FIESTA DE LA
SANTÍSIMA TRINIDAD
Con la Fiesta de Pentecostés se concluye la
celebración litúrgica del misterio histórico de la Redención.
Ya hemos alcanzado la nueva vida en Cristo.
El Espíritu Santo ha sido derramado en
nuestras almas para conservar, para desarrollar, para llevar hasta su madurez y
plenitud la vida que alcanzamos en la Resurrección, en Pascua.
Esta labor del Espíritu Santo en nuestras
almas se prosigue a lo largo de los Domingos después de Pentecostés.
Nuestra tarea durante este tiempo debe ser
una eficaz y asidua colaboración con el Espíritu Santo que actúa en nosotros y
nos santifica, dejándonos conducir y madurar por Él sincera y gustosamente.
Los Domingos del Tiempo Después de
Pentecostés, de manera distinta de lo que acontece en Adviento, Epifanía, Cuaresma
y Pascua, se presentan en una completa independencia los unos de los otros.
Durante el curso de la semana, vivimos
absortos en nuestros trabajos y obligaciones, permanecemos en contacto con el
mundo y con su espíritu, cuyas salpicaduras siguen manchándonos de vez en
cuando; pero, al llegar el Domingo, queremos renovar en él, junto con el
Bautismo, con la Confirmación y con la Eucaristía, la felicidad del día de
Pascua; queremos volver a resucitar de
nuevo en Cristo y con Cristo; queremos identificarnos con Él más hondamente;
queremos robustecer y profundizar la vida de Pascua y la vida en el Espíritu.
Renunciamos de nuevo al espíritu del mundo,
al pecado. Vamos a buscar en el Sacrificio de la Santa Misa nueva fuerza vital,
nueva alegría y nuevo coraje para proseguir durante la semana siguiente la lucha
por Cristo y por la vida en Cristo.
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Estos veinticuatro Domingos de Pentecostés se
ensamblan perfectamente dentro de la gran trayectoria que va desde la Pascua
hasta la segunda venida de Cristo, pasando por su Ascensión a los Cielos.
El Tiempo Pascual nos trajo la gracia de la
Redención, la plenitud de la vida del Señor, la incorporación a Él y a su
Iglesia.
El Señor subió al Cielo para prepararnos
allí una morada: Después que me haya ido
y os haya preparado un lugar, volveré de nuevo a vosotros y os llevaré conmigo,
para que donde esté yo estéis también vosotros.
Nosotros hemos sido dejados en este mundo
armados con el Espíritu de Pentecostés, dispuestos a cumplir nuestra misión
como soldados de Cristo, con la fuerza del Espíritu, con los sentimientos y el
espíritu de Cristo.
Sin embargo, no olvidemos la promesa que
nos hizo el Señor: Volveré a vosotros y
os llevaré conmigo.
Esperamos, ansiosos y anhelantes, el
retorno del Señor, y tenemos preparadas nuestras lámparas. Pronto llegará la
hora en que se nos diga: ¡Ya viene el
Esposo: salidle al encuentro!
Según esto, el tiempo Después de
Pentecostés es para la Iglesia el tiempo del crecimiento y de la culminación del
Reino de Dios sobre la tierra, y se enlaza armónicamente con Pentecostés, con
el día de la fundación de la Iglesia.
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Tres pensamientos dominan en las Misas del
tiempo Después de Pentecostés y, por lo mismo, deben dominar también en nuestra
conducta religiosa, espiritual: el recuerdo de la Pascua, la espera del retorno
del Señor y la actitud ante las luchas y dolores de la vida presente.
Refresquemos el recuerdo de la Pascua, de
nuestra salvación y resurrección, de nuestra salida del sepulcro del pecado…
Esperemos anhelantes la liberación final
que nos ha sido prometida. La redención perfecta que esperamos llegará con el día de Cristo, cuando Él vuelva, con
poder y majestad, para juzgar a los vivos y a los muertos…
Mientras tanto, prosigamos aquí con todo coraje
la lucha entre el espíritu y la carne, entre el hombre nuevo y el hombre viejo,
entre el Reino de Dios y el reino del pecado.
En el Sacrificio de la Santa Misa
alcanzaremos todos los días nueva fuerza y nuevo valor para luchar y vencer: Yo vivo, y vosotros también viviréis.
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El Primer Domingo después de Pentecostés
está impedido por la Fiesta de la Santísima Trinidad: se celebrará durante el
curso de la semana.
La Sagrada Liturgia ha ido descubriéndonos,
a lo largo del Año Eclesiástico, los grandes misterios de la Redención, es
decir, del amor y de la condescendencia divinas.
Impulsada por el agradecimiento, la Santa
Iglesia se remonta hoy a la misma fuente de todas las gracias y misterios que
ha vivido y contemplado durante todo el transcurso del Año Eclesiástico, al
origen, al primer principio y último fin de todo: a la Santísima Trinidad.
Quiere desahogar hoy su corazón, inundado
de agradecimiento y de amor, en un perenne Gloria
Patri et Filio et Spiritui Sancto.
Por eso, en el Introito, recordando los
misterios y las gracias de Navidad, de Pascua y de Pentecostés, eleva su
cántico, jubiloso y agradecido, hasta el trono del Dios Uno y Trino: Bendita sea la Santa Trinidad y la Individua
Unidad. Glorifiquémosla, porque ha tenido misericordia de nosotros.
Los Kyries
de hoy significan, más que nunca, Padre, Hijo y Espíritu Santo, aceptad nuestro
pedido de misericordia y nuestro cordial agradecimiento.
El mismo sentimiento vuelve a repercutir
con nueva intensidad en el Gloria y
en las palabras finales de la Epístola: De
Él (Padre) y por Él (Hijo) y en Él (Espíritu Santo) existe todo: a Él sea la gloria por todos
los siglos.
A
Él sea la gloria… A estas palabras de la Epístola responde
el canto del Gradual y del Aleluya.
El misterio de la Santísima Trinidad nos es
revelado en el Evangelio. Nosotros no podemos comprenderlo. Sin embargo,
creámoslo ciegamente y cantemos alegres nuestro Credo.
El Ofertorio va acompañado de este canto: Benditos sean Dios Padre, y el Unigénito
Hijo de Dios, y también el Espíritu Santo, porque han tenido misericordia de
nosotros.
Cantemos, pues, con la bella antífona de la
Comunión: Bendecimos al Dios del cielo, y
le alabaremos ante todos los vivientes, porque ha manifestado con nosotros su
misericordia.
Terminemos la Misa con esta honda
convicción. Nuestro Deo gratias de hoy
debe ser un alto y sonoro: Dios ha
manifestado con nosotros su misericordia. ¡Gloria al Padre, y al Hijo, y al
Espíritu Santo!
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Hoy debe ser la gran fiesta de nuestro
agradecimiento al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo por haber realizado, y
por continuar realizando en nosotros, una misericordia sin límites, la obra de
la creación, de la redención y de la santificación.
¡Oh
profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
Llena de asombro y de respeto, la Santa Iglesia, y nosotros con ella, contempla
hoy, con el Apóstol San Pablo, el abismo de la misericordia, de la sabiduría y
de la ciencia divinas.
Este insondable abismo de la sabiduría y
del amor de Dios se manifiesta en el misterio de la predestinación de los
hombres y, sobre todo, en la vocación de los gentiles, con preferencia al
pueblo escogido de Israel.
Todos los pueblos conocieron en un
principio la Revelación divina.
Sin embargo, los gentiles la abandonaron pronto
y se alejaron del verdadero Dios.
Éste escogió entonces a Israel.
Pero Israel, a su vez, rechazó a Cristo y
huyó, por tanto, de la salud. La Incredulidad de Israel hizo que el Evangelio
pasase a los pueblos de los gentiles.
Pues
Dios los entregó a todos (a judíos y a gentiles) a la incredulidad, para poder compadecerse
de todos (Rom. 11, 32).
¡Oh profundidad de las riquezas de la
misericordia, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son
sus juicios, sus decretos y su conducta; y cuán impenetrables sus caminos!
Porque, ¿quién ha conocido jamás los designios de Dios? ¿Quién ha sido nunca su
consejero? ¿Quién le ha dado nada, para que Él tenga que devolver a nadie
alguna cosa? Todo cuanto existe, existe de Él, y por Él, y en Él, y para Él. De
Él proceden todos los seres, por Él conservan su existencia y para Él ha sido
creado todo: la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad. Todo
proclama, todo debe proclamar el poder, la hermosura, el amor y la sabiduría de
Dios. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos!
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Bendita sea la Santa Trinidad y la
indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su misericordia.
A este Dios estamos nosotros consagrados.
Él, por su infinita misericordia, nos ha hecho participantes de su vida divina.
Hemos sido bautizados en el Nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, o, lo que es igual, hemos sido
sumergidos en la misma vida, infinitamente fértil, de la Santísima Trinidad;
hemos sido hechos consortes de la
naturaleza divina.
En virtud del Santo Bautismo ya no nos
pertenecemos a nosotros mismos. No pertenecemos a ninguna cosa creada, ni a un
hombre, ni al mundo, ni a Satanás.
En el Santo Bautismo pronunciamos nuestro Renuncio a todo esto…
Desde entonces creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Estamos
consagrados a Dios, somos su propiedad.
¡Sólo Dios! Todo lo demás es indigno de nosotros.
Sólo Dios basta. Ahora, en la tierra; más tarde, en el Cielo, en donde
poseeremos y gozaremos de la vida, infinitamente fecunda, santa, beatífica y embriagadora,
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Pura misericordia de Dios para con
nosotros! Bendita sea la santa Trinidad y
la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su
misericordia…
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Hoy debe ser un día de acción de gracias al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Durante todo el curso del Año Eclesiástico
hemos experimentado a cada paso lo mucho que la misericordia y el amor de Dios han
hecho por los hombres, por la santa Iglesia y por cada uno de nosotros en
particular.
Tanto
amó Dios al mundo, que le entregó a su mismo Hijo Unigénito, para que, todo el
que crea en Él, no perezca, sino que alcance la vida eterna.
Debe ser un día de nueva y más honda
consagración a Dios. Renovemos con toda el alma nuestro Renuncio bautismal. Rompamos con todo lo que desagrade a Dios.
Repitamos de nuevo, como en el día de nuestro Santo Bautismo: Creo en el Padre, creo en el Hijo, creo en
el Espíritu Santo.
Creo en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo. Estas palabras quieren expresar algo más que la simple
confesión de la real existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de un
solo Dios en tres Personas.
Significan, sobre todo, lo siguiente: Yo vivo para el Padre, para el Hijo y para
el Espíritu Santo, a los cuales me consagré y entregué por mi santo Bautismo.
Renovemos y ratifiquemos hoy esta
consagración a Dios. Hemos sido consagrados con Cristo; nos hemos entregado,
con Él, al Padre en propiedad. No vivamos, pues, ya más para nosotros mismos.
Vivamos totalmente para Dios solo.
En la Sagrada Comunión, el Señor sellará y
corroborará esta nuestra consagración a Dios. La consagración a Dios en esta
vida terrena se ensancha, gracias a la Sagrada Comunión, hasta una perpetua y eterna
comunidad de vida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
Un día veremos a Dios tal cual es, cara a
cara. Entonces poseeremos y gozaremos eternamente su vida, su gloria, su
esencia divina, las delicias de su amor divinamente sublime.
He aquí lo que nos ha granjeado el Hijo de
Dios con su Encarnación, con su Vida, con su Pasión, Muerte y Resurrección.
Bendigamos
al Dios del Cielo y glorifiquémosle ante todos los vivientes, porque ha
manifestado en nosotros su misericordia.
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La vida cristiana es inconcebible sin la
Trinidad; y cuanto más sobrenaturalmente vivamos, tanto más comprenderemos lo
que significa que Dios es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo.
Cuando el cristiano piensa en Dios Padre,
no puede olvidar que el Padre es aquél del cual depende toda paternidad en el
cielo y en la tierra, como dice San Pablo. Dios Padre ha comunicado su vida
divina al Hijo, a su Hijo natural, desde toda la eternidad, y, en el tiempo,
nos la comunica también a nosotros, hijos suyos adoptivos, mientras nos eleva
al estado sobrenatural.
Cuando el cristiano piensa en Dios Hijo, no
puede menos que conmoverse. La vida divina que deriva del Padre al Hijo, pasa
del Hijo a la humanidad —que Él une personalmente en la Encarnación—, y del
Hombre-Dios se vuelca en todas las almas.
No había nada más conveniente que esto: que
para otorgarnos el don de convertirnos en hijos adoptivos del Padre, no se
encarnase la primera o la tercera Persona, sino el Hijo Natural de Dios, el
cual, de este modo, como lo observa San Pablo, se convertía en el primogénito
entre muchos hermanos.
Finalmente, el verdadero cristiano no puede
menos que pensar en el Espíritu Santo, en el Amor substancial entre el Padre y
el Hijo.
Si somos hijos de Dios por los méritos de
Jesucristo, también nosotros estamos unidos al Padre y lo amamos. Pero el
nuestro es y no puede ser sino un amor natural. Nos une a Dios el amor
sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia,
como Cristo es su Cabeza. Él une a la Esposa de Cristo con el Padre. Es Él el
que obra en nuestras almas por medio de la gracia, con la caridad, con sus
virtudes y con sus dones.
Con mucha razón, pues, exclamaba San
Agustín: El misterio de la Trinidad es un gran misterio y un arcano saludable.
Nada más fecundo para la vida cristiana.