DÉCIMO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Los textos litúrgicos de este Décimo Domingo de Pentecostés presentan a nuestra consideración una interesante cuestión: la de la armonía en Dios entre la justicia y la misericordia.
En efecto, por una parte, la oración colecta dice así: ¡Oh Dios!, que manifiestas tu omnipotencia sobre todo perdonando y ejerciendo la misericordia, multiplica sobre nosotros tu misericordia… (Deus, qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas; multiplica super nos misericordiam tuam…).
Por otra parte, el Evangelio, refiriéndose al publicano, en contraposición con el fariseo, se expresa de este modo: Os digo que éste volvió justificado a su casa, mas no el otro.
La justicia y la misericordia hay que atribuirlas a Dios en grado supremo e infinito. En Él no son propiamente virtudes, sino atributos divinos, totalmente identificados con su propia esencia.
Propiamente hablando Dios no tiene justicia y misericordia, sino que Dios es la misma justicia y misericordia infinitas.
Un análisis superficial arroja que estos dos atributos son dispares y, al parecer, contrarios entre sí; pero un examen a fondo permite descubrir que, en realidad, la justicia y la misericordia no solamente no son contrarias, sino que se armonizan tan maravillosamente en Dios que, como dice Santo Tomás, “la misericordia es la plenitud de la justicia”.
Ninguna otra verdad, quizá, está tan repetida e inculcada en las Sagradas Escrituras como la de que Dios es infinitamente misericordioso y se compadece inmediatamente del pecador que recurre a Él confiado y arrepentido.
Y la Liturgia Sagrada también nos inculca la misma doctrina.
La oración de este Décimo Domingo de Pentecostés, nos dice que Dios manifiesta sobre todo su omnipotencia, no creando mundos y seres que lo habiten, no creando infiernos para los demonios, no desatando tormentas y calamidades o apaciguándolas, sino perdonando y ejerciendo su misericordia.
Una de las oraciones por los difuntos dice: Oh Dios, de quien es propio tener siempre misericordia y perdonar.
Y la oración de la Misa de acción de gracias se expresa así: Oh Dios, cuya misericordia no tiene límites y cuyos tesoros de bondad son infinitos.
¿Cómo se armoniza en Dios la justicia con la misericordia?
* Ante todo, la misericordia no es una relajación de la justicia. Cuando Dios usa de misericordia, no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la justicia (como el que da 200 pesos a un acreedor a quien no debe más que 100). Otro tanto hace Dios al perdonar las ofensas recibidas. Por donde se ve que la misericordia no destruye la justicia, sino que, al contrario, es su plenitud. Y por esto dice el Apóstol Santiago que la misericordia aventaja al juicio.
* Además, en todas las obras de Dios, siempre van juntas la justicia y la misericordia. La justicia, porque Dios distribuye justísimamente a todas sus criaturas lo que les corresponde según la naturaleza que Él mismo les ha dado. Y la misericordia, porque, en esa distribución, la obra de la justicia divina presupone siempre la obra de la misericordia, porque nada se debe a una criatura sino en virtud del ser o de la naturaleza que ha recibido previa y gratuitamente de Dios, por su sola bondad y misericordia.
Por lo tanto, en la raíz de toda obra divina aparece la misericordia, cuya virtud o influjo va más lejos que lo que reclama la justicia, puesto que Dios otorga a las criaturas muchos más beneficios de los que en justa proporción les corresponde.
* En el hecho de que los justos sufran castigos en este mundo aparecen la justicia y la misericordia, por cuanto sus aflicciones les sirven para satisfacer por sus pecados leves y para que, libres de afectos terrenales, se eleven mejor a Dios.
* En la condenación de los réprobos aparece también la misericordia, si no perdonando del todo, mitigando de algún modo las penas, puesto que Dios los castiga menos de lo que merecen.
* En la conversión del pecador aparece también la justicia, por cuanto Dios le perdona sus culpas por el amor que Él mismo, misericordiosamente, le infunde, como leemos de Santa María Magdalena: Le son perdonados muchos pecados, porque amó mucho.
Aquí se plantea un problema exegético. En efecto, Nuestro Señor, aparentemente, tendría que haber dicho: Como se le ha perdonado mucho, ama mucho. Y, sin embargo, dijo: Le son perdonados muchos pecados, porque amó mucho.
¿Quién toma la iniciativa, Dios perdonando, o el hombre amando? En la frase Le son perdonados muchos pecados, porque amó mucho, se da a entender que la iniciativa parte del hombre. La segunda sentencia A quien se le perdona poco, ama poco, sostiene que la iniciativa viene de Dios.
¿Es el perdón otorgado por Dios el que engendra el amor en el hombre; o es el amor del hombre el que obtiene el perdón de los pecados por parte de Dios?
Hemos visto que Santo Tomás dice que en la conversión del pecador aparece también la justicia, por cuanto Dios le perdona sus culpas por el amor que Él mismo, misericordiosamente, le infunde.
Según esto, primero Dios perdona al miserable, previniéndolo con su misericordia; y luego, Dios infunde misericordiosamente su amor, y con este amor el miserable pide perdón y lo obtiene.
Santa María Magdalena (al igual que el publicano del Evangelio de hoy) amó mucho porque se le había perdonado mucho; y su mucho amor obtuvo un perdón mayor.
Simón el leproso, el fariseo (de la misma manera que el del Evangelio de este domingo), no podía recibir un perdón grande, ni pequeño, porque creyéndose justo, pensaba deber poco, o nada; y, claro está, nunca podía llegar a amar mucho.
El fariseo, que cree tener menos pecados (ninguno cree tener), también ama menos… y, lo que es terrible, es menos amado por Dios: Os digo que éste volvió justificado a su casa, mas no el otro.
Nuestro Señor conocía a la Magdalena y al publicano. Les había perdonado mucho. Conforme al amor misericordioso de Jesús, estos penitentes lo amaban mucho.
El amor lleva a la Magdalena (y es de creer que también al publicano) a pedir nuevamente perdón, y esta vez públicamente. La misericordia divina, y el amor que infunde, hace nacer la compunción y el pedir muchas veces perdón.
El verdadero arrepentimiento, la contrición, nace del amor de Dios; y el perdón de los pecados aumenta el amor hacia Dios.
Perdón y amor, amor y perdón, son dos causas recíprocas y pueden invertirse. Bien hubiese podido decir Jesús: Como se le ha perdonado mucho, ama mucho; así como de hecho dijo: Le son perdonados muchos pecados, porque amó mucho.
Santa Teresita del Niño Jesús entendió bien todo esto, y por eso pudo escribir:
“No es mérito mío alguno el no haberme entregado al amor de las criaturas, puesto que fue la misericordia de Dios la que me preservó de hacerlo. Si el Señor me hubiera faltado, reconozco que habría podido caer tan bajo como Santa Magdalena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma.
Lo sé: «Aquel a quien menos se le perdona, menos ama». Pero sé también que Jesús me ha perdonado a mí más que a Santa Magdalena, puesto que me ha perdonado prevenientemente, impidiéndome caer.
(...) Yo soy esta hija, objeto del amor preveniente de un Padre que no ha mandado a su Verbo para rescatar a los justos, sino a los pecadores. Él quiere que yo le ame, porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que le ame mucho como Santa Magdalena, sino que ha querido hacerme saber con qué amor de inefable prevención me ha amado Él, a fin de que yo ahora le ame con locura. He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Ah, cuánto me gustaría desmentir estas palabras!”
Apliquemos esta enseñanza:
- ¿Somos almas privilegiadas, que no han perdido la gracia bautismal? ¡Demos gracias a Dios!…
- ¿Somos pecadores, que al menos una vez hemos perdido la gracia y hemos merecido la condenación, y luego hemos recuperado la gracia? ¡Demos gracias a Dios!…
Es conveniente citar aquí la cuestión planteada por Santo Tomás, cuando pregunta “si está más obligado a dar gracias a Dios el inocente que el penitente”, y responde con una distinción:
* “En razón de la grandeza del beneficio, está más obligado el inocente, que ha recibido mayor y más continuado don.”
* “En razón de la gratuidad del don, está más obligado el penitente, ya que, mereciendo castigo, se le da gratuitamente el perdón”.
Tal vez el pasaje teresiano citado nos desanime, cuando debería ser todo lo contrario. Por lo tanto, escuchemos este otro, que es su complemento y contiene las últimas palabras de su manuscrito, cuando el lápiz cayó de sus manos, ya sin fuerzas para sostenerlo:
“En vez de adelantarme con el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta al Corazón de Jesús, seduce el mío. Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en brazos de Jesús, porque sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a Él. Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a Él por la confianza y el amor”.
En el mismo sentido escribió a uno de sus hermanos espirituales:
“Usted, hermano, igual que yo, puede cantar las misericordias del Señor, que brillan en usted en todo su esplendor… Usted ama a san Agustín y santa María Magdalena, esas almas a las que «se les han perdonado muchos pecados porque amaron mucho». También yo les amo, amo su arrepentimiento, y sobre todo… ¡su amorosa audacia! Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del Corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación. Querido hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del Corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón. El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me habla de misericordia y de amor. Cuando uno arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en la hoguera devoradora del Amor, ¿cómo no van a ser consumidas para siempre”.
Es así como justicia y misericordia, misericordia y justicia, se armonizan perfectamente para Teresita:
“Después de tantas gracias, ¿no podré cantar yo con el salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna»? Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, nadie le tendría miedo a Dios sino que todos le amarían con locura; y que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo sino por amor… Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas. A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor…
¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza".
Y así se explicaba con su otro hermano espiritual:
“Yo sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye el motivo de mi alegría y de mi confianza. Ser justo no es sólo ejercer la severidad para castigar a los culpables, es también reconocer las intenciones rectas y recompensar la virtud. Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo, «es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles...»”.
Por lo tanto, lejos de imitar la conducta del fariseo, sigamos el ejemplo del publicano y de Santa María Magdalena; emulemos a Santa Teresita en lo que su doctrina tiene de fundamental, y digamos con la Liturgia Romana: ¡Oh Dios!, que manifiestas tu omnipotencia sobre todo perdonando y ejerciendo la misericordia, multiplica sobre nosotros tu misericordia…