DOMINGO INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN
De la Ia Carta del Apóstol San Pedro, 5:6-11 = Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada
la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida
de vosotros. Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como
león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo
que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos.
El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo,
después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os
consolidará. A él el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Decíamos el viernes pasado, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que la
Iglesia es la primera de todas las obras que han brotado de ese Sacratísimo
Corazón.
¡Sí!, la Iglesia brotó del Corazón de Cristo. No es pura metáfora; es
la expresión de un pensamiento tradicional que arranca de los mismos orígenes
del Cristianismo.
Y también dijimos que no habrá otra Iglesia, porque no habrá otra
Redención.
Y terminamos nuestra exposición diciendo que, enamorados santamente de
nuestra Iglesia, una, santa, católica y apostólica, hemos de poner, sin temor y
con abnegación, todo nuestro esfuerzo en fomentar sus intereses, porque son los
mismos del Corazón Santísimo del Hijo de Dios. Máxime cuando, hoy, nuestra
Santa Madre está más atacada de fuera y traicionada de dentro que nunca.
Este es el tema de la homilía de hoy: Vuestro
adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar.
Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el
mundo soportan los mismos sufrimientos.
Voy a utilizar, primero, textos del Padre Calmel, fallecido en
1975; es decir, que no ha conocido ni a Juan Pablo II ni a Benedicto XVI; ni a
un Pontífice en visitas a sinagogas o mezquitas, ni organizando encuentros en
Asís...
Y luego vendrán los textos del Padre Castellani, bien
conocido por nosotros.
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Decía el Padre Calmel que la prueba actual de la Iglesia
es profunda y universal. Tanto es así que los prelados y los sacerdotes, ayer
increíblemente muy optimistas, comienzan a evidenciar cierta preocupación en
sus conversaciones, sus prédicas, sus conferencias, sus artículos o sus cartas.
Sin duda, la Iglesia, nacida del costado abierto de Jesús
en la Cruz y asistida por el Espíritu Santo, no puede ser abolida; por otra
parte, la miseria de la época, la debilidad de los hombres, la ira del diablo
no impiden que, aún hoy en día, pueda germinar en cualquier lugar una vida
verdaderamente santa.
Sin embargo, la prueba de la Iglesia nos llega hasta el
fondo del alma, nos duele, nos hiere.
La fe, el coraje, la decisión para perseverar en la
Tradición recibida de los Apóstoles, nada de todo esto elimina la pena, a veces
la angustia...
¡¿Cuántos clérigos, engañados, se atreven a expresar
claramente lo que insinúan con gran renuencia?! Que proclamen, ¡si tienen el
coraje!, que hagan cantar y recitar un credo actualizado, y digan: Yo
creo en una iglesia mutante, que necesita ponerse al día en relación con
la historia y convertirse de sus pecados.
Nosotros, insertados en la Tradición de dos mil años,
seguimos creyendo en la Santa Iglesia; una a través del tiempo, no culpable de
faltas y no teniendo de qué convertirse; pero, no dejando nunca de hacer más
eficaz la conversión de aquellos a los que Ella ha dado a luz a la vida
sobrenatural; una Iglesia cuyo movimiento y marcha no están determinados por la
historia, sino por el Espíritu de Dios.
A veces sucede que los cristianos, que se quejaban ayer
de esclerosis y de abuso, se encuentran ahora impotentes y desamparados en
presencia de reformas erosionadas por la subversión, como el órgano por el
cáncer que le devora. ¿Van a perder pie, ceder al vértigo de la duda o, tal
vez, de la desesperación?
Que retomen, más bien, ánimo y confianza, y nosotros con
ellos, afirmando nuestra fe en la Iglesia santa e indefectible; recordando que
Ella tiene todo lo necesario para defendernos hoy de las falsas reformas, como
nos protegió ayer de la esclerosis y de la rutina...
Ella nos defendía; pero nuestro corazón no siempre fue lo
suficientemente puro como para darse cuenta...
La protección de la Iglesia, hoy como ayer, se hará
efectiva para nosotros, si aseguramos primero una reforma interior, si
mantenemos con amor el depósito inalienable que nos fue transmitido.
Esto es lo que corresponde responder, conforme al
artículo del Credo: et Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam.
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¿Qué sería de una Iglesia que, por razones pastorales, no
diese a las almas la misma verdad a lo largo de los siglos o los hiciese
participar en un culto diferente?, como si las almas no fuesen ni debiesen ser
esclarecidas por los mismos dogmas y santificadas por la misma religión...
¿Cómo ver todavía a la Esposa de Cristo, viviente
depositaria de su verdad, en una iglesia que llamase luz a las tinieblas y
oscuridad a la luz?
Si ahora, para justificar los cambios introducidos, se
argumenta con los movimientos de la historia, entonces me pregunto: ¿quién es
el guía e inspirador de la Iglesia?, ¿el porvenir de la humanidad o el Espíritu
Santo dado a los Apóstoles en Pentecostés?
Una ruptura, una escisión, la dislocación, se están
produciendo; y se agravan, poco a poco, entre los que creen en la Iglesia de
siempre y los que, de buena o mala voluntad, han aceptado revisar y rectificar
el artículo del Credo relativo a la Iglesia.
El debate no se desarrolla principalmente sobre la
pastoral; en realidad, es la fe en la Iglesia lo que se halla en la base de la
disputa presente.
Para algunos, entre los que nos contamos, gracias a Dios,
está admitido para siempre que la Iglesia fundada por el Señor nunca ha fallado
en su misión; al contrario, ha mantenido la pureza inviolable del depósito
confiado, ha cumplido con su carga pastoral.
Sin embargo, otros cristianos empezaron a dudar de la
perfección de la Iglesia. Según ellos, ofrece en todos los sectores pruebas
manifiestas de sus deficiencias e incapacidades. Para remediar esta situación, tratan
de provocar cambios, siempre sujetos a revisión, para crear un mundo mejor.
En realidad, no creen en una Iglesia libre e
independiente en relación a la historia, y que trasciende y juzga al mundo con
la finalidad de salvarlo.
Ellos creen en una historia que se impone a la Iglesia,
que la domina y la transforma.
La Iglesia no tiene una nueva doctrina que aprender, ni
nuevos medios de salvación por descubrir.
Esta es nuestra fe en la Iglesia: una, santa, sin mancha
ni arruga, sin envejecimiento ni lentitud, sin complicidad con el error ni
componendas con el pecado, sin tonterías en presencia de los sofismas capciosos
de las organizaciones ocultas de una falsa iglesia, de una iglesia aparente.
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¿Qué hacer en medio de este desorden? Ante todo, perseverar
en la fe que nos ha sido transmitida, con sus definiciones y anatemas.
Luego, buscar primeramente el Reino de Dios y su
justicia, sabiendo que el resto, incluyendo la fuerza de perseverar, será
concedido por añadidura.
¡Estamos comprometidos con la fe de todos los tiempos! ¡Y
tenemos responsabilidades que asumir!
Por último, la tercera actitud, en presencia de una
reforma que pasó a las manos de la subversión, reside en mantener una fidelidad
viva a la herencia secular de la Iglesia.
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Hasta aquí, nos guió el Padre Calmel; desde ahora nos
esclarecerá sobre el futuro el Padre Castellani.
Ante todo nos anuncia que la Cristiandad será pisoteada:
La Iglesia creó la Cristiandad Europea, sobre la base del Orden
Romano. La Fe irradió poco a poco en torno suyo y fue penetrando sus dentornos:
la familia, las costumbres, las leyes, la política.
Hoy día todo eso está cuarteado y contaminado, cuando no
netamente apostático, como en Rusia; un día será «pisoteado por los
gentiles»
del nuevo paganismo. Ése es el atrio del Templo.
Quedará el santuario, es decir, la Fe pura y oscura, dolorosa y
oprimida; el recinto medido por el profeta con la «caña en forma de vara», que es la esperanza
doliente en el Segundo Advenimiento, la caña que dieron al Ecce Homo y la vara de hierro
que le dio su Padre para quebrantar a todas las gentes.
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No sólo la Cristiandad, sino también la Iglesia cederá en su
armazón externo:
La presión enorme de las masas descreídas y de los gobiernos, o
bien maquiavélicos o bien hostiles, pesará horriblemente sobre todo lo que aún
se mantiene fiel; la Iglesia cederá en su armazón externo; y los fieles «tendrán
que refugiarse» volando «en el desierto» de la Fe.
Sólo algunos contados, «los que han comprado», con la renuncia a
todo lo terreno, «colirio para los ojos y oro puro afinado», mantendrán
inmaculada su Fe (...) Esos pocos «no podrán comprar ni vender», ni circular, ni
dirigirse a las masas por medio de los grandes vehículos publicitarios, caídos
en manos del poder político; y, después, del Anticristo: por eso serán pocos.
Las situaciones de heroísmo, sobre todo de heroísmo sobrehumano,
son para pocos; y si esos días no fuesen abreviados, no quedaría ni uno.
Pero la Iglesia no está por hacerse, ya está hecha; hoy está
construida, inmensa catedral de piedra y barro, con una luz adentro. No
desaparecerá como si fuese de humo: quedarán los muros, quedarán al menos los
escombros, y en los altares dorados y honrados con huesos de mártires se
sentará un día el Hijo de Perdición, el Injusto, cuya operación será en todo
poder de Satanás, para perdición de los que no se asieron a la verdad mas
consintieron con la iniquidad.
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Mientras tanto, a los que no quieren ver, a los que ven pero no
aman bastante la verdad, a los católicos de cartelito, se les suministra
una religión y una moral de repuesto:
Es para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado
espiritualmente. El liberalismo ha suministrado a la pobre gente —no a
toda, sino a la que no ama bastante la verdad— una religión y una moral
de repuesto, sustitutivas de las verdaderas; un simulacro vano de las cosas,
envuelto a veces en palabras sacras.
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La religión y la moral de repuesto, que en 1957 podían
malinterpretarse solamente como un afán puesto en lo temporal, irrumpieron
luego con la avasalladora fuerza de lo estrictamente religioso; a punto tal que
la clásica opción entre los dos señores del Evangelio, los dos amores y las dos
ciudades de San Agustín, las dos banderas de San Ignacio, se presenta claramente
en la alternativa de Revolución o Tradición:
No hay que engañarse: en el mundo actual no hay más que dos
partidos.
El uno, que se puede llamar la Revolución, tiende con fuerza
gigantesca a la destrucción de todo el orden antiguo y heredado, para alzar sobre
sus ruinas un nuevo mundo paradisíaco y una torre que llegue al cielo; y por
cierto que no carece para esa construcción futura de fórmulas, arbitrios y
esquemas mágicos; tiene todos los planos, que son de lo más delicioso del
mundo.
El otro, que se puede llamar la Tradición, tendido a seguir el
consejo del Apokalypsis: «conserva todas las cosas que has recibido, aunque
sean cosas humanas y perecederas».
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No faltan quienes entre las alternativas o posibilidades de los
últimos tiempos esperan un reflorecimiento de la Cristiandad Medieval. A lo
largo y a lo ancho de su comentario novelado del Apocalipsis, el Padre
Castellani ya nos advertía sobre la ilusión de ese período de triunfo de la
Iglesia:
No habrá una «Nueva Cristiandad»: ni la de Solovieff y
sus discípulos Berdiaeff y Rozanof, ni la de Maritain, ni la de Pemán, ni la
del padre Lombardi y don Sturzo. Esas son ilusiones vanas de un mundo que teme
morir. El Imperio Romano es el último de los grandes imperios, después del cual
seguirá el del Anticristo.
Sin embargo, no desaparecerá la Cristiandad: será profanada. Ni
quedará intacta la Iglesia visible: dentro de ella habrá santuario y atrio.
Habrá fieles, clero, religiosos, doctores, profetas que serán pisoteados, que
cederán a la presión, que tomarán la marca de la Bestia.
La Cristiandad será aprovechada: los escombros del
derecho público europeo, los materiales de la tradición cultural, los
mecanismos e instrumentos políticos y jurídicos serán aprovechados en la
continuación de la nueva Babel: la gran confederación mundial impía.
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Y llegamos al punto culminante de la cuestión planteada:
¿Qué podemos hacer nosotros, si todo esto depende de una serie
de destrucciones sucesivas y forma parte de una destrucción que avanza? «Conserva
las cosas que han quedado, las cuales son perecederas», le manda decir
Jesucristo al Ángel de la Iglesia de Sardes, la quinta Iglesia del Apokalipsis;
lo cual quiere decir «atente a la tradición», que es lo que ha
hecho la Iglesia desde el Concilio de Trento. Pero el texto griego dice un poco
diferente y más enérgico: «robustece lo que ha quedado, que de todas maneras
ha de perecer».
El Padre se anticipa a la objeción que plantea la humana
debilidad y la temerosa postura demasiado terrenal:
Pero esto es inhumano, se nos manda luchar por una cosa que va a
perecer, luchar sin esperanza de victoria, lo cual es imposible al hombre. Es
imposible al hombre que está en el plano ético, cuyo signo es la lucha y la
victoria; pero no al hombre que está en el plano religioso, el cual lucha por
Dios, y sabe que la victoria de Dios es segura, y que él ha nacido para ser
usado, quizá para ser derrotado, ¿qué importa? ¡Hemos nacido para ser usados!
¿Por quién? ¡No por el Estado, sino por el Padre que está en los cielos! «Porque
sabes que no llegarás, por eso eres grande», dijo un poeta, que por cierto no
se puso nunca en este plano, nunca fue grande.
Y termina por señalar la estrategia querida por Dios:
Tenemos que luchar por todas las cosas buenas que han quedado
hasta el último reducto, prescindiendo de si esas cosas serán todas «integradas
de nuevo en Cristo», como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la
fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo. Dios no nos dice que
venzamos, Dios nos pide que no seamos vencidos...
Destaquemos en el texto citado que, según el Padre Castellani,
el «Omnia instaurare in Christo» no necesariamente debe ser realizado por
nuestras propias fuerzas y antes de la Parusía, sino que todas las cosas pueden
ser integradas de nuevo en Cristo por la fuerza incontrolable de su la
Segunda Venida.
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Finalmente, el Padre Castellani nos da algunas consignas:
1ª) Atenerse al mensaje esencial del cristianismo:
Mis amigos, mientras quede algo por salvar; con calma, con paz,
con prudencia, con reflexión, con firmeza, con imploración de la luz divina,
hay que hacer lo que se pueda por salvarlo. Cuando ya no quede nada por salvar,
siempre y todavía hay que salvar el alma (...) Es muy posible que bajo la
presión de las plagas que están cayendo sobre el mundo, y de esa nueva
falsificación del catolicismo que aludí más arriba, la contextura de la
cristiandad occidental se siga deshaciendo en tal forma que, para un verdadero
cristiano, dentro de poco no haya nada que hacer en el orden de la cosa
pública. Ahora, la voz de orden es atenerse al mensaje esencial del
cristianismo: huir del mundo, creer en Cristo, hacer todo el bien que se pueda,
desapegarse de las cosas criadas, guardarse de los falsos profetas, recordar la
muerte. En una palabra, dar con la vida testimonio de la Verdad y desear la
vuelta de Cristo. En medio de este batifondo, tenemos que hacer nuestra
salvación cuidadosamente (...) Los primeros cristianos no soñaban con reformar
el sistema judicial del Imperio Romano, sino con todas sus fuerzas en ser
capaces de enfrentarse a las fieras; y en contemplar con horror en el emperador
Nerón el monstruoso poder del diablo sobre el hombre.
2ª) Un pesimismo constructivo:
«Hay que trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre;
pero hay que saber que el mundo no va a durar siempre». Esta actitud,
aparentemente contradictoria o imposible, ha sido siempre la consigna de los
espíritus religiosos en todas las grandes crisis de la historia. Los dos
términos parecen inconciliables; y lo serían si no fuera por el misterioso
catalítico que es la fe.
El talante del Cristianismo no es Pesimismo; menos aún es el
Optimismo beato de la filosofía iluminística, el famoso "Progreso
Indefinido". La Profecía cristiana nos da una posición que está por encima
desos dos extremos simplistas, en donde caen hoy todos "los que no
tienen el sello de Dios en sus frentes". El mundo va a una catástrofe
intrahistórica que condiciona un triunfo extrahistórico; o sea una transposición de la vida del mundo
en un trasmundo; y del Tiempo en un Supertiempo; en el cual nuestras vidas no
van a ser aniquiladas y luego creadas de nuevo, sino —como es digno de
Dios— transfiguradas ellas por entero, sin perder uno solo de sus
elementos.
3ª) La verdadera consigna:
La unión de las naciones en grandes grupos, primero, y después
en un solo Imperio Mundial (sueño potente y gran movimiento del mundo de hoy)
no puede hacerse sino por Cristo o contra Cristo. Lo que sólo puede hacer Dios
(y que hará al final, según creemos, conforme está prometido), el mundo moderno
intenta febrilmente construirlo sin Dios; apostatando de Cristo, abominando del
antiguo boceto de unidad que se llamó la Cristiandad y oprimiendo férreamente
incluso la naturaleza humana, con la supresión pretendida de la familia y de
las patrias. Mas nosotros, defenderemos hasta el final esos parcelamientos
naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de
vencer sino de no ser vencidos. Es decir, sabiendo que si somos vencidos en
esta lucha, ése es el mayor triunfo; porque si el mundo se acaba, entonces
Cristo dijo verdad. Y entonces el acabamiento es prenda de resurrección.
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Estos textos implican toda una espiritualidad. Nada mejor que
expresarla poéticamente, tal como lo hiciera el mismo Padre Leonardo Castellani
en Los Papeles de Benjamín Benavides:
Corazón, tente en pie sin doblegarte
de la injusta opresión a la insolencia;
aunque estoy loco, tengo yo mi arte:
"Nam furor sæpe fit læsa patientia".
[En efecto, muchas veces la ira lesiona la paciencia]
Luchando sin más armas que mi triste
corazón contra el mal peor que existe
¿no hago yo nada? Lucho,
sangro y no caigo al suelo.
No hago mucho,
pero hago más de lo que puedo...
Centinela aterido,
no dejo sospechar que estoy herido,
ni dejo conocer que tengo miedo...
Herido, helado, aguanto la bandera;
no deserto la inhóspita trinchera.
Y aunque sé que la muerte me ha podido,
estoy de pie y estoy ante ella erguido,
marcando el SOS de la brega
a un auxilio que no me llegará
sino un momento tarde, si es que llega,
y que muerto de pie me encontrará...
La otra mitad la hará sobre mi tumba
otro infeliz, después que yo sucumba...
¡Corazón!, ¡tu mitad se ha hecho ya!
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Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo,
ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe,
sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos
sufrimientos.