MISA DE NOCHEBUENA
María Santísima y el Misterio de Navidad
Reproducir en nosotros los misterios de Cristo quiere decir reproducir en nuestra alma las mismas disposiciones, los mismos sentimientos, los mismos estados del Corazón de Cristo cuando esos hechos se verificaron para alcanzar las mismas gracias que entonces produjeron.
Esta doctrina se verificó de una manera plenísima e inimitable en la Santísima Virgen María.
Nadie como Ella pudo afirmar: Cristo es mi vida.
No sólo reprodujo los misterios de Cristo interiormente, sino aun exteriormente; porque los vivió con su Hijo, porque los misterios de Jesús son, al mismo tiempo, los misterios de María; a tal grado que, a veces, casi nos parecen más de María que de Jesús.
En realidad, son de los dos, por una misma predestinación, por una misma vocación, por una misma gracia, por una misma misión, por una misma gloria, guardada la proporción debida.
Pero, aunque reprodujo y vivió todos los misterios de Cristo, hay, sin embargo, uno que para Ella fue capital, que es el centro de todas sus gracias y el secreto de su fecundidad sin semejante.
Ese misterio es el de la Encarnación. En él, por la voluntad de Dios y su libre aceptación, la Virgen María fue constituida Madre de Dios.
La Maternidad divina es su gracia central, de la cual nace todo: sus demás gracias, sus privilegios, su misión, su santidad, su fecundidad, su glorificación...
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El «Fiat», el hágase de la esclavitud de María, es también la expresión práctica de su omnipotencia.
Apenas pronunciado, el Espíritu Santo, como lo dijo el Ángel, la cobijó con su sombra protectora y llevó a cabo la obra de la Encarnación; en aquel momento se efectuó, lo del Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros.
¡Oh palabra de poder inmenso! La pronuncia la omnipotencia de Dios, y brotan de la nada los mundos... La dice María en el abismo de su humildad, y aún obra más maravillas que el Creador...
Aquel fiat saca de la nada las cosas... Este fiat saca al mismo Dios de su Cielo, de su eternidad, para que, sin dejar de Dios, comience a ser hombre...
El Espíritu Santo organiza de la Inmaculada Sangre de María el Cuerpo de Jesucristo; para que ese Cuerpo y esa Sangre, que toma de la Virgen, fuera la materia del sacrificio que para redimir al mundo ofrecería más tarde en la Cruz.
Y María, en este instante, queda convertida en verdadera Madre de Dios. Dignidad altísima y maravillosa… Es infinita, porque infinita es la dignidad de su Hijo.
Es un parentesco real y físico con el Hijo de Dios. Desde este momento, Dios está en María, no en imagen, no con su gracia, sino con su Persona misma divina; hay entre Dios y María una verdadera identidad en cuanto que la Carne y la Sangre de su Hijo son Carne y Sangre de María.
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La Iglesia celebra la Expectación del parto de la Santísima Virgen con una fiesta especial que le dedica en el tiempo santo del Adviento.
Consideremos la vida de la Santísima Virgen en ese período.
Bajo el aspecto interior, la vida de María era de una absoluta compenetración con su Hijo; Madre e Hijo no vivían una vida semejante, sino una misma vida, una sola vida. No se puede concebir mayor dependencia que la de Jesús en el seno purísimo de María. De Ella recibía toda su vida; de Ella dependía toda su vida. ¡Qué misterio!
En cuanto su vida exterior... ¡qué admirable es la Virgen en todo!... Con una vida interior tan intensa y tan divina como llevaba entonces, no dejaba traslucir nada al exterior. Exteriormente una dulce calma, una simpática sencillez, una muy amable serenidad. Nadie sospechaba lo que pasaba por su interior...; nadie, ni siquiera San José…
La vida de Jesús, al mismo tiempo, oculta y escondida como en un sagrario en el seno de María. ¡Qué oscuridad y silencio el de esta vida de Jesús!... ¡Qué debilidad e invalidez la de Jesús!... Todo lo espera, todo lo recibe de su Madre... Y, no obstante, desde allí está dirigiendo al mundo..., está siendo la alegría de los Ángeles y, sobre todo, está de día en día santificando más y más con su presencia, con su contacto, a su querida Madre. ¡Qué misterio!...
¡Qué vida más activa la de María con su Hijo y la del Hijo con su Madre!... pero toda vida de actividad interior.
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Como hemos dicho, los dos grandes y admirables efectos del consentimiento de María Santísima fueron, por una parte, la Encarnación del Hijo de Dios, obra maestra de la Omnipotencia divina, y por otra parte, la sublime e incomparable dignidad de Madre de Dios que desde entonces adquirió María.
Hasta aquel momento era solamente Virgen; por la Encarnación, hácese Virgen Madre, y Madre de Dios.
¡Y qué unión, qué prodigiosa intimidad se establece entre María y Dios, puesto que es la unión de la Madre con su Fruto Bendito, que vive en sus entrañas y de sus entrañas!
Cierto es que esta unión no era tan estrecha como la que unía la misma Carne de Jesús a su Divinidad: no era unión hipostática o personal. Pero ¿de qué Divinidad no debía estar impregnada, por decirlo así, aquella Carne de María a quien regaba y perfumaba la Sangre de Dios?
En María era esta unión más portentosa, puesto que era tan natural como sobrenatural, y María daba la vida de la naturaleza a esa Carne del Verbo de quien recibía la vida de la gracia.
Para dar una idea exacta y concisa de esta maravillosa relación, puede decirse, con Santo Tomás, que María tenía una consanguinidad con Cristo en cuanto hombre; una afinidad con Cristo en cuanto Dios; y que, por la operación de esta Maternidad bienaventurada, confinaba con la Divinidad.
La causa de que no estemos bastante penetrados de esta verdad, es que, comparando a María con las madres ordinarias, nos representamos esta cualidad de Madre de Dios en Ella como exterior y accidental, y no como inherente a su misma persona.
No debemos creer que esta unión se relajara cuando le dio a luz, cuando este Dios vivió de su vida propia.
No, esta unión continuó siendo para siempre en la tierra y ahora en el Cielo tan estrecha como lo había sido en el seno de María, y aun fue estrechándose, por el aumento de la gracia y del mérito en María, hasta el día de su Asunción, que la consumó y coronó por toda la eternidad.
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De ahí todos los misterios evangélicos del nacimiento y de la infancia de Jesucristo; de ahí la gloriosa parte que debía tener en ellos su Madre Santísima.
El Evangelio nos ha expuesto tan cuidadosamente estos misterios para que los tengamos siempre presentes, con la mira de hacérnoslos cultivar y aprovechar sus frutos. De aquí la justificación del culto de María Madre de Jesús, que nos los representa.
El Hijo de Dios podía ciertamente pasarse sin María: los prodigio de su concepción y nacimiento virginales, los celestiales prodigios que trajeron a sus pies a los Pastores y los Magos, prueban superabundantemente que desde entonces era el árbitro de la naturaleza.
Podía asimismo dejarnos ignorar esta primera edad de su existencia y aun era esto muy natural. Si, pues, quiso depender de los cuidados de María, deberle esos desvelos tan familiares, tan íntimos, tan sagrados de una madre; si quiso mostrársenos en ese estado, y recibir en él las primeras adoraciones del cielo y de la tierra, esto no pudo ser sin honrar a María y querer que nosotros la honrásemos.
Una de las grandezas y bendiciones de la Santa Madre de Dios ha sido el que su Hijo haya querido manifestarse en una edad y un estado en que se veía obligado a manifestarla juntamente con Él.
Esto es lo que resulta principalmente del misterio de su Nacimiento.
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Si el olvido, y el abandono, y el desprecio fueron el modo como los suyos recibieron a Jesús, contemplemos a María, penetremos en el interior de la gruta y miremos con santa curiosidad todo lo que allí pasa.
Iluminada por el Espíritu Santo, ha comprendido María que el momento del Nacimiento de su Hijo ha llegado... y, naturalmente, aunque cansada del penoso y largo viaje, no quiere descansar. Más que nunca, se entrega a la oración y contemplación...
Sus ardientes anhelos y fervorosos suspiros, hacen una violencia irresistible al Corazón de Dios... Se deja vencer por la oración de María, y cuando ha llegado al grado más elevado de aquel éxtasis de amor, el Espíritu Santo hace que de repente, de un modo milagroso, al abrir María sus ojos, se encuentre entre los pliegues de su manto, blanco como un copo de nieve, más bello que los Ángeles, al Hijo de Dios e hijo suyo.
María, Virgen antes del parto, es Virgen sin mancilla en el parto...; como el rayo del sol sale por un cristal, sin romperlo y sin mancharlo, así nació el Hijo de María.
María, dice el Evangelio, habiéndole envuelto en pañales, lo reclinó en un pesebre... ¡Oh anonadamiento del Hijo!… ¡Oh grandeza de la Madre!
Desfallece la palabra bajo el peso de este misterio, que la sencillez de su exposición hace aún más sublime a nuestros ojos.
Cuanto la sencillez con que María concurre a este misterio, tanto la levanta a su altura, cuando recordamos sobre todo que en la Anunciación y Visitación recibió y manifestó tan grandemente su inteligencia.
Fomentaba con sus ojos, dice con dulzura San Amadeo, revolvía con sus manos al Verbo de vida; calentaba con su aliento al que da calor e inspiración a todo; llevaba al que lleva al universo; amamantaba a un Hijo que derramaba Él mismo la leche en sus pechos y apacienta a todas las criaturas con sus dones. De su cuello pendía la Sabiduría eterna del Padre; apoyábase en sus hombros Aquel que mueve a todos los seres con su virtud; en sus brazos, en su regazo reposaba el que es tierno descanso de las almas santas.
Estas antítesis son de todo punto exactas; son la misma verdad de nuestra fe, que nos ofrece en la Encarnación del Verbo, a Dios hecho hombre, para que el hombre sea hecho Dios; doble antítesis que forma, por sus dos sentidos, toda la exposición del Cristianismo.
Así, las grandezas de María en este misterio se componen de los abatimientos de Jesús. Lo que Ella recibe está en proporción de lo que lleva. Todo lo que da al Hijo del hombre, se lo devuelve el Hijo de Dios. Le viste Ella de fajas, y Él la viste de gracia y de luz; Ella de su Maternidad y Él de su Divinidad…
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Contemplemos aquella escena...
Jesús va a recibir la primera adoración, y con ella las primeras caricias de su Madre...
María adora a su Dios allí vivo... real y físicamente presente...
Pero como Madre, se cree con derecho a tomar a aquel Niño y estampar en sus mejillas delicadas sus primeros besos...
¡Qué besos más ardientes!... ¡Qué abrazos más efusivos!... ¡Qué caricias más tiernas!...
Jesús no siente la pobreza del establo..., ni el frío de la noche..., porque lo primero que han visto sus ojos al abrirlos a la luz de este mundo, ha sido el rostro de su Madre.
¡Qué encantadora la sonrisa de Jesús al ver a su Madre, tan pura, tan bella, tan hermosa!
Madre e Hijo parece que no se hartan de contemplarse mutuamente... Y esa mirada de María, es consuelo y alegría para Jesús... Y la mirada de Jesús es aumento de gracia y santidad para María.
¡Con qué respeto y devoción, y al mismo tiempo ternura y delicadeza iría la Santísima Virgen envolviendo aquel cuerpecito de su Hijo en los blancos y pobres pañales!
¡Y con qué dolor y pena tan profundos le colocaría en las pajas del pesebre!...
Ella fue la primera que meditó en esta verdad que tenía delante de sus ojos... ¡Dios en un pesebre! ¡Dios abrazado con la pobreza tan estrechamente que ni casa, ni habitación tiene para nacer!...
¿Qué será la pobreza cuando así aparece inseparablemente unida al Hijo de Dios?
Pidamos a María que nos la dé a conocer, para que amemos está virtud.
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Admirando esta elocuencia espléndida que, nacida también de la sencillez del Evangelio, es un testimonio más de su divinidad, se dirá tal vez que la humilde María estaba lejos de presentir en Belén sus acentos, Ella que, acabando de dar a luz al Salvador, no muestra ninguna admiración ni arrobamiento, ni dice cosa que el Evangelista haya juzgado digna de referirnos…
El Magníficat responde a esta falsa idea. Toda la elocuencia cristiana no ha podido hacer más que comentar este canto de María, que ha conservado sobre los más bellos discursos la ventaja de ser proferido antes del suceso y de ser su brillante profecía.
Después de esto, el silencio de María a los pies de Jesús recién nacido es por lo mismo más elocuente…
Calla, porque de tal modo está a la altura del misterio que su sublimidad no la arrebata ya, y porque toma en él tanta parte que está como identificada con él…
Calla, porque adora, porque ama, porque escucha ese maravilloso silencio de la Palabra Eterna que se deja oír de su Corazón.
¡Ah! si la otra María habría de escoger la mejor parte, manteniéndose silenciosa a los pies de Jesús y escuchando su palabra, ¿cómo hubiera hablado María, Madre de Dios, cuando Jesús calla exteriormente y habla dentro; doblemente digno de ser oído, en su silencio y en su palabra?
Finalmente, no tenía ya qué hablar desde que había dado a luz la Palabra; o más bien, hablaba, como hablará siempre esta Palabra, este Verbo que Ella ha dado al mundo.
Este es el sentido del silencio de María a los pies del Niño Dios, y sólo una narración eminentemente verdadera y divina ha podido respetarlo y dejarnos el cuidado de comprenderlo.
Esa es la tarea reservada a nuestra contemplación del misterio de la Navidad de María Santísima...