sábado, 27 de febrero de 2010

La Transfiguración


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA


El Evangelio de este Segundo Domingo de Cuaresma nos invita a meditar sobre la Transfiguración de Nuestro Señor.

Y la pregunta lógica que podemos plantearnos es ¿por qué la Iglesia en su Liturgia presenta este misterio durante el tiempo cuaresmal?

Para responder adecuadamente a tal interrogante, debemos dar una explicación doctrinal y hacer una aplicación espiritual de este episodio de la vida de Nuestro Señor.

La explicación doctrinal tiene que manifestar la raíz sobrenatural de nuestra espiritualidad; pues debemos fundamentar nuestra vida espiritual sobre la base sólida del dogma.

La aplicación espiritual tiene por finalidad hacer del dogma nuestra vida, es decir, hacernos vivir de los misterios divinos, hacer de los divinos misterios nuestra propia vida sobrenatural.



Explicación doctrinal

Este episodio de la Transfiguración es considerado por los exégetas como el punto culminante del ministerio público de Jesús. De hecho, los milagros son más escasos, la predicación es menos frecuente, el trato con sus discípulos es más íntimo, las alusiones a su muerte son frecuentes y los choques con los fariseos son violentísimos.


Siendo como es un misterio glorioso, está, sin embargo, saturado del pensamiento de la Pasión:
  • inmediatamente antes, predice su Pasión y Muerte;
  • en la fase central, habla con Moisés y Elías sobre la Pasión;
  • al descender del monte, alude nuevamente a su muerte o salida de este mundo.

¿Cuál es el motivo de tal insistencia? La razón para enfatizar en este punto radica en que Nuestro Señor quería conducir a sus discípulos a la convicción profunda de que el Cristo, el Mesías esperado, era al mismo tiempo el Hijo Unico de Dios (Dios verdadero) y el Hijo del Hombre (verdadero Hombre). Una de las dos creencias sin la otra no bastaba para la salvación.

Jesucristo quiere confirmar a los Apóstoles en la fe del Verbo Encarnado: como Hombre, debía padecer...; como Dios, había de resucitar...

Con una muestra de la Resurrección (un misterio glorioso), quiere prepararlos para que acepten el escándalo de la Pasión. Quiere hacerles entender (y hacernos comprender a nosotros) que después del pecado original no hay Resurrección ni Glorificación sin Cruz... Pero que, ya que hay Resurrección y Glorificación, no debemos temer la Pasión y la Cruz...


Todo esto se entiende mejor si consideramos la ocasión y las circunstancias del episodio.

San Mateo nota con exactitud el tiempo: “seis días después”, dice. ¿Seis días después de qué? De haber recibido Jesús la confesión de San Pedro de que Él es el Hijo de Dios, y de haber anunciado por vez primera su Pasión y Muerte.

Para confirmar a los Apóstoles en la doble creencia de su Divinidad y Humanidad, Nuestro Señor había preguntado a los discípulos quién decía la gente que era el Hijo del Hombre. Como sabemos, los contemporáneos de Jesucristo pensaban que Jesús era Juan Bautista, o Elías, o Jeremías u otro de los Profetas, es decir, un simple hombre.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy?”, preguntó a los Apóstoles. Y aquí vino la confesión de San Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Declaración rotunda de la filiación divina de Jesús... Confesión pública de la gloria de su divinidad...

Ahora bien, la fe del Apóstol, que había sido elevada hasta la gloria de la divinidad, no debía juzgar inconveniente ni indigno del Dios impasible la adopción de nuestra debilidad, ni pensar que la humanidad sagrada de Jesús no podía ser alcanzada por el suplicio y la muerte. Por eso Nuestro Señor, inmediatamente a la confesión de San Pedro, predice la Pasión..., y transcurridos seis días se transfigura para confirmar su fe.


El hecho mismo de la transfiguración, con todos sus detalles, demuestra lo que llevamos dicho:

“Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve”. Es el símbolo de la majestad divina de Jesús. Su alma santísima gozaba de la visión beatífica, y el efecto connatural es la gloria de su Cuerpo; gloria que ahora deja traslucir. La transfiguración hubiese debido ser el estado habitual de Jesús.


“Se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él”. Moisés, testigo de la Ley que preparó la venida del Mesías, rinde pleitesía al Sumo Legislador. Elías, representante de los Profetas, reverencia al Maestro infalible, dueño y señor del pasado, del presente y del futuro. Todo el Antiguo Testamento da testimonio de Nuestro Señor.


“Y hablaban de su salida de este mundo”. Se ocupaban de la Pasión de Jesús.

Alrededor de la muerte de Jesús gira toda la historia y toda la economía de la Revelación, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, representados allí por Moisés, Elías, Pedro, Santiago y Juan. Todo converge hacia la Cruz, y del Calvario parten las líneas rectoras de la salvación de la humanidad.


“Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»”. Estas palabras manifiestan el gozo intenso del magnífico espectáculo... Pedro quiere prologarlo para siempre...


“No sabía lo que decía”. Es decir, no guardaba las circunstancias. San Pablo nos asegura que Nuestro Señor reformará el cuerpo de nuestra ruindad, transfigurándolo en el cuerpo de su claridad (Fil., 3:21). Después de la resurrección, si nos hemos salvado, nuestro cuerpo participará de las dotes de la gloria del alma.


“Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»”. Es la confirmación de la confesión de San Pedro seis días atrás. Esta voz del Padre es la aprobación de la Pasión del Hijo. Y para que los Apóstoles confiasen en Nuestro Señor y no temiesen seguir a Jesús en las persecuciones, en los tormentos, en la muerte, así como en las tentaciones, pruebas y cruces, les dice escuchadle.

Esta voz divina, voz que se oye en medio de una espléndida teofanía, que se oye en un momento en que en la cumbre del monte se halla representada toda la historia religiosa de la humanidad, esta voz del Padre es la consagración de la suprema ley del cristianismo: la ley de las humillaciones y del dolor para llegar a la gloria... Antes de llegar al monte Tabor es necesario pasar por el monte de Getsemaní y por el monte Calvario... No hay glorificación sin agonía y cruz.


Esta voz divina es también la condena anticipada del vergonzoso ecumenismo hodierno, de todo naturalismo y humanismo. Mientras Dios Padre nos manda escuchar a su Hijo bienamado, en el cual tiene puestas todas sus complacencias, la sociedad moderna escucha y sigue a aquellos que no pueden salvar.

¡Y cuántas veces nosotros mismos ponemos nuestras esperanzas en tal o cual hombre!


“Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos»”. Jesús les impone silencio para que los prejuicios de orden temporal de los judíos no malograsen la obra de la Redención.


“Y guardaron el hecho dentro de sí, discurriendo qué significaba «hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos»”. No comprendían aún que el Hijo de Dios, que de tal manera acababan de contemplar glorificado, tuviese que padecer y morir. No terminaban de entender la profundidad de la espiritualidad cristiana, que nos enseña que, una vez rota la armonía primitiva, sólo puede ser restaurada por el sacrificio.


Así como la transfiguración se ordenaba a confirmar la fe en la divinidad de Jesucristo y preparar a los Apóstoles para la Pasión, del mimo modo los consuelos espirituales tienen por finalidad hacernos sobrellevar las purificaciones y a ellas nos orientan. Aquí viene, pues la aplicación espiritual que podemos hacer de este misterio de la vida de Nuestro Señor.



Aplicación espiritual

Además de la transfiguración de gloria, debemos considerar otras transfiguraciones para poder decir más oportunamente que San Pedro: ¡qué bien se está aquí, Señor!

Existe una transfiguración de la pobreza. ¿Quién adivinará al Verbo, Sabiduría de Dios, Majestad y Grandeza infinitas, en el Niñito desnudo de Belén, abrigado con las pajas? La pobreza transfigura a Jesús...


Tenemos también la transfiguración del dolor. En efecto, en la calle de la Amargura y en el Calvario, ¿quién se atreverá a asegurar que aquella llaga viva es el Hijo bello de la hermosa Nazarena y el más hermoso de los hijos de los hombres? Es que el dolor, concentrado en una acerbidad inaudita, transfigura a Jesús...


En Belén, al menos, a través de los pañales y las pajas, se veían unos ojos de cielo y se besaban unas manos tiernas y puras...

En el Calvario, incluso por entre los labios cárdenos y la lengua seca por la fiebre, se escapaba un aliento; debajo del pecho herido y desgarrado se sentía palpitar un Corazón...

Pero en la Sagrada Eucaristía ni se ven ojos, ni se besan manos, ni se perciben alientos ni palpitaciones... El Hermoso no se ve, la Palabra de Dios no se oye, el Poder de Dios no se mueve, al Amor no suspira...

Y, sin embargo, el Hermoso, el Verbo de Dios, el Poder, el Amor, está allí, como estaba tiritando de frío en Belén, como estaba sediento de amores en la Cruz…


Es que existe una transfiguración de la humildadJesús está en la Sagrada Eucaristía transfigurado por la humildad.


Finalmente, está la transfiguración que nos presenta el Evangelio de hoy. La transfiguración que a todos nos gusta meditar y practicar: Jesús en lo alto del monte, resplandeciente el rostro como el sol, blancas con blancura de nieve las vestiduras... ¡Qué atrayente aparece! ¡Qué claramente Dios se manifiesta!


Y consideremos lo que hacemos los hombres con ese Jesucristo transfigurado en sus diversas transformaciones.

Cuando se nos presenta bajo sus tres primeras apariencias de pobreza, dolor y humildad, en sus tres desfiguraciones ¡el silencio!

Cuando se nos muestra glorioso y radiante, entonces sí, y con una prisa que contrasta con el silencio anterior, prorrumpimos con la misma exclamación de San Pedro: ¡Qué bien se está aquí, Señor!

Ahora como entonces, Jesús no responde nada a la invitación de San Pedro...; calla delante de todos los que sólo están a gusto con Él cuando les regala con dulzuras en el Tabor.

Jesús sólo responde a los que, transfigurados como Él por la pobreza, el dolor y la humildad, van a Getsemaní y al Calvario

Responde a los que con el mismo apresuramiento de San Pedro le dicen: ¡Bien se está aquí, Señor!; ¡déjame estar así transfigurado todo el tiempo que Tú quieras!

Sólo a estos responde Jesús...; pero, ¡qué respuestas de dulzuras inefables, de esperanza de cielo y de fortaleza inaudita suele dar en esos momentos!



Tenemos en la vida de Santa Teresita del Niño Jesús un ejemplo luminoso de esta aplicación espiritual. El 26 de febrero de 1895 compuso una de sus más hermosas poesías, y en ella dice así:

Vivir de amor no es plantar el peregrino de la vida
Su tienda en la cima del Tabor.
Es subir con Jesús hacia el Calvario
Y valorar la Cruz como un tesoro.



Y Teresita se explica:

Vivir de amor es darse sin medida,
Sin reclamar salario aquí en la tierra.
¡Ah, yo me doy sin cuenta, bien segura
De que en amor el cálculo no entra!
Lo he dado todo al corazón divino,
Que rebosa ternura.
Nada me queda ya. Corro ligera...
Ya mi única riqueza es, y será por siempre
¡Vivir de amor!



Y por eso termina su cántico de este modo:

¡Jesús!, amarte es pérdida fecunda
Tuyos son mis perfumes para siempre.
Al salir de este mundo cantar quiero:
¡Muero de amor!



Qué luz arrojan a nuestras confusas almas, sumergidas en las tinieblas de este mundo tan materialista, estas palabras de la santa carmelita:

No espero en la tierra recompensa alguna. Lo hago todo por Dios; de este modo, nada puedo perder, y me siento siempre muy bien pagada del trabajo que me tomo por servir. Si por un imposible ni el mismo Dios viese mis buenas acciones, no por eso me sentiría en modo alguno afligida. Le amo tanto, que quisiera poder complacerle sin que Él mismo supiera que soy yo. Sabiéndolo y viéndolo, está como obligado a pagármelo; no quisiera causarle esa molestia.


Y por eso podía decir con toda sinceridad:

Por tu amor, ¡oh, Jesús!
Yo prodigué mi vida,
Prodigué mi futuro.



San Francisco de Sales, por su parte, enseña que “donde se prueba la verdadera virtud y los espíritus generosos es en las tormentas de las contrariedades”. Y agrega que “las tormentas conducen al puerto... la Cruz encamina a la gloria... la contradicción y la tribulación a la transfiguración”.


Entre las glorias del Tabor, San Pedro decía: “Bueno es para nosotros estarnos aquí, hagamos tres tiendas”. Pero no sabía lo que decía...

El alma fiel ama a Jesús tanto transfigurado en el Tabor como desfigurado en el Calvario. El alma fiel es generosa con Jesús que transfigura y consuela, pero también con Jesús que crucifica...

Es más, el alma amante se desposa con Jesús en lo alto de la Cruz; y así como San Pedro ofreció levantar tres tiendas en el Tabor, ella ofrece erigir tres moradas en el Calvario: una para Jesús, otra para la Madre Dolorosa y una tercera para San Juan.

El alma fiel ama y se goza en Jesús tanto en el monte de la transfiguración como cuando Jesús sube al monte a orar solo; tanto cuando es aclamado como Rey como cuando es flagelado, coronado de espinas y crucificado.


Por lo tanto, acompañemos a Nuestro Señor durante esta Cuaresma. Subamos con Él al monte Tabor para confirmar nuestra fe en su divinidad. Pero, sobre todo, asistamos y participemos de su Pasión a fin de poder ser transfigurados y glorificados.