FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
María, la Madre perfectísima del Redentor, ha sido siempre para los católicos la criatura Inmaculada que, ni por un momento, desde el primer instante de su Concepción hasta la Asunción a los cielos, pudo permanecer bajo el dominio del demonio.
Pío IX vio promulgó el dogma con la máxima solemnidad, reuniendo al efecto en torno suyo a doscientos Prelados entre Cardenales, Patriarcas, Arzobispos y Obispos, llegados a la Ciudad Eterna desde todos los países del orbe.
En la Basílica de San Pedro, y en el curso de una solemne misa celebrada por el propio Pontífice, pronunció éste las históricas palabras:
Para honor de la Santa e individua Trinidad; para honra y gloria de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos: que la doctrina que enseña que la Beatísima Virgen María en el primer instante de su Concepción fue, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente y por los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de pecado original, es revelada por Dios, y como tal debe ser firme y constantemente creída por los fieles.
El cañón del castillo de Sant-Angelo tronó en salvas de salutación jubilosa, y el mundo se convirtió en una caja de resonancia para repetir sus ecos, mientras todo el pueblo fiel se regocijaba con las perfecciones de su Reina, pura y sin mancilla.
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La proclamación de un punto de doctrina siempre ha sido providencialmente apropiada a la situación de una época. Quien comprenda la que nos ha tocado vivir, verá claramente que la definición de la Inmaculada Concepción de María se adapta perfectísimamente a ella.
¿Cuáles son, en efecto, los errores que por todas partes se levantan contra la doctrina católica?
¿Cuál es la primera y la última palabra nacida de la incredulidad contemporánea?
Es la negación del orden sobrenatural, de la caída primitiva, de la Encarnación y de la Redención.
He ahí las altas creencias que tiende a borrar de las almas el paganismo moderno.
Pero, ¿qué medio más eficaz para sacudir la indiferencia y para reanimar la fe que hacer resonar en el universo entero una verdad que supone todas las demás y que recuerda todas las otras?
Sí, proclamando la Inmaculada Concepción de María, la Iglesia ha coronado en cierto modo sus definiciones anteriores; ante un mundo indiferente u hostil, ha afirmado de nuevo, por la boca de su Pontífice supremo, la integridad del cristianismo.
Realzando en María un don especial de la gracia, ha afirmado, contra el racionalismo, el orden sobrenatural con todas sus consecuencias, minando así, por la base, el error principal de la época.
Definiendo que María ha sido concebida sin mancha, ha afirmado de nuevo el dogma del pecado original, y por esta excepción única ha confirmado la regla.
Diciendo que la santidad infinita de Dios no hubiera podido sufrir en la Madre de Jesucristo la menor mancha, consigna la enormidad del mal que tiende a disminuir, excusar y aun rehabilitar el materialismo moderno.
Recordando que María ha sido preservada de la mancha del pecado original a causa de su Maternidad Divina, consigna con todo su poder el dogma fundamental de la religión, la divinidad de Jesucristo y la Encarnación del Verbo.
Declarando que este glorioso privilegio de María es debido a la aplicación de los méritos del Salvador, recuerda el dogma de la Redención y la eficacia maravillosa del Sacrificio de la Cruz.
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Para honor de María Inmaculada, repasemos todos estos puntos de la doctrina católica.
Habiendo Dios determinado hacerse hombre, aunque hubiera podido tomar cuerpo de varón adulto, como el de Adán, quiso nacer de mujer, como dice San Pablo, y tener madre como los demás hombres.
A esta determinación le movieron muchas causas, en que descubrió su infinita caridad, para nuestro provecho.
La primera, para que la divina Bondad, que tan amiga es de comunicarse a sus criaturas, se dilatase más y a mayores grandezas en ambos sexos de la naturaleza humana, levantando un varón a la infinita dignidad de Hijo natural de Dios, y elevando una mujer a la dignidad de Madre de Dios.
La segunda causa fue para que, como nuestra perdición comenzó por un hombre y una mujer, así nuestra redención tuviese principio de otro hombre y de otra mujer; principalmente de Cristo, como Cabeza y único Mediador nuestro; y luego de su Madre, como de su ayuda y compañera en la obra de nuestra redención.
En especial, Cristo Nuestro Señor quiso tener Madre para que Ella fuese también Madre y Abogada de los pecadores.
De este modo, la Santísima Trinidad, entre innumerables mujeres que vio en su eternidad, puso los ojos graciosamente en la Virgen, y la escogió para las grandezas ya dichas: para ser Madre del Verbo divino encarnado y su cooperadora en la redención del mundo; Madre y abogada de los hombres.
Esta elección, como dicen los Santos Padres, fue la raíz de las otras grandezas de esta Señora, y de ello tuvo siempre grande estima y agradecimiento, viendo que había sido de pura gracia, y sin merecimientos suyos.
En virtud de esta elección, depositó Dios en María todas las grandezas de gracia y gloria que convenía a Madre de tal Hijo, y, por consiguiente, las mayores que se concediesen a pura criatura.
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Así la Virgen fue escogida para ser única y singularísima en los dones de gracia entre todas las puras criaturas, de modo que ninguna le igualase en ellas.
Lo primero, fue escogida para ser santa con todos los grados de santidad y en todo género de gracias y virtudes que se habían de dar a las demás criaturas, y con muy mayor excelencia que a ellas.
Porque, como dice San Jerónimo, las gracias que están repartidas entre los otros Santos, todas juntas con gran plenitud se dieron a María, porque había de nacer de Ella el Autor de todas las gracias, Cristo Jesús; el cual, como es Santo de los santos, quiso santificar a la que había de ser su tabernáculo para que, entre las puras criaturas, fuese como Santa de las santas superior a todas en la santidad.
Lo segundo, fue escogida para ser pura y sin mancilla, con todos los grados de pureza que se podían hallar en simple criatura, sin que tuviese mancha de culpa ni rastro de ella.
Porque, como dice San Anselmo, convenía que la Virgen resplandeciese con tal pureza, que, después de Dios, no la hubiese mayor, por cuanto había de ser Madre del que es la misma pureza; el cual, como en cuanto Dios tiene Padre puro y limpio de todo pecado por su divina esencia, así en cuanto hombre quería tener Madre pura y limpia con semejante pureza, por especial gracia, para que la Madre de la tierra se pareciese también al Padre del Cielo.
Lo tercero, fue escogida para ser santa y sin mácula en la presencia de Dios; esto es, para que con santidad y pureza verdadera e interior, anduviese en la presencia de Dios.
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Llegado el tiempo en que Dios quería hacerse hombre, para asentar la primera piedra de este edificio creó a la Virgen que había de ser su Madre, y en el mismo instante de su Concepción le comunicó excelentísimas gracias y singulares privilegios, cuales era razón que tal Hijo diese a su propia Madre, habiéndola escogido por su voluntad, y siendo riquísimo y poderosísimo para enriquecerla con los tesoros de su gracia.
De entre estos privilegios, se destacan cuatro:
El primer privilegio que le concedió fue preservarla de la culpa original en que había de caer por ser hija de Adán, santificando su alma en el primer instante de su creación, cuando la juntó con el cuerpo.
De modo que, en un mismo instante creó y santificó el alma de la Virgen, y la hizo escogida, sin que la tocasen las tinieblas del pecado.
La razón de esto, fue porque Cristo Nuestro Señor venía al mundo para redimir a los hombres y librarlos de toda culpa, especialmente de la original; lo cual podía ser en dos maneras: o sacándolos de la culpa después de haber caído en ella, o preservándolos de no caer.
Y este segundo modo es muy más excelente, y en él resplandece más la omnipotencia y misericordia del Redentor; porque como no hay mayor miseria que la mancha del pecado, así no hay mayor misericordia que preservarnos de ella de modo que ni por un instante nos toque.
De aquí es que, para gloria del Redentor y de su redención, era muy conveniente usar de esta misericordia con la que había de ser su Madre, redimiéndola, con el mejor modo de redención que era posible; preservándola de la infamia y miseria de la culpa original al tiempo que había de caer en ella; honrándola y hermoseándola con su gracia para que la Madre fuese semejante al Hijo en la pureza, siendo los dos concebidos sin pecado, Él por derecho, y Ella por privilegio; Él como Redentor del mundo, y Ella como Corredentora.
Este es el principal fruto que hemos de sacar de esta consideración, mirando al espejo sin mancilla de la Santísima Virgen, para imitar su pureza con la mayor perfección que podamos.
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El segundo privilegio fue quitarle el «fomes peccati», la raíz, semilla y cebo del pecado que es la rebeldía de la carne contra el espíritu, y de la sensualidad contra la razón, para que la casa de su alma, con todos sus moradores, que son las potencias, tuviese perpetua paz y concordia, porque había de ser morada del Príncipe de la paz.
De suerte que esta Señora nunca sintió la guerra interior que todos sentimos y gemimos; porque su carne no codiciaba contra el espíritu, ni el espíritu hallaba dificultad en gobernar la carne; la ley de los apetitos no contradecía a la ley de la razón, ni la razón tenía trabajo en domar las pasiones de los apetitos; antes con sumo gusto se unían y concordaban en sujetarse a la ley eterna de su Dios.
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El tercer privilegio fue confirmarla en gracia con un modo singularísimo, de tal suerte que por todo el tiempo de su vida nunca pecase actualmente, ni por obra, ni por palabra, ni por pensamiento alguno, asistiendo nuestro Señor con particular providencia con Ella en todas sus obras, para que todas fuesen obras gloriosas y puras, con los tres grados que hay de pureza; esto es, sin mancha de pecado mortal, y sin arruga de pecado venial, y sin imperfección alguna, dejando, no, solamente lo malo, sino lo imperfecto y menos bueno, escogiendo siempre lo que tenía por mejor y estampando en cada obra la gloriosa pureza.
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El cuarto privilegio fue llenarla en aquel instante de gracia y caridad y de las otras virtudes y dones del Espíritu Santo con tanta abundancia y plenitud, que excedía a los Ángeles y Serafines del Cielo, para que fuese digna Madre de Dios y digna Reina de las jerarquías angélicas, haciéndola tanto mejor y más santa que ellos, cuanto era mejor el nombre que pensaba darle de Madre que el que ellos tenían de siervos y ministros en su casa.
De suerte que la Virgen comenzó su carrera por donde los Ángeles acabaron la suya, y estando en la tierra tenía más grados de santidad que los que vivían en el Cielo, sacando lo que es propio de aquel estado, porque los principios de su vida fueron más elevados en santidad que la cumbre donde llegaron los grandes Santos de la Iglesia.
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El cristianismo entero, pues, es afirmado, puesto de relieve y resumido por la proclamación de esta prerrogativa sobreeminente; ninguna otra decisión hubiera podido ser más oportuna, más útil, más en relación con nuestras necesidades y nuestros intereses espirituales.
Pero hay más. Otra de las razones dogmáticas y morales que ha podido tener la Iglesia para sancionar en nuestra época moderna revolucionaria por un decreto solemne la creencia antigua y general de los cristianos es el estado social en que vivimos.
Si, en efecto, como nosotros deseamos, la protección de la Santísima Virgen se manifiesta por el honor que se le da, esta glorificación de María por la Iglesia se convierte para nosotros en manantial de bendiciones y favores espirituales.
¿Hay un tiempo en el que el mundo cristiano haya sentido más vivamente la necesidad de esta Omnipotencia Suplicante?
En estos últimos tiempos en que, siguiendo la palabra de San Juan, salen tantas plagas del pozo del abismo, en que las pasiones más violentas se desencadenan contra la verdad, en que el mal erigido en sistema se une a los principios mismos del orden social; en este siglo en que las instituciones se disuelven, en que los poderes se debilitan, en que los pueblos van a la aventura, sin guía y sin freno; en esta época de turbaciones, de agitaciones y de trastornos, en que el pasado no parece ofrecer más que ruinas y el porvenir se abre ante nosotros, amenazador y desconocido, ¿no hacía falta que una mano protectora se extendiese llena de nuevas gracias sobre la cristiandad para sostenerla y defenderla?
Allí está María Inmaculada.
Ella misma quiso presentarse en la Rue du Bac para enseñarnos la oración de la confianza:
¡Oh María, sin pecado concebida!
¡Rogad por nosotros que recurrimos a Vos!