sábado, 6 de febrero de 2010

Acercándonos a la Cuaresma


DOMINGO DE SEXAGÉSIMA


Durante el año primero de su predicación, Jesús daba a las multitudes su doctrina sin velar su pensamiento: su lenguaje claro y transparente, como se ofrece en el Sermón de la Montaña, permitía al pueblo entender directamente, sin metáforas, sus divinas enseñanzas.

Pero los escribas y los fariseos, celosos de la preponderancia del Divino Maestro, a quien, además, consideraban como blasfemo, endemoniado, amigo de pecadores y corruptor de la ley, soliviantaron contra Él a las multitudes, que se pusieron en guardia contra sus enseñanzas: Jesús, en el concepto de aquel pueblo, desviado por las predicaciones y la influencia política y religiosa de sus enemigos, ya no era el Maestro de verdad infalible.

Fue entonces cuando Jesús cambió de procedimiento pedagógico en sus predicaciones. Sus milagros se hicieron menos frecuentes y su predicación, sin perder nada de su fuerza, dejó de ser la exposición clara y propia de los conceptos para vestir el ropaje de la parábola, escondiendo su doctrina espiritual bajo el envoltorio de este género de apólogo.


Parábola es palabra griega que significa comparación, yuxtaposición, colocación, semejanza.

Es, pues, la parábola la expresión simbólica de una verdad religiosa, por medio de una narración más o menos fingida, pero verosímil, tomada siempre de la naturaleza o de las costumbres de la vida humana.

De donde se deduce que la parábola no es más que la comparación entre dos objetos, uno material y otro espiritual, semejantes uno al otro, de tal manera que el mayor conocimiento que tenemos del material nos ayude a comprender mejor el espiritual.

De manera que el rasgo esencial de la parábola es que, siendo pura invención, reproduce un fenómeno o una escena de la vida humana tal como en realidad ocurren o pueden ocurrir, con la finalidad de simbolizar una verdad religiosa. En ella, la parte de ficción está claramente separada de la realidad doctrinal que con ella se trata de dilucidar.


La parábola se funda, en primer lugar, en la profunda semejanza que hay entre el orden natural y el sobrenatural.

Todas las criaturas son obra de Dios, que imprime en ellas alguna semejanza de su naturaleza y de sus perfecciones.

Por la misma razón, el mundo de la naturaleza es asimismo semejante al mundo de la gracia, ambos son obra de Dios y reproducen un aspecto inimitable del Verbo de Dios.


Las dificultades de su interpretación provienen de la misma naturaleza de la parábola y de la distancia enorme que hay entre la parte narrativa o descriptiva de la misma y las altísimas verdades de orden sobrenatural que en ella se encierran.

Las parábolas de Jesús son claras y simples, es verdad; pero ello debe entenderse de la parte material o literaria; son piezas expuestas con una facilidad y con una viveza extraordinarias, que hacen que a la simple lectura se comprenda la parte material del apólogo.

Pero la aplicación total a la doctrina es difícil. Es la imperfección del instrumento que no deja ver la profundidad de luz que en él encerró Jesús.

Siendo la parábola la narración de un hecho que pertenece al mundo fenomenal de la naturaleza o a alguna escena de la vida humana, pero que es como el envoltorio material de una verdad de orden espiritual sobrenatural, la función del exegeta se reduce a tres puntos:
  • a) Desentrañar el sentido literal de la parábola,
  • b) Considerar la doctrina espiritual que encierra,
  • c) Relacionar el sentido literal con el espiritual.

Para conocer el sentido literal deben tenerse en cuenta, además de las leyes de hermenéutica general, gramatical y lógica, las condiciones en que se desarrolla el fenómeno natural o la escena de costumbres que sirven de soporte histórico a la parábola.

Es preciso que el exegeta conozca lo que sea preciso de la naturaleza, del arte, de las costumbres en que las parábolas se inspiraron, y que tenían las características históricas del país y tiempo en que vivió Jesús.


Conocido y fijado ya el sentido literal se procede a investigar el sentido parabólico o espiritual.

La llave de la interpretación la da la misma parábola o el contexto. No hay parábola alguna, dice Tertuliano, que o no sea explicada por el mismo Cristo; o aclarada por el redactor del Evangelio; o que no ofrezca ella misma su significación.


Procede luego cotejar la parte literal o histórica de la parábola con la doctrina y hacer las oportunas aplicaciones de los detalles de la una a las particularidades de la otra. Es la parte más delicada de la exégesis de la parábola.

Dos excesos deben evitarse en ello: es el primero el querer dar un sentido espiritual a todos los detalles, hasta los más nimios de la parábola. Otro exceso o abuso es el de quienes no conceden más sentido espiritual que al núcleo de la parábola, dejando sin él a todos los adjuntos de la misma.



La parábola del Sembrador forma parte del grupo de ocho llamado “del Reino de Dios”.

San Mateo nos dice que esta predicación la tuvo Jesús el mismo día de sus disputas acérrimas con escribas y fariseos.


Jesús, antes de dar la explicación de esta parábola, da la razón de su pedagogía.

Hay dos clases de hombres con respecto al Reino de Dios: unos, protervos, que no quieren reconocer los títulos que Cristo exhibe de su misión mesiánica (su doctrina y sus milagros), aferrándose más bien al equivocado concepto de un reino material y glorioso en la tierra; éstos no merecen se les expliquen los misterios del Reino de Dios.

Otros, en cambio, como los apóstoles, creen en la legación de Jesús, y a éstos explicará claramente su pensamiento.


Guardaban los judíos la fe en el Mesías: si hubieran creído en la misión de Jesús, aquella fe se hubiese desarrollado en el don mayor de su entrada en la Iglesia; ahora hasta aquella gracia primera les será inútil.

En cambio, los discípulos de Jesús pasarán de aquella fe a la abundancia del Reino de Dios.


Esta razón del cambio en su pedagogía, Jesucristo la sintetiza en estas tremendas palabras: Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven; y oyendo no oyen, ni entienden.

Ven con los ojos de su imaginación y de su entendimiento el contenido material de la parábola, y oyen con sus oídos las cosas indicadas en su descripción; pero no penetran su profundo sentido.

Es la pena que ha merecido su incredulidad: si no han creído en la doctrina, confirmada con tantos milagros, menos creerían las profecías del Reino de Dios que en las parábolas se encierran.

En esta conducta del pueblo judío para con Jesús, San Mateo ve el cumplimiento de una antigua profecía: Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Oiréis con cuidado, y no entenderéis: miraréis con atención y no veréis: veréis la imagen, el enigma, no la realidad que contiene. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, imagen de la insensibilidad, de la indiferencia, y con los oídos pesadamente oyeron, y cerraron sus ojos, por miedo a que vean con los ojos y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón, y se conviertan y yo los sane, y les sean perdonados los pecados (Isaías, 6, 9-10).

Es el terrible castigo del pecado contra el Espíritu Santo.

Mas a los discípulos, que han sido dóciles a sus enseñanzas, Jesús los trata con predilección especial, abriéndoles de par en par los misterios del Reino de Dios. Es para ellos el comienzo de la bienaventuranza: Mas dichosos vuestros ojos, que ven, y vuestros oídos, que oyen.


Tampoco los discípulos habían entendido la parábola del sembrador. Después de la digresión, en que les ha respondido a su pregunta del por qué de la predicación por parábolas, va a desentrañarles la del sembrador, como le piden.


El que siembra, siembra la palabra. Así queda definido el protagonista de la acción: es un sembrador de palabras, un maestro, un adoctrinador, con misión para ello.

Luego define la naturaleza de la palabra sembrada: La simiente es la Palabra de Dios.

Es la que Dios, por medio de la revelación, se ha dignado comunicar a los hombres; la que Cristo anuncia, y la que confió a sus apóstoles, la que sus sucesores anuncian al pueblo.

Se compara a una semilla, porque el Evangelio, como que es la fuerza de Dios para la salvación, tiene fuerza y eficacia para producir ubérrimos frutos, si se recibe del modo debido.


Ahora bien, siendo la semilla siempre la misma, de las condiciones del suelo depende el fruto.

Es decir, hay diferentes clases de almas respecto de la religión, de la fe... Existen diversas clases de hombres:
  • los que fallan en la fe
  • los que responden bien

Entre aquellos que fallan en la fe, hay tres clases:


1ª) Los frívolos, superficiales o pueriles. Son los señalados por el camino en el que cae la semilla, aquellos que reciben la palabra de Dios… Pero he aquí el primer enemigo, “el maligno”, “Satanás”, el primero empeñado en destruir el Reino de Dios, que suscita en el corazón de estos hombres, en el que no ha podido penetrar la divina palabra, mil impresiones y recuerdos que la borran.

La semilla no germina; ni siquiera ha podido penetrar la divina Palabra: cae sobre el camino y es hollada.

La fe ni siquiera puede prender en estas almas, porque la fe pertenece al dominio de lo serio, de lo profundo, y éstas son superficiales, no tienen peso ni sujeto. No tienen ambiente para la vida de la fe.

Esta clase de almas es la más común hoy en día.



2ª) Los flojos, tibios o dubitantes, en los cuales la semilla cae sobre piedra, donde no tiene mucha tierra; y apenas nacida, cuando sale el sol, se quema y se seca porque no tiene humedad ni raíz.

La semilla germina, pero la planta se quema pronto. Estos hombres reciben la fe, son capaces de lo religioso, de moverse en el plano religioso, incluso practican algún bien; pero no quieren sufrir, y la fe no echa raíces en su corazón y se les seca pronto.

Como no quieren obrar conforme a la fe, y la fe sin obras es una fe muerta, lo religioso dura poco en estas almas.


Cuatro son las causas de esta triste realidad: tierra escasa - sol abrasador - poca humedad - no tienen raíz.

El miedo al sufrimiento suprime la fe en estos hombres. Ellos entienden de religión y ven claramente lo que la religión les exige y dónde y por dónde los quiere llevar... y por eso abandonan…

Cuando se presenta la tentación, retroceden, dejan la fe.



3ª) Los furiosos, enardecidos o desesperados, representados por la semilla que cae entre espinas que, al nacer junto con ella, la ahogan, y no da fruto.

La planta se asfixia. La fe existe, tienen fe, pero cubierta y convertida en fermento de acción y desesperación; fermento de acción mundana, de agitación.

Son hombres religiosos, pero cuya mística está desviada, aprisionada por una pasión y un falso ideal: éstos son los que oyeron la palabra, pero como andan en afanes de este siglo, en riquezas y placeres de la vida, se ahoga y no reporta fruto.

Están sofocados por las preocupaciones terrenales. De allí nace el desasosiego espiritual y la angustia, acompañado de un activismo malsano.

¡Aquí hay vida!, pero natural, humana… cardos y espinas. Lo demoníaco es inmediato.

¡Cuántos jóvenes hemos visto enrolados en movimientos revolucionarios, inspirados por una religiosidad temporal, un mesianismo demoníaco!




Están también aquellos que responden bien a la fe, que retienen la Palabra de Dios y dan su fruto con paciencia, longanimidad, constancia y perseverancia.

Entre ellos hay también tres clases: cayó en tierra buena, y nació, y dio fruto, como dice San Marcos, uno el treinta, otro el sesenta, otro el ciento por uno, según la proporción de sus buenas disposiciones.


1ª) Los penitentes, de piedad mediocre e intermitente.

En ellos, el pecado mortal es más o menos combatido; pactan con el pecado venial y a veces lo cometen deliberadamente; abandonando fácilmente la oración.



2ª) Los piadosos, cuya piedad es sostenida e incluso fervorosa.

Ellos jamás cometen un pecado mortal; difícilmente cometen un pecado venial plenamente deliberado; son fieles a la oración.



3ª) Los perfectos, que tienen una fe total y cuyos actos la manifiestan.

Ellos jamás cometen un pecado deliberado, ni mortal, ni venial; combaten incluso las imperfecciones; tienen una fidelidad exquisita a la oración. Poseen un corazón magnánimo.



Como conclusión práctica, nuestro corazón tiene que ser tierra buena, que reciba con amor toda semilla de Palabra de Dios: lecturas, sermones, consejos, ejemplos, inspiraciones.

Tierra humedecida por la gracia de Dios que la penetre sin resistencias.

Tierra soleada por el amor de Dios; labrada y abonada con el cuidado perseverante.

Tierra vigilada de todo ladrón que pudiera arrebatar el fruto.

Tierra guardada de todos los enemigos de dentro, representados por las rocas y las espinas (la vanidad, la codicia, las malas concupiscencias, las resistencias, el endurecimiento, los excesivos cuidados).

Tierra protegida contra los enemigos de fuera, el mundo y el demonio, figurados por las aves del cielo.



El que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto con paciencia, y produce uno ciento, otro sesenta, otro treinta por uno…


¡Atención!, pues, porque el Divino Sembrador sigue esparciendo su semilla…