domingo, 19 de mayo de 2013

Pascua Roja


PENTECOSTÉS


Nos relata la Epístola de la Vigilia de Pentecostés que el Apóstol San Pablo llegó a Éfeso y allí encontró unos discípulos que ya habían sido bautizados. Los interrogó para saber si, después de bautizados, habían recibido también el Espíritu Santo; pero ellos no sabían qué es el Espíritu Santo; no habían oído hablar nada de Él.

Si no conocen ni poseen el Espíritu Santo, no han recibido el Bautismo de Cristo, concluye San Pablo. En efecto, ellos sólo habían recibido el Bautismo de San Juan Bautista, pero no el Bautismo instituido por Jesucristo.

Ellos se dejaron bautizar en Nombre del Señor Jesús, y cuando Pablo, después del Bautismo, les impuso las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con su infusión les dio también, en forma visible y palpable, sus dones especiales, y comenzaron a hablar en varias lenguas y a profetizar.

En este episodio, la Sagrada Liturgia nos involucra a todos los que hemos recibido el Bautismo de Cristo y la Santa Confirmación. Somos, por lo tanto, portadores del Espíritu Santo, estamos llenos del Espíritu de Cristo. A nosotros se refiere el Introito de la Vigilia: Cuando yo fuere santificado en vosotros, os reuniré de todos los pueblos (en la comunidad de la Iglesia) y derramaré sobre vosotros un agua pura (Bautismo). Y os daré un Espíritu nuevo (Confirmación, Pentecostés).

No hay duda: nos ha sido dado el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, unido al Padre y al Hijo con unión divina, es el dulce Huésped de nuestra alma, mora en nosotros; permanece en la más íntima y viva unión con nuestra alma... ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!

Dice el Evangelio de la Vigilia: El Espíritu Santo permanecerá con vosotros y estará en vosotros. El mundo no puede recibirlo; no lo ve, ni lo conoce. Pero morará, vivirá y obrará en vosotros, que habéis sido incorporados a Cristo.

El Espíritu Santo es quien sella y completa la eterna y substancial unión del Padre con el Hijo. El Espíritu Santo es quien une también a Cristo con nosotros, a la Cabeza con los miembros, para que ambos vivan, obren, oren, sufran, amen y adoren al Padre juntamente, inseparablemente.

Mediante su maravillosa venida a nosotros y su unión con nosotros, el Espíritu Santo realiza nuestra incorporación a Cristo y, por ello, nos une con la fuente misma de la gracia.


¡Qué elevación la de nuestra naturaleza!

¡Qué amor tan grande el de Dios, pues el Padre y el Hijo nos han enviado el Espíritu Santo, el mismo amor que une mutuamente a ambos en una eterna y substancial beatitud y felicidad! Y este mismo Espíritu Santo, el amor personificado del Padre y del Hijo, nos une a los pobres hombres con el Hijo y, por el Hijo, con el Padre.

¡El Don de Dios! ¡Ay!, pero nosotros no pasamos nunca más allá de la superficie de nuestra alma; no penetramos hasta el fondo de ella, hasta donde el Espíritu Santo ha establecido su tranquilo y recóndito santuario...

Vivimos muy disipados, demasiado absortos en las obligaciones y trabajos del momento. No ambicionamos unos minutos de silencio y de quietud, para dedicárselos al divino Huésped que mora en nosotros, al Espíritu Santo. Lo tratamos como a un extranjero. Lo olvidamos. Y Él continúa siempre silencioso, allá en el fondo de nuestra alma, esperando de nosotros, resignadamente, una mirada, una palabra...

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Consideremos cómo resume el Santo Catecismo el motivo de nuestros festejos:

En la solemnidad de Pentecostés honra la Iglesia el misterio de la venida del Espíritu Santo.

La fiesta de la venida del Espíritu Santo se llama Pentecostés, que quiere decir quincuagésimo día, porque la venida del Espíritu Santo acaeció a los cincuenta días de la Resurrección del Señor.

Pentecostés era también una fiesta solemnísima entre los hebreos y era figura de la que celebran los cristianos. El Pentecostés de los hebreos se instituyó en memoria de la ley dada por Dios en el monte Sinaí entre truenos y relámpagos, escrita en dos tablas de piedra, cincuenta días después de la primera Pascua, a saber: después de ser librados del cautiverio del Faraón.

Lo que se figuraba en el Pentecostés de los hebreos se ha cumplido en el de los cristianos, por cuanto el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y los otros discípulos de Jesucristo que estaban reunidos en un mismo lugar con la Santísima Virgen, e imprimió en sus corazones la nueva ley por medio de su divino amor.

En la venida del Espíritu Santo oyóse de repente un sonido del cielo, como de viento impetuoso, y aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asentaron sobre cada uno de los allí congregados.

El Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, los llenó de sabiduría, fortaleza, caridad y de la abundancia de todos sus dones.

Los Apóstoles, después que fueron llenos del Espíritu Santo, de ignorantes se trocaron en conocedores de los más profundos misterios y de las Sagradas Escrituras, de tímidos se hicieron esforzados para predicar la fe de Jesucristo, hablaron diversas lenguas y obraron grandes milagros.

El primer fruto de la predicación de los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo, fue la conversión de tres mil personas en el sermón que hizo San Pedro el día mismo de Pentecostés, la cual fue seguida de muchísimas otras.

El Espíritu Santo no fue enviado a solos los Apóstoles, sino también a la Iglesia y a todos los fieles.

El Espíritu Santo vivifica la Iglesia y con perpetua asistencia la gobierna, y de aquí le nace la fuerza incontrastable que tiene en las persecuciones, el vencimiento de sus enemigos, la pureza de la doctrina y el espíritu de santidad que mora en Ella, en medio de la corrupción del siglo.

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Jesucristo regresó al Padre en su Ascensión; y en Pentecostés cumple su promesa y envía a los Apóstoles y a la Iglesia el Espíritu Santo prometido.

Con su Encarnación y su muerte de cruz el Señor nos mereció esta venida del Espíritu Santo. Ahora en el Cielo, suplica y nos alcanza la asistencia del Espíritu Santo para que crezcamos en gracia y en santidad, para que seamos fuertes e invencibles y para que alcancemos la perfecta santidad por medio de la perfecta incorporación a Él, la Cabeza.

El Espíritu Santo es quien establece la comunidad de vida entre Cristo y nosotros, y quien hace que la Cabeza y los miembros vivan y obren en la más íntima compenetración y solidaridad. La vida y la acción de Cristo, de la Cabeza, y las del Espíritu Santo, del Santificador, son mutuamente inseparables en nosotros.

Por eso, para el Apóstol San Pablo es la misma cosa vivir en Cristo y vivir en el Espíritu. Es exactamente lo mismo que escribe San Juan: En esto conocemos que permanecemos en Cristo, y Él en nosotros; en que Él nos hizo participantes de su Espíritu.

Somos elevados a la vida divina por medio de Cristo, pero también por medio del Espíritu Santo. Donde no actúa el Espíritu Santo no es posible la vida en Cristo.

La vida divina está continuamente viva y es dada constantemente a Cristo, al Dios humanado. Cuando le dejamos a Él obrar en nosotros, nos envía, en unión con el Padre, el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación y de amor. Este Espíritu, a su vez, nos impulsa de nuevo hacia el Padre, nos hace anhelar y aspirar con toda el alma a ser hijos del Padre.

Por eso, la vida en Cristo que recibimos en el Santo Bautismo quedaría incompleta y no podría llegar a su pleno desarrollo, si no nos fuera enviado el Espíritu Santo.

Pentecostés es el complemento, la culminación de Pascua. Pascua nos da, por la incorporación a Cristo, una vida nueva. Pero esta vida necesita desarrollarse y fortalecerse. Es necesario que la vida divina, que recibimos en el Santo Bautismo, se convierta en un fuego devorador, en un poder y en una fuerza capaces de aniquilar todo obstáculo.

El Sacramento del Santo Bautismo exige, como su normal complemento, el Sacramento de la Santa Confirmación. La nueva vida que se da en el sacramento del nuevo nacimiento precisa ser afirmada, robustecida y completada por el sacramento del Espíritu, de la Santa Confirmación.

Es preciso que alcance aquella indomable y suave robustez y fortaleza, la tranquila, armoniosa y omnipotente fuerza de una convicción, de una mentalidad formada divinamente.

El alma llamada y equipada en el Sacramento de la santa Confirmación para el heroísmo cristiano camina en una constante, serena e irrefrenable ascensión hacia la perfección cristiana, hacia el heroísmo de las virtudes cristianas.

El Bautismo sólo basta para darnos la vida divina, para alcanzarnos la salud eterna. Por él poseemos la vida. Pero, en la mente del Señor, esta vida necesita ser robustecida y llevada hasta su plenitud por el Sacramento de la Santa Confirmación. El Señor nos quiere cristianos totales, perfectos; no se contenta con que poseamos una vida raquítica, anémica, una vida que nos cueste grandes trabajos y esfuerzos poder preservarla de la muerte del pecado.

Todo esto lo obra la Santa Confirmación. El espíritu de Pentecostés es espíritu de fortaleza invencible, de confesor, de mártir.

Tan es así, que los Apóstoles salían jubilosos del Sanhedrín, porque fueron hallados dignos de padecer ignominia por el Nombre de Jesús.

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Viene el Espíritu Santo, prometido por el Señor. Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Llega entre el fragor de una fuerte tempestad y desciende en forma de lenguas de fuego sobre cada uno de los Apóstoles. Impulsados por la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles se lanzan al mundo, predicando y confesando por todas partes, con palabras y con obras, y hasta con la propia sangre, a Cristo, al Crucificado y Resucitado.

Pentecostés es el día del nacimiento de la Iglesia, del Cristianismo, de la nueva raza.

El episodio de Pentecostés nos lo narra la Epístola. Los Discípulos se hallan todos reunidos en el Cenáculo, junto con María. Hacia la hora de Tercia, es decir, a eso de las nueve de la mañana, se oye en el cielo un gran estrépito, como el de una poderosa tempestad. Entonces aparecen unas como lenguas de fuego, que van a posarse sobre la cabeza de cada uno de los Apóstoles. Todos quedan llenos del Espíritu Santo y comienzan a hablar en varias lenguas lo que el Espíritu les sugiere. Mientras tanto, en torno al Cenáculo se ha reunido una gran muchedumbre cosmopolita. No se explican, lo que ocurre. Oyen contar a los Apóstoles, cada cual en su lengua nativa, las maravillas de Dios.

El hombre tocado del Espíritu ya no camina en la carne, es decir, según las máximas e ideales del hombre puramente natural, totalmente entregado a lo terreno. Camina en el Espíritu. Está lleno de la luz de la verdad, es educado interiormente por el Espíritu Santo, por el Espirita de Verdad.

En el Espíritu de Verdad la nueva raza contempla las cosas y los acontecimientos de la vida en su relación con Dios, a la luz de la Providencia divina, a la luz de la eternidad.

En el Espíritu de verdad y de amor esta raza se rige, en toda su mentalidad y actuación, por un solo motivo y bien: por lo que Dios quiere.

Son hombres espiritualizados: viven en el Espíritu; y, por lo mismo, caminan en el Espíritu.

En Pentecostés, la Iglesia aparece radiante; ya está madura para la dura vida que le espera sobre la tierra; ya está fuerte para compartir la vida de su Esposo; para permanecerle fiel, a pesar de todo lo que pueda sobrevenirle; para defenderlo en todo, dichosa de poder engendrar y conducir continuamente a su Esposo nuevas generaciones.

En ella vive y actúa el Espíritu de Dios, el Espíritu de Verdad y de Amor. Él es el alma del Cuerpo de la Iglesia; Él la conduce y guía a su eterno desposorio con Cristo, su Esposo.

Este es el significado de la venida del Espíritu Santo, de la fiesta de Pentecostés.

El Espíritu Santo desciende envuelto en el fragor de la tempestad. Invade y penetra los corazones de los Apóstoles y Discípulos. Se tornan anchos, libres, desprendidos, sin la debilidad e imperfección que tenían hasta ese momento. El Espíritu Santo los modela. Consume el viejo mundo de sus pensamientos, deseos, afectos, sentimientos y motivos y levanta en ellos el reino del espíritu. Les inocula nueva vida. Les da coraje, fortaleza, firmeza de carácter, paciencia inquebrantable y una gran presteza para todo sacrificio, incluso el del martirio, por la causa de Cristo.

Para la Iglesia, en su Sagrada Liturgia, Pentecostés no es solamente un hecho histórico, pasado. El episodio relatado en la Epístola continúa siendo una perenne actualidad. También lo vivimos nosotros. El primer Pentecostés va a reproducirse y realizarse en nosotros. Por eso suplicamos al fin de la Epístola: Envía tu Espíritu, y se obrará una nueva creación. La faz del mundo quedará renovada. Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

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Pentecostés es un día de acción de gracias por la fundación de la Santa Iglesia, en la cual están depositadas todas nuestras riquezas sobrenaturales y por la cual se nos transmiten la gracia y la Redención.

Pentecostés es un día de acción de gracias por la venida del Espíritu Santo a nosotros en el Santo Sacramento de la Confirmación. Es un día de alegre y gozosa confianza en la acción del Espíritu de Dios en nosotros, en su dirección y conducta.

Pentecostés es la confirmación, el sello y la consumación del misterio de Pascua. Pascua es Bautismo, Pentecostés es Confirmación. Pascua es nuevo nacimiento, Pentecostés es madurez, plenitud de fuerza en el Espíritu Santo.

Renovemos en este día nuestra entrega al Espíritu Santo que vive en nosotros. Él debe ser el alma de nuestra alma. Él debe dominar sobre las ruinas del espíritu propio y de la propia mentalidad.

Pentecostés es un día de Rogativas para implorar la plenitud del Espíritu Santo, de sus gracias y dones.

Supliquemos, pues, con la Santa Iglesia:

Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres;
ven, Dador de los dones;
ven, Luz de los corazones.

Ven, Consolador óptimo;
ven, Huésped dulce del alma;
ven, calmante refrigerio,
descanso en el trabajo,
frescura en el estío,
en el dolor solaz.

¡Oh Luz beatísima!
Llena los senos del corazón de tus fieles.
Sin tu auxilio, nada hay en el hombre
nada hay bueno, nada sin mancha y puro.

Lava lo que está sucio,
riega lo que está seco,
sana lo que está herido,
ablanda lo que está áspero,
templa lo que está frío
y haz recto lo torcido.

Concede a los fieles
que en Ti solo esperamos,
Tu sacro Septenario.
Da de la virtud el mérito,
da un término dichoso
y da el perenne gozo. Amén.