EL ERROR DEL PREDESTINADO
Esta parábola evangélica, del patrón de la vid y su manera de distribuir los salarios, nos dice que este propietario se había ligado por un compromiso con los obreros de la primera hora.
Como toda parábola, es una figura y un símbolo; porque del mismo modo, Jehová se comprometió con su pueblo, el cual, a su vez, se ligó recíprocamente a la fidelidad y firmó su contrato con conocimiento de causa, a pesar de todas las inclemencias y todas las vicisitudes.
Ahora bien, el señor de esta vid, así como el Señor del universo, era absoluta y legalmente libre, no sólo de pagar el mismo salario a los obreros de la undécima hora, sino incluso darles el céntuplo… e incluso ofrecer gratuitamente un regalo a personas que no hubiesen trabajado, sin perjuicio de los que habían trabajado…
En efecto, se trata de sus bienes, sobre los cuales nadie tiene el derecho de control, y los cuales solo él tiene el derecho innegable de distribuir como lo desee y como bien le parezca.
La protesta de los obreros de la primera hora es manifiestamente ilegítima.
Si, en la práctica, tenían probablemente el motivo oculto de intentar recibir mayor paga (lo que sería codicia); en teoría y en principio sólo se inspiraban en el sentimiento de la envidia, que no desea tanto lo mejor para sí como el menor bien para el vecino… en fin, el mal por el mal…
Sin este sentimiento de envidia, los viñadores de la primera hora se habrían contentado con el salario convenido… Pero la envidia se inflama cuando sus compañeros son tratados tan generosamente.
El análisis detallado de este relato evangélico nos conduce más lejos y nos hace ver la secuencia y la filiación de los sentimientos satánicos…
Del seno fértil de la envidia, vemos nacer, espontáneamente, una segunda impresión, igualmente característica, la cual, en el caso que nos ocupa, por falta de medios no fue más que un reflejo; pero que con la fuerza o las armas a su disposición, hubiese tomado la vía de la violencia. Como en la otra parábola de los viñadores homicidas.
En lo inmediato vemos nacer dos nuevas actitudes: una hacia los iguales (figura del trato con el prójimo), otra respecto al dueño de la vid (significando las relaciones con Dios).
La primera es el odio, directamente generado por la envidia contra un compañero, sin que él haya cometido ninguna falta, por el solo hecho de que se le trató generosamente.
La segunda es el espíritu de anarquía y de rebelión que insinúa a los trabajadores la presunción insolente de discutir y de criticar los actos y los gestos privados de la autoridad legítima cuando ella es perfectamente conforme a la justicia.
El dueño de la vid no es de ninguna manera un déspota; en verdad es liberal y generoso con todos.
La mentalidad política, económica y social contemporánea es similar a la de los viñadores evangélicos, sin hablar del actual quiebre de todo poder legítimo.
De este modo, la ruina amenaza al mundo porque el Príncipe de este Mundo, inventor patentado de la envidia, del odio y de la rebelión, sigue trabajando...
Pero no nos desviemos del tema que nos ocupa en particular. Hemos dicho que esta parábola es una figura del compromiso entra Jehová y su pueblo, que, a su vez, se ligó recíprocamente a ser fiel.
La parte leal y noble de Israel rogó, sufrió, perseveró bajo los rayos ardientes de un sol de mediodía, como los obreros de la primera hora; observó el contrato de alianza que obligaba a las dos partes.
Y Dios cumplió todos sus compromisos: sensible, según su promesa, a las súplicas constantes de este pueblo, el Señor le envía el Mesías, conforme a la imagen trazada en sus menores detalles por las predicciones de los Profetas.
Y fue en verdad su Mesías, nacido de su sangre, hablando su lengua, evangelizando solamente a sus hijos y eligiendo entre éstos sus discípulos.
Una misión privilegiada correspondía a Israel, que hubiese podido pasar a ser, si lo hubiese querido, el primogénito del segundo nacimiento bautismal, el “primero entre sus pares”, en medio de las naciones… como Lucifer, el Ángel Portador de la Luz, hubiese podido seguir siéndolo en el seno de amor divino.
Pero eso no era suficiente, ni para el uno ni para el otro… ¡Qué desgracia!
Pretendían limitar a sus personas la capacidad infinita del amor de Dios; confiscar hasta cierto punto su beneficio exclusivo, la totalidad de amor que creó y que llena el universo; hacer del Omnipotente una especie de deudor-esclavo, reclamando para sí no sólo los favores prometidos, sino también su poder, su voluntad y hasta esta libertad de hacer el bien a su manera.
Por monstruosa que pueda parecer tal presunción, era esto exactamente lo que pretendía Israel…
Ya que Dios, como el propietario legítimo de la vid, no negaba a los obreros de la primera hora el salario prometido; al contrario, lo daba íntegramente, sin restarle nada.
Pero se complacía, al mismo tiempo, en pagar la misma suma a los obreros de la tarde, como era su derecho, y nadie podía objetar o limitar su generosidad.
Dios no podía encontrar sino arrogante e insolente esta postura de los criados y criaturas que buscaban subvertir el orden, queriendo imponer a su Creador y Señor su voluntad y sus pretendidos derechos del hombre o del pueblo.
Después de haber suscitado tantos Profetas para describir con claridad por medio de palabras e imágenes el verdadero carácter de la realización mesiánica, el Omnipotente no podía hacer nada más.
Israel tenía todas las gracias. Toda su historia es un largo milagro, jalonado de predicciones y prefiguraciones. Dios le prodigó sus favores…
Pero lo que Israel rendía como fruto, se apresuraba inmediatamente a ingresarlo en el gran libro de su contabilidad personal…
Esta actitud merecía un castigo. Pero debía ser tal que las promesas divinas fuesen cumplidas; es decir, no debía venir de Dios, sino tener su fuente en el mismo pecado, y ser su consecuencia.
Además, no debía tener el carácter de un destino inexorable, sino una prueba suprema, difícil pero no imposible de superar.
Esta prueba, por el hecho de ser suprema y última, no podía ser sino una prueba de amor, puesto que el amor es la cosa última y suprema por excelencia.
Consistía en que el amor se elevase más allá de su sombra y compañera aquí en la tierra: la envidia…
Es decir, que el amor heroico y digno de Dios venciera al amor propio y terreno...
Ahora bien, la diferencia entre estos dos amores y, al mismo tiempo, la raíz de la envidia, radica en compartir y dar...
El amor humano, sin la ayuda de la gracia, no admite compartir.
Las leyes del amor sobrenatural son diferentes, porque el Infinito puede compartirse sin disminuirse. Sin menguar, Él puede pertenecer a todos enteramente, perteneciendo al mismo tiempo enteramente a cada uno.
Esto es lo que sucedió en la crisis de Israel, pero en un grado infinitamente más agudo y más potente... porque el Infinito estaba en juego…
Era necesario superar este instinto natural del amor humano, para elevarlo al concepto del amor al prójimo que, según las palabras evangélicas, es semejante al amor de Dios.
Lejos de contradecirlo o de disminuirlo por la división, el amor al prójimo eleva el amor humano y hace de él una misma cosa con el amor de Dios.
El fracaso de Israel fue lamentable…
Y seguirá siendo un ejemplo espantoso para todos los tiempos de cuán miserable es el hombre cuando quiere jugar al acreedor y al comerciante con Dios, en vez de abandonarse humildemente a la misericordia divina en el sentimiento de su indignidad y en el de la indignidad de sus pretendidos méritos y créditos.
Sin embargo, sólo ha sido el primer episodio esta lucha…; el segundo continúa aún hoy…es la verdadera lucha directa, cuyo estimulante y principio son la rebelión, el rencor, la venganza y el odio...
Israel se enroló claramente en el campo de los enemigos del bien, de los enemigos de Dios, enarbolando conscientemente el estandarte del Maligno, constituyéndose en el abanderado de todas las fuerzas dispersas que, según la palabra evangélica, no recogen con Cristo sino que desparraman.
Nada florecerá sobre el viejo tronco de Jesé, irremediablemente desecado como la higuera de la otra parábola del Evangelio, excepto las flores venenosas y satánicas de la rebelión, de la venganza y del odio… ya que el pueblo elegido de las predilecciones divinas será en adelante el pueblo deicida, el pueblo rechazado, maldito y despreciado por aquellos mismos que, por ambición o por interés, se asocian con él…
Será el rencor condenado a fermentar en medio de pueblos y naciones, la levadura farisaica que hará elevar y dilatar todos los malos instintos de la raza humana y de la bestia primitiva que duerme en ella y que se consagrará a revivir el beso de Judas…
Y así será hasta el cumplimiento del tiempo de las naciones…, que ya vivimos…
Pero, atención, porque los últimos serán primeros y los primeros, últimos…
Jesucristo, el Mesías, reprueba a su pueblo, lo cual tiene gran importancia y resuelve una dificultad tremenda en la lectura de las Escrituras.
Dios había hecho a los hebreos promesas grandiosas que, aparentemente, no cumplió…
¿Qué pasó? En Malaquías está la clave del misterio: el Profeta reprende y amenaza la corrupción religiosa, que desembocará en el fariseísmo; y amenaza con la “ruptura del pacto de Leví” y con hacerse un nuevo y más digno sacerdocio.
Las promesas divinas eran condicionadas, y los judíos quebraron el Pacto.
Pero los planes divinos no se quiebran nunca y sus promesas son sin arrepentimiento.
Al final de la profecía de Malaquías surge una promesa que no es condicionada sino absoluta: es la promesa del triunfo definitivo de Israel en la Parusía.
Jesucristo declaró solemnemente la ruptura del Pacto divino con la Sinagoga; todas las amenazas divinas contenidas en los profetas cayeron sobre Israel; y su conversión y triunfo fueron aplazados para el fin del mundo.
Toda esta historia encierra una lección gravísima para el cristiano.
El cristianismo tiene las promesas infalibles de Cristo; y en esas promesas, falseándolas, algunos se ensoberbecen o se adormecen…
Pero la Sinagoga también tenía esas promesas… ¿Qué le pasó?... Ya lo hemos considerado.
Algunos extienden el “he aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”, o el “las puertas del Infierno no prevalecerán”, o el “Yo he rogado a Dios, oh Pedro, para que tu fe no desfallezca”...
Extienden estas promesas y se las adjudican a sí mismos y a sus diplomas de intocables…
Porque la Iglesia es Santa, ellos deben ser respetados como santos, hagan lo que hagan…
Porque las puertas del infierno no prevalecerán, ellos se inventan futuros triunfos temporales y aun mundanales de la Iglesia…
Porque el Papa es infalible cuando habla ex cathedra, surgen una multitud de maestros que son infalibles cada vez que hablan...
Es un grave abuso… El mismo abuso de la palabra de Dios de los fariseos…
Contra este abuso está escrito: “Cuando Yo vuelva, ¿creéis que encontraré la fe en la tierra?” La fe estará tan reducida y oculta como para no encontrarla.
¿Por culpa de quién? Por culpa del engreimiento cristiano, contra el cual nos previene formalmente San Pablo: si algunas ramas fueron desgajadas, mientras tú -olivo silvestre- fuiste injertado en lugar de ellas, hecho partícipe de la savia que sube de la raíz del olivo, no te engrías contra las ramas. Y si te engríes, sábete que no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz que te sostiene. Pero dirás: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado. ¡Muy bien! Por su incredulidad fueron desgajadas, mientras tú, por la fe te mantienes. ¡No te engrías!; más bien, teme. Que si Dios no perdonó a las ramas naturales, debes temer que ni a ti te perdone. Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en el estado en que su bondad te ha puesto; que si no, también tú serás desgajado. En cuanto a ellos, si no se obstinan en la incredulidad, serán injertados; que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo. Porque si tú fuiste cortado del olivo silvestre, que es tu tronco por naturaleza, para ser injertado contra natura en un olivo cultivado, ¿con cuánta mayor razón serán injertadas en su propio olivo las ramas naturales del mismo olivo?
Por eso es digna de ser meditada la conclusión de la parábola de este domingo: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.
El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo.” Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: “¿Por qué estáis aquí todo el día ociosos?” Dícenle: “Es que nadie nos ha contratado.” Díceles: “Id también vosotros a la viña.” Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: “Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros.” Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: “Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor.” Pero él contestó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos. (San Mateo, 20: 1-16).
Bibliografía utilizada:
Emmanuel, Comte de Malynski:
L’Erreur du Prédestiné (El Error del Predestinado).
Reverendo Padre Leonardo Castellani:
Las Parábolas de Cristo: Del fin de la Sinagoga.
Emmanuel, Comte de Malynski:
L’Erreur du Prédestiné (El Error del Predestinado).
Reverendo Padre Leonardo Castellani:
Las Parábolas de Cristo: Del fin de la Sinagoga.
Esta parábola evangélica, del patrón de la vid y su manera de distribuir los salarios, nos dice que este propietario se había ligado por un compromiso con los obreros de la primera hora.
Como toda parábola, es una figura y un símbolo; porque del mismo modo, Jehová se comprometió con su pueblo, el cual, a su vez, se ligó recíprocamente a la fidelidad y firmó su contrato con conocimiento de causa, a pesar de todas las inclemencias y todas las vicisitudes.
Ahora bien, el señor de esta vid, así como el Señor del universo, era absoluta y legalmente libre, no sólo de pagar el mismo salario a los obreros de la undécima hora, sino incluso darles el céntuplo… e incluso ofrecer gratuitamente un regalo a personas que no hubiesen trabajado, sin perjuicio de los que habían trabajado…
En efecto, se trata de sus bienes, sobre los cuales nadie tiene el derecho de control, y los cuales solo él tiene el derecho innegable de distribuir como lo desee y como bien le parezca.
La protesta de los obreros de la primera hora es manifiestamente ilegítima.
Si, en la práctica, tenían probablemente el motivo oculto de intentar recibir mayor paga (lo que sería codicia); en teoría y en principio sólo se inspiraban en el sentimiento de la envidia, que no desea tanto lo mejor para sí como el menor bien para el vecino… en fin, el mal por el mal…
Sin este sentimiento de envidia, los viñadores de la primera hora se habrían contentado con el salario convenido… Pero la envidia se inflama cuando sus compañeros son tratados tan generosamente.
El análisis detallado de este relato evangélico nos conduce más lejos y nos hace ver la secuencia y la filiación de los sentimientos satánicos…
Del seno fértil de la envidia, vemos nacer, espontáneamente, una segunda impresión, igualmente característica, la cual, en el caso que nos ocupa, por falta de medios no fue más que un reflejo; pero que con la fuerza o las armas a su disposición, hubiese tomado la vía de la violencia. Como en la otra parábola de los viñadores homicidas.
En lo inmediato vemos nacer dos nuevas actitudes: una hacia los iguales (figura del trato con el prójimo), otra respecto al dueño de la vid (significando las relaciones con Dios).
La primera es el odio, directamente generado por la envidia contra un compañero, sin que él haya cometido ninguna falta, por el solo hecho de que se le trató generosamente.
La segunda es el espíritu de anarquía y de rebelión que insinúa a los trabajadores la presunción insolente de discutir y de criticar los actos y los gestos privados de la autoridad legítima cuando ella es perfectamente conforme a la justicia.
El dueño de la vid no es de ninguna manera un déspota; en verdad es liberal y generoso con todos.
La mentalidad política, económica y social contemporánea es similar a la de los viñadores evangélicos, sin hablar del actual quiebre de todo poder legítimo.
De este modo, la ruina amenaza al mundo porque el Príncipe de este Mundo, inventor patentado de la envidia, del odio y de la rebelión, sigue trabajando...
Pero no nos desviemos del tema que nos ocupa en particular. Hemos dicho que esta parábola es una figura del compromiso entra Jehová y su pueblo, que, a su vez, se ligó recíprocamente a ser fiel.
La parte leal y noble de Israel rogó, sufrió, perseveró bajo los rayos ardientes de un sol de mediodía, como los obreros de la primera hora; observó el contrato de alianza que obligaba a las dos partes.
Y Dios cumplió todos sus compromisos: sensible, según su promesa, a las súplicas constantes de este pueblo, el Señor le envía el Mesías, conforme a la imagen trazada en sus menores detalles por las predicciones de los Profetas.
Y fue en verdad su Mesías, nacido de su sangre, hablando su lengua, evangelizando solamente a sus hijos y eligiendo entre éstos sus discípulos.
Una misión privilegiada correspondía a Israel, que hubiese podido pasar a ser, si lo hubiese querido, el primogénito del segundo nacimiento bautismal, el “primero entre sus pares”, en medio de las naciones… como Lucifer, el Ángel Portador de la Luz, hubiese podido seguir siéndolo en el seno de amor divino.
Pero eso no era suficiente, ni para el uno ni para el otro… ¡Qué desgracia!
Pretendían limitar a sus personas la capacidad infinita del amor de Dios; confiscar hasta cierto punto su beneficio exclusivo, la totalidad de amor que creó y que llena el universo; hacer del Omnipotente una especie de deudor-esclavo, reclamando para sí no sólo los favores prometidos, sino también su poder, su voluntad y hasta esta libertad de hacer el bien a su manera.
Por monstruosa que pueda parecer tal presunción, era esto exactamente lo que pretendía Israel…
Ya que Dios, como el propietario legítimo de la vid, no negaba a los obreros de la primera hora el salario prometido; al contrario, lo daba íntegramente, sin restarle nada.
Pero se complacía, al mismo tiempo, en pagar la misma suma a los obreros de la tarde, como era su derecho, y nadie podía objetar o limitar su generosidad.
Dios no podía encontrar sino arrogante e insolente esta postura de los criados y criaturas que buscaban subvertir el orden, queriendo imponer a su Creador y Señor su voluntad y sus pretendidos derechos del hombre o del pueblo.
Después de haber suscitado tantos Profetas para describir con claridad por medio de palabras e imágenes el verdadero carácter de la realización mesiánica, el Omnipotente no podía hacer nada más.
Israel tenía todas las gracias. Toda su historia es un largo milagro, jalonado de predicciones y prefiguraciones. Dios le prodigó sus favores…
Pero lo que Israel rendía como fruto, se apresuraba inmediatamente a ingresarlo en el gran libro de su contabilidad personal…
Esta actitud merecía un castigo. Pero debía ser tal que las promesas divinas fuesen cumplidas; es decir, no debía venir de Dios, sino tener su fuente en el mismo pecado, y ser su consecuencia.
Además, no debía tener el carácter de un destino inexorable, sino una prueba suprema, difícil pero no imposible de superar.
Esta prueba, por el hecho de ser suprema y última, no podía ser sino una prueba de amor, puesto que el amor es la cosa última y suprema por excelencia.
Consistía en que el amor se elevase más allá de su sombra y compañera aquí en la tierra: la envidia…
Es decir, que el amor heroico y digno de Dios venciera al amor propio y terreno...
Ahora bien, la diferencia entre estos dos amores y, al mismo tiempo, la raíz de la envidia, radica en compartir y dar...
El amor humano, sin la ayuda de la gracia, no admite compartir.
Las leyes del amor sobrenatural son diferentes, porque el Infinito puede compartirse sin disminuirse. Sin menguar, Él puede pertenecer a todos enteramente, perteneciendo al mismo tiempo enteramente a cada uno.
Esto es lo que sucedió en la crisis de Israel, pero en un grado infinitamente más agudo y más potente... porque el Infinito estaba en juego…
Era necesario superar este instinto natural del amor humano, para elevarlo al concepto del amor al prójimo que, según las palabras evangélicas, es semejante al amor de Dios.
Lejos de contradecirlo o de disminuirlo por la división, el amor al prójimo eleva el amor humano y hace de él una misma cosa con el amor de Dios.
El fracaso de Israel fue lamentable…
Y seguirá siendo un ejemplo espantoso para todos los tiempos de cuán miserable es el hombre cuando quiere jugar al acreedor y al comerciante con Dios, en vez de abandonarse humildemente a la misericordia divina en el sentimiento de su indignidad y en el de la indignidad de sus pretendidos méritos y créditos.
Sin embargo, sólo ha sido el primer episodio esta lucha…; el segundo continúa aún hoy…es la verdadera lucha directa, cuyo estimulante y principio son la rebelión, el rencor, la venganza y el odio...
Israel se enroló claramente en el campo de los enemigos del bien, de los enemigos de Dios, enarbolando conscientemente el estandarte del Maligno, constituyéndose en el abanderado de todas las fuerzas dispersas que, según la palabra evangélica, no recogen con Cristo sino que desparraman.
Nada florecerá sobre el viejo tronco de Jesé, irremediablemente desecado como la higuera de la otra parábola del Evangelio, excepto las flores venenosas y satánicas de la rebelión, de la venganza y del odio… ya que el pueblo elegido de las predilecciones divinas será en adelante el pueblo deicida, el pueblo rechazado, maldito y despreciado por aquellos mismos que, por ambición o por interés, se asocian con él…
Será el rencor condenado a fermentar en medio de pueblos y naciones, la levadura farisaica que hará elevar y dilatar todos los malos instintos de la raza humana y de la bestia primitiva que duerme en ella y que se consagrará a revivir el beso de Judas…
Y así será hasta el cumplimiento del tiempo de las naciones…, que ya vivimos…
Pero, atención, porque los últimos serán primeros y los primeros, últimos…
Jesucristo, el Mesías, reprueba a su pueblo, lo cual tiene gran importancia y resuelve una dificultad tremenda en la lectura de las Escrituras.
Dios había hecho a los hebreos promesas grandiosas que, aparentemente, no cumplió…
¿Qué pasó? En Malaquías está la clave del misterio: el Profeta reprende y amenaza la corrupción religiosa, que desembocará en el fariseísmo; y amenaza con la “ruptura del pacto de Leví” y con hacerse un nuevo y más digno sacerdocio.
Las promesas divinas eran condicionadas, y los judíos quebraron el Pacto.
Pero los planes divinos no se quiebran nunca y sus promesas son sin arrepentimiento.
Al final de la profecía de Malaquías surge una promesa que no es condicionada sino absoluta: es la promesa del triunfo definitivo de Israel en la Parusía.
Jesucristo declaró solemnemente la ruptura del Pacto divino con la Sinagoga; todas las amenazas divinas contenidas en los profetas cayeron sobre Israel; y su conversión y triunfo fueron aplazados para el fin del mundo.
Toda esta historia encierra una lección gravísima para el cristiano.
El cristianismo tiene las promesas infalibles de Cristo; y en esas promesas, falseándolas, algunos se ensoberbecen o se adormecen…
Pero la Sinagoga también tenía esas promesas… ¿Qué le pasó?... Ya lo hemos considerado.
Algunos extienden el “he aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”, o el “las puertas del Infierno no prevalecerán”, o el “Yo he rogado a Dios, oh Pedro, para que tu fe no desfallezca”...
Extienden estas promesas y se las adjudican a sí mismos y a sus diplomas de intocables…
Porque la Iglesia es Santa, ellos deben ser respetados como santos, hagan lo que hagan…
Porque las puertas del infierno no prevalecerán, ellos se inventan futuros triunfos temporales y aun mundanales de la Iglesia…
Porque el Papa es infalible cuando habla ex cathedra, surgen una multitud de maestros que son infalibles cada vez que hablan...
Es un grave abuso… El mismo abuso de la palabra de Dios de los fariseos…
Contra este abuso está escrito: “Cuando Yo vuelva, ¿creéis que encontraré la fe en la tierra?” La fe estará tan reducida y oculta como para no encontrarla.
¿Por culpa de quién? Por culpa del engreimiento cristiano, contra el cual nos previene formalmente San Pablo: si algunas ramas fueron desgajadas, mientras tú -olivo silvestre- fuiste injertado en lugar de ellas, hecho partícipe de la savia que sube de la raíz del olivo, no te engrías contra las ramas. Y si te engríes, sábete que no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz que te sostiene. Pero dirás: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado. ¡Muy bien! Por su incredulidad fueron desgajadas, mientras tú, por la fe te mantienes. ¡No te engrías!; más bien, teme. Que si Dios no perdonó a las ramas naturales, debes temer que ni a ti te perdone. Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en el estado en que su bondad te ha puesto; que si no, también tú serás desgajado. En cuanto a ellos, si no se obstinan en la incredulidad, serán injertados; que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo. Porque si tú fuiste cortado del olivo silvestre, que es tu tronco por naturaleza, para ser injertado contra natura en un olivo cultivado, ¿con cuánta mayor razón serán injertadas en su propio olivo las ramas naturales del mismo olivo?
Por eso es digna de ser meditada la conclusión de la parábola de este domingo: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.