SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
O sacrum
convivium, in quo Christus sumitur.
Recolitur
memoria passionis ejus.
Mens impletur
gratia.
Et futuræ gloriæ
nobis pignus datur, alleluia.
He aquí el texto de la Antífona del Magnificat de las Segundas Vísperas de
esta Solemnidad:
¡Oh, sagrado convite!, en el que se recibe a
Cristo.
Se rememora su Pasión.
El alma se llena de gracia.
Y se nos da una prenda de la futura gloria, aleluya.
Fue Santo Tomás, verdadero poeta, quien compuso todo el Oficio para
esta Fiesta.
El Santo teólogo, enseña que propiamente se llama Sacramento lo que es
signo de una realidad sagrada que santifica a los hombres.
Ahora bien, explica el Doctor Angélico, en nuestra santificación pueden
ser considerados tres aspectos:
* la causa de nuestra santificación, que es la Pasión de
Cristo;
* la forma de nuestra santificación, que consiste en la
gracia y las virtudes;
* y el fin último de nuestra santificación, que es la vida
eterna.
Pues bien, todas estas cosas están significadas en los Sacramentos.
Por lo tanto, concluye Santo Tomás, todo Sacramento:
* es signo conmemorativo del pasado, o sea, de la Pasión de
Cristo;
* es signo manifestativo del efecto producido en nosotros
por la Pasión de Cristo, que es la gracia;
* y es signo profético, o sea, preanunciativo de la gloria
futura.
Todo esto se aplica, con altísima razón, al Santísimo Sacramento; lo
cual fue condensado poéticamente en esa bellísima Antífona:
O sacrum convivium, in quo
Christus sumitur.
¡Oh, sagrado convite!, en el que se recibe a
Cristo.
Recolitur memoria passionis ejus.
Se rememora su Pasión.
Mens impletur gratia.
El alma se llena de gracia.
Et futuræ gloriæ nobis pignus datur.
Y se nos da una prenda de la futura gloria.
Consideremos estos tres aspectos de nuestra santificación aplicados al
Santísimo Sacramento.
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Del Santísimo Sacramento en cuanto es memoria de la Pasión de
Cristo Nuestro Señor
Recolitur memoria passionis ejus.
Deseando el Redentor que en su Iglesia hubiese perpetua memoria de su
Pasión y muerte, y del soberano beneficio que nos hizo en ella, instituyó para
esto este sagrado convite, en que nos da a comer y beber su Cuerpo y Sangre
debajo de especies de pan y vino.
Las causas principales fueron cuatro.
La primera, para descubrirnos su infinita bondad y caridad, escogiendo
para sí las cosas penosas, y dando a nosotros las suaves en memoria de sus
penas, y para aplicarnos el fruto y provecho que se nos sigue de ellas.
La segunda, para que viésemos el gusto con que padeció los trabajos de
su Pasión, en cuanto era en beneficio nuestro; y así quiere que su memoria sea
en cosa de gusto y suavidad, para que con más gusto nos acordemos de Ella y se
la agradezcamos.
La tercera, para que viésemos la suavidad de su ley, de la cual había
dicho que era carga ligera y yugo suave; y así todos sus Sacramentos son
suaves, y éste sobre todos, con haber salido de su costado herido con cruel
lanza.
La cuarta, para obligarnos con esto a que nosotros imitemos las cosas
amargas y afrentosas de su Pasión, abrazando la penitencia, la mortificación y
humillación, y todo lo que es conforme a Cristo crucificado y despreciado.
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Debemos considerar también las razones por las que Nuestro Señor quiso
quedarse Él mismo, real y verdaderamente, en este Sacramento para ser memorial
de su Pasión, pues bastaban para esto sólo el pan y el vino, como basta el agua
pura en el Bautismo, que también es figura de su muerte y sepultura, como
enseña San Pablo a los Romanos.
La primera causa fue para descubrirnos la estima grande que tiene de su
Pasión, queriendo Él mismo ser el memorial de Ella, para obligarnos a tener
grandísima estima y continua memoria de este beneficio.
La segunda causa fue para descubrirnos más su infinita caridad y el
deseo inmenso que tiene de padecer por nuestro bien; porque cada vez que se
reza la Santa Misa, así como el mismo Cristo hace presente nuevamente de modo
sacramental su Pasión y muerte, así también está aparejado, si fuera necesario,
a padecer y morir real y verdaderamente para nuestro provecho.
Esto es lo que enseña Pío XII en su Encíclica Mediator Dei:
El
Augusto Sacrificio del altar no es una pura y simple conmemoración de la Pasión
y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio y verdadero, por el
que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que hizo en
la Cruz, ofreciéndose al Padre como víctima gratísima. “Una sola y la misma es
la víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el
mismo que se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de
ofrecerse”.
Idéntico,
pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su
ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se
asemeja al Sumo Sacerdote, y tiene el poder de obrar en virtud y en la persona
del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, “presta a
Cristo su lengua y le ofrece su mano”.
Idéntica
asimismo es la víctima, es a saber, el Redentor Divino, según su naturaleza
humana y en la verdad de su Cuerpo y su Sangre.
Es
diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la Cruz, Él
se ofreció a Dios totalmente, con todos sus sufrimientos; pero esta inmolación
de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente
padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su
naturaleza humana, “la muerte no tendrá ya dominio sobre Él”, y por eso la
efusión de la sangre es imposible.
Con
todo, la divina sabiduría halló un medio admirable para hacer manifiesto el
sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de
muerte, ya que, gracias a la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino
en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo
está su Sangre; y las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente,
simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre.
De
este modo la representación conmemorativa de la muerte que realmente sucedió en
el Calvario se repite en cada uno de los Sacrificios del altar, ya que la
separación de los símbolos índica que Jesucristo está en estado de víctima.
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Del Santísimo Sacramento en cuanto es causa de la gracia y
santificación y de la maravillosa unión con Cristo Nuestro Señor
Mens impletur gratia.
En los demás Sacramentos, el instrumento de nuestra santificación es
una pura criatura, pero en la Eucaristía el mismo Cristo viene a santificarnos.
Habiendo Nuestro Señor determinado instituir siete Sacramentos, que
fuesen siete signos eficaces de la gracia y siete instrumentos para aplicarnos
el fruto de su Pasión, determinó que uno de ellos no fuese pura criatura, como
es pura agua o puro aceite o bálsamo, o puro pan y vino, sino quiso el mismo
Cristo, Dios y hombre verdadero, real y verdaderamente hacerse presente debajo
de los accidentes del pan y del vino para darnos Él mismo la gracia y
aplicarnos el fruto de su Pasión.
Nuestro Señor no es como el rey que convida a sus vasallos y manda a
sus criados que le sirvan a la mesa; antes Él mismo quiere ser el que nos
convida y el convite, y el que nos sirve a la mesa, dándonos a Sí mismo en
manjar y bebida.
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En cuanto a los dones que Cristo comunica al alma en el Santísimo
Sacramento, con su entrada el alma se llena de gracia, de todas las virtudes
sobrenaturales y de los siete Dones del Espíritu Santo, con grande aumento y
perfección, mucho mayor que todos los demás Sacramentos, por estar aquí la
misma fuente de las gracias y el dador de ellas.
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La gracia propia de este Sacramento es la refección espiritual, lo cual
se puede entender al modo que dice San Gregorio Magno, que las virtudes y dones
del Espíritu Santo hacen banquete muy solemne al alma con el ejercicio de sus
actos, moviéndolos Cristo Nuestro Señor con su presencia para que los ejerciten
con grande júbilo.
Nos hace banquete por medio de la caridad, moviéndola a que ejercite
actos de amor de Dios, de gozo espiritual, de celo de su gloria y de ansias por
unirse con su Amado.
Mueve la virtud de la religión, para que ejercite actos de reverencia,
alabanza, agradecimiento y mil afectos de oración y devoción.
Mueve el Don de la sabiduría, para que produzca altos sentimientos de
Dios con admiración de sus grandezas, con grande fe y luz de sus verdades, con
grande sabor y dulzura por sus perfecciones, y de esta manera mueve la fe y la
esperanza, la humildad y la obediencia con las demás virtudes y Dones del
Espíritu Santo, cuyos actos son refección, sustento y hartura espiritual del
alma.
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Nuestro Señor Jesucristo particularmente instituyó este divino
Sacramento para unirse con nosotros con unión de caridad todo el tiempo de esta
vida, que es el mayor beneficio que aquí hace a sus escogidos.
Esto significó cuando dijo: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre,
en Mí permanece, y Yo en él”. Y esto, no solamente mientras dura este manjar sensible
en el cuerpo, sino con permanencia, porque consumidas las especies
sacramentales, aunque Cristo en cuanto hombre no queda con nosotros, queda en
cuanto Dios, unido con nosotros y nosotros con Él, con amor de amistad mutua,
amándonos y amándole.
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Las excelencias de esta soberana unión podemos deducirlas por la
semejanza en que Cristo las declaró cuando dijo: “Como Yo vivo por el Padre,
así quien me come vive por Mí”. De modo que así como el Hijo de Dios, mediante, la
generación eterna, recibe de su Padre el ser y vida de Dios, así también el que
dignamente recibe a Cristo en el Sacramento, recibe por participación el ser y
vida de Cristo, sus perfecciones y virtudes y la conformidad con Cristo en el
sentir, querer y obrar.
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Del Santísimo Sacramento en cuanto es señal y prenda de la gloria
que esperamos
Et futuræ gloriæ nobis pignus datur
Deseando Dios nuestro Señor darnos alguna señal y prenda de la gloria
que nos prometió para nuestro consuelo y para seguridad de nuestra confianza,
instituyó este Santísimo Sacramento, en quien concurren todas las cosas que se
pueden desear para este fin.
Este Sacramento es señal y prenda de la gloria que nos está prometida
porque encierra en sí la cosa más preciosa y amada que Dios tiene, cuyo valor
es infinito.
Entre los hombres, para asegurar la paga de alguna deuda, o el
cumplimiento de alguna palabra que han dado, o promesa que han hecho, es común
dar en señal y prenda alguna cosa muy estimada y querida, y que sea de tan gran
precio que exceda o iguale a lo que se ha de dar después.
Del mismo modo, no pudo el Padre Eterno darnos prenda de la gloria más
preciosa y amada que a su mismo Hijo Unigénito Jesucristo.
Nos dio lo sumo que pudo, no sólo en prenda de la gloria, sino de todas
las demás cosas que nos ha prometido, conforme a lo que dice San Pablo: “El
que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas?” Como quien dice: Quien me
dio a su Hijo por Redentor, y me lo dio por manjar y comida, ¿por ventura no me
dará su gracia y su gloria y todas las cosas que me ha prometido?
Tan cierto estoy que me las dará cuanto es de su parte, como si me las
hubiera dado, porque en esta dádiva se encierran las demás que me ha de dar.
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De la misma manera, el Hijo de Dios, Salvador nuestro, no pudo darnos
mayor prenda que a sí mismo encubierto en el Sacramento, en el cual se
encierran todos los títulos y derechos que tenemos para nuestra salvación, como
quien promete una gran herencia y da en prenda el privilegio y escritura en que
se funda.
Porque este Señor se hizo hombre, como dice San Pablo, para salvar a
los que estaban predestinados para la gloria, por cuyo medio han de alcanzar el
fin de su predestinación, y con el precio de su Sangre nos compró el Cielo y
abrió sus puertas para que pudiésemos entrar en él por los medios que para ello
nos ofrece.
Pues si todo esto está aquí encerrado, ¿qué mayor prenda nos pudo dar
para seguridad del Cielo que nos ganó y prometió?
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Finalmente, el Padre y el Hijo no pueden darnos mayor prenda invisible
de la gloria que al mismo Espíritu Santo, de quien dice San Pablo que es prenda
de nuestra herencia celestial. De suerte que aquí recibimos dos prendas de la
gloria, las mayores que puede haber: una visible, que es el Sacramento en que
está Cristo, Dios y hombre verdadero, y otra invisible, que es el Espíritu
Santo, que se nos da por el mismo Sacramento.
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Este Santísimo Sacramento es también prenda de la gloria que nos está
prometida, en cuanto es medio eficacísimo y poderosísimo para alcanzarla, pues
no puede haber prenda más cierta para alcanzar un fin que el medio eficacísimo
para alcanzarle.
Lo necesario para alcanzar la gloria con efecto es perdón de las
culpas, la preservación de las futuras, el sustento de la gracia recibida, con
perseverancia hasta la muerte.
Todo lo cual se funda en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo, que
dice: “Este es el Pan que bajó del Cielo, para que si alguno comiere de él,
nunca muera. Yo soy el Pan vivo que bajé del Cielo; si alguno comiere de este
Pan, vivirá para siempre, y el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la
vida eterna, y Yo le resucitaré en el día postrero”.
En las cuales palabras Cristo nuestro Señor nos asegura que este divino
Pan, con su virtud celestial, nos libra de todo lo contrario a la vida eterna,
porque nos libra de la muerte primera, que es la culpa; y de la muerte segunda
del alma, que es la condenación; y a su tiempo nos librará de la muerte del
cuerpo en la resurrección.
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Además de esto nos concede todo lo que es vida eterna, porque nos da la
vida de la gracia; y la conserva hasta el fin; y después nos dará la vida de la
gloria de que goza el alma, y al fin la vida gloriosa de que ha de gozar el
cuerpo.
De todo esto tenemos prendas en este Sacramento, porque para todo tiene
virtud, y da fuerzas al que le come con la frecuencia y reverencia que debe.
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Pero aún más adelante pasa la excelencia de esta prenda, porque con su
presencia causa en nosotros algo, que es parte de la vida eterna, como raíz y
fuente de ella, con la cual ha de permanecer para siempre, y es imposible que
se niegue la vida eterna al que lo tuviere: la unión con Cristo Nuestro Señor
por medio de su gracia y de la virtud del Espíritu Santo.
Como nota Santo Tomás, no solamente es prenda de nuestra herencia, sino
arras;
porque la prenda se da solamente hasta que se hace la paga, y luego cesa; pero
las arras
se dan para siempre.
Así, el Sacramento del Altar, con el don de la fe y esperanza, no es
más que prenda de la gloria, que dura por el tiempo de esta vida; pero la unión
con Cristo, que se hace en el Sacramento, es arras de la gloria, y durará por
toda la eternidad, si por nosotros no se frustra.
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Con este espíritu debemos procurar una vida celestial, para ser dignos
de este convite, en que se nos da lo mismo que en el Cielo.
Y para recibirle entonces con provecho, nos hemos de predisponer cada
vez que comulguemos a hacerlo con el mismo espíritu que si fuera el Viático, imaginando que quizá
aquella Comunión sea la postrera de la vida.
Y por esta causa Cristo nuestro Señor instituyó este Sacramento la
noche antes de su muerte, para significar que este Sacramento fortalece para
padecer y morir y pasar de esta vida a la eterna.
¡Oh, sagrado convite!, en el que se recibe a
Cristo.
Se rememora su Pasión.
El alma se llena de gracia.
Y se nos da una prenda de la futura gloria, aleluya.