FIESTA DEL
CORPUS CHRISTI
Hoy debe ser un día de acción de gracias
por la Institución de la Sagrada Eucaristía como Sacrificio y como Sacramento.
¡Cristo en medio de nosotros! Con su
divinidad y su humanidad, con su Cuerpo, con su Sangre y con su Alma.
Él, el Hijo de Dios, se ha hecho nuestra
oblación al Padre, nuestro Supremo Pontífice, nuestro alimento, nuestro asiduo
huésped en el silencioso retiro del Sagrario.
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Nos relata el Evangelio que, acabado Jesús
de alimentar milagrosamente a la enorme muchedumbre de gente que le seguía a
través del desierto hasta la otra orilla del lago de Genesareth, durante la
noche retorna a los suyos, caminando a pie enjuto sobre las aguas. De este
modo, se muestra Señor de la naturaleza y de los elementos.
Al día siguiente la turba vuelve a
apretujarse en torno suyo. Esperan que vuelva a alimentarlos con un nuevo pan
milagroso. Él les habla en la Sinagoga de Cafarnaúm: Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre es verdaderamente
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Del
mismo modo que me envió el Padre que vive, y yo vivo por mi Padre, así, el que
me coma a mí, vivirá por mí. Este es el Pan que descendió del cielo. No es como
el maná que comieron vuestros padres, los cuales murieron después; el que coma
este Pan, vivirá eternamente.
Muchos de sus discípulos murmuraron, diciendo:
Duras son estas palabras: ¿quién podrá escucharlas?
Y abandonaron a Jesús.
Nosotros, en cambio, digamos con San Pedro:
Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
Nosotros creemos en ti y sabemos que eres el Santo de Dios.
Y San Pablo nos instruye sobre la
Institución de la Santísima Eucaristía, prometida aquel día en Cafarnaúm: Hermanos: yo recibí del mismo Señor lo que
os he enseñado, o sea, que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado,
tomó el pan y, dando gracias, lo partió y dijo: Tomad y comed; éste es mi
cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Después de
cenar, tomó igualmente el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi
sangre. Haced esto en memoria mía cuantas veces lo bebáis. Según esto, siempre
que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor, hasta
que Él venga. Por consiguiente, todo el que comiere este pan y bebiere este
cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese,
pues, a sí mismo el hombre y, sólo así, coma de este pan y beba de este cáliz.
Porque, el que coma del pan y beba del cáliz indignamente, comerá y beberá su
propia condenación, por no distinguir el cuerpo del Señor.
El Señor nos prometió y nos dio la Santa
Eucaristía. Lo que poseemos y adoramos sobre el altar, no son pan y vino; son
el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor. Es el mismo Señor,
glorioso, total, indivisible, con toda la plenitud de su divinidad y de su
humanidad. Es el Señor lleno de gracia y de verdad.
Él mismo es quien está y vive con nosotros
en el Santísimo Sacramento. No está sólo en imagen. No está tampoco como una
fuerza que, procediendo de Aquel que está sentado a la diestra del Padre, nos
salve. Está y vive en medio de nosotros Él mismo en persona, el mismo Cristo que
concibió y dio a luz la Virgen María, el mismo que murió por nosotros en la Cruz
y que resucitó glorioso de entre los muertos.
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¡Dios
con nosotros! No se aparece solamente en la palabra que
se dirige al espíritu del hombre, ni sólo en la gracia que se infunde en el
corazón. Aparece, además, de un modo visible, palpable, acomodado al hombre
sumergido en la realidad.
De un modo visible se apareció al primer
hombre en el Paraíso.
De un modo visible se apareció también a
Moisés en la zarza, ardiente. Y al pueblo escogido se le apareció en la nube y
en la columna de fuego, a través del desierto; y sobre el Arca de la Alianza,
bajo el símbolo de una nube.
El Hijo de Dios vuelve a presentarse de un
nuevo modo visible en su Encarnación, hecho Dios y hombre en una sola persona,
nacido de la Virgen María.
El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no
sólo durante los breves años de su vida terrena, sino también de un modo continuo
y estable, permaneciendo presente en el Santísimo Sacramento. Permanece con
nosotros en el milagro de su Amor… El amor del Infinito inventa el infinito.
Dios con nosotros, el Emmanuel de la Santa
Eucaristía. Creamos en este estado de amor de nuestro Dios. Démosle gracias por
ello. Considerémonos felices de poder poseer la Sagrada Eucaristía. Renovemos
hoy nuestra fe en la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento. Renovemos
nuestra confianza, nuestro amor y nuestra sumisión a Él.
¡Cuán amables son tus Tabernáculos, oh Dios
de los ejércitos! Mi alma desfallece y ansía morar en tu santo templo. ¿Cuándo
podré penetrar en él? ¿Cuándo podré presentarme ante Ti?
En ti, Señor, ponen sus ojos todos; y Tú les
das el sustento a su debido tiempo. Abres tu mano, y llenas a todo viviente de
bendición, de gracia, en el Sacramento de la Santa Eucaristía.
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Oh
Dios, que, bajo el velo de este admirable Sacramento, nos has dejado la memoria
de tu Pasión, dice la Colecta. El Santo Sacrificio y el
Sacramento del Altar son el memorial de la Pasión del Señor.
La Santísima Eucaristía presupone la Pasión
y Muerte de Jesús: Este es mi cuerpo, que
será entregado por vosotros. Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros…
La Santa Eucaristía es el fruto de la
Pasión y Muerte de Cristo. La Santa Misa es la renovación incruenta del cruento
Sacrificio de la cruz, con todos los dolores y humillaciones que le
acompañaron: la agonía del Huerto, la flagelación, la coronación de espinas, la
condenación injusta y la vía dolorosa hasta el Calvario.
Es, sobre todo, un admirable resumen de las
excelsas virtudes con que Cristo realizó su Sacrificio en la Cruz: de su
obediencia y absoluta sumisión al Padre, de su amor a las humillaciones, de su
generosa entrega a todos los dolores y a la muerte, de su amor al Padre y a
nosotros, pecadores, a los cuales quiso salvar y reconciliar con el Padre,
haciéndonos además hijos de Dios.
Todo esto tomó sobre sí para poder darse a
nosotros en el Santísimo Sacramento, para poder permanecer entre nosotros en el
Sagrario, para poder entregarse a nosotros sobre el altar como oblación nuestra
al Padre, a la Santísima Trinidad.
Todo esto es lo que debemos ver, con los
ojos de la fe, en la Sagrada Hostia.
El Sacrificio de la Santa Misa es una viva
copia, una reproducción sacramental de la Muerte de Cristo en la Cruz. La
separación de su Cuerpo y de su Alma se halla representada de un modo visible
en la separación de su Cuerpo y de su Sangre, en las especies de pan y vino,
bajo las cuales se ofrece a sí mismo sobre el altar.
Cristo, resucitado de entre los muertos, ya
no puede volver a padecer y a morir. Sobre el Altar aparece como Señor
glorioso. Esto no obstante, en la Misa, en la Santa Consagración, se reproduce,
incruentamente, ante nuestros ojos su muerte cruenta.
Sobre el altar aparece personalmente entre
nosotros el mismo Cristo que se inmoló por nosotros en la Cruz. Aparece con los
mismos sentimientos, con el mismo acto interior de inmolación que constituyó el
alma del Sacrificio cruento de la Cruz y que constituye igualmente la verdadera
alma del Sacrificio incruento del Altar.
Del mismo modo que entonces con su muerte
cruenta en la Cruz, o sea, con la violenta separación de su Cuerpo y de su Sangre,
manifestó, en forma a todos visible, su profunda y total inmolación, su
absoluta y amorosa entrega al Padre y su infinito amor hacia nosotros; así
ahora, en el Sacrificio de la Misa, vuelve a renovar cada día, en forma
visible, el mismo sentimiento profundo, la misma convicción, el mismo e
ininterrumpido acto de sacrificio, de inmolación, por medio de la sacramental
separación de su Cuerpo y de su Sangre, bajo las especies del pan y del vino.
La Santa Misa es, pues, una reproducción
visible, sacramental, de la Pasión y Muerte de Jesús. Todos los días debemos
contemplar en esta acción sagrada lo que le costó a Cristo redimirnos.
La Santa Misa no es, pues, una imagen
vacía, una reproducción mecánica e inerte de la Pasión del Señor. Aquí, como
allí, dominan unos mismos elementos substanciales: Cristo, su Cuerpo, su
Sangre, su Alma, la misma amorosa aceptación del sacrificio de sí mismo, el mismo
acto, permanente, ininterrumpido, de autoinmolación.
La Santa Misa es el modelo en el cual
debemos contemplar constantemente la Pasión y Muerte del Señor, para aprender a
convertirnos, cada día más perfectamente, en un mismo sacrificio al Padre con
nuestra Cabeza, con Cristo, que se inmola a sí mismo voluntariamente; para
tratar de imitar y reproducir en nosotros sus mismos sentimientos de
inmolación, su acto de sacrificio, íntimo, total y perpetuo.
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La Santa Misa constituye el centro de la
piedad cristiana. Pero la Santa Misa nos remite al cruento Sacrificio de la Cruz.
Por lo tanto, la participación en el Sacrificio del Altar debe crear en
nosotros, forzosa y naturalmente, una más profunda inteligencia de la vida de
sacrificio de Jesús; debe hacernos ver que la vocación del cristiano consiste
en hacerse un mismo sacrificio con Cristo, en llevar una vida de sacrificio.
La participación en el Sacrificio de la
Misa debe engendrar en nosotros la convicción de que el sacrificio constituye
la raíz, el corazón y el coronamiento de toda vida grande, noble,
verdaderamente cristiana.
Aquí es donde debemos venir a proveernos de
luz, de entusiasmo, de fuerza y de coraje para el sacrificio.
Nuestra participación en la Santa Misa será
siempre infructuosa e incompleta, mientras no produzca en nosotros un alegre y
generoso olvido de nosotros mismos, un perfecto espíritu de renuncia y de
abnegación; mientras no nos fortalezca y no nos impulse a una vida de viril y
continuo sacrificio por amor de Dios y de su Hijo Jesucristo.
La Sagrada Eucaristía es, por parte del
Señor, el Sacramento de la donación y de la entrega absolutas. ¿Será por parte nuestra
otra cosa distinta? ¿No debe ser el alma de nuestra vida? ¿Qué hemos de ser,
sino una hostia pequeña, insignificante, pero entregada totalmente a Cristo,
saturada de su mismo espíritu de sacrificio, convertida con Él en una sola e
idéntica oblación al Padre?
Un alma eucarística es, forzosamente, un
alma que se consume en holocausto de Dios y de Jesucristo.
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Santificado
sea el tu Nombre. He aquí el acto fundamental de la
religión, de la piedad cristiana, lo único verdaderamente importante en nuestra
vida.
Santificar
el nombre de Dios, glorificar a Dios, reconocerlo por Señor
y servirle como Él se merece…, he aquí lo esencial.
Pero, ¿quién podrá glorificarle como Él se
merece? Solamente un ser: el Hijo de Dios humanado, Nuestro Señor Jesucristo.
Él es consubstancial al Padre; al mismo tiempo,
es uno de nosotros. Dios y hombre en una sola Persona, Cristo puede rendir al
Padre el verdadero acatamiento que Él se merece: un acatamiento, una adoración
y una alabanza infinitas.
Según esto, la mayor glorificación que
nosotros podremos y deberemos ofrecer al Padre consistirá en presentarle a
Jesús, en sacrificarle al que es por esencia su mejor pregón de gloria. Jesús
es, en efecto, el resplandor de la gloria del Padre y la figura o la
reproducción exacta de su misma naturaleza. Es el himno triunfal, el canto de alabanza,
infinitamente perfecto y santo, con que el Padre se glorifica a sí mismo
eternamente en el seno de su gloriosa inmensidad.
Sólo en Jesús, con Jesús y por Jesús podremos
santificar nosotros el Nombre de Dios. Sólo en Él, con Él y por Él podremos
glorificar al Padre de una manera digna.
Por eso, el acto más grande y más
fundamental de nuestra religión, de nuestra piedad, consiste en ofrecer, en
presentar al Padre la Persona y los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
Consiste en ofrecerle nuestro sacrificio,
en sacrificarle a Jesús. Pero, al ofrecerle a Cristo, debemos ofrecernos y sacrificarnos
también nosotros mismos, unidos a Él con la más íntima y estrecha comunidad de
sentimientos y de sacrificio.
En la Santa Misa ofrecemos a Jesús. Todo lo
que nosotros hagamos de nosotros mismos, todo cuanto queramos ofrecer a Dios
por nosotros solos, será ante Él tan poquita cosa, tan nada como nosotros
mismos.
Y, sin embargo, estamos obligados a dar a
Dios una gloria infinita, una gloria digna de Él. ¿Cómo, pues, podremos cumplir
este deber? Per Ipsum, et cum Ipso, et in
Ipso…
Por Él, y con Él, y en Él es a Ti, Padre
omnipotente, en unión con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.
En la Santa Misa podemos ofrecer al Padre
la Persona de Jesús. Dios no nos dio a su Hijo para que lo retuviéramos egoístamente
entre nosotros, sino para que se lo devolviéramos en la santa Misa como
oblación nuestra.
En el Sacrificio del Altar tomamos a Jesús,
inmolado, hecho nuestra santa ofrenda; tomamos el Corazón de Cristo, su Cuerpo,
su Alma santísima, su preciosísima Sangre, sus méritos infinitos, su adoración
y acatamiento al Padre, su amor y todo lo que Él encierra en sí mismo de santo
y de agradable a Dios, y se lo presentamos, se lo ofrecemos al Padre, para
cumplir con el deber que por nosotros solos no hubiéramos podido cumplir jamás:
- el deber de glorificar a Dios de un modo
plenamente digno de Él;
- el deber de alabar, de dar gracias y de
rendir a Dios el acatamiento y la adoración que Él se merece;
- el deber de ofrecerle una completa
satisfacción por todos nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad.
Suscipe,
Sancte Pater... Recibe, Padre Santo, esta oblación pura,
santa, inmaculada….
Por
Él y con Él y en Él (es decir, en virtud de la
viva incorporación con Cristo, con la Cabeza) es a ti, Padre omnipotente (aun por parte nuestra), un honor y una gloria infinitas…
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Este
es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Este es el cáliz de la Nueva
Alianza en mi sangre; con estas palabras instituyó
el Señor el Santo sacrificio de la Misa.
La Sangre que será derramada por la remisión de los pecados, significa, en el
lenguaje de la Sagrada Escritura, una sangre sacrificial. Va siempre unida a un
verdadero y real sacrificio. La Santa Misa es el mismo Sacrificio de Cristo en
la Cruz.
La Víctima del Sacrificio de la Santa Misa
es Cristo, Nuestro Señor. De igual modo que, en otro tiempo, empujado por su
infinito amor, se ofreció en sacrificio al Padre, muriendo cruentamente en la Cruz
y en medio cíe los más atroces tormentos; así ahora, en el Sacrificio de la Santa
Misa, vuelve a ofrecerse al Padre, aunque de un modo incruento, como Señor
glorioso e inmortal.
Y, con su Persona, presenta al Padre su
Santísimo Cuerpo y su Preciosa Sangre. Le ofrece la santa vida que llevó aquí en
la tierra, los méritos que adquirió y todas las virtudes que practicó. Le
ofrece, en fin, su Pasión y Muerte… Una hostia pura, santa, inmaculada,
plenamente agradable al Padre…
Desde los mismos días de Abel y Caín, la
humanidad erige un altar y ofrece en él sus sacrificios. Se reconoce culpable y
alejada de Dios. Quiere reconciliarse con Él. Desea alcanzar su perdón y su
gracia. De aquí sus sacrificios, la sangre expiatoria de millares de animales
y, a veces, de los mismos hombres…
Pero Dios no puede complacerse en estos
sacrificios, por numerosos que ellos sean. No
quisiste los sacrificios y las ofrendas. No te agradaban los holocaustos
expiatorios. Entonces dije yo: Aquí me tienes a mí… Hijo Unigénito tuyo. Jesús
se ofreció Él mismo en la Cruz impulsado por su amor y su obediencia al Padre.
Ahora continúa inmolándose sobre nuestros Altares,
vuelve a renovar cada día, en el Sacrificio incruento de la Santa Misa, su
Sacrificio cruento de la Cruz.
La visión del Profeta se realiza en el
Sacrificio de la Santa Misa: Del Oriente al
Occidente es grande mi Nombre entre todas las naciones, y en todo lugar se
sacrificará y ofrecerá a mi Nombre una oblación inmaculada...
El Pontífice que ofrece a Dios la Víctima
en el Sacrificio de la Santa Misa es uno
solo y el mismo que se ofreció a sí mismo en la cruz.
El verdadero Pontífice, en el Sacrificio de
la Misa, es el mismo Cristo, Nuestro Señor. Por eso, la Santa Misa es siempre
un Sacrificio puro, santo y digno de Dios; un Sacrificio eficaz y de un valor infinito.
Bajo las especies del pan y del vino
reconozcamos y veamos al mismo Señor, vivo y personalmente presente,
ofreciéndose a sí mismo al Padre y ofreciéndole, al mismo tiempo, en un íntimo,
santo y total acto de sacrificio, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, su Vida, su Pasión
y su Muerte. Y todo ello, con el mismo amor con que realizó un día su cruento
Sacrificio de la Cruz.
Siendo, pues, el mismo Señor el verdadero
Pontífice, se sigue que el Sacrificio de la Santa Misa rinde al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo un honor y una gloria infinitamente perfectas y dignas de
la Divinidad.
En el Sacrificio de la Santa Misa Jesús es,
a la vez, la Víctima y el Pontífice, la Hostia y el Sacerdote.
Jesús es nuestro Supremo Pontífice. En el Sacrificio
de la Santa Misa desempeña esta función de un modo invisible, pero con el mismo
ardoroso amor, con la misma abnegada obediencia, con el mismo hondo deseo de
glorificar al Padre y de ofrecerle una completa satisfacción por nuestros
pecados, con los mismos sentimientos, en suma, con que realizó un día su
cruento Sacrificio de la Cruz.
Su Corazón se dirige al Padre para
glorificarle, para darle gracias y para amarle como Él se merece. Y se dirige también
a nosotros para adorar al Padre en lugar nuestro, para alabarle por nosotros,
para realizar y completar lo que nosotros no podemos realizar ni llevar a cabo
por nosotros mismos.
Nosotros
poseemos un Pontífice Supremo: Jesucristo, el Hijo de Dios.
He aquí la verdadera, la incomparable riqueza del cristiano. Este Pontífice es santo,
inocente, puro, y ha sido elevado por encima de todos los cielos.
Él es nuestra esperanza y nuestro consuelo.
En Él podemos depositar toda nuestra confianza.
Él es también nuestra Víctima. En Él poseemos
una Hostia, una oblación santa y completamente digna de Dios. Esta Hostia, esta
oblación es el Sacratísimo Corazón de Nuestro Salvador.
Dios mediante, el Viernes después de la
Octava del Corpus Christi contemplaremos este Sagrado Horno de Caridad divina.