sábado, 23 de enero de 2010

La fe del Centurión


TERCER DOMINGO
DESPUÉS DE EPIFANÍA



Anda; que te suceda como has creído.

¡Qué palabra consoladora y vivificante! Hermosa recompensa de la fe de este centurión.

¡Pero cuán grande, firme y admirable era esta fe! A punto tal que el mismo Salvador se sintió conmovido: Os aseguro que no he encontrado en Israel una fe tan grande.

Una fe semejante es realmente insólita, incluso entre los cristianos. En efecto, la fe, en un gran número, es escasa y lánguida, y por eso se vive tan flojamente y se hacen pocas obras dignas del Cielo.

Con el fin de excitar en nosotros la fe, consideremos su naturaleza, su excelencia, y su necesidad.


Naturaleza de la fe

¿Qué es la fe? Es una virtud sobrenatural que nos inclina a creer todas las verdades reveladas por Dios y propuestas por la Iglesia para ser creídas.

Es una virtud sobrenatural…

Sobrenatural en su principio, ya que viene de Dios, es una pura gracia, un don absolutamente gratuito, el más precioso que pueda hacerse al hombre…

El primer don y el principio de todos los otros en el orden sobrenatural de la justificación…

Sobrenatural en su objeto, es decir, Dios, su naturaleza, sus perfecciones infinitas… todos los misterios y todas las maravillas de la vida y la muerte de Jesucristo… incluso el hombre, su origen, su naturaleza, su caducidad y su restauración, sus futuros destinos…

Sobrenatural en sus motivos, porque está fundada, no sobre la ciencia o el poder humano, sino sobre la palabra misma de Dios y la autoridad infalible de su Iglesia.

Creemos porque Dios se dignó revelar y porque la Iglesia nos transmite auténticamente su palabra… Esta es la razón por la cual nuestra fe no duda, ni cambia, ni puede cambiar.

¡Felices los pueblos y los individuos que recibieron y que conservan cuidadosamente este inefable don y el depósito de la fe!

¡Cuán miserables y dignos de compasión los pobres infieles, que no tienen aún la fe… y los malos cristianos, que la perdieron por su culpa!


Excelencia de la fe

La fe es una virtud excelente, que agrada infinitamente a Dios, atrae sus gracias, opera maravillas, separa del mundo, hace adquirir victorias y merecer las más espléndidas recompensas.

Consideremos el espléndido cántico triunfal del Apóstol, en el capítulo XI de su Epístola a los Hebreos:
La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. Por ella fueron alabados nuestros mayores.
Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece.
Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín, por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, aun muerto, habla todavía.
Por la fe, Henoc fue trasladado, de modo que no vio la muerte y no se le halló, porque le trasladó Dios. Porque antes de contar su traslado, la Escritura da en su favor testimonio de haber agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan.
Por la fe, Noé, advertido por Dios de lo que aún no se veía, con religioso temor construyó un arca para salvar a su familia; por la fe, condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia según la fe.
Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. Por lo cual también de uno solo y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar.
En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad.
Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura.
Por la fe, bendijo Isaac a Jacob y Esaú en orden al futuro.
Por la fe, Jacob, moribundo, bendijo a cada uno de los hijos de José, y se inclinó apoyado en la cabeza de su bastón.
Por la fe, José, moribundo, evocó el éxodo de los hijos de Israel, y dio órdenes respecto de sus huesos.
Por la fe, Moisés, recién nacido, fue durante tres meses ocultado por sus padres, pues vieron que el niño era hermoso y no temieron el edicto del rey.
Por la fe, Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de una hija de Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto el oprobio de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa.
Por la fe, salió de Egipto sin temer la ira del rey; se mantuvo firme como si viera al invisible. Por la fe, celebró la Pascua e hizo la aspersión de sangre para que el Exterminador no tocase a los primogénitos de Israel. Por la fe, atravesaron el mar Rojo como por una tierra seca; mientras que los egipcios intentando lo mismo, fueron tragados.
Por la fe, se derrumbaron los muros de Jericó, después de ser rodeados durante siete días.
Por la fe, la ramera Rahab no pereció con los incrédulos, por haber acogido amistosamente a los exploradores.
Y ¿a qué continuar? Pues me faltaría el tiempo si hubiera de hablar sobre Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas. Estos, por la fe, sometieron reinos, hicieron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca a los leones; apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra, rechazando ejércitos extranjeros; las mujeres recobraban resucitados a sus muertos.
Unos fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antros de la tierra.
Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas.
Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección.

¡Ah!, si tuviésemos esta fe de los antiguos Patriarcas y Mártires…

Hagamos, al menos, actos de fe lo más a menudo posible. ¿Quién podría decir el precio de un acto de fe expresado desde el fondo del corazón?

Un buen acto de fe es de verdad un acto de adoración, puesto que creer a Dios es someterse a Él, reconocer su supremo dominio, su majestad infinita, su autoridad, su sabiduría…

Un buen acto de fe es en verdad un sacrificio, un acto de abnegación, por el cual inmolamos nuestra inteligencia, nuestra voluntad…

Un buen acto de fe es un acto de caridad, puesto que nos abandonamos a Él, a su bondad paternal, a su amor… Aceptamos, con los ojos cerrados, bajo su palabra, los misterios más impenetrables…

Un buen acto de fe es un acto de reparación. Los sabios del mundo pagano no hicieron caso de Dios en las obras maravillosas de la creación; los judíos y numerosos incrédulos después de ellos, rechazan la doctrina y los milagros del Salvador.

Nosotros, adoramos a Jesucristo crucificado y en la locura de la cruz reconocemos la sabiduría y la omnipotencia de Dios.

La fe es, pues, un acto de adoración, de inmolación, de amor y de reparación… Es por ello que es tan excelente y tan agradable Dios.

Por eso Nuestro Señor lo alababa y lo recompensaba por los más brillantes milagros…


Necesidad de la fe


Sin fe es imposible agradar Dios, ha dicho San Pablo.

Sin fe es imposible salvarse. El que creyere, y fuese bautizado, se salvará; el que no creyere, se condenará.

Es cierto que, para merecer el Cielo, es necesario hacer buenas obras. Pero la fuente de las buenas obras y de las virtudes, la base y el fundamento de la vida cristiana, es la fe.

Sin ella, es imposible producir la menor obra digna del Cielo.

Las virtudes nacen o mueren, crecen o disminuyen en relación con ella.

Como la razón distingue al hombre del animal, así mismo la fe distingue al cristiano del infiel.

Si nuestra fe es grande, haremos mucho para Dios; si es escasa, haremos poco; si no tenemos la fe, nos asemejamos a los paganos y, en este lamentable estado, no podemos esperar la salvación para nosotros.

La fe es necesaria incluso para evitar los errores del mundo y las ilusiones de nuestro propio espíritu; para triunfar de nuestras pasiones, de la triple concupiscencia, para ayudarnos soportar como cristianos los sufrimientos y las pruebas de esta triste vida.

En una palabra, la fe es necesaria para santificarnos, confortarnos y conducirnos al cielo.


Nuestro Señor dijo respecto del Centurión: Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande.

Hermoso elogio en la boca del Salvador… ¡Bienaventurados si mereciésemos un halago semejante!

Desgraciadamente, si nos examinamos bien, cuán escasa y superficial es nuestra fe…

¿Dónde encontrar una fe sólida y perfecta?


CONCLUSIÓN

Pidamos a menudo a Dios la gracia de la fe, y tengamos cuidado de conservarla siempre intacta.

Hecho con frecuencia el acto de fe, de todo corazón, tengamos una fe de verdad práctica, y cuidemos que cada una de nuestras acciones sea un acto de fe… vivamos en conformidad con nuestra fe.