domingo, 17 de junio de 2012

Infraoctava Sagrado Corazón


DOMINGO INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN


De la Ia Carta del Apóstol San Pedro, 5:6-11 = Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros. Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos. El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará. A él el poder por los siglos de los siglos. Amén.


Decíamos el viernes pasado, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que la Iglesia es la primera de todas las obras que han brotado de ese Sacratísimo Corazón.

¡Sí!, la Iglesia brotó del Corazón de Cristo. No es pura metáfora; es la expresión de un pensamiento tradicional que arranca de los mismos orígenes del Cristianismo.

Y también dijimos que no habrá otra Iglesia, porque no habrá otra Redención.

Y terminamos nuestra exposición diciendo que, enamorados santamente de nuestra Iglesia, una, santa, católica y apostólica, hemos de poner, sin temor y con abnegación, todo nuestro esfuerzo en fomentar sus intereses, porque son los mismos del Corazón Santísimo del Hijo de Dios. Máxime cuando, hoy, nuestra Santa Madre está más atacada de fuera y traicionada de dentro que nunca.

Este es el tema de la homilía de hoy: Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos.

Voy a utilizar, primero, textos del Padre Calmel, fallecido en 1975; es decir, que no ha conocido ni a Juan Pablo II ni a Benedicto XVI; ni a un Pontífice en visitas a sinagogas o mezquitas, ni organizando encuentros en Asís...

Y luego vendrán los textos del Padre Castellani, bien conocido por nosotros.

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Decía el Padre Calmel que la prueba actual de la Iglesia es profunda y universal. Tanto es así que los prelados y los sacerdotes, ayer increíblemente muy optimistas, comienzan a evidenciar cierta preocupación en sus conversaciones, sus prédicas, sus conferencias, sus artículos o sus cartas.

Sin duda, la Iglesia, nacida del costado abierto de Jesús en la Cruz y asistida por el Espíritu Santo, no puede ser abolida; por otra parte, la miseria de la época, la debilidad de los hombres, la ira del diablo no impiden que, aún hoy en día, pueda germinar en cualquier lugar una vida verdaderamente santa.

Sin embargo, la prueba de la Iglesia nos llega hasta el fondo del alma, nos duele, nos hiere.

La fe, el coraje, la decisión para perseverar en la Tradición recibida de los Apóstoles, nada de todo esto elimina la pena, a veces la angustia...

¡¿Cuántos clérigos, engañados, se atreven a expresar claramente lo que insinúan con gran renuencia?! Que proclamen, ¡si tienen el coraje!, que hagan cantar y recitar un credo actualizado, y digan: Yo creo en una iglesia mutante, que necesita ponerse al día en relación con la historia y convertirse de sus pecados.

Nosotros, insertados en la Tradición de dos mil años, seguimos creyendo en la Santa Iglesia; una a través del tiempo, no culpable de faltas y no teniendo de qué convertirse; pero, no dejando nunca de hacer más eficaz la conversión de aquellos a los que Ella ha dado a luz a la vida sobrenatural; una Iglesia cuyo movimiento y marcha no están determinados por la historia, sino por el Espíritu de Dios.

A veces sucede que los cristianos, que se quejaban ayer de esclerosis y de abuso, se encuentran ahora impotentes y desamparados en presencia de reformas erosionadas por la subversión, como el órgano por el cáncer que le devora. ¿Van a perder pie, ceder al vértigo de la duda o, tal vez, de la desesperación?

Que retomen, más bien, ánimo y confianza, y nosotros con ellos, afirmando nuestra fe en la Iglesia santa e indefectible; recordando que Ella tiene todo lo necesario para defendernos hoy de las falsas reformas, como nos protegió ayer de la esclerosis y de la rutina...

Ella nos defendía; pero nuestro corazón no siempre fue lo suficientemente puro como para darse cuenta...

La protección de la Iglesia, hoy como ayer, se hará efectiva para nosotros, si aseguramos primero una reforma interior, si mantenemos con amor el depósito inalienable que nos fue transmitido.

Esto es lo que corresponde responder, conforme al artículo del Credo: et Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam.

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¿Qué sería de una Iglesia que, por razones pastorales, no diese a las almas la misma verdad a lo largo de los siglos o los hiciese participar en un culto diferente?, como si las almas no fuesen ni debiesen ser esclarecidas por los mismos dogmas y santificadas por la misma religión...

¿Cómo ver todavía a la Esposa de Cristo, viviente depositaria de su verdad, en una iglesia que llamase luz a las tinieblas y oscuridad a la luz?

Si ahora, para justificar los cambios introducidos, se argumenta con los movimientos de la historia, entonces me pregunto: ¿quién es el guía e inspirador de la Iglesia?, ¿el porvenir de la humanidad o el Espíritu Santo dado a los Apóstoles en Pentecostés?

Una ruptura, una escisión, la dislocación, se están produciendo; y se agravan, poco a poco, entre los que creen en la Iglesia de siempre y los que, de buena o mala voluntad, han aceptado revisar y rectificar el artículo del Credo relativo a la Iglesia.

El debate no se desarrolla principalmente sobre la pastoral; en realidad, es la fe en la Iglesia lo que se halla en la base de la disputa presente.

Para algunos, entre los que nos contamos, gracias a Dios, está admitido para siempre que la Iglesia fundada por el Señor nunca ha fallado en su misión; al contrario, ha mantenido la pureza inviolable del depósito confiado, ha cumplido con su carga pastoral.

Sin embargo, otros cristianos empezaron a dudar de la perfección de la Iglesia. Según ellos, ofrece en todos los sectores pruebas manifiestas de sus deficiencias e incapacidades. Para remediar esta situación, tratan de provocar cambios, siempre sujetos a revisión, para crear un mundo mejor.

En realidad, no creen en una Iglesia libre e independiente en relación a la historia, y que trasciende y juzga al mundo con la finalidad de salvarlo.

Ellos creen en una historia que se impone a la Iglesia, que la domina y la transforma.

La Iglesia no tiene una nueva doctrina que aprender, ni nuevos medios de salvación por descubrir.

Esta es nuestra fe en la Iglesia: una, santa, sin mancha ni arruga, sin envejecimiento ni lentitud, sin complicidad con el error ni componendas con el pecado, sin tonterías en presencia de los sofismas capciosos de las organizaciones ocultas de una falsa iglesia, de una iglesia aparente.

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¿Qué hacer en medio de este desorden? Ante todo, perseverar en la fe que nos ha sido transmitida, con sus definiciones y anatemas.

Luego, buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que el resto, incluyendo la fuerza de perseverar, será concedido por añadidura.

¡Estamos comprometidos con la fe de todos los tiempos! ¡Y tenemos responsabilidades que asumir!

Por último, la tercera actitud, en presencia de una reforma que pasó a las manos de la subversión, reside en mantener una fidelidad viva a la herencia secular de la Iglesia.

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Hasta aquí, nos guió el Padre Calmel; desde ahora nos esclarecerá sobre el futuro el Padre Castellani.

Ante todo nos anuncia que la Cristiandad será pisoteada:

La Iglesia creó la Cristiandad Europea, sobre la base del Orden Romano. La Fe irradió poco a poco en torno suyo y fue penetrando sus dentornos: la familia, las costumbres, las leyes, la política.

Hoy día todo eso está cuarteado y contaminado, cuando no netamente apostático, como en Rusia; un día será «pisoteado por los gentiles» del nuevo paganismo. Ése es el atrio del Templo.

Quedará el santuario, es decir, la Fe pura y oscura, dolorosa y oprimida; el recinto medido por el profeta con la «caña en forma de vara», que es la esperanza doliente en el Segundo Advenimiento, la caña que dieron al Ecce Homo y la vara de hierro que le dio su Padre para quebrantar a todas las gentes.

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No sólo la Cristiandad, sino también la Iglesia cederá en su armazón externo:

La presión enorme de las masas descreídas y de los gobiernos, o bien maquiavélicos o bien hostiles, pesará horriblemente sobre todo lo que aún se mantiene fiel; la Iglesia cederá en su armazón externo; y los fieles «tendrán que refugiarse» volando «en el desierto» de la Fe.

Sólo algunos contados, «los que han comprado», con la renuncia a todo lo terreno, «colirio para los ojos y oro puro afinado», mantendrán inmaculada su Fe (...) Esos pocos «no podrán comprar ni vender», ni circular, ni dirigirse a las masas por medio de los grandes vehículos publicitarios, caídos en manos del poder político; y, después, del Anticristo: por eso serán pocos.

Las situaciones de heroísmo, sobre todo de heroísmo sobrehumano, son para pocos; y si esos días no fuesen abreviados, no quedaría ni uno.

Pero la Iglesia no está por hacerse, ya está hecha; hoy está construida, inmensa catedral de piedra y barro, con una luz adentro. No desaparecerá como si fuese de humo: quedarán los muros, quedarán al menos los escombros, y en los altares dorados y honrados con huesos de mártires se sentará un día el Hijo de Perdición, el Injusto, cuya operación será en todo poder de Satanás, para perdición de los que no se asieron a la verdad mas consintieron con la iniquidad.

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Mientras tanto, a los que no quieren ver, a los que ven pero no aman bastante la verdad, a los católicos de cartelito, se les suministra una religión y una moral de repuesto:

Es para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado espiritualmente. El liberalismo ha suministrado a la pobre gente —no a toda, sino a la que no ama bastante la verdad— una religión y una moral de repuesto, sustitutivas de las verdaderas; un simulacro vano de las cosas, envuelto a veces en palabras sacras.

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La religión y la moral de repuesto, que en 1957 podían malinterpretarse solamente como un afán puesto en lo temporal, irrumpieron luego con la avasalladora fuerza de lo estrictamente religioso; a punto tal que la clásica opción entre los dos señores del Evangelio, los dos amores y las dos ciudades de San Agustín, las dos banderas de San Ignacio, se presenta claramente en la alternativa de Revolución o Tradición:

No hay que engañarse: en el mundo actual no hay más que dos partidos.

El uno, que se puede llamar la Revolución, tiende con fuerza gigantesca a la destrucción de todo el orden antiguo y heredado, para alzar sobre sus ruinas un nuevo mundo paradisíaco y una torre que llegue al cielo; y por cierto que no carece para esa construcción futura de fórmulas, arbitrios y esquemas mágicos; tiene todos los planos, que son de lo más delicioso del mundo.

El otro, que se puede llamar la Tradición, tendido a seguir el consejo del Apokalypsis: «conserva todas las cosas que has recibido, aunque sean cosas humanas y perecederas».

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No faltan quienes entre las alternativas o posibilidades de los últimos tiempos esperan un reflorecimiento de la Cristiandad Medieval. A lo largo y a lo ancho de su comentario novelado del Apocalipsis, el Padre Castellani ya nos advertía sobre la ilusión de ese período de triunfo de la Iglesia:

No habrá una «Nueva Cristiandad»: ni la de Solovieff y sus discípulos Berdiaeff y Rozanof, ni la de Maritain, ni la de Pemán, ni la del padre Lombardi y don Sturzo. Esas son ilusiones vanas de un mundo que teme morir. El Imperio Romano es el último de los grandes imperios, después del cual seguirá el del Anticristo.

Sin embargo, no desaparecerá la Cristiandad: será profanada. Ni quedará intacta la Iglesia visible: dentro de ella habrá santuario y atrio. Habrá fieles, clero, religiosos, doctores, profetas que serán pisoteados, que cederán a la presión, que tomarán la marca de la Bestia.

La Cristiandad será aprovechada: los escombros del derecho público europeo, los materiales de la tradición cultural, los mecanismos e instrumentos políticos y jurídicos serán aprovechados en la continuación de la nueva Babel: la gran confederación mundial impía.

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Y llegamos al punto culminante de la cuestión planteada:

¿Qué podemos hacer nosotros, si todo esto depende de una serie de destrucciones sucesivas y forma parte de una destrucción que avanza? «Conserva las cosas que han quedado, las cuales son perecederas», le manda decir Jesucristo al Ángel de la Iglesia de Sardes, la quinta Iglesia del Apokalipsis; lo cual quiere decir «atente a la tradición», que es lo que ha hecho la Iglesia desde el Concilio de Trento. Pero el texto griego dice un poco diferente y más enérgico: «robustece lo que ha quedado, que de todas maneras ha de perecer».

El Padre se anticipa a la objeción que plantea la humana debilidad y la temerosa postura demasiado terrenal:

Pero esto es inhumano, se nos manda luchar por una cosa que va a perecer, luchar sin esperanza de victoria, lo cual es imposible al hombre. Es imposible al hombre que está en el plano ético, cuyo signo es la lucha y la victoria; pero no al hombre que está en el plano religioso, el cual lucha por Dios, y sabe que la victoria de Dios es segura, y que él ha nacido para ser usado, quizá para ser derrotado, ¿qué importa? ¡Hemos nacido para ser usados! ¿Por quién? ¡No por el Estado, sino por el Padre que está en los cielos! «Porque sabes que no llegarás, por eso eres grande», dijo un poeta, que por cierto no se puso nunca en este plano, nunca fue grande.

Y termina por señalar la estrategia querida por Dios:

Tenemos que luchar por todas las cosas buenas que han quedado hasta el último reducto, prescindiendo de si esas cosas serán todas «integradas de nuevo en Cristo», como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo. Dios no nos dice que venzamos, Dios nos pide que no seamos vencidos...

Destaquemos en el texto citado que, según el Padre Castellani, el «Omnia instaurare in Christo» no necesariamente debe ser realizado por nuestras propias fuerzas y antes de la Parusía, sino que todas las cosas pueden ser integradas de nuevo en Cristo por la fuerza incontrolable de su la Segunda Venida.

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Finalmente, el Padre Castellani nos da algunas consignas:

1ª) Atenerse al mensaje esencial del cristianismo:

Mis amigos, mientras quede algo por salvar; con calma, con paz, con prudencia, con reflexión, con firmeza, con imploración de la luz divina, hay que hacer lo que se pueda por salvarlo. Cuando ya no quede nada por salvar, siempre y todavía hay que salvar el alma (...) Es muy posible que bajo la presión de las plagas que están cayendo sobre el mundo, y de esa nueva falsificación del catolicismo que aludí más arriba, la contextura de la cristiandad occidental se siga deshaciendo en tal forma que, para un verdadero cristiano, dentro de poco no haya nada que hacer en el orden de la cosa pública. Ahora, la voz de orden es atenerse al mensaje esencial del cristianismo: huir del mundo, creer en Cristo, hacer todo el bien que se pueda, desapegarse de las cosas criadas, guardarse de los falsos profetas, recordar la muerte. En una palabra, dar con la vida testimonio de la Verdad y desear la vuelta de Cristo. En medio de este batifondo, tenemos que hacer nuestra salvación cuidadosamente (...) Los primeros cristianos no soñaban con reformar el sistema judicial del Imperio Romano, sino con todas sus fuerzas en ser capaces de enfrentarse a las fieras; y en contemplar con horror en el emperador Nerón el monstruoso poder del diablo sobre el hombre.


2ª) Un pesimismo constructivo:

«Hay que trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre; pero hay que saber que el mundo no va a durar siempre». Esta actitud, aparentemente contradictoria o imposible, ha sido siempre la consigna de los espíritus religiosos en todas las grandes crisis de la historia. Los dos términos parecen inconciliables; y lo serían si no fuera por el misterioso catalítico que es la fe.

El talante del Cristianismo no es Pesimismo; menos aún es el Optimismo beato de la filosofía iluminística, el famoso "Progreso Indefinido". La Profecía cristiana nos da una posición que está por encima desos dos extremos simplistas, en donde caen hoy todos "los que no tienen el sello de Dios en sus frentes". El mundo va a una catástrofe intrahistórica que condiciona un triunfo extrahistórico; o sea una transposición de la vida del mundo en un trasmundo; y del Tiempo en un Supertiempo; en el cual nuestras vidas no van a ser aniquiladas y luego creadas de nuevo, sino —como es digno de Dios— transfiguradas ellas por entero, sin perder uno solo de sus elementos.


3ª) La verdadera consigna:

La unión de las naciones en grandes grupos, primero, y después en un solo Imperio Mundial (sueño potente y gran movimiento del mundo de hoy) no puede hacerse sino por Cristo o contra Cristo. Lo que sólo puede hacer Dios (y que hará al final, según creemos, conforme está prometido), el mundo moderno intenta febrilmente construirlo sin Dios; apostatando de Cristo, abominando del antiguo boceto de unidad que se llamó la Cristiandad y oprimiendo férreamente incluso la naturaleza humana, con la supresión pretendida de la familia y de las patrias. Mas nosotros, defenderemos hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de vencer sino de no ser vencidos. Es decir, sabiendo que si somos vencidos en esta lucha, ése es el mayor triunfo; porque si el mundo se acaba, entonces Cristo dijo verdad. Y entonces el acabamiento es prenda de resurrección.

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Estos textos implican toda una espiritualidad. Nada mejor que expresarla poéticamente, tal como lo hiciera el mismo Padre Leonardo Castellani en Los Papeles de Benjamín Benavides:

Corazón, tente en pie sin doblegarte
de la injusta opresión a la insolencia;
aunque estoy loco, tengo yo mi arte:
"Nam furor sæpe fit læsa patientia".
[En efecto, muchas veces la ira lesiona la paciencia]

Luchando sin más armas que mi triste
corazón contra el mal peor que existe
¿no hago yo nada? Lucho,
sangro y no caigo al suelo.
No hago mucho,
pero hago más de lo que puedo...
Centinela aterido,
no dejo sospechar que estoy herido,
ni dejo conocer que tengo miedo...
Herido, helado, aguanto la bandera;
no deserto la inhóspita trinchera.
Y aunque sé que la muerte me ha podido,
estoy de pie y estoy ante ella erguido,
marcando el SOS de la brega
a un auxilio que no me llegará
sino un momento tarde, si es que llega,
y que muerto de pie me encontrará...
La otra mitad la hará sobre mi tumba
otro infeliz, después que yo sucumba...
¡Corazón!, ¡tu mitad se ha hecho ya!

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Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos.