domingo, 26 de mayo de 2013

Ssma. Trinidad


FIESTA DE LA
SANTÍSIMA TRINIDAD


Con la Fiesta de Pentecostés se concluye la celebración litúrgica del misterio histórico de la Redención.

Ya hemos alcanzado la nueva vida en Cristo.

El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestras almas para conservar, para desarrollar, para llevar hasta su madurez y plenitud la vida que alcanzamos en la Resurrección, en Pascua.

Esta labor del Espíritu Santo en nuestras almas se prosigue a lo largo de los Domingos después de Pentecostés.

Nuestra tarea durante este tiempo debe ser una eficaz y asidua colaboración con el Espíritu Santo que actúa en nosotros y nos santifica, dejándonos conducir y madurar por Él sincera y gustosamente.

Los Domingos del Tiempo Después de Pentecostés, de manera distinta de lo que acontece en Adviento, Epifanía, Cuaresma y Pascua, se presentan en una completa independencia los unos de los otros.

Durante el curso de la semana, vivimos absortos en nuestros trabajos y obligaciones, permanecemos en contacto con el mundo y con su espíritu, cuyas salpicaduras siguen manchándonos de vez en cuando; pero, al llegar el Domingo, queremos renovar en él, junto con el Bautismo, con la Confirmación y con la Eucaristía, la felicidad del día de Pascua; queremos volver a resucitar de nuevo en Cristo y con Cristo; queremos identificarnos con Él más hondamente; queremos robustecer y profundizar la vida de Pascua y la vida en el Espíritu.

Renunciamos de nuevo al espíritu del mundo, al pecado. Vamos a buscar en el Sacrificio de la Santa Misa nueva fuerza vital, nueva alegría y nuevo coraje para proseguir durante la semana siguiente la lucha por Cristo y por la vida en Cristo.

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Estos veinticuatro Domingos de Pentecostés se ensamblan perfectamente dentro de la gran trayectoria que va desde la Pascua hasta la segunda venida de Cristo, pasando por su Ascensión a los Cielos.

El Tiempo Pascual nos trajo la gracia de la Redención, la plenitud de la vida del Señor, la incorporación a Él y a su Iglesia.

El Señor subió al Cielo para prepararnos allí una morada: Después que me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré de nuevo a vosotros y os llevaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.

Nosotros hemos sido dejados en este mundo armados con el Espíritu de Pentecostés, dispuestos a cumplir nuestra misión como soldados de Cristo, con la fuerza del Espíritu, con los sentimientos y el espíritu de Cristo.

Sin embargo, no olvidemos la promesa que nos hizo el Señor: Volveré a vosotros y os llevaré conmigo.

Esperamos, ansiosos y anhelantes, el retorno del Señor, y tenemos preparadas nuestras lámparas. Pronto llegará la hora en que se nos diga: ¡Ya viene el Esposo: salidle al encuentro!

Según esto, el tiempo Después de Pentecostés es para la Iglesia el tiempo del crecimiento y de la culminación del Reino de Dios sobre la tierra, y se enlaza armónicamente con Pentecostés, con el día de la fundación de la Iglesia.

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Tres pensamientos dominan en las Misas del tiempo Después de Pentecostés y, por lo mismo, deben dominar también en nuestra conducta religiosa, espiritual: el recuerdo de la Pascua, la espera del retorno del Señor y la actitud ante las luchas y dolores de la vida presente.

Refresquemos el recuerdo de la Pascua, de nuestra salvación y resurrección, de nuestra salida del sepulcro del pecado…

Esperemos anhelantes la liberación final que nos ha sido prometida. La redención perfecta que esperamos llegará con el día de Cristo, cuando Él vuelva, con poder y majestad, para juzgar a los vivos y a los muertos…

Mientras tanto, prosigamos aquí con todo coraje la lucha entre el espíritu y la carne, entre el hombre nuevo y el hombre viejo, entre el Reino de Dios y el reino del pecado.

En el Sacrificio de la Santa Misa alcanzaremos todos los días nueva fuerza y nuevo valor para luchar y vencer: Yo vivo, y vosotros también viviréis.

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El Primer Domingo después de Pentecostés está impedido por la Fiesta de la Santísima Trinidad: se celebrará durante el curso de la semana.

La Sagrada Liturgia ha ido descubriéndonos, a lo largo del Año Eclesiástico, los grandes misterios de la Redención, es decir, del amor y de la condescendencia divinas.

Impulsada por el agradecimiento, la Santa Iglesia se remonta hoy a la misma fuente de todas las gracias y misterios que ha vivido y contemplado durante todo el transcurso del Año Eclesiástico, al origen, al primer principio y último fin de todo: a la Santísima Trinidad.

Quiere desahogar hoy su corazón, inundado de agradecimiento y de amor, en un perenne Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.

Por eso, en el Introito, recordando los misterios y las gracias de Navidad, de Pascua y de Pentecostés, eleva su cántico, jubiloso y agradecido, hasta el trono del Dios Uno y Trino: Bendita sea la Santa Trinidad y la Individua Unidad. Glorifiquémosla, porque ha tenido misericordia de nosotros.

Los Kyries de hoy significan, más que nunca, Padre, Hijo y Espíritu Santo, aceptad nuestro pedido de misericordia y nuestro cordial agradecimiento.

El mismo sentimiento vuelve a repercutir con nueva intensidad en el Gloria y en las palabras finales de la Epístola: De Él (Padre) y por Él (Hijo) y en Él (Espíritu Santo) existe todo: a Él sea la gloria por todos los siglos.

A Él sea la gloria… A estas palabras de la Epístola responde el canto del Gradual y del Aleluya.

El misterio de la Santísima Trinidad nos es revelado en el Evangelio. Nosotros no podemos comprenderlo. Sin embargo, creámoslo ciegamente y cantemos alegres nuestro Credo.

El Ofertorio va acompañado de este canto: Benditos sean Dios Padre, y el Unigénito Hijo de Dios, y también el Espíritu Santo, porque han tenido misericordia de nosotros.

Cantemos, pues, con la bella antífona de la Comunión: Bendecimos al Dios del cielo, y le alabaremos ante todos los vivientes, porque ha manifestado con nosotros su misericordia.

Terminemos la Misa con esta honda convicción. Nuestro Deo gratias de hoy debe ser un alto y sonoro: Dios ha manifestado con nosotros su misericordia. ¡Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!

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Hoy debe ser la gran fiesta de nuestro agradecimiento al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo por haber realizado, y por continuar realizando en nosotros, una misericordia sin límites, la obra de la creación, de la redención y de la santificación.

¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Llena de asombro y de respeto, la Santa Iglesia, y nosotros con ella, contempla hoy, con el Apóstol San Pablo, el abismo de la misericordia, de la sabiduría y de la ciencia divinas.

Este insondable abismo de la sabiduría y del amor de Dios se manifiesta en el misterio de la predestinación de los hombres y, sobre todo, en la vocación de los gentiles, con preferencia al pueblo escogido de Israel.

Todos los pueblos conocieron en un principio la Revelación divina.

Sin embargo, los gentiles la abandonaron pronto y se alejaron del verdadero Dios.

Éste escogió entonces a Israel.

Pero Israel, a su vez, rechazó a Cristo y huyó, por tanto, de la salud. La Incredulidad de Israel hizo que el Evangelio pasase a los pueblos de los gentiles.

Pues Dios los entregó a todos (a judíos y a gentiles) a la incredulidad, para poder compadecerse de todos (Rom. 11, 32).

¡Oh profundidad de las riquezas de la misericordia, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, sus decretos y su conducta; y cuán impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido jamás los designios de Dios? ¿Quién ha sido nunca su consejero? ¿Quién le ha dado nada, para que Él tenga que devolver a nadie alguna cosa? Todo cuanto existe, existe de Él, y por Él, y en Él, y para Él. De Él proceden todos los seres, por Él conservan su existencia y para Él ha sido creado todo: la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad. Todo proclama, todo debe proclamar el poder, la hermosura, el amor y la sabiduría de Dios. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos!

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Bendita sea la Santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su misericordia.

A este Dios estamos nosotros consagrados. Él, por su infinita misericordia, nos ha hecho participantes de su vida divina. Hemos sido bautizados en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, o, lo que es igual, hemos sido sumergidos en la misma vida, infinitamente fértil, de la Santísima Trinidad; hemos sido hechos consortes de la naturaleza divina.

En virtud del Santo Bautismo ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. No pertenecemos a ninguna cosa creada, ni a un hombre, ni al mundo, ni a Satanás.

En el Santo Bautismo pronunciamos nuestro Renuncio a todo esto…

Desde entonces creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Estamos consagrados a Dios, somos su propiedad.

¡Sólo Dios! Todo lo demás es indigno de nosotros. Sólo Dios basta. Ahora, en la tierra; más tarde, en el Cielo, en donde poseeremos y gozaremos de la vida, infinitamente fecunda, santa, beatífica y embriagadora, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Pura misericordia de Dios para con nosotros! Bendita sea la santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su misericordia…

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Hoy debe ser un día de acción de gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Durante todo el curso del Año Eclesiástico hemos experimentado a cada paso lo mucho que la misericordia y el amor de Dios han hecho por los hombres, por la santa Iglesia y por cada uno de nosotros en particular.

Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su mismo Hijo Unigénito, para que, todo el que crea en Él, no perezca, sino que alcance la vida eterna.

Debe ser un día de nueva y más honda consagración a Dios. Renovemos con toda el alma nuestro Renuncio bautismal. Rompamos con todo lo que desagrade a Dios. Repitamos de nuevo, como en el día de nuestro Santo Bautismo: Creo en el Padre, creo en el Hijo, creo en el Espíritu Santo.

Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Estas palabras quieren expresar algo más que la simple confesión de la real existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de un solo Dios en tres Personas.

Significan, sobre todo, lo siguiente: Yo vivo para el Padre, para el Hijo y para el Espíritu Santo, a los cuales me consagré y entregué por mi santo Bautismo.

Renovemos y ratifiquemos hoy esta consagración a Dios. Hemos sido consagrados con Cristo; nos hemos entregado, con Él, al Padre en propiedad. No vivamos, pues, ya más para nosotros mismos. Vivamos totalmente para Dios solo.

En la Sagrada Comunión, el Señor sellará y corroborará esta nuestra consagración a Dios. La consagración a Dios en esta vida terrena se ensancha, gracias a la Sagrada Comunión, hasta una perpetua y eterna comunidad de vida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.

Un día veremos a Dios tal cual es, cara a cara. Entonces poseeremos y gozaremos eternamente su vida, su gloria, su esencia divina, las delicias de su amor divinamente sublime.

He aquí lo que nos ha granjeado el Hijo de Dios con su Encarnación, con su Vida, con su Pasión, Muerte y Resurrección.

Bendigamos al Dios del Cielo y glorifiquémosle ante todos los vivientes, porque ha manifestado en nosotros su misericordia.

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La vida cristiana es inconcebible sin la Trinidad; y cuanto más sobrenaturalmente vivamos, tanto más comprenderemos lo que significa que Dios es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo.

Cuando el cristiano piensa en Dios Padre, no puede olvidar que el Padre es aquél del cual depende toda paternidad en el cielo y en la tierra, como dice San Pablo. Dios Padre ha comunicado su vida divina al Hijo, a su Hijo natural, desde toda la eternidad, y, en el tiempo, nos la comunica también a nosotros, hijos suyos adoptivos, mientras nos eleva al estado sobrenatural.

Cuando el cristiano piensa en Dios Hijo, no puede menos que conmoverse. La vida divina que deriva del Padre al Hijo, pasa del Hijo a la humanidad —que Él une personalmente en la Encarnación—, y del Hombre-Dios se vuelca en todas las almas.

No había nada más conveniente que esto: que para otorgarnos el don de convertirnos en hijos adoptivos del Padre, no se encarnase la primera o la tercera Persona, sino el Hijo Natural de Dios, el cual, de este modo, como lo observa San Pablo, se convertía en el primogénito entre muchos hermanos.

Finalmente, el verdadero cristiano no puede menos que pensar en el Espíritu Santo, en el Amor substancial entre el Padre y el Hijo.

Si somos hijos de Dios por los méritos de Jesucristo, también nosotros estamos unidos al Padre y lo amamos. Pero el nuestro es y no puede ser sino un amor natural. Nos une a Dios el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, como Cristo es su Cabeza. Él une a la Esposa de Cristo con el Padre. Es Él el que obra en nuestras almas por medio de la gracia, con la caridad, con sus virtudes y con sus dones.

Con mucha razón, pues, exclamaba San Agustín: El misterio de la Trinidad es un gran misterio y un arcano saludable.

Nada más fecundo para la vida cristiana.