DECIMOCTAVO
DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
I Corintios, 1, 4-8: Continuamente estoy dando gracias a Dios
por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Jesucristo, porque en
Él habéis sido enriquecidos con toda suerte de bienes espirituales, con todo lo
que pertenece a los dones de la palabra y de la ciencia; habiéndose así
verificado en vosotros el testimonio de Cristo, de manera que nada os falte de
gracia ninguna, a vosotros que estáis esperando la manifestación de Jesucristo
Nuestro Señor, el cual os confortará todavía hasta el fin, para que seáis
hallados irreprensibles en el día del advenimiento de Jesucristo Señor Nuestro.
Después de las Témporas de Septiembre comienza propiamente la
conclusión del año eclesiástico.
Debemos situarnos en el hemisferio norte, donde comenzó la expansión de
la Iglesia y se configuró la Santa Liturgia Romana. Allí, en este momento del
año, la naturaleza física, con su agonizante vida, el otoño, son otros tantos
indicios de que el año eclesiástico camina rápido hacia su fin, y es propicio
para el anuncio de la Vuelta de Cristo, la Parusía.
La Santa Iglesia espera ansiosamente la redención definitiva, la
aparición del Esposo, el cual la introducirá, por fin, en toda su integridad en
el reposo y en la paz. La Santa Liturgia refleja dicha ansiosa espera.
El Domingo decimoctavo presenta, realmente, un carácter completamente
original. Para poder entenderlo hay que estudiarlo en relación con los oficios litúrgicos
de ayer, que llevan aneja consigo la colación de las órdenes sagradas.
En la antigua Roma, la comunidad cristiana se reunía en San Pedro el Sábado
por la tarde, para celebrar allí la Vigilia nocturna. Durante esta Vigilia, el
Papa confería las órdenes eclesiásticas a los diversos aspirantes. Al despuntar
el alba del Domingo los nuevos presbíteros se dispersaban por las varias
iglesias de la ciudad, para celebrar en ellas su primera Misa.
El pensamiento de la vuelta de Cristo late con fuerza en la Misa de hoy.
Lancemos con San Pablo una mirada hacia nuestro porvenir: ... a vosotros que estáis esperando la
manifestación de Jesucristo Nuestro Señor, el cual os confortará todavía hasta
el fin, para que seáis hallados irreprensibles en el día del advenimiento de
Jesucristo Señor Nuestro.
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Ya viene el Esposo: ¡salidle
al encuentro!
Es como si la Iglesia lanzara hoy este grito. Toda su preocupación consiste en
que sus hijos estén preparados y vigilantes, en que posean mucha gracia, muchas
virtudes, mucha vida sobrenatural, muchas buenas obras.
Todos sus esfuerzos tienden a que nosotros perseveremos firmes y
constantes hasta el fin en la gracia alcanzada, de modo que podamos aparecer perfectos,
maduros y sin ninguna mancha el día de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Óptimos son los frutos que el Apóstol ve florecer en la joven
cristiandad de Corinto. Jubiloso y satisfecho, San Pablo da gracias a Dios por
haber colmado de bienes en Cristo Jesús a los recién convertidos: Continuamente
estoy dando gracias a Dios por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha
dado en Jesucristo, porque en Él habéis sido enriquecidos con toda suerte de
bienes espirituales, con todo lo que pertenece a los dones de la palabra y de
la ciencia, en la dócil aceptación de la doctrina cristiana y en su
profunda comprensión.
El testimonio
de Cristo ha sido confirmado también en vosotros. Es decir, el testimonio que el Apóstol
dio en Corinto acerca de Cristo, su predicación y su obra, han echado en ellos
hondas raíces y han producido mucho fruto.
De tal modo,
que no os falta gracia ninguna. ¡Tan fecunda ha sido la gracia de Cristo en toda la
comunidad cristiana de Corinto y en cada uno de sus miembros!
¿Qué falta aún? Sólo una cosa: que la Iglesia de Corinto espere la
revelación de la gloria del Señor, es decir, el día de su Segunda Venida: que
los fieles perseveren constantes hasta el fin, para que puedan presentarse sin
mancha y sin culpa el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo.
Se trata, pues, de una comunidad madura para la Venida del Señor, rica
en gracia, en inteligencia de la vida sobrenatural, en virtudes, en obras
santas: he aquí lo que es la joven cristiandad de Corinto.
La liturgia nos la presenta hoy como un modelo. Quiere que todos
nosotros y que toda la Iglesia en general aparezcamos sin tacha el día de la vuelta de Nuestro Señor
Jesucristo. ¡Ojalá fueran así nuestras comunidades y familias
cristianas, ojalá fuéramos nosotros mismos personalmente, con nuestra vida de
gracia y de virtud, una fiel reproducción de la joven cristiandad de Corinto!
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No os falta ninguna
gracia, mientras esperáis la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, el cual os
confirmará hasta el fin, para que aparezcáis sin mancha el día de la venida de
Nuestro Señor.
Es una nueva gracia que Dios nos concederá en Cristo. Completará con
ella la obra que Él mismo comenzó en nosotros. Es la gracia de la perseverancia
final, más grande que todas las demás gracias, pues nos proporcionará una
muerte dichosa y después nos abrirá las puertas de la vida eterna.
Él os
confirmará hasta el fin. Grandes y numerosas son las gracias que hemos recibido de
Dios. ¿Podremos recibir todavía más gracias de Dios, después de haber
desaprovechado, olvidado, menospreciado las numerosas que nos ha concedido
hasta aquí?
¿Podremos contar con las que esperamos aún? ¿No deberá hacernos temblar
el alerta del Apóstol: El que crea estar
seguro tenga cuidado no caiga?
Y esta otra advertencia: Me
compadezco de quien quiero compadecerme y tengo misericordia de quien quiero
tenerla. Por lo tanto, no es obra del que corre ni del que quiere (es decir, del hombre), sino de la misericordia de Dios.
Sería tan necio como inútil ponerse a calcular sobre si perseveraremos o
no perseveraremos hasta el final.
No debemos mirar al futuro: debemos contentarnos con aprovechar el
momento presente, pues sólo él nos pertenece.
Por más que hagamos, nunca podremos merecer la gracia de la
perseverancia final.
Sin embargo, podemos esperar, fundadamente de la bondad de Dios, que Él
nos dará todas las gracias que necesitemos para poder superar las muchas
tentaciones que nos acometan durante nuestra vida.
Cuanto más fielmente correspondamos a las gracias, mejor nos
dispondremos para que Dios nos conceda otras más grandes y más eficaces y para
que nos prodigue con más frecuencia su ayuda y sus favores espirituales.
¿No se ha mostrado ya infinitamente generoso con nosotros? ¿No murió el
Hijo de Dios por cada uno de nosotros en particular? Dios no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por nosotros: ¿no
nos lo habrá dado, pues, todo con Él?, dice San Pablo a la Romanos (8, 32).
Podemos, por lo tanto, confiar en que Él nos confirmará hasta el fin.
El que perseverare hasta el
fin, se salvará, dice Nuestro Señor. La perseverancia final es una gracia de Dios inmerecida
e inmerecible. Sin embargo, podemos y debemos contribuir a que Dios nos la
conceda.
El primer medio que debemos emplear consiste en pedírsela a Dios
constantemente. Ya se la pedimos en el Padrenuestro,
al decir: Líbranos del mal, entre
otros, de una muerte desdichada.
Es como si pidiéramos: Concédenos la gracia de perseverar hasta la
muerte en la gracia, en el bien.
El segundo medio es un exacto cumplimiento de nuestros deberes
religiosos, de nuestra obligación de orar y, sobre todo, de asistir bien a la Santa
Misa. La vida de oración da a nuestro día plenitud y tonalidad. Es nuestra
fortaleza y nuestra luz, y mantiene tensa nuestra buena voluntad. Es, por lo mismo,
un elemento substancial de nuestra perseverancia.
Otro medio para lograr la gracia de la perseverancia final consistirá
en el celo y en la seriedad con que trabajemos en vencer los pecados, todos los
pecados, aun los más veniales, y todas las infidelidades deliberadas.
Para asegurarnos la perseverancia final tenemos que renunciar a los
hábitos pecaminosos, a la ociosidad, al trato con determinadas personas, etc.
Tenemos, en fin, que refrenar nuestros pensamientos y nuestros sentidos.
Un nuevo medio para obtener la perseverancia final nos lo proporciona la
frecuente y ordenada recepción de los Sacramentos de la Penitencia y de la Santa
Eucaristía. Nuestra purificación interior, nuestro progreso espiritual, nuestra
salvación eterna, nuestra perseverancia final dependen en alto grado de la
manera como recibimos y aprovechamos los Santos Sacramentos, las fuentes de la
gracia.
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No os falta ninguna, gracia. Él os confirmaré hasta el fin. Él no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Creamos en su
misericordia, en su amor.
Nos dice el Evangelio de hoy que Cuando
vio su fe, dijo al paralítico: “Confía, hijo: tus pecados quedan perdonados”
¿No nos sucedería lo mismo a nosotros, si creyéramos, si confiásemos y ejecutásemos
todo lo que debemos hacer?
Pidamos, roguemos: Concédenos la gracia de la perseverancia final y la
gracia de una buena muerte. Nosotros no podemos merecerla, aunque pongamos de
nuestra parte todo cuanto tenemos que poner. Sólo podemos esperarla de tu Bondad.
Confiamos en Ti.
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... vosotros
que estáis esperando la manifestación de Jesucristo Nuestro Señor...
Esperad la Revelación de nuestro Señor Jesucristo... Una expectación
anhelante.
La figura de este mundo es caduca, enseñaba San Pablo a los corintios.
Todo cuanto nos rodea, nos alegra y nos encanta, es como la sombra que
pasa o como el humo que se disipa. Todo desaparece. La vida, por muchos años
que dure, se acaba y, una vez pasada, es como un sueño en la noche.
Todo lo que nos ocupa durante la vida, todo lo que apreciamos y amamos:
hombres, familia, patria, amigos, ciencia, poder, trabajo, los negocios, el
cuerpo que cuidamos con tanta solicitud y hasta las mismas amarguras de la
vida, es decir, las penas, los dolores, las enfermedades..., todo, todo pasa,
se aleja de nosotros, nos abandona.
Todo llega, todo pasa, sólo
Dios permanece,
decía el Hermano Rafael.
Todos los días podemos ver con nuestros propios ojos cómo todo lo que nos
rodea se convierte en polvo, cómo la muerte lo cambia, lo trunca, lo pisotea y
lo arroja todo en el abismo de la eternidad. Todo lo que está en torno nuestro desaparece,
muere, se corrompe.
Nada de lo que tiene fin es
grande,
añadía Rafael.
Nosotros mismos nos vamos disipando como el humo. No poseemos aquí nuestra permanente morada, sino que buscamos la
venidera, escribió San Pablo a los Hebreos.
Acuérdate, hombre, de que
eres polvo y en polvo te convertirás, nos dice la Iglesia el Miércoles de Cenizas.
Esperad la Revelación de Nuestro
Señor Jesucristo. Sólo debemos preocuparnos de lo permanente, de lo eterno.
Conforme a esto, San Pablo enseñaba a los corintios: El tiempo de nuestra vida es breve. Por lo
tanto, los casados vivan como si no lo fueran; los que lloran, como si no lloraran;
los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no
poseyeran nada; los que trafican con el mundo, como si no traficaran, porque la
figura de este mundo es pasajera.
Esperemos de este modo la Revelación, la Vuelta del Señor, su Parusía.
No debemos temer el día de la Vuelta del Señor. Al contrario, debemos
alegrarnos de ello, debemos desear ansiosamente su llegada.
Sólo los que viven apegados a la nada pueden temer su encuentro con la
nada, porque se encontrarán con un pavoroso y eterno vacío.
Pero nosotros, los creyentes, hace ya mucho tiempo que rompimos con la
nada y nos entregamos por completo a lo divino y a lo eterno.
Hemos procurado llevar y desarrollar en un vaso frágil, fabricado del
polvo de este mundo, el germen de la vida eterna. Cuando venga el Señor y nos
llame, nuestros esfuerzos serán recompensados.
¿No debemos, pues, alegrarnos de su venida?
¡Cómo me alegro de que me hayan
dicho: Vamos a la Casa del Señor!, dice el Introito de hoy.