SÉPTIMO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Este pasaje del Evangelio está tomado, una vez más, del famoso y hermoso Sermón de la Montaña, que contiene el resumen de la enseñanza de Nuestro Señor.
El Divino Maestro acaba de decir que es muy estrecha la vía que conduce al Cielo y cuán pocos son los que la encuentran.
Terrible sentencia que, bajo forma metafórica, nos anuncia la condenación de un gran número de almas.
Nuestro Señor nos recomienda, por lo tanto, ocuparnos especialmente de dos cosas:
1ª) evitar a aquellos que buscan llevarnos por el camino equivocado;
2ª) aplicarnos a practicar buenas obras y a cumplir en todo la voluntad de Dios, para poder entrar al Cielo.
Inmediatamente después, Nuestro Señor nos pone en guardia contra los doctores de mentiras: Guardaos de los falsos profetas…
Esta palabra profeta significaba entre los judíos todos aquellos que habían recibido o se arrogaban la misión de instruir a otros y de hacer conocer la divina voluntad.
De donde se distingue dos tipos de profetas: los verdaderos, los buenos, los realmente enviados por Dios; y los falsos, los malos, los que no tienen ninguna misión divina.
Los profetas de mentiras siempre han sido más escuchados que los verdaderos profetas. Es, por desgracia, la historia de la humanidad: Adán prefirió escuchar al padre de las mentiras, antes que creer al Dios de toda verdad, a pesar de de sus terribles amenazas.
Los hombres siempre escuchan preferentemente a aquellos que halagan sus pasiones y toleran sus defectos.
Nuestro Señor, en su infinita presciencia, prevé que siempre será así, incluso en su Iglesia. Por eso, como un Buen Pastor, quiere proteger a su rebaño y dice a sus ovejas:
Guardaos de los falsos profetas…
Pero, ¿cuáles son estos falsos doctores que tenía en vista Nuestro Señor?
Existen varios tipos, y pertenecen a todos los siglos:
1º) En primer lugar están los herejes, que tan cruelmente, de siglo en siglo, devastaron el rebaño de Cristo y provocaron la ruina de muchas almas.
2º) A continuación, muchos autores de libros impíos y de pestilentes escritos, inspirados por Satanás, que hacen perder la fe y la inocencia de los lectores imprudentes, y que siembran en la sociedad la incredulidad, el espíritu de rebelión, la perversión o corrupción de la moral…
3º) Les siguen los ministros de Jesucristo, a los que más bien deberíamos llamar ministros de Satanás, quienes por su cobardía o su malicia y perversidad, engañan a la almas y las pierden…
En la cátedra, disminuyen las verdades, buscan los elogios o aplausos; o bien por miedo callan cual perros mudos; como negligentes centinelas se duermen o no gritan a la vista del enemigo...
En el Santo Tribunal de la confesión, rechazan a las pobres almas por su dureza y su severidad; asimismo, los médicos tramposos acomodan el Evangelio a las pasiones de los hombres, dejándolos en el vicio, permitiéndoles vivir en la ocasión próxima de pecado…
En su vida privada, estos ministros infieles, encargados de enseñar a otros los preceptos del Señor, ellos mismos no los observan…
4º) Después están los padres que descuidan la educación cristiana de sus hijos, o les dan malos ejemplos, inculcándoles máximas contrarias a las del Evangelio, y confiándolos a maestros sin religión, convirtiéndose así en la causa de su perdición.
5º) Finalmente, los falsos amigos y todos aquellos, en general que de una u otra manera, por insinuaciones pérfidas, promesas, amenazas o malos ejemplos, desvían a los otros de la buena vía, de la práctica de la piedad, de sus deberes, y los llevan por la indiferencia al vicio y a todo tipo de pecados y, por último, al infierno.
Guardaos de los falsos profetas… Ved como son numerosos, en todas partes y en todo momento…
Por las palabras que siguen, vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces; por sus frutos los conoceréis, Nuestro Señor nos da los signos de estos perversos doctores, a fin de que podamos fácilmente discernirlos y rechazarlos.
El primer signo de los herejes y sembradores de impiedad, es que ellos vienen en nombre propio sin misión ni aprobación legítima.
Aparentan exteriormente ser genuinos pastores, pero su voz no es el eco de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, sino el aullido de los lobos rapaces.
El segundo signo, común a la mayoría de los que hemos enumerado, es la hipocresía.
El demonio sabe transformarse en Ángel de la luz, y como fue capaz de seducir a Eva, así también en todos los tiempos induce e inducirá al error a los elegidos, incluso hasta perderlos, si fuese posible.
Sus secuaces, según las circunstancias, asumen actitudes de piedad, de virtud, de celo, para engañar más fácilmente a las almas...
El tercer signo, común a todos, son los frutos malos.
Tienen buen aspecto exterior, son educados, mansos, piadosos, caritativos… Pero esa engañosa presentación no dura mucho, y sus acciones los traicionan.
Sus frutos son el orgullo, la avaricia, la lujuria…
San Pablo los enumera de este modo: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes…
Nuestro Señor continúa con su enseñanza y saca conclusiones: ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos.
Por estas comparaciones, quiere hacer sensible y palpable, por así decirlo, la verdad que acaba de anunciar y explicar en detalle: por sus frutos los conoceréis…
Consideremos la naturaleza: es una ley que cualquier árbol produce frutos según su especie. Si es bueno, los frutos serán buenos; si es malo, serán malos.
Cada hombre es como un árbol moral, que produce algún tipo de fruto. Si debemos juzgarlo o discernirlo, simplemente debemos esperar un poco y tener en cuenta sus frutos; ellos revelarán su naturaleza más íntima.
Sus frutos son sus obras, sus palabras, su conducta...
Notemos, sin embargo, para la inteligencia exacta de estas palabras y para evitar el error de los maniqueos y de los protestantes, que el hombre, ser inteligente y libre, puede mejorar o degenerar de acuerdo con su fidelidad o resistencia a la gracia.
Es su voluntad lo que hace que sea bueno o malo. Por lo cual se puede decir, desde el punto de vista sobrenatural, que mientras es bueno, no puede producir frutos malos; y que mientras es malo, no puede producir buenos frutos.
Sigue esa corta pero aterradora parábola de Nuestro Señor: Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego.
San Juan Bautista ya había hecho esta amenaza a los judíos. El Divino Maestro quiere significar aquí que, si se procede así cuando se trata de un árbol malo, con mayor razón será cuando se trate de todos estos doctores de falsedad, que serán condenados al fuego del infierno.
Pero esta frase terrible se aplica no sólo a todos los falsificadores de la doctrina sagrada, sino también a todos nosotros, que estamos destinados a crecer y fructificar, si no producimos buenos frutos.
No es suficiente evitar el mal; es necesario, además, hacer el bien. Desgraciado, dice el Espíritu Santo, el hombre estéril, es decir, el que no hace el bien que debería hacer…
Recordemos el terrible ejemplo de la higuera estéril, que fue maldecida porque no daba ninguna fruta, y se secó inmediatamente...
¿Qué se hace con un árbol rebelde a toda labranza y que no aporta fruto alguno? Excidetur, et in ignem mittetur…
Tengamos en cuenta, una vez más, que Nuestro Señor no habla aquí de un árbol totalmente estéril; se refiere a un árbol que da algunas frutas, es cierto, pero infectadas y podridas.
Lección terrible para los hombres vanidosos, de la raza de los fariseos, que hacen buenas obras en apariencia, pero que son realmente amargas, de mal sabor, deterioradas por falta de pureza de intención o realizadas por motivos de interés…
Será a estos, entre otros, a lo que, cuando le digan ¿Acaso no hemos profetizado en tu Nombre?, el Señor responderá Nunca os he conocido, apartaos de Mí, operarios de iniquidad…
Por esta razón, Jesucristo concluye con esta sentencia: No todo el que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial.
Nuestro Señor quiso hacer aún más explícito y más contundente el principio que acababa de expresar, explicándolo detalladamente: la fe es buena y necesaria; pero, sin las obras, no es suficiente para salvar.
¡Cuántos hacen profesión de cristianismo, creen en Jesucristo, rezan unas cuantas oraciones y llevan a cabo muchos actos de devoción…; pero, sin embargo, serán condenados porque no unen a su creencia y a sus oraciones la observancia de los mandamientos de Dios!...
Muchos dicen, Señor, Señor…; pero no obedecen al Señor… Su fe y sus oraciones están muertas… Se encuentran en una ilusión fatídica y bien lejos del camino de la salvación, porque, una vez más, No todo el que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos…
Las Vírgenes necias eran vírgenes y gritaban: Señor, Señor, ábrenos…; pero, debido a que eran necias les faltaba el aceite de la caridad y de las buenas obras, y recibieron sólo esta respuesta terrible: En verdad, en verdad, os digo: No os conozco…
Temamos estar en lugar del árbol malo, de la higuera estéril, de las vírgenes necias.
Hagamos un buen examen de consciencia para comprobar si cumplimos bien los mandamientos de Dios y si observamos en todo su santa voluntad.
Que nos ayude en esto Nuestra Señora, de quien Nuestro Señor dijo: bienaventurados más bien quienes escuchan la Palabra de Dios y la practican.