DOMÍNICA IN ALBIS
Desde la antigüedad, la Iglesia tuvo sumo interés en prolongar durante una semana entera la solemnidad del día de Pascua. Estas ceremonias permitían a los neófitos saborear la alegría de su Bautismo y dar gracias a Dios por el insigne beneficio que acababan de recibir.
Pero esta liturgia de la Semana de Pascua no interesaba solamente a los neófitos; sino que brindaba también la ocasión de renovarse en la gracia de su Bautismo a todos los que habían tenido la dicha de nacer a la vida de Cristo resucitado.
Los textos litúrgicos de la Semana Pascual han sido seleccionados y compuestos para todos los fieles; y la semana in albis mantiene el recuerdo de nuestro Bautismo; lo cual nos ayuda a profundizar en la significación de la fiesta de Pascua y nos permite revivir más profunda y extensamente este misterio.
Hubo una época en que cada día de esta Semana los neófitos y numerosos fieles de Roma se reunían en uno u otro de los santuarios más venerables de la ciudad.
Los neófitos asistían con la vela bautismal y vestidos con las túnicas blancas que recibieran el día de su Bautismo.
Por la mañana se dirigían a la Basílica Estacional para la Misa solemne; por la tarde, después del tercer salmo de las Vísperas iban al baptisterio de Letrán, de manera procesional como el día de Pascua, para rendir los honores a la Pila Bautismal.
El sábado, último día de la semana, la estación tenía lugar en el santuario en que siete días antes los neófitos se habían convertido en hijos de Dios. Este mismo sábado, a la salida de Vísperas y después de una estación en el baptisterio, los neófitos se reunían en una dependencia de la basílica de Letrán para despojarse, en una ceremonia conmovedora, la túnica blanca que habían revestido al salir de la piscina sagrada.
De ahí que los antiguos Sacramentarios titulen al sábado de la Semana Pascual Sabbatum in albis deponendis, sábado de la deposición de las túnicas blancas.
La Semana, en efecto, había comenzado para ellos antes que para otros fieles; ya que era en la Vigilia Pascual que se habían regenerado, y que se los había revestido con esta toga, símbolo de la pureza de sus almas.
Era, pues, la noche del Sábado siguiente, después del Oficio de las Vísperas, que la dejaban o deponían.
Asistamos a la imponente ceremonia: la Estación se desarrolla en la Basílica de Letrán, la Iglesia Madre y Maestra, en cuyo Baptisterio, allí mismo donde Constantino recibió la gracia divina, los neófitos habían recibido ocho días antes el don de la regeneración.
La Basílica que los recibe hoy es aquélla en la cual asistieron por primera vez a la celebración entera del Sacrificio del Altar. Ninguna otra basílica romana convenía mejor para la Estación de este día. En efecto, en el momento de regresar a la vida común, las impresiones de aquella noche debían conservarse perdurables en el corazón de los neófitos.
La santa Iglesia, en las últimas horas en que sus neonatos se reúnen en torno a ella, como alrededor de una madre, los contempla con complacencia.
En el momento de ver expirar la Semana Pascual, la Iglesia pide al Señor, en la Colecta, que las alegrías que sus hijos han saboreado en estos días les abran el camino a las alegrías aún mayores de la Pascua Eterna: Te suplicamos, Dios todopoderoso, hagas que quienes celebraron religiosamente estas fiestas pascuales merezcan llegar por ellas a las alegrías de la eternidad.
Como cada uno de los días de esta semana, el Oficio de las Vísperas se realiza con la misma solemnidad del Domingo de Pascua. El pueblo fiel llena la Basílica y acompaña con sus miradas, su interés fraternal y su oración a este blanco rebaño de neófitos que avanza tras el Pontífice para honrar una vez más aún la fuente santa que los ha dado a luz para la Fe.
Este día la afluencia es aún mayor, ya que un nuevo rito va a realizarse. Los neófitos, al dejar la túnica que ostenta exteriormente la pureza del Bautismo, van a asumir el compromiso de conservar internamente esta inocencia, cuyo símbolo ya no les es necesario: su propia vida debe manifestar su Fe.
Una vez concluido el Oficio de las Vísperas, los neófitos pasan delante de la Cruz del Arco Triunfal y son conducidos a una de las salas contiguas a la Basílica.
El Obispo, sentado sobre una sede de honor, dirige con emoción a estos jóvenes corderos de Cristo un discurso en el cual expresa la alegría del Pastor a la vista del aumento del rebaño.
Llegado el momento de la deposición de la túnica bautismal, los amonesta y exhorta paternalmente a velar por ellos mismos y a nunca manchar esta blancura del alma, de la cual la de la túnica no es más que la tenue imagen.
Luego, después de haber dirigido a Dios sus acciones de gracias, pronuncia esta hermosa oración:
Visita, Señor, a tu pueblo en tus designios de salvación; míralo todo iluminado por las alegrías pascuales; pero dígnate conservar en nuestros neófitos lo que has operado, para que sean salvos. Haz que al despojarse de estas túnicas blancas, el cambio sólo sea en ellos un cambio exterior; que la invisible blancura de Cristo sea siempre inherente a sus almas; que no la pierdan nunca; y que tu gracia les ayude a obtener por las buenas obras esta vida inmortal a la cual nos obliga el misterio de la Pascua.
Tras este rezo, ayudados por sus padrinos, los neófitos se despojan de sus túnicas blancas, y se revisten a continuación con sus ropas ordinarias.
Finalmente, postrados a los pies del Pontífice, reciben de su mano el símbolo pascual, la imagen en cera del Cordero divino, el Agnus Dei.
El último vestigio de esta emotiva ceremonia es la distribución de los Agnus Dei que el Papa hace en Roma, el primer año de su pontificado y luego cada siete años.
Los Agnus Dei son unos medallones hechos con la cera sobrante del Cirio Pascual del año anterior, bendecidos y ungidos por el Papa con el Santo Crisma, y marcados con la efigie del Cordero, símbolo expresivo de Jesucristo, Redentor y Salvador del mundo.
Como vimos, el Septenario Bautismal se terminaba el Sábado in albis; pero pareció útil y conveniente transformarlo en verdadera Octava, añadiendo el domingo. Los más antiguos Sacramentarios convierten ya al Domingo que sigue a la Semana in albis en día Octava de Pascua.
Esta Octava, privilegiada entre todas las demás, termina, pues, con el Domingo in Albis o de Quasimodo, llamado así por las primeras palabras del Introito, que se presenta como una especie de complemento o colofón del Septenario Bautismal.
Este domingo se llama Domínica in albis en recuerdo de lo que sucedía con los neófitos, que habiendo depuesto sus vestimentas blancas se presentaban al templo con sus hábitos normales y se agregaban al núcleo de fieles.
A partir de ese día debían comportarse como verdaderos cristianos, conforme a la Fe recibida, en medio de un mundo hostil al cristianismo.
Por ese motivo, la Santa Iglesia los amonestaba y exhortaba utilizando los mismos textos que acabamos de leer: “estos milagros han sido narrados para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y creyendo tengáis la vida en su Nombre”.
El que cree en el Nombre del Hijo de Dios, posee la vida eterna… ¿Queréis tener la vida eterna? Creed en Jesús… No temáis al mundo ni lo que hay en el mundo, porque “quien nace de Dios, vence al mundo; y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra Fe. El que vence al mundo es el que cree que Jesús es el Hijo de Dios”.
Por ese motivo, también la liturgia hace pedir con la oración colecta: “Concédenos que los que hemos celebrado las fiestas pascuales continuemos viviéndolas con nuestra vida y costumbres”.
Si hemos prestado atención, podemos comprender que toda la liturgia de la Octava de Pascua tiene por finalidad confirmar en la Fe y exhortar a una vida del todo nueva y fervorosa, tanto a los neófitos como a todos los fieles.
La Misa del Domingo de Quasimodo es también una misa Estacional, pero la ceremonia litúrgica, en vez de celebrarse en una de las grandes Basílicas, tiene lugar en un modesto santuario de la Via Aurelia que se edificó en el siglo IV sobre la tumba de un pequeño mártir de catorce años, San Pancracio, testigo de la Fe.
Su padre había muerto martirizado; la madre recogió en unos algodones un poco de la sangre del mártir, la guardó en un relicario de oro y le dijo al niño: “Este relicario lo llevarás colgado al cuello, cuando demuestres que eres tan valiente como lo fue tu padre”.
Un día, Pancracio regresó a la casa muy golpeado pero muy contento. La mamá le preguntó la causa de aquellas heridas y de la alegría que mostraba, y el jovencito le respondió: “Es que me declaré fiel de Jesucristo y todos esos paganos me golpearon para que abandonara mi religión. Pero yo deseo que de mí se pueda decir lo que el Libro Santo afirma de los Apóstoles: En su corazón había una gran alegría, por haber podido sufrir humillaciones por amor a Jesucristo”.
Al oír esto, la buena madre tomó en sus manos el relicario con la sangre del padre martirizado, y colgándolo al cuello de su hijo exclamó emocionada: “Muy bien, ya eres digno seguidor de tu valiente padre”.
Como Pancracio continuaba afirmando que él creía en la divinidad de Cristo y que deseaba ser siempre su fiel seguidor, las autoridades paganas lo llevaron a la cárcel, lo condenaron y decretaron la pena de muerte contra él. Al llegar al sitio determinado, Pancracio exhortó a todos los allí presentes a creer siempre en Jesucristo a pesar de todas las contrariedades y de todos los peligros; se arrodilló y colocó su cabeza en el sitio donde iba a recibir el hachazo del verdugo. Allí mismo se levantó un templo en su honor, que sirve de Estación para la Domínica in albis.
Según el Ritual, la primera pregunta que hace el sacerdote al catecúmeno o a sus padres es ésta: ¿Qué pides a la Iglesia de Dios?
El catecúmeno debe responder, o si se trata de un infante, el padrino responde en su nombre: La Fe.
La Iglesia, pues, como lo hacía San Agustín, identifica el Bautismo y la Fe.
Ya Tertuliano llamaba al Bautismo Signo de Fe, y también Sello de la Fe.
Según la expresión tradicional empleada por San Agustín, y frecuentemente repetida por Santo Tomás, el Bautismo es el Sacramento de la Fe.
En efecto, por el Bautismo el cristiano entra en comunión de Fe con la Iglesia, se adhiere perfectamente a Cristo, del que se convierte en miembro vivo, se compromete en su servicio. En consecuencia, solamente merece el nombre de fiel aquel cuya vida sea conforme a este compromiso.
La santa liturgia de la Iglesia ofrece durante la Octava pascual a todos los cristianos una ocasión favorable para renovarse en su Fe. Con la Antífona de la Comunión, tomada del Evangelio del día, la Misa del Domingo Quasimodo termina precisamente con esta recomendación: No seas incrédulo, sino creyente.
Cada año, la fiesta de Pascua merece ser considerada como el punto de partida de una nueva vida, no solamente para los neófitos que acaban de nacer a la vida de Cristo resucitado, sino para todos los cristianos que han participado en la celebración de la solemnidad pascual renovándose en la gracia de su bautismo. De unos y otros se puede decir con toda verdad que deben vivir una nueva vida.
Y para responder fielmente a las exigencias del Bautismo, es necesario guardar la pureza de la Fe.
Todo católico, a lo largo de su vida, debe constantemente hacer prueba de su Fe, manifestarla y, de ese modo, vencer al mundo.
Para todo católico cada día es como una Domínica in albis: “concédenos que los que hemos celebrado las fiestas pascuales continuemos viviéndolas con nuestra vida y costumbres…”
¿Cuál debería ser, hoy, la actitud de un neófito que acaba de deponer su túnica blanca y que recibió la amonestación y la exhortación de la Iglesia?
¿Cómo debería comportarse ante la crisis actual de la sociedad en general y de la Iglesia en particular?
Más concretamente, ¿cuál debe ser nuestra actitud, hoy, ante esta crisis?
¿Cuál debe ser nuestro comportamiento de católicos y manifestar nuestra Fe y vencer al mundo?
El mundo moderno, apóstata y anticristiano, judaico y judaizante, ha renegado del antiguo boceto de unidad llamado Cristiandad y, abominándolo, pretende edificar una unidad mundial sobre un diseño elaborado en las logias masónicas judías, preludio del reinado del anticristo.
La supresión de las naciones y de las familias sólo son pasos para lograr ese proyecto diabólico.
A nosotros nos toca defender esas parcelas naturales de la humanidad: Patria y hogar… para entregárselos, consagrados, a Cristo Rey y a su Madre Santísima, Reina de nuestras familias y de nuestras Patrias.
La consigna no es la de vencer, sino la de no ser vencidos…
Así entendidas todas las cosas, llegamos a la conclusión de que nos encontramos frente a un desastre nacional e internacional.
Los desastres sirven para purificar. Dejarse probar y salir probados…
Pero sólo el hombre religioso es capaz de esto, sólo él tiene vocación de verdadero martirio.
Ante este desastre y frente a nuestra vocación de católicos, de mártires, hagamos profesión de nuestra fe y venzamos al mundo: “Quien nace de Dios, vence al mundo. Y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe”.
San Pancracio, ruega a Dios e intercede por nosotros, particularmente por nuestra juventud, pues existen tantos peligros que acechan nuestra Fe.