PENTECOSTÉS
Nos relata la Epístola de la Vigilia de
Pentecostés que el Apóstol San Pablo llegó a Éfeso y allí encontró unos
discípulos que ya habían sido bautizados. Los interrogó para saber si, después
de bautizados, habían recibido también el Espíritu Santo; pero ellos no sabían
qué es el Espíritu Santo; no habían oído hablar nada de Él.
Si no conocen ni poseen el Espíritu Santo,
no han recibido el Bautismo de Cristo, concluye San Pablo. En efecto, ellos
sólo habían recibido el Bautismo de San Juan Bautista, pero no el Bautismo
instituido por Jesucristo.
Ellos se dejaron bautizar en Nombre del
Señor Jesús, y cuando Pablo, después del Bautismo, les impuso las manos,
descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con su infusión les dio también, en
forma visible y palpable, sus dones especiales, y comenzaron a hablar en varias
lenguas y a profetizar.
En este episodio, la Sagrada Liturgia nos
involucra a todos los que hemos recibido el Bautismo de Cristo y la Santa
Confirmación. Somos, por lo tanto, portadores del Espíritu Santo, estamos
llenos del Espíritu de Cristo. A nosotros se refiere el Introito de la Vigilia:
Cuando yo fuere santificado en vosotros,
os reuniré de todos los pueblos (en la comunidad de la Iglesia) y derramaré sobre vosotros un agua pura
(Bautismo). Y os daré un Espíritu nuevo
(Confirmación, Pentecostés).
No hay duda: nos ha sido dado el Espíritu
Santo. El Espíritu Santo, unido al Padre y al Hijo con unión divina, es el
dulce Huésped de nuestra alma, mora en nosotros; permanece en la más íntima y
viva unión con nuestra alma... ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!
Dice el Evangelio de la Vigilia: El Espíritu
Santo permanecerá con vosotros y estará en vosotros. El mundo no puede
recibirlo; no lo ve, ni lo conoce. Pero morará, vivirá y obrará en vosotros,
que habéis sido incorporados a Cristo.
El Espíritu Santo es quien sella y completa
la eterna y substancial unión del Padre con el Hijo. El Espíritu Santo es quien
une también a Cristo con nosotros, a la Cabeza con los miembros, para que ambos
vivan, obren, oren, sufran, amen y adoren al Padre juntamente,
inseparablemente.
Mediante su maravillosa venida a nosotros y
su unión con nosotros, el Espíritu Santo realiza nuestra incorporación a Cristo
y, por ello, nos une con la fuente misma de la gracia.
¡Qué elevación la de nuestra naturaleza!
¡Qué amor tan grande el de Dios, pues el
Padre y el Hijo nos han enviado el Espíritu Santo, el mismo amor que une
mutuamente a ambos en una eterna y substancial beatitud y felicidad! Y este
mismo Espíritu Santo, el amor personificado del Padre y del Hijo, nos une a los
pobres hombres con el Hijo y, por el Hijo, con el Padre.
¡El Don de Dios! ¡Ay!, pero nosotros no
pasamos nunca más allá de la superficie de nuestra alma; no penetramos hasta el
fondo de ella, hasta donde el Espíritu Santo ha establecido su tranquilo y
recóndito santuario...
Vivimos muy disipados, demasiado absortos
en las obligaciones y trabajos del momento. No ambicionamos unos minutos de
silencio y de quietud, para dedicárselos al divino Huésped que mora en
nosotros, al Espíritu Santo. Lo tratamos como a un extranjero. Lo olvidamos. Y
Él continúa siempre silencioso, allá en el fondo de nuestra alma, esperando de
nosotros, resignadamente, una mirada, una palabra...
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Consideremos cómo resume el Santo Catecismo
el motivo de nuestros festejos:
En la solemnidad de
Pentecostés honra la Iglesia el misterio de la venida del Espíritu Santo.
La fiesta de la venida
del Espíritu Santo se llama Pentecostés, que quiere decir quincuagésimo día,
porque la venida del Espíritu Santo acaeció a los cincuenta días de la
Resurrección del Señor.
Pentecostés era también
una fiesta solemnísima entre los hebreos y era figura de la que celebran los
cristianos. El Pentecostés de los hebreos se instituyó en memoria de la ley
dada por Dios en el monte Sinaí entre truenos y relámpagos, escrita en dos
tablas de piedra, cincuenta días después de la primera Pascua, a saber: después
de ser librados del cautiverio del Faraón.
Lo que se figuraba en el
Pentecostés de los hebreos se ha cumplido en el de los cristianos, por cuanto
el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y los otros discípulos de
Jesucristo que estaban reunidos en un mismo lugar con la Santísima Virgen, e
imprimió en sus corazones la nueva ley por medio de su divino amor.
En la venida del
Espíritu Santo oyóse de repente un sonido del cielo, como de viento impetuoso,
y aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asentaron sobre cada
uno de los allí congregados.
El Espíritu Santo
descendió sobre los Apóstoles, los llenó de sabiduría, fortaleza, caridad y de
la abundancia de todos sus dones.
Los Apóstoles, después
que fueron llenos del Espíritu Santo, de ignorantes se trocaron en conocedores
de los más profundos misterios y de las Sagradas Escrituras, de tímidos se
hicieron esforzados para predicar la fe de Jesucristo, hablaron diversas lenguas
y obraron grandes milagros.
El primer fruto de la
predicación de los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo, fue la
conversión de tres mil personas en el sermón que hizo San Pedro el día mismo de
Pentecostés, la cual fue seguida de muchísimas otras.
El Espíritu Santo no fue
enviado a solos los Apóstoles, sino también a la Iglesia y a todos los fieles.
El Espíritu Santo
vivifica la Iglesia y con perpetua asistencia la gobierna, y de aquí le nace la
fuerza incontrastable que tiene en las persecuciones, el vencimiento de sus
enemigos, la pureza de la doctrina y el espíritu de santidad que mora en Ella,
en medio de la corrupción del siglo.
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Jesucristo regresó al Padre en su Ascensión;
y en Pentecostés cumple su promesa y envía a los Apóstoles y a la Iglesia el
Espíritu Santo prometido.
Con su Encarnación y su muerte de cruz el
Señor nos mereció esta venida del Espíritu Santo. Ahora en el Cielo, suplica y
nos alcanza la asistencia del Espíritu Santo para que crezcamos en gracia y en
santidad, para que seamos fuertes e invencibles y para que alcancemos la
perfecta santidad por medio de la perfecta incorporación a Él, la Cabeza.
El Espíritu Santo es quien establece la
comunidad de vida entre Cristo y nosotros, y quien hace que la Cabeza y los
miembros vivan y obren en la más íntima compenetración y solidaridad. La vida y
la acción de Cristo, de la Cabeza, y las del Espíritu Santo, del Santificador,
son mutuamente inseparables en nosotros.
Por eso, para el Apóstol San Pablo es la
misma cosa vivir en Cristo y vivir en el Espíritu. Es exactamente lo
mismo que escribe San Juan: En esto
conocemos que permanecemos en Cristo, y Él en nosotros; en que Él nos hizo
participantes de su Espíritu.
Somos elevados a la vida divina por medio
de Cristo, pero también por medio del Espíritu Santo. Donde no actúa el
Espíritu Santo no es posible la vida en Cristo.
La vida divina está continuamente viva y es
dada constantemente a Cristo, al Dios humanado. Cuando le dejamos a Él obrar en
nosotros, nos envía, en unión con el Padre, el Espíritu Santo, el Espíritu de
filiación y de amor. Este Espíritu, a su vez, nos impulsa de nuevo hacia el
Padre, nos hace anhelar y aspirar con toda el alma a ser hijos del Padre.
Por eso, la vida en Cristo que recibimos en
el Santo Bautismo quedaría incompleta y no podría llegar a su pleno desarrollo,
si no nos fuera enviado el Espíritu Santo.
Pentecostés es el complemento, la culminación
de Pascua. Pascua nos da, por la incorporación a Cristo, una vida nueva. Pero
esta vida necesita desarrollarse y fortalecerse. Es necesario que la vida
divina, que recibimos en el Santo Bautismo, se convierta en un fuego devorador,
en un poder y en una fuerza capaces de aniquilar todo obstáculo.
El Sacramento del Santo Bautismo exige,
como su normal complemento, el Sacramento de la Santa Confirmación. La nueva
vida que se da en el sacramento del nuevo nacimiento precisa ser afirmada,
robustecida y completada por el sacramento del Espíritu, de la Santa
Confirmación.
Es preciso que alcance aquella indomable y
suave robustez y fortaleza, la tranquila, armoniosa y omnipotente fuerza de una
convicción, de una mentalidad formada divinamente.
El alma llamada y equipada en el Sacramento
de la santa Confirmación para el heroísmo cristiano camina en una constante,
serena e irrefrenable ascensión hacia la perfección cristiana, hacia el heroísmo
de las virtudes cristianas.
El Bautismo sólo basta para darnos la vida
divina, para alcanzarnos la salud eterna. Por él poseemos la vida. Pero, en la
mente del Señor, esta vida necesita ser robustecida y llevada hasta su plenitud
por el Sacramento de la Santa Confirmación. El Señor nos quiere cristianos
totales, perfectos; no se contenta con que poseamos una vida raquítica,
anémica, una vida que nos cueste grandes trabajos y esfuerzos poder preservarla
de la muerte del pecado.
Todo esto lo obra la Santa Confirmación. El
espíritu de Pentecostés es espíritu de fortaleza invencible, de confesor, de
mártir.
Tan es así, que los Apóstoles salían jubilosos
del Sanhedrín, porque fueron hallados dignos de padecer ignominia por el Nombre
de Jesús.
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Viene el Espíritu Santo, prometido por el Señor.
Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Llega entre el fragor de una
fuerte tempestad y desciende en forma de lenguas de fuego sobre cada uno de los
Apóstoles. Impulsados por la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles se lanzan
al mundo, predicando y confesando por todas partes, con palabras y con obras, y
hasta con la propia sangre, a Cristo, al Crucificado y Resucitado.
Pentecostés es el día del nacimiento de la
Iglesia, del Cristianismo, de la nueva raza.
El episodio de Pentecostés nos lo narra la
Epístola. Los Discípulos se hallan todos reunidos en el Cenáculo, junto con
María. Hacia la hora de Tercia, es decir, a eso de las nueve de la mañana, se
oye en el cielo un gran estrépito, como el de una poderosa tempestad. Entonces
aparecen unas como lenguas de fuego, que van a posarse sobre la cabeza de cada
uno de los Apóstoles. Todos quedan llenos del Espíritu Santo y comienzan a
hablar en varias lenguas lo que el Espíritu les sugiere. Mientras tanto, en
torno al Cenáculo se ha reunido una gran muchedumbre cosmopolita. No se explican,
lo que ocurre. Oyen contar a los Apóstoles, cada cual en su lengua nativa, las
maravillas de Dios.
El hombre tocado del Espíritu ya no camina
en la carne, es decir, según las máximas e ideales del hombre puramente
natural, totalmente entregado a lo terreno. Camina en el Espíritu. Está lleno
de la luz de la verdad, es educado interiormente por el Espíritu Santo, por el
Espirita de Verdad.
En el Espíritu de Verdad la nueva raza
contempla las cosas y los acontecimientos de la vida en su relación con Dios, a
la luz de la Providencia divina, a la luz de la eternidad.
En el Espíritu de verdad y de amor esta
raza se rige, en toda su mentalidad y actuación, por un solo motivo y bien: por
lo que Dios quiere.
Son hombres espiritualizados: viven en el Espíritu; y, por lo mismo, caminan en el Espíritu.
En Pentecostés, la Iglesia aparece radiante;
ya está madura para la dura vida que le espera sobre la tierra; ya está fuerte
para compartir la vida de su Esposo; para permanecerle fiel, a pesar de todo lo
que pueda sobrevenirle; para defenderlo en todo, dichosa de poder engendrar y
conducir continuamente a su Esposo nuevas generaciones.
En ella vive y actúa el Espíritu de Dios,
el Espíritu de Verdad y de Amor. Él es el alma del Cuerpo de la Iglesia; Él la
conduce y guía a su eterno desposorio con Cristo, su Esposo.
Este es el significado de la venida del
Espíritu Santo, de la fiesta de Pentecostés.
El Espíritu Santo desciende envuelto en el
fragor de la tempestad. Invade y penetra los corazones de los Apóstoles y Discípulos.
Se tornan anchos, libres, desprendidos, sin la debilidad e imperfección que
tenían hasta ese momento. El Espíritu Santo los modela. Consume el viejo mundo
de sus pensamientos, deseos, afectos, sentimientos y motivos y levanta en ellos
el reino del espíritu. Les inocula nueva vida. Les da coraje, fortaleza, firmeza
de carácter, paciencia inquebrantable y una gran presteza para todo sacrificio,
incluso el del martirio, por la causa de Cristo.
Para la Iglesia, en su Sagrada Liturgia,
Pentecostés no es solamente un hecho histórico, pasado. El episodio relatado en
la Epístola continúa siendo una perenne actualidad. También lo vivimos
nosotros. El primer Pentecostés va a reproducirse y realizarse en nosotros. Por
eso suplicamos al fin de la Epístola: Envía
tu Espíritu, y se obrará una nueva creación. La faz del mundo quedará renovada.
Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el
fuego de tu amor.
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Pentecostés es un día de acción de gracias
por la fundación de la Santa Iglesia, en la cual están depositadas todas
nuestras riquezas sobrenaturales y por la cual se nos transmiten la gracia y la
Redención.
Pentecostés es un día de acción de gracias
por la venida del Espíritu Santo a nosotros en el Santo Sacramento de la Confirmación.
Es un día de alegre y gozosa confianza en la acción del Espíritu de Dios en
nosotros, en su dirección y conducta.
Pentecostés es la confirmación, el sello y
la consumación del misterio de Pascua. Pascua es Bautismo, Pentecostés es
Confirmación. Pascua es nuevo nacimiento, Pentecostés es madurez, plenitud de
fuerza en el Espíritu Santo.
Renovemos en este día nuestra entrega al
Espíritu Santo que vive en nosotros. Él debe ser el alma de nuestra alma. Él
debe dominar sobre las ruinas del espíritu propio y de la propia mentalidad.
Pentecostés es un día de Rogativas para
implorar la plenitud del Espíritu Santo, de sus gracias y dones.
Supliquemos, pues, con la Santa Iglesia:
Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres;
ven, Dador de los dones;
ven, Luz de los corazones.
Ven, Consolador óptimo;
ven, Huésped dulce del alma;
ven, calmante refrigerio,
descanso en el trabajo,
frescura en el estío,
en el dolor solaz.
¡Oh Luz beatísima!
Llena los senos del corazón de tus fieles.
Sin tu auxilio, nada hay en el hombre
nada hay bueno, nada sin mancha y puro.
Lava lo que está sucio,
riega lo que está seco,
sana lo que está herido,
ablanda lo que está áspero,
templa lo que está frío
y haz recto lo torcido.
Concede a los fieles
que en Ti solo esperamos,
Tu sacro Septenario.
Da de la virtud el mérito,
da un término dichoso
y da el perenne gozo. Amén.