TERCER DOMINGO DE ADVIENTO
De la Carta de San Pablo a los Filipenses, 4: 4-7: Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos. Sea de todos conocida vuestra modestia. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna, sino que en todo vuestras peticiones se den a conocer a Dios mediante la oración y la súplica, acompañadas de acción de gracias. Y entonces la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Alegraos en el Señor siempre… Y entonces la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos…
Continuemos nuestra preparación para la Navidad y para la Parusía en el regazo maternal, en el Corazón Inmaculado de María.
Cooperadora inseparable del Espíritu Santo, Ella coopera con Él para producir en las almas la perfecta alegría y la paz duradera, de las cuales nos habla en Apóstol San Pablo.
Hay motivos especiales para que intervenga Nuestra Señora en dar la alegría y las paz a las almas; puesto que de manera especialísima y perfectísima las poseyó Ella; por eso es Causa nostræ letitiæ y también Regina pacis.
María Santísima patrocina de manera singular a las almas para que alcancen y acrecienten la perfecta alegría, porque Ella la tuvo en altísimo grado y con maravillosa opulencia.
María poseyó de manera tan abundante y profunda el misterio de la perfecta alegría porque su regazo, sobre todo el de su alma, estaba hecho para que en él descansara Jesús; porque su Corazón fue formado para comprender, consolar y envolver en ternura al Divino Corazón.
Para que ese íntimo regazo fuera dulce, mullido, perfumado y cálido para el descanso de Jesús; para que fuera un reproducción del seno del Padre, y Jesús no extrañara aquel Seno inmortal; para que el Corazón de María se asemejara, cuanto es posible en una criatura, al vigoroso, al tierno, al Divino Corazón del Padre; para que Jesús tuviera en María un cielo en la tierra..., por todo esto era preciso que el regazo purísimo y el Corazón Inmaculado se bañaran en los esplendores celestes de la perfecta alegría.
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El gozo en el Espíritu Santo tiene sus caracteres especiales. Se distingue, claro está, del gozo natural que es superficial, efímero, vano, como son los afectos de la tierra.
El gozo en el Espíritu Santo es profundo, duradero, sólido, como es la caridad de la que procede, como son los bienes sobrenaturales.
El gozo en el Espíritu Santo de ordinario es oculto, austero, silencioso, íntimo.
El motivo de la perfecta alegría, aun en lo que se refiere a la propia alma y a las almas de los demás, es única y puramente la gloria de Dios.
Y precisamente porque este gozo es intensamente divino, es pleno, es rico, es perfecto. Se diría que es una inmensa capacidad de infinito, y cuanto más opulento sea lo divino que recibe, más rica es su plenitud y más exquisito su gozo.
Ardua es la perfecta alegría; poquísimas almas aciertan a gozarla y muchas ni la conciben.
¡Cuántas pensarán que esta alegría es invento sutilísimo y alambicado de los místicos! ¡Con cuánta razón dijo San Pablo: El hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios!
Y Jesús, precisamente regocijándose en el Espíritu Santo, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelaste a los pequeños.
Esta es la felicidad mayor que puede alcanzarse en esta vida; por eso Santa Teresita del Niño Jesús dijo esas palabras tan misteriosas: Yo encontré en el mundo la felicidad y la alegría, pero solamente en el dolor...
Este gozo recóndito es el que la Iglesia canta en el misterioso aleluya de su Liturgia, la alegría de que Dios sea glorificado.
Y por ser tan pura y celestial esta alegría, lejos de impedir la unión divina, la hace más dulce y estrecha: ¡esta alegría es unión!
Los otros consuelos, aun los espirituales, muchas veces impiden las íntimas comunicaciones con Dios; por eso el Señor, como enseña San Juan de la Cruz, los sustrae a las almas en las largas noches de la desolación.
Pero el gozo en el Espíritu Santo viene de la unión divina y a ella prepara, o más bien, es una forma altísima y deliciosa de unirse a Dios.
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Otro de los caracteres que asemejan este gozo con los gozos eternos, consiste en que es inamisible como aquéllos.
Nadie, sino el Espíritu Santo que lo da a las almas, se lo puede quitar.
Ni las vicisitudes de la vida, ni la tribulación, ni las potestades del infierno pueden arrebatar al alma este tesoro.
No las vicisitudes, porque este gozo se oculta en el centro del alma, siempre inmutable y sereno, porque no llegan a ese fondo los cambios de la superficie.
No la tribulación, porque ésta es el alimento que acrecienta y exalta a la perfecta alegría.
Ni el demonio tampoco, porque ni puede penetrar al santuario de esa alegría, ni la acierta a comprender, ni logra jamás cegar el manantial del que brota, que es el Espíritu Santo.
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Alegraos en el Señor siempre… En nuestro valle de lágrimas la Alegría que da Jesucristo es raramente brillante; es una Alegría oculta, bien profunda, para que nada ni nadie pueda llegar hasta el fondo.
A medida que los años pasan, experimentamos que hay en la vida más tristezas que consolaciones, más decepciones que promesas mantenidas.
Nos damos cuenta que esta tierra es, no solamente un valle de lágrimas y lutos, sino también, lo que es más lamentable, un lugar de escándalos y trampas.
¡Y bien!, para leer el Evangelio de la Alegría, no dejemos de lado el recuerdo amargo de estas tristes comprobaciones; ya que es a hombres reales que se anunció el Evangelio de la Alegría.
Así pues, no vacilemos en recordar todo lo que la vida reserva de amargo y de pena. Pero tengamos este recuerdo en Dios.
Entonces, a pesar de todo, no dejaremos de creer en el Evangelio de la Alegría.
Oigamos las voces negativas; pero, más allá de estas voces desastrosas, escuchemos la voz saludable del Señor, y no nos perderemos.
No se trata de ignorar los discursos negativos de la humana experiencia; se trata de oírlos permaneciendo ante el Señor; entonces dejarán de ser negativos.
De este modo, aunque la experiencia quiera convencernos de que no se puede resistir a la vida y a sus escándalos, la presencia del Señor nos dará la certeza de que podemos escapar a los escándalos, si tenemos buena voluntad.
Más allá de lo que vemos (y que puede ser desalentador), más allá de las maniobras pérfidas e incansables del Príncipe de este mundo, conoceremos que nuestro Salvador, que triunfó de Satanás, no deja de trabajar en su Misterio de salvación y que su Gracia es victoriosa. Comprobaremos, incluso, que nos hace cooperar en esta obra de salvación.
“No abandones tu alma a la tristeza, no hay bien en ella” (Eccle. 38: 21 y 30: 25).
¿Cómo hacer para no abandonar nuestra alma a la tristeza?
¿Evitando ver lo que vemos, en nosotros mismos y en torno nuestro, en la Iglesia y en la sociedad?
En verdad, para no abismarse en la tristeza y permanecer en la Alegría Evangélica, no se trata de evitar ver lo que es; sino de creer más allá de lo que se ve, y de amar en consecuencia.
Si creo, más allá de las realidades que veo (y que existen ciertamente terribles), aparecen otras realidades que existen infinitamente más inmediatamente a mis ojos apaciguados: esas realidades que manifiestan el Amor de Nuestro Salvador y su victoria sobre el Príncipe de este mundo y sobre los escándalos de la vida.
Si creo más allá de lo que veo, sé que, dentro del tiempo invariable del pecado, el tiempo de la victoria ya comenzó; y el tiempo del pecado se suprimirá definitivamente cuando Jesús se haya convertido todo en todos.
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¿Cómo no abandonar mi alma a la tristeza? Acordándome del Misterio de Jesucristo; teniendo bastante Fe para tener una memoria cristiana.
Lo propio de la Alegría Evangélica es no ser incompatible con la tristeza, el abatimiento o la desolación; es ser posible y brillar incluso en medio de la tristeza misma, del abatimiento y de la desolación.
Más profunda que todos los dolores y todas las tristezas, esta Alegría procede de la misteriosa presencia (en lo íntimo de ser) del Señor Jesucristo, que nos ama sin medida y que nos libró del mal.
Esta Alegría no se presenta nunca con un carácter indiscreto o estridente, negador de la humilde realidad humana. Ésta es una realidad de amor, de dolor y de trabajo; pero, más profundamente aún, y en su fuente más oculta, es una realidad religiosa; y de la religión de Jesucristo, victorioso del diablo y de la muerte.
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Y entonces la paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos…
Con respecto a la Paz, la doctrina cristiana es a la vez extremadamente simple y elevada.
Se resume en estas dos proposiciones del Señor: “Os doy la Paz”; “No os la doy como la da el mundo”.
Es decir, existe una Paz verdadera para los hombres fieles al Señor Jesús. Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, cantaron los Ángeles en Belén.
Esta Paz no es la del mundo.
Sobre este último punto el Profeta ya había dicho que “no hay paz verdadera para los impíos”.
El mundo, la contra-iglesia, por la cual el Señor no rogó, tiene ciertamente la pretensión de dispensar la Paz. El mundo pretende satisfacer y colmar las aspiraciones de los hombres.
En algunos casos es necesario convenir que lo logra; pero es necesario comprobar, al mismo tiempo, que es al precio del sofocamiento de los deseos más profundos del alma, de las aspiraciones más humanas del ser humano.
Si el mundo consigue obtener para sus adeptos la paz de un Infierno indoloro, es, sin embargo, un Infierno.
Salvo que se conviertan, los mundanos conocerán, el último día, que ya vivían efectivamente en el Infierno, y que el Infierno no puede seguir siendo indoloro: “no hay paz verdadera para los impíos”.
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La Paz que da Jesucristo es una Paz en el Amor y en la Cruz.
Es importante considerar que esta Paz no se da nunca en la facilidad, en la cobardía y en el egoísmo, hacia donde suspiran naturalmente los pobres hombres.
La Paz que da Jesucristo responde a otra aspiración; viene a escuchar la plegaria temblorosa de los hijos de Dios, que se saben pecadores pero que tienen buena voluntad:
“Señor, danos la fuerza de permanecer fieles. Somos tan impuros y tan pobres que esta fidelidad no es posible sin ser probados en el interior por los sacrificios que pedirás de nosotros, sin ser afligidos fuera por las pruebas que te agradará enviarnos. Señor, danos solamente, en el corazón mismo de la lucha y del sufrimiento, el seguir siéndote fieles y el amarte. Nuestra cruz es indispensable para cooperar a la Redención del mundo; danos solamente el no cansarnos de cooperar a esta Redención; no dimitir debido al cansancio y a los fracasos. Cordero de Dios, la Paz que te pedimos es la de pobres pecadores que se saben tales y que aceptan las consecuencias; débiles discípulos que quieren, sin embargo, amarte, trabajar en tu obra, y que aceptan poner el precio. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, que lo destruyes por tu Cruz, danos tu Paz, que es una Paz crucificada.”
Tales son los santos deseos que viene a colmar el benignísimo Jesús.
Los deseos naturales del hombre se vuelcan hacia una paz y una felicidad que hacen abstracción del destino sobrenatural, del estado de caída y de redención.
Los santos deseos de la gracia no pueden volverse sino hacia una Paz y una Felicidad de gracia, una Paz y una Felicidad que piden la purificación del alma por la caridad, y a la unión por amor al Salvador Crucificado, para la Redención del género humano.
No es jamás en un sentido de facilidad, sino siempre en un sentido de tensión, de Cruz, de Amor generoso que es necesario escuchar la buena nueva de los Ángeles de Belén…
Resumidamente, es en un sentido de Iglesia militante que es necesario escuchar el anuncio de los Ángeles del Pesebre: “Paz a los hombres de buena voluntad”…
También de ese modo es necesario pronunciar la gran plegaria del Santo Sacrificio: “Cordero de Dios que quitas los pecados de mundo, danos la paz”.
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Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos… El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna… La paz de Dios custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús…