habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y
compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros
la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.
La Epístola de este Domingo hace desfilar
ante los ojos de nuestro espíritu una extraordinaria e impresionante procesión:
la del pueblo israelita, peregrinando a través del desierto.
Ha pasado bastante tiempo después de los
grandes y prodigiosos sucesos de la salida de Egipto y del tránsito por el Mar Rojo.
Los israelitas se encuentran ya en medio de la inmensa vastedad del desierto,
el cual oprime sus corazones y fatiga su vista con su aridez y su eterna
monotonía.
Por eso se vuelven nostálgicos hacia los
pasados placeres de Egipto. Pero llegan incluso a cosas peores: algunos
fabrican un becerro de oro y comienzan a danzar en torno de él, mientras tanto,
otros se entregan frenéticamente a la lujuria y a la idolatría más abominables;
en fin, no faltan lo que se insubordinan y comienzan a murmurar de Dios y de
Moisés.
Estas infidelidades atraen sobre ellos el
castigo de Dios. En un solo día perecen veintitrés mil de los que se entregaron
a la lujuria; otros mueren mordidos por misteriosas serpientes; y los
murmuradores son exterminados por un Ángel vengador.
El Evangelio, por su parte, nos ofrece un
cuadro paralelo: nos presenta al Salvador en el Monte de los Olivos, llorando
sobre la ciudad de Jerusalén. Al contemplar la bella y soberbia ciudad,
orgullosa de su grandioso Templo, Jesús no puede reprimir las lágrimas y un postrer
llamamiento misericordioso: ¡Ah,
Jerusalén! ¡Ojalá conocieras, al menos en este último día que se te da, de
dónde puede venir tu paz!
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¡Atención! Lo que leemos en la Epístola,
acerca del pueblo de Israel en el desierto, y en el Evangelio, acerca de la
Jerusalén infiel, puede suceder también con nosotros.
Por eso San Pablo dice: Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están
escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos. Mire,
pues, no caiga el que piensa estar en pie.
Hemos sido sacados del Egipto del mundo extraño
a Dios, hemos sido arrancados a la esclavitud del Faraón Satanás, hemos cruzado
el Mar Rojo, salvándonos así del poder del enemigo...
Pero también es cierto que hemos sido internados
en el árido desierto de la vida, por el cual tendremos que peregrinar durante
largos años. También es cierto que hemos contraído muchas y graves
obligaciones, a las que tenemos que permanecer constantemente fieles...
No menos cierto es que nuestro nombre y estado
de cristianos nos exige una vida dedicada por completo a Dios, alejada de todo
falso ídolo; y nos prohíbe entregarnos a la lujuria, nos obliga a no tentar al
Señor, a no murmurar de Dios...
¿No fue Israel escogido entre todos los
demás pueblos de la tierra? ¿No poseyó las promesas de Dios, los Patriarcas, la
Revelación, el culto del verdadero Dios y el sacrificio? ¿No poseyó Jerusalén su
magnífico Templo, el altar de los sacrificios, sobre el cual ardía
constantemente el fuego sagrado de los holocaustos? ¿No habitó el mismo Dios en
el Sancta Sanctorum de su Templo?
Por todo esto, precisamente, se creía Jerusalén
segura... Y, sin embargo, cayó.
¿No fue el mismo Dios quien, por medio de
la nube y de la columna de fuego, condujo a Israel a través del desierto? ¿No
poseyó este pueblo el Arca de la Alianza y el sacrificio? ¿No fue su conductor
y guía un santo varón, Moisés, escogido por el mismo Dios?
Y, a pesar de todo esto, Israel claudicó en
el desierto...
¿Bastarán el Bautismo, el pertenecer a la Santa
Iglesia, formar parte de la Tradición, para preservarnos de la caída y de la
ruina?
El que crea estar firme, tenga cuidado no
caiga...
Lo que se nos dio en el Santo Bautismo, en
la Confirmación y todo lo que hemos recibido hay que conservarlo, protegerlo,
robustecerlo y desarrollarlo mediante una constante y encarnizada lucha.
El pueblo peregrinando a través del
desierto, que nos presenta la Epístola, y la Jerusalén, de que nos habla el
Evangelio, somos nosotros mismos. Reconozcamos humildemente que también
nosotros hemos dado más de un motivo a Nuestro Salvador para llorar sobre nuestra
alma y para decir de ella: ¡Ojalá conocieras
tú, al menos en este supremo día que se te da, de dónde puede venir tu paz!
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Con el Bautismo y la Confirmación se
realizó con nosotros una misteriosa y divina selección. Hoy se nos estimula a ser
fieles a nuestra gracia bautismal, a que respondamos realmente a nuestro nombre
de cristianos. También nosotros podemos menospreciar la gracia y hacernos
infieles a nuestra vocación.
La Epístola y el Evangelio de hoy se
esfuerzan en que pongamos toda nuestra atención en el pueblo de Israel, en el
pueblo otrora escogido por Dios y enriquecido por Él con un sinnúmero de
gracias.
Israel se sabe elegido; se abandona
confiado a su elección: somos hijos de
Abrahán, poseemos el Templo del Señor. Se cree seguro...
Pero, prevaricación tras prevaricación, cuando
llega el Mesías anunciado por los Profetas lo desprecia y rechaza... El pueblo
escogido no correspondió a su elección...
¡Israel cayó! Fue abandonado y desheredado
por Dios. ¡Cuánto se preocupó el Señor por él! ¡Con qué amor solicita a
Jerusalén! Llora sobre la ciudad y hace un último y patético llamado...
Lo profetizado, exactamente, fue lo que
sucedió cuarenta años más tarde. Jerusalén, la ciudad elegida y colmada de
beneficios por Dios, cayó por no haber conocido el tiempo de su visitación, por
haber menospreciado las gracias de Dios.
¡Terrible lección para nosotros!
¡Escarmentemos en cabeza ajena! No basta la elección.
Se requiere, además, que correspondamos a
todas las gracias que nos han sido dadas en la incorporación a la Santa Iglesia.
Se requiere que guardemos una constante y
cada vez más perfecta fidelidad a nuestra elección, a nuestra vocación, a nuestros
deberes de cristianos.
Se requiere que muramos completamente al
propio espíritu, a los sentimientos individuales y egoístas, para que el reino
de Dios pueda alcanzar en nuestra alma su pleno desarrollo.
Todas estas cosas les sucedieron a ellos de
un modo figurado, y han sido escritas para escarmiento de los que vivimos
ahora, en estos últimos tiempos... Ojalá no tenga que decirnos el Señor, como a
Jerusalén: Desconociste el tiempo de tu
visitación y no correspondiste a la gracia...
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Sentóse
el pueblo a comer y a beber, y levantóse a danzar. Y eso
que se trata del pueblo escogido por Dios, salvado por Él en medio de innumerables
portentos, conducido milagrosamente a través del desierto, alimentado con maná
y colmado de gracias sin cuento.
A pesar de todo esto, menosprecia la
gracia, se olvida de la Tierra Prometida, hacia la cual se dirige, y vuelve su
vista hacia los pasados placeres de Egipto, de cuya esclavitud acaba de ser arrancado
milagrosamente.
Más aún; no contento con esto, fabrica un
becerro de oro y se pone a comer, a beber y a bailar en torno de él...
Todas
estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento... Jerusalén, Jerusalén...
¿Qué no hizo Dios por su pueblo escogido?
¡Con qué frecuencia le envió Profetas, para instruirlo, para corregirlo, para
apartarlo de la idolatría y para conducirlo por el buen camino! ¡Qué gracias tan
copiosas y extraordinarias!
Y Jerusalén responde a ellas apedreando y
matando a los Profetas, a los enviados de Dios.
He aquí una admirable pintura de la
constancia con que Dios nos ha colmado de gracias a todos nosotros. Grande,
extraordinaria, inapreciable es la gracia santificante... Vivimos sumergidos
constantemente en una atmósfera sobrenatural, rodeados de la gracia por todas
partes...
Pero desatendemos, menospreciamos la gracia
y la invitación de Dios. Preferimos seguir nuestros propios deseos e
inclinaciones y respondemos a las llamadas, a los dones de Dios con un
desdeñoso o, cuando menos, con un frío ¡no!
Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra
ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te
estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que
están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no
conociste el tiempo de tu visitación...
Jerusalén, el alma, quedará abandonada a sí
misma; le serán retirados todos los auxilios, todas las gracias y bendiciones
de Dios. Quedará expedito el camino para todos sus enemigos; para los enemigos internos
—orgullo, amor propio, pasiones— y para los enemigos externos —Satanás,
espíritu mundano, etc.
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Todas
estas cosas les sucedieron a ellos en figura, para escarmiento nuestro.
Esta es la gran verdad que la Sagrada Liturgia quiere grabar hoy profundamente en
nuestros corazones.
El
que crea estar seguro, tenga cuidado no caiga. Olvido,
menosprecio de la gracia: he aquí nuestro gran mal.
¡Insondable misterio! Necesitamos constantemente
de la gracia actual para poder obrar rectamente, como conviene a un hijo de
Dios, y, sin embargo, respondemos casi habitualmente con un seco ¡no! a las
excitaciones de dicha gracia.
¿Es que Jerusalén no tuvo medios más que
suficientes para poder conocer claramente el tiempo de su visitación? Si la
ciudad no conoce el tiempo de su visitación, es únicamente por su propia culpa.
Lo desprecia consciente, voluntariamente.
Tiene fijas sus esperanzas en un Mesías
temporal, en un Mesías que la liberte del yugo romano y le devuelva su
esplendor y grandeza políticas, su poderlo terreno.
Por eso no quiere reconocer al Mesías verdadero,
menosprecia el tiempo de su misericordiosa visita. Por eso también le
sobrevendrá más tarde el justo castigo.
Todas
estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento. La
visita del Señor, ignorada por nuestra propia culpa, y las gracias, olvidadas o
menospreciadas por nosotros con tanta frecuencia, claman venganza, castigo y
expiación.
No
tentemos a Cristo, como lo tentaron algunos de ellos en el desierto.
Conocían bien las órdenes, la voluntad de Dios. Sin embargo, la menospreciaron,
no le dieron importancia.
No tentemos a Cristo; no menospreciemos su
gracia, sus exhortaciones, sus mociones, sus mandamientos, su Voluntad.
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Por la gracia santificante el alma se hace
toda luz, toda belleza, toda claridad. Adquiere un modo de ser traslucido,
puro, espiritual, semejante al mismo ser de Dios. ¡Ojalá conocieses tú el don de Dios! ¡Ojalá conocieses el valor de
la gracia santificante y el de las demás virtudes infusas que crecen con ella,
es a saber: la fe, la esperanza y la caridad!
Preferimos a éstas otras muchas cosas
terrenas, mundanas, temporales y, a veces, hasta ilícitas o abiertamente pecaminosas,
sin preocuparnos del peligro a que nos exponemos al obrar así.
Desdeñamos el pensar y el juzgar de las
cosas y de la vida inspirados por la fe. Al contrario, preferimos pensar y
juzgar de un modo puramente natural y humano. Valoramos las cosas y los sucesos
como lo hace el vulgo gregal e inculto de un modo groseramente materialista,
rastrero, interesado.
Es que nos olvidamos de santificar, por
medio de una intención sobrenatural, nuestros pensamientos, nuestras palabras y
nuestras obras. Sólo así podrá ser provechosa nuestra existencia. Sólo así
podremos ser verdaderamente útiles a nosotros mismos, a la Iglesia y a las almas
de los otros.
Sí; nosotros menospreciamos la gracia,
desdeñamos lo sobrenatural, no damos importancia a los Sacramentos, a las
enseñanzas y preceptos de la Iglesia.
¡Esta es la verdadera causa de nuestra
esterilidad, de nuestro estancamiento, cuando no de nuestro retroceso en la
vida espiritual!
¡Cómo debe llorar sobre nosotros el Señor,
al ver que despreciamos así su gracia y su amor, al ver que posponemos todo
esto a las vanidades y ridiculeces de esta vida!
Clamemos al Señor y pidámosle nos libre de
menospreciar la filiación divina y su gracia.