DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA
El Evangelio de este domingo de Quincuagésima, último de la preparación para la Cuaresma que comienza el próximo miércoles, nos presenta el relato del viaje de Nuestro Señor desde Galilea a Jerusalén, durante cuyo transcurso predijo por tercera vez su Pasión y su muerte a sus discípulos, los cuales no entendieron nada.
El odio de los fariseos y de los doctores de la ley contra Jesús se hacía cada vez más agresivo. Jesús, el gran reformador, admirado por el pueblo, ponía en peligro su prepotencia por sus denuncias tan justas como implacables. Los avergonzaba; era el enemigo; convenía abatirlo. Lo habían declarado fuera de la ley y buscaban cómo apoderarse de su persona; pero, recelando la indignación del pueblo, espiaban la ocasión de hacerlo en secreto.
Jesús, conociendo sus designios, se substraía a su persecución; cuando la inquina arreciaba, se retiraba al desierto para reaparecer ya calmada un tanto o si lo llamaba el deber. Mas, como había de salvarnos con su muerte, no aguardaba más que el momento señalado por su Padre para entregarse.
Pues bien, esta hora, siempre presente en su inteligencia, objeto continuo a la vez de sus deseos y de sus repugnancias, se iba acercando, estaba ya muy próxima.
La fiesta de la Pascua debía celebrarse en aquellos días, y de todas las regiones de Palestina venían los israelitas fieles a Jerusalén. En tales circunstancias, Jesús habitaba cerca del desierto de Efrén; sus Apóstoles y el grupo de discípulos lo habían acompañado en esta huída y temblaban por Él y también por sí mismos.
La hora era solemne, el divino Salvador se disponía a hacerles una confidencia que, si bien ya había sido realizada en dos oportunidades, no dejaba de ser inesperada e imprevista, al mismo tiempo que pondría a prueba su fe, su confianza y su caridad...: les va a anunciar solemne y definitivamente su inmediata Pasión y a declararles minuciosamente todas las circunstancias humillantes y acerbas... Mas, para sostener su coraje y su ánimo, les anunciará también su resurrección al tercer día.
Se entiende perfectamente la intención de la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, al insertar este pasaje evangélico justo en la antesala de la Cuaresma: imaginemos, cerca de un desierto, un camino mal trazado que desaparece en lontananza. El divino Salvador de pie, el brazo extendido y señalando con la mano la pérfida ciudad deicida. Los doce Apóstoles, a ambos lados, sorprendido y absortos, escuchan las confidencias de Jesús: “Ya veis que subimos a Jerusalén, donde se cumplirán todas las cosas que fueron escritas por los profetas acerca del Hijo del hombre; porque será entregado en manos de los gentiles y escarnecido y azotado y escupido; y, después que lo hubieren azotado, le darán muerte, y al tercer día resucitará”…
Jesucristo profetiza su propia Pasión y muerte. Cuando celebremos el Domingo de Ramos, hemos de recordar esto: cuando Nuestro Señor entró en Jerusalén por última vez sabía perfectamente que iba a la muerte.
¡Qué concepto, qué idea enorme debemos formarnos de Jesús!... Cuando se deja aclamar por una muchedumbre, cuando se presta para ser proclamado Rey, sabe que otra muchedumbre, compuesta en su mayor parte por las mismas personas, cinco días más tarde, iba a gritar: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
¡Qué inmensa y admirable es la figura de Nuestro Señor Jesucristo! Dotado de una fuerza de carácter indomable, encara de frente la tormenta de su derrumbe y, de paso, acepta la irrisoria brisa de su efímero triunfo...
Jesús enfrenta el martirio con fortaleza porque es la Verdad y sabe, como Dios, los pormenores de este drama y su culminación gloriosa... Pero, los Apóstoles, ¿cómo reaccionaron?
Consideremos la actitud de los Apóstoles, esto nos puede dar grandes lecciones para nuestra vida espiritual...
Sus semblantes reflejan una mezcla vaga de extrañeza y espanto... Cristo profetiza su Pasión y sus discípulos no entienden, no le creen.
¿Por qué no entendieron? Era porque sus ideas y sus impresiones permanecían muy humanas. La naturaleza tiene horror al sufrimiento y a la humillación...
Para que este horror se disipe, es necesario que la naturaleza sufra un cambio: sólo las miras sobrenaturales lo preparan... Y los Apóstoles, poco asiduos a la oración y un tanto indiferentes a la gracia, permanecían bajo la influencia de la opinión pública, esperando un Mesías glorioso, temporal, terreno...
Además, a la perspectiva de los tormentos que padecería el Divino Maestro, se añadía el temor instintivo de tener que participar de su suerte. Esta impresión les substraía la vista de las razones superiores y turbaba en ellos el sentido sobrenatural.
Pues bien, todo cristiano debe resignarse de antemano a este evento espantoso y que infunde tanto miedo a la pobre naturaleza, porque todo aquel que quiere vivir piadosamente en Cristo, sufrirá la humillación, sufrirá el deshonor, sufrirá la persecución, sufrirá, por así decir, la muerte civil y social.
¿Acaso no somos en esto semejantes a los Apóstoles? No nos han faltado santas instrucciones y enseñanzas; todo el Evangelio, toda la predicación, todos los libros de piedad, toda la sagrada liturgia, toda la historia de la Iglesia y de sus santos están allí para recordarnos sin cesar el sublime papel de padecimiento y de la humillación... Y sin embargo, nuestras ideas demasiado humanas y terrenas nos dominan...; nos sentimos débiles y quisiéramos huir...
¿Por qué somos tan parecidos a los Apóstoles en esto? Porque, como ellos, hemos correspondido mediocremente a la gracia; no hemos cambiado profundamente nuestras ideas y menos nuestra actitud, nuestras costumbres.
Si bien los Apóstoles no entendieron a Jesús, con todo lo siguieron, y no fue sin mérito, porque todo les hablaba de peligros y fracasos.
Jesús conocía bien el corazón de sus Apóstoles; por eso no les dice «Yo voy»; sino «Vamos», como si toda separación fuera imposible. Con lo cual les hizo mucha honra, como si les dijera: “De tal manera cuento con vosotros que ni siquiera os consulto: «Vamos a Jerusalén», juntos estamos aquí y juntos estaremos allá”.
Sea este nuestro aliento... Sin duda no gustamos del padecimiento y las perspectivas de humillaciones y deshonores nos horripilan...
Con todo, debemos estar preparados para esta especie de martirio. Pero para ello se precisa fortaleza y fe en Jesucristo y su santa religión.
La enseñanza que debemos extraer de este anuncio de la Pasión, que nos introduce inmediatamente a la Cuaresma de este año y nos prepara mediatamente al martirio, al menos incruento, es la de la necesidad de la fe y de la confianza...
Por eso, el Evangelio continúa inmediatamente, aparentemente sin ninguna unidad, con el milagro de la curación del ciego de Jericó...
Pero debemos recordar que, como dice San Agustín, “los actos del Verbo son también palabras”. En efecto, estos dos episodios del Evangelio parecen heterogéneos y, sin embargo, tienen una profunda unidad.
Dentro de seis días, Jesús sufrirá las traiciones más odiosas, los abandonos más sensibles, los suplicios más crueles...
Todo esto Jesús lo sabe y lo ve; ningún detalle se lo oculta; esta multitud que lo sigue y lo aclama, lo dejará morir sin protesta alguna; los mismos Apóstoles enmudecerán, y uno de ellos será el traidor... Y sin embargo, una serenidad perfecta reina en su semblante y su Corazón multiplica los beneficios y las enseñanzas...
El miedo, la visión demasiado natural, el apego a lo terreno, la falta de espíritu sobrenatural había cegado a los Apóstoles... Jesús cura al cieguito y con ello fortalece la fe y la confianza de sus discípulos, sana la ceguera espiritual y los prepara para el martirio.
El ciego representa al incrédulo, envuelto en la noche completa, o al cristiano que queda como extraño a las verdades sobrenaturales, las que conoce de memoria pero no alcanza a penetrar su viviente realidad...
El ciego Bartimeo es un ejemplo de fe viva y actuante...: “tu fe te ha curado”, le dice Nuestro Señor.
Notemos que Bartimeo, significa hijo de Timeo. Ahora bien, en latín, timeo significa temer… Jesús quiere sanar la ceguera de los hijos del miedo…
El desgraciado Bartimeo, pues, pedía limosna a la vera del camino; primero preguntó, después escudriñó, luego creyó y, por último, obró.
Esta es la fe con obras, la fe luminosa, diferente a la fe dormida o muerta, a la fe enceguecida... El cieguito, en su ceguera, veía mucho más que otros que se tienen por linces...
Él sentía la inmensidad de su infortunio, mientras que nosotros no tenemos bastante consciencia del nuestro; él sabía que irían apareciendo espectáculos maravillosos cuando se abriesen sus ojos; sabía que entonces podría guiarse a sí mismo y obrar libremente... Por eso obra con fe...
Esas son las cualidades de la fe: preguntar sumisamente, averiguar diligentemente, confesar paladinamente, obrar valientemente.
Decirle a Jesucristo “Hijo de David” era reconocerlo como verdadero Mesías... y así obtuvo lo que pedía: “Señor, que vea”...
La oración de la fe jamás termina en la nada...
Así nos sucedería a nosotros si nuestros ojos llegasen a abrirse bien... ¡Qué objetos tan admirables se presentarían delante de los ojos interiores del alma!
Ahora bien, esa fe viva y luminosa para serlo debe estar animada por la caridad. Por esta razón también la Santa Liturgia acompaña este Evangelio con el trozo de la epístola de San Pablo que trae el cántico de la caridad. Por más que tenga una fe capaz de trasladar las montañas, si no tengo caridad, no soy nada, etc.
Lleno de gozo, Bartimeo siguió a Jesús. Nada más natural. También nosotros debemos ser consecuentes. A medida que Dios nos da más luz, debemos acercarnos al Divino Salvador. La luz es una gracia muy grande. Toda gracia exige una fiel correspondencia. Toda correspondencia trae progresos.
Seguir a Jesús es, en primer lugar, amarlo; luego quedar libre y hábil para estar con Él; y sobre todo es vivir como Él vivió.
Si nuestra fe topa con obscuridades, elevemos nuestra visión en proporción a las luces que nos deja, y estas luces aumentarán mucho más. Si Jesús en la vida interior se nos manifiesta con aspectos nuevos, seamos más decididos en seguirlo.
Digámosle con instancia; ¡Oh Divino Salvador, haced que vea, haced que os siga!
El Evangelio de este domingo de Quincuagésima, último de la preparación para la Cuaresma que comienza el próximo miércoles, nos presenta el relato del viaje de Nuestro Señor desde Galilea a Jerusalén, durante cuyo transcurso predijo por tercera vez su Pasión y su muerte a sus discípulos, los cuales no entendieron nada.
El odio de los fariseos y de los doctores de la ley contra Jesús se hacía cada vez más agresivo. Jesús, el gran reformador, admirado por el pueblo, ponía en peligro su prepotencia por sus denuncias tan justas como implacables. Los avergonzaba; era el enemigo; convenía abatirlo. Lo habían declarado fuera de la ley y buscaban cómo apoderarse de su persona; pero, recelando la indignación del pueblo, espiaban la ocasión de hacerlo en secreto.
Jesús, conociendo sus designios, se substraía a su persecución; cuando la inquina arreciaba, se retiraba al desierto para reaparecer ya calmada un tanto o si lo llamaba el deber. Mas, como había de salvarnos con su muerte, no aguardaba más que el momento señalado por su Padre para entregarse.
Pues bien, esta hora, siempre presente en su inteligencia, objeto continuo a la vez de sus deseos y de sus repugnancias, se iba acercando, estaba ya muy próxima.
La fiesta de la Pascua debía celebrarse en aquellos días, y de todas las regiones de Palestina venían los israelitas fieles a Jerusalén. En tales circunstancias, Jesús habitaba cerca del desierto de Efrén; sus Apóstoles y el grupo de discípulos lo habían acompañado en esta huída y temblaban por Él y también por sí mismos.
La hora era solemne, el divino Salvador se disponía a hacerles una confidencia que, si bien ya había sido realizada en dos oportunidades, no dejaba de ser inesperada e imprevista, al mismo tiempo que pondría a prueba su fe, su confianza y su caridad...: les va a anunciar solemne y definitivamente su inmediata Pasión y a declararles minuciosamente todas las circunstancias humillantes y acerbas... Mas, para sostener su coraje y su ánimo, les anunciará también su resurrección al tercer día.
Se entiende perfectamente la intención de la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, al insertar este pasaje evangélico justo en la antesala de la Cuaresma: imaginemos, cerca de un desierto, un camino mal trazado que desaparece en lontananza. El divino Salvador de pie, el brazo extendido y señalando con la mano la pérfida ciudad deicida. Los doce Apóstoles, a ambos lados, sorprendido y absortos, escuchan las confidencias de Jesús: “Ya veis que subimos a Jerusalén, donde se cumplirán todas las cosas que fueron escritas por los profetas acerca del Hijo del hombre; porque será entregado en manos de los gentiles y escarnecido y azotado y escupido; y, después que lo hubieren azotado, le darán muerte, y al tercer día resucitará”…
Jesucristo profetiza su propia Pasión y muerte. Cuando celebremos el Domingo de Ramos, hemos de recordar esto: cuando Nuestro Señor entró en Jerusalén por última vez sabía perfectamente que iba a la muerte.
¡Qué concepto, qué idea enorme debemos formarnos de Jesús!... Cuando se deja aclamar por una muchedumbre, cuando se presta para ser proclamado Rey, sabe que otra muchedumbre, compuesta en su mayor parte por las mismas personas, cinco días más tarde, iba a gritar: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
¡Qué inmensa y admirable es la figura de Nuestro Señor Jesucristo! Dotado de una fuerza de carácter indomable, encara de frente la tormenta de su derrumbe y, de paso, acepta la irrisoria brisa de su efímero triunfo...
Jesús enfrenta el martirio con fortaleza porque es la Verdad y sabe, como Dios, los pormenores de este drama y su culminación gloriosa... Pero, los Apóstoles, ¿cómo reaccionaron?
Consideremos la actitud de los Apóstoles, esto nos puede dar grandes lecciones para nuestra vida espiritual...
Sus semblantes reflejan una mezcla vaga de extrañeza y espanto... Cristo profetiza su Pasión y sus discípulos no entienden, no le creen.
¿Por qué no entendieron? Era porque sus ideas y sus impresiones permanecían muy humanas. La naturaleza tiene horror al sufrimiento y a la humillación...
Para que este horror se disipe, es necesario que la naturaleza sufra un cambio: sólo las miras sobrenaturales lo preparan... Y los Apóstoles, poco asiduos a la oración y un tanto indiferentes a la gracia, permanecían bajo la influencia de la opinión pública, esperando un Mesías glorioso, temporal, terreno...
Además, a la perspectiva de los tormentos que padecería el Divino Maestro, se añadía el temor instintivo de tener que participar de su suerte. Esta impresión les substraía la vista de las razones superiores y turbaba en ellos el sentido sobrenatural.
Pues bien, todo cristiano debe resignarse de antemano a este evento espantoso y que infunde tanto miedo a la pobre naturaleza, porque todo aquel que quiere vivir piadosamente en Cristo, sufrirá la humillación, sufrirá el deshonor, sufrirá la persecución, sufrirá, por así decir, la muerte civil y social.
¿Acaso no somos en esto semejantes a los Apóstoles? No nos han faltado santas instrucciones y enseñanzas; todo el Evangelio, toda la predicación, todos los libros de piedad, toda la sagrada liturgia, toda la historia de la Iglesia y de sus santos están allí para recordarnos sin cesar el sublime papel de padecimiento y de la humillación... Y sin embargo, nuestras ideas demasiado humanas y terrenas nos dominan...; nos sentimos débiles y quisiéramos huir...
¿Por qué somos tan parecidos a los Apóstoles en esto? Porque, como ellos, hemos correspondido mediocremente a la gracia; no hemos cambiado profundamente nuestras ideas y menos nuestra actitud, nuestras costumbres.
Si bien los Apóstoles no entendieron a Jesús, con todo lo siguieron, y no fue sin mérito, porque todo les hablaba de peligros y fracasos.
Jesús conocía bien el corazón de sus Apóstoles; por eso no les dice «Yo voy»; sino «Vamos», como si toda separación fuera imposible. Con lo cual les hizo mucha honra, como si les dijera: “De tal manera cuento con vosotros que ni siquiera os consulto: «Vamos a Jerusalén», juntos estamos aquí y juntos estaremos allá”.
Sea este nuestro aliento... Sin duda no gustamos del padecimiento y las perspectivas de humillaciones y deshonores nos horripilan...
Con todo, debemos estar preparados para esta especie de martirio. Pero para ello se precisa fortaleza y fe en Jesucristo y su santa religión.
La enseñanza que debemos extraer de este anuncio de la Pasión, que nos introduce inmediatamente a la Cuaresma de este año y nos prepara mediatamente al martirio, al menos incruento, es la de la necesidad de la fe y de la confianza...
Por eso, el Evangelio continúa inmediatamente, aparentemente sin ninguna unidad, con el milagro de la curación del ciego de Jericó...
Pero debemos recordar que, como dice San Agustín, “los actos del Verbo son también palabras”. En efecto, estos dos episodios del Evangelio parecen heterogéneos y, sin embargo, tienen una profunda unidad.
Dentro de seis días, Jesús sufrirá las traiciones más odiosas, los abandonos más sensibles, los suplicios más crueles...
Todo esto Jesús lo sabe y lo ve; ningún detalle se lo oculta; esta multitud que lo sigue y lo aclama, lo dejará morir sin protesta alguna; los mismos Apóstoles enmudecerán, y uno de ellos será el traidor... Y sin embargo, una serenidad perfecta reina en su semblante y su Corazón multiplica los beneficios y las enseñanzas...
El miedo, la visión demasiado natural, el apego a lo terreno, la falta de espíritu sobrenatural había cegado a los Apóstoles... Jesús cura al cieguito y con ello fortalece la fe y la confianza de sus discípulos, sana la ceguera espiritual y los prepara para el martirio.
El ciego representa al incrédulo, envuelto en la noche completa, o al cristiano que queda como extraño a las verdades sobrenaturales, las que conoce de memoria pero no alcanza a penetrar su viviente realidad...
El ciego Bartimeo es un ejemplo de fe viva y actuante...: “tu fe te ha curado”, le dice Nuestro Señor.
Notemos que Bartimeo, significa hijo de Timeo. Ahora bien, en latín, timeo significa temer… Jesús quiere sanar la ceguera de los hijos del miedo…
El desgraciado Bartimeo, pues, pedía limosna a la vera del camino; primero preguntó, después escudriñó, luego creyó y, por último, obró.
Esta es la fe con obras, la fe luminosa, diferente a la fe dormida o muerta, a la fe enceguecida... El cieguito, en su ceguera, veía mucho más que otros que se tienen por linces...
Él sentía la inmensidad de su infortunio, mientras que nosotros no tenemos bastante consciencia del nuestro; él sabía que irían apareciendo espectáculos maravillosos cuando se abriesen sus ojos; sabía que entonces podría guiarse a sí mismo y obrar libremente... Por eso obra con fe...
Esas son las cualidades de la fe: preguntar sumisamente, averiguar diligentemente, confesar paladinamente, obrar valientemente.
Decirle a Jesucristo “Hijo de David” era reconocerlo como verdadero Mesías... y así obtuvo lo que pedía: “Señor, que vea”...
La oración de la fe jamás termina en la nada...
Así nos sucedería a nosotros si nuestros ojos llegasen a abrirse bien... ¡Qué objetos tan admirables se presentarían delante de los ojos interiores del alma!
Ahora bien, esa fe viva y luminosa para serlo debe estar animada por la caridad. Por esta razón también la Santa Liturgia acompaña este Evangelio con el trozo de la epístola de San Pablo que trae el cántico de la caridad. Por más que tenga una fe capaz de trasladar las montañas, si no tengo caridad, no soy nada, etc.
Lleno de gozo, Bartimeo siguió a Jesús. Nada más natural. También nosotros debemos ser consecuentes. A medida que Dios nos da más luz, debemos acercarnos al Divino Salvador. La luz es una gracia muy grande. Toda gracia exige una fiel correspondencia. Toda correspondencia trae progresos.
Seguir a Jesús es, en primer lugar, amarlo; luego quedar libre y hábil para estar con Él; y sobre todo es vivir como Él vivió.
Si nuestra fe topa con obscuridades, elevemos nuestra visión en proporción a las luces que nos deja, y estas luces aumentarán mucho más. Si Jesús en la vida interior se nos manifiesta con aspectos nuevos, seamos más decididos en seguirlo.
Digámosle con instancia; ¡Oh Divino Salvador, haced que vea, haced que os siga!