SEGUNDO DOMINGO
DE CUARESMA
Tomó Jesús
consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte
alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el
sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les
aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.
Tomando Pedro la
palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es
estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba
hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía
una voz que decía: Este es mi Hijo amado,
en quien me complazco; escuchadle.
Al oír esto los
discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a
ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no
tengáis miedo.
Ellos alzaron sus
ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban
del monte, Jesús les ordenó: No contéis a
nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los
muertos.
Como les decía el domingo pasado,
dedicaremos los cuatro Domingos del tiempo de Cuaresma para profundizar en el
conocimiento de Nuestro Divino Redentor, para estudiar y meditar sobre las
propiedades o distintivos de Nuestro Señor Jesucristo.
Hoy, aprovechando el misterio de la
Transfiguración, vamos a considerar el atributo de Luz: Jesús dijo en una oportunidad: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad,
sino que tendrá la luz de la vida.
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El Evangelio de hoy dice: Y mientras
oraba, se transfiguró... Jesús, delante
de sus discípulos, se metamorfoseó, dice el texto griego; no que
su cuerpo se cambiara por otro cuerpo, sino que, conservando su figura y su
indumentaria las mismas líneas, todo apareció en él brillante y luminoso.
Enseña San Jerónimo: El Señor apareció a los apóstoles como
estará en el día del juicio. No se crea que el Señor dejó su aspecto y forma
verdadera, o la realidad de su cuerpo, y que tomó un cuerpo espiritual. El
mismo evangelista nos dice cómo se verificó esta transfiguración en estas
palabras: "Resplandeció su rostro como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la nieve"; estas
palabras nos manifiestan que su rostro resplandecía y que sus vestiduras eran
blancas. No hay cambio, pues, en la substancia, el brillo es lo que había
cambiado. El Señor efectivamente se transformó en aquella gloria, con que
vendrá después a su Reino.
Dos
detalles nos dan los tres sinópticos de este fenómeno:
Uno
relativo al rostro del Señor: Y resplandeció su rostro como el sol; es
éste lo más brillante que hay para el hombre en esta creación: La figura de
su rostro se hizo otra, por la gloria maravillosa que en él resplandecía.
Otro
detalle se refiere a los vestidos de Jesús: Y sus vestiduras tornáronse
resplandecientes y en extremo blancas como la nieve; tampoco hay blancura
como la de la nieve. El segundo Evangelista tiene para expresarlo una frase
altamente ponderativa: Cuales ningún batanero de la tierra podría
blanquearlas.
Debemos
comprender que Dios es, en las cosas espirituales, lo que el sol en las cosas
sensibles. Así como el sol, que es la fuente de la luz, no puede ser visto
fácilmente, mientras que la luz, derramada sobre la tierra, puede contemplarse,
así el semblante de Cristo es deslumbrador como el sol, mientras que sus
vestidos son blancos como la nieve. Por lo cual dice "Y sus vestidos se tornaron blancos"; esto es, por la
participación de la luz eterna.
Todo
ello es el símbolo de la majestad divina de Jesús: su alma santísima,
hipostáticamente unida al Verbo, gozaba de la visión bienaventurada de la
divinidad; el efecto connatural de esta visión es la gloria del cuerpo, que
Jesús cohibió durante su vida mortal; pero ahora la deja como rezumar algo a
través de su cuerpo, que por ello aparece unos momentos transfigurado.
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Nuestro Señor Jesucristo es,
verdaderamente, el Sol de Justicia, que nos ha hecho contemplar el tiempo litúrgico de
Navidad y nos anticipara el Adviento con una de sus Antífonas Mayores: Oh
Oriente, esplendor de la luz eterna y Sol de justicia: ven, y alumbra a los que
viven en tinieblas y en sombra de muerte.
En efecto, la liturgia de Navidad es un
anticipo de lo que será la liturgia de Pascua, mediando hoy el Evangelio de
este Segundo Domingo de Cuaresma con el misterio de la Transfiguración.
Leíamos en Navidad estos textos cargados de
sentido y de doctrina:
Dios,
que en esta noche sacratísima hiciste brillar el resplandor de la luz
verdadera...
En
santos resplandores, de mis entrañas te engendré antes que brillase el lucero
matutino...
Y
se les presentó un ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su
luz...
Hoy
brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor...
Te
suplicamos, Dios omnipotente, concedas a los que estamos inundados de la nueva
luz de tu Verbo, que en nuestras obras resplandezca lo que por la fe brilla en
la mente...
Por
el misterio del Verbo Encarnado ha brillado ante los ojos de nuestra alma la
nueva luz de tu claridad; para que, conociendo visiblemente a Dios, por Él nos
elevemos al amor de las cosas invisibles...
Y
el Exultet o Pregón Pascual cantará:
Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se
sienta libre de la tiniebla, que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra madre
la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las
aclamaciones del pueblo.
¡Qué noche tan dichosa! Sólo
ella conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo. Esta es la noche de
que estaba escrito: “Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi
gozo”.
Te rogamos, Señor, que este
cirio, consagrado a tu nombre, para destruir la oscuridad de esta noche, arda
sin apagarse y, aceptado como perfume, se asocie a las lumbreras del cielo. Que
el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso
Jesucristo, tu Hijo, que, volviendo del abismo, brilla sereno para el linaje
humano, y vive y reina por los siglos de los siglos.
+ + +
Quien dice luz, no puede dejar de pensar en
las tinieblas, ni evocar el combate entre ellas.
Las primeras páginas del Génesis nos hacen
reflexionar:
En
el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión, y tinieblas
cubrían la faz del abismo, mas el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las
aguas. Dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las
tinieblas; y llamó Dios a la luz día, y
a las tinieblas las llamó noche.
Dijo
Dios: Haya luceros en el firmamento celeste, que separen
el día de la noche, y valgan de señales para estaciones, días y años; y sirvan de
lumbreras en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra. Y así fue. Hizo Dios los dos luceros
mayores; el lucero grande para presidir el día, y el lucero pequeño para presidir
la noche, y las estrellas; y púsolos Dios en el firmamento celeste para
alumbrar sobre la tierra, y para dominar en el día y en la noche, y para separar
la luz de las tinieblas; y vio Dios que estaba bien.
Y el Profeta Isaías exclamará: ¡Ay, de los
que al mal llaman bien, y al bien mal; que ponen tinieblas por luz, y luz por tinieblas!
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No nos hemos alejado de nuestro propósito,
porque San Juan dice que Dios es Luz,
y que en Él no hay tiniebla alguna.
Y
describiendo al Verbo de Dios señala: En
él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Comentando este pasaje, San Juan Crisóstomo expresa:
La palabra vida en este caso, no se
refiere a aquella que hemos recibido por la creación, sino a aquella perpetua e
inmortal, que se nos prepara por la providencia de Dios. A la llegada de esta
vida queda destruido el imperio de la muerte y, brillando para nosotros una luz
esplendorosa, no volveremos a ver las tinieblas. Porque esta vida subsistirá
siempre, no pudiendo vencerla la muerte ni obscurecerla las tinieblas. Por lo
que sigue: "Y la luz brilla en las tinieblas". Llama tinieblas a la muerte y al error,
porque la luz sensible no brilla en las tinieblas, sino sin ellas. Pero la
predicación de Jesucristo brilló en medio del error reinante y le hizo
desaparecer, y Jesucristo muerto cambió la muerte en vida, venciéndola de modo
que redimió a los que eran sus cautivos. Y como ni la muerte ni el error
vencieron a esta predicación que brilla por todas partes y con su propia
fuerza, añade: "Mas las tinieblas no la comprendieron".
+ + +
Recordemos
que, desde toda eternidad, en el Verbo estaba la vida; porque, en cuanto
Dios, es vida esencial, santísima, igual a la del Padre: como el Padre la tiene
de sí mismo, sin depender de nadie, así también el Hijo.
Debemos
profunda adoración a la infinita grandeza del Verbo de Dios. Por Él se hizo
todo lo del mundo visible e invisible.
Esta
luz estupenda de la creación, de verdad, de belleza, de orden, de leyes, en el
orden natural; y esta otra luz, más brillante aun, de la verdad revelada y de
la vida divina en las criaturas, no es más que resplandor de la luz substancial
del Verbo de Dios, que es el Hijo de Dios.
Y
el Hijo de Dios es Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. A través de su Humanidad
santísima debemos remontarnos a las alturas de Dios, rindiéndole adoraciones
por el poder, sabiduría y amor que ha manifestado en la creación de todas las
cosas, y en nombre y como en representación de todas ellas, que por nosotros
deben adorar al Dios que para nosotros las hizo.
+ + +
Y
la vida del Verbo era la luz de los hombres, porque
el Verbo de Dios, que es Luz esencial, porque es la Inteligencia de Dios, y la
inteligencia es luz, comunicando a los hombres una participación de su vida,
ilumina su inteligencia y les hace nacer a la vida de Dios, infundiéndoles un principio
de vida sobrenatural.
¡Admirable
esbozo del origen y esencia de la vida sobrenatural del hombre!
El
Verbo, que es la Inteligencia de Dios, se comunica por la fe —que es una participación
de su Luz— a la inteligencia del hombre, y por aquí empiezan las maravillas de
la vida de gracia y de gloria, que es vida verdaderamente divina.
La
vida era la luz de los hombres... La vida del Verbo es
nuestra luz; no esta luz visible que ilumina los ojos de nuestro cuerpo, sino
la luz de la inteligencia que ilumina nuestro espíritu.
Por
ella somos hombres y nos distinguimos de toda la creación visible y somos
superiores a toda ella.
El
Verbo de Dios, dicen los teólogos, es el Rostro
de Dios, porque es manifestación eterna de su naturaleza. ¡Cuántas gracias
debemos dar a Dios de haber impreso en nosotros, según expresión del Salmista,
la luz de su rostro, que es vida en el Verbo de Dios!
Pero
sobre esta luz intelectual de orden natural nos ha dado Dios la luz
sobrenatural de la fe, que es una participación de la luz del Verbo según su
misma naturaleza, no una simple similitud de ella. La fe nos hace partícipes de
la misma vida de Dios en el orden intelectual, y, si ajustamos a ella toda la vida,
vivimos vida de Dios y viviremos de ella por toda la eternidad.
Pondérense,
en función de esta vida divina, frases como éstas: Yo soy el pan de la vida...; Vivo
yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí..., y otras muchas de que están
llenos los escritos apostólicos.
Toda
la vida cristiana, en su iniciación por la fe y en su consumación por la
gloria, viene por el conocimiento sobrenatural de Dios, y éste viene por el
Verbo de Dios: Esta es la vida eterna,
que te conozcan a ti, solo Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo...
+ + +
Y
la luz, esta luz de los hombres, que es la vida del Verbo, brilla en
las tinieblas... Es luz intensísima indeficiente, que ilumina la más
cerrada obscuridad, disipándola, cuando se deja penetrar de ella.
Las
tinieblas son los hombres que por su incredulidad y sus pecados no se dejan
iluminar por la luz del Verbo. Pero las tinieblas no recibieron esta luz
del Verbo; no quisieron embeberse de ella los hombres malos; cerraron los ojos
de su espíritu, que no absorbió la luz que los envolvía.
El
Verbo hecho hombre es desconocido de los hombres...
Las
tinieblas no la recibieron... Tenemos obligación primordial,
como hombres y como cristianos, de recibir, y no rechazar, la luz del Verbo. Es
la luz de Dios que viene para iluminarnos a todos y para iluminarnos totalmente
de claridad divina.
Sólo
es iluminado el hombre por el lado de donde recibe la luz de Dios; porque de
nosotros no tenemos más que tinieblas. Y luz del Verbo de Dios son los
dictámenes de la recta razón, las prescripciones de las leyes justas, en todo
orden, las verdades de la fe y especialmente las enseñanzas y direcciones de la
Iglesia, depositaria de la luz que trajo al mundo el Verbo de Dios.
Explica San
Agustín: Y cuando dice: "Ilumina a todo hombre", debemos entender que no es que
alguno de entre los hombres no sea iluminado, sino que ninguno es iluminado
sino por Él.
Y completa San
Juan Crisóstomo: Pero si ilumina a todo hombre que viene a este
mundo, ¿cómo es que tantos existen sin participar de esta luz? Porque no todos
han conocido el modo de adorar a Jesucristo. Ilumina, pues, a todos en cuanto
de Él depende. Pero si algunos, cerrando los ojos de su inteligencia, no
quisieron recibir los rayos de su luz, no puede decirse que ellos viven en
tinieblas por la naturaleza de la luz, sino por su propia malicia, queriendo
privarse a sí mismos del don de la gracia. La gracia se difunde sobre todos y
los que no quieren disfrutar de esta gracia deben imputarse a sí mismos su
propia ceguera.
Debemos,
pues, entrar en los caminos de esta luz, para entrar en las sendas de Dios y
ser dignos de ser hechos hijos de Dios; y, si lo somos ya por la gracia, serlo
más aún, porque la imagen de Dios se graba tanto más profundamente en nuestra
alma cuanto más absorbemos la luz de Dios: luz de verdad, luz de ley, luz de
imitación de Cristo-Luz, en Él y en los Santos que la han recibido de Él.
Y
pidamos a Dios, con la Santa Iglesia, que en tal forma absorbamos y
aprehendamos esta luz, que podamos ser llamados hijos de la luz y luz en el
Señor, para que eternamente nos ilumine y nos haga dichosos la luz perpetua
de Dios: Lux æterna luceat eis...
+ + +
Y
el mundo no le conoció... Nada hay, dice el Crisóstomo,
que más turbe y obscurezca la mente que entregarse al amor de las cosas
presentes. Tanto la turba, que no nos deja conocer al mismo Dios que hizo este
mundo y que tan lleno está de perfecciones que nos hablan de Él.
Quitamos
a Dios el amor que le debemos, por imperio de su misma ley; y al amar a éstas
en vez de Dios, recibimos el castigo de la terrible ceguera que no nos deja
conocer a Dios.
Amemos
todas las cosas en Dios, por Dios y según Dios, para que se aumente en nosotros
el conocimiento de Dios, principio de la vida eterna.
+ + +
Meditemos
en el silencio de la oración estas frases de Nuestro Señor:
Mientras
estoy en el mundo, soy luz del mundo.
Todavía,
por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la
luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no
sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos
de luz.
El
que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve
a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que
todo el que crea en mí no siga en las tinieblas.
+ + +
Y el Apóstol San Pablo saca las
conclusiones de toda esta doctrina y las expresa con palabras fuertes:
Vosotros
sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las
tinieblas.
Despojémonos,
pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.
Gracias
al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en
la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del
Hijo de su amor.
Porque
en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como
hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y
verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas.
+ + +
Y el término de todo esto será lo que nos
está prometido en el Apocalipsis, la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén:
La
ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la
gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y
los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor... Noche ya no habrá; no
tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los
alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.
Sin duda la Ciudad misma será toda un
santuario, y los comentadores exponen que en la Jerusalén celestial no habrá
altar ni sacrificios, suponiendo que, al renovarse todo, habrán pasado los
tiempos de la intercesión en el Santuario celestial.
Dios y el Cordero serán el divino templo de
la continua alabanza, así como serán también la recompensa de la esperanza.
Es muy hermoso ver aquí a Jesús con igual
gloria y honor que "su Dios y
Padre", ante Quien se postraba con profunda adoración y a Quien ya
habrá entregado el Reino para quedarle Él mismo sujeto por siempre "a fin de que el Padre sea todo en
todo".
Al admirar, con el alma colmada de
gratitud, esos esplendores, no olvidemos que todo viene de que el Cordero será
el luminar, y que sin Él nada podría
ser apetecible.
El misterio del Hijo como antorcha de la
claridad del Padre —luz de luz dice
el Credo— es el que nos anticipa el Salmo 35, al decir a Dios: "En tu luz veremos la luz."
Como si Jesús dijese: Soy
quien pone fin a la noche del poder de
las tinieblas y abro la nueva y definitiva era de luz y de gloria.
Que María Santísima, Estrella
de la mañana, nos alcance participar de esta gracia y gloria... Amén