domingo, 27 de marzo de 2011

Tercero de Cuaresma


TERCER DOMINGO DE CUARESMA


Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.
Pero algunos de ellos dijeron: “Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.”
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero él, conociendo sus pensamientos, les dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul.
Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces.
Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.
Cuando el fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro. Pero cuando llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos.
El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: "Me volveré a mi casa, de donde salí." Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.”
Sucedió que, estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!” Pero él dijo: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan”.

De este pasaje evangélico deseo destacar hoy la parábola del Fuerte armado y hacer una aplicación a la situación actual de la sociedad.

En esta parábola Jesucristo hizo algo más que una simple refutación “ad hominem” de la acusación de los fariseos; dijo que el diablo en la tierra es el Fuerte Armado y que defendía su casa; es decir que el Reino del Diablo estaba fuertemente fortificado en el mundo.

Sin exageraciones, Jesucristo apellidó al diablo el Fuerte, el Príncipe de este Mundo, el Poder o el Monarca de las Tinieblas; y ese poder lo sintió en sí mismo… Pero Él vino para vencerlo y desarmarlo.

Los Santos Padres exponen el misterio de la Redención del hombre de este modo: Por el pecado, el demonio adquirió poder mortífero sobre la raza de Adán; y lo perdió porque hizo dar muerte injustamente a un hombre sin pecado. La Pasión de Cristo fue una batalla en la que el más fuerte, hecho a prima faz más débil, saqueó la casa del Fuerte.

Este hombre fuerte y bien armado es, pues, el demonio, que ejercía desde el pecado de Adán una autoridad casi absoluta sobre los hombres.

Sus armas, son todas sus astucias y las de los espíritus diabólicos, con todas las especies de pecado.
Su casa, su palacio, es el mundo, la tierra entera, donde dominaba como amo incontestado hasta la llegada del Salvador; por eso, como ya hemos visto hace quince días, se creyó con derecho a ofrecérselo, al precio de un acto de adoración: Todo esto es mío y te lo daré, si postrado me adorares.

Satanás había usurpado realmente el imperio del mundo.
No solamente había reducido a los hombres a la esclavitud del pecado, desnudándolos así de sus derechos y de sus esperanzas legítimas, sino que, además, tenía de mil de maneras hundida la sociedad en la degradación y todas las crueldades que acompañan la descomposición, suministrándole la oscuridad intelectual, la corrupción de las costumbres, las miserias sociales.
En lugar de la verdad había erigido el error en principio y había hecho rendirse a sí mismo un culto, manchado por torpezas y abominaciones sin nombre.

El más fuerte que vino es el Mesías prometido, es Jesucristo, bajado del Cielo para vencerlo y retirarle sus armas y repartir sus despojos; es decir, volver en contra suya todo aquello que mantenía en la esclavitud y de lo cual se servía como de instrumento para sembrar por todas partes el mal y el desorden.

Por lo tanto, lejos de actuar como Ministro de Satanás, Nuestro Señor es, al contrario, su adversario, mucho más fuerte que él, que vino para destruir su poder y arrebatarle su presa.

Esta parábola tiene una aplicación directa a los judíos; Nuestro Señor argumenta en forma de alegoría y contesta la acusación de sus enemigos, probándoles que son ellos quienes están poseídos por el demonio.

En efecto, por la Ley, los judíos fueron liberados de la tiranía del demonio; y éste, expulsado de la nación elegida, se había refugiado en los gentiles.

Pero más tarde, por su obstinación, su endurecimiento, su malicia y por la práctica de las supersticiones paganas, abrieron nuevamente la puerta al demonio y se sometieron a su poder.

Finalmente, por el crimen terrible del deicidio, del cual se hicieron pronto culpables crucificando a su verdadero Mesías, se convirtieron en los enemigos más encarnizados de Dios.

Desde el deicidio, el estado de este pueblo es peor que al principio.

San Jerónimo, comentando esta parábola dice: El espíritu impuro, expulsado de en medio de los Judíos, cuando recibieron la Ley, se fue a los gentiles, que eran como extensos desiertos donde no descendía el vivificante rocío de la gracia. Pero cuando los gentiles se convirtieron, Satanás no encontrando allí más descanso, volvió de nuevo, con todos los defectos de los paganos, al pueblo judío abandonado de Dios. Y el estado de este pueblo se volvió peor que antes de recibir la Ley. Su último crimen lo puso enteramente a disposición de Satanás.

Pero… ¡atención!... Esta parábola es también la lamentable historia de la Cristiandad

El espíritu impuro salió de la sociedad pagana cuando, por el santo bautismo, la Iglesia le hizo renunciar a Satanás, a sus pompas, a sus obras y a sus cultos idolátricos, y así se convirtió en hija de Dios: “Sal de ella, espíritu inmundo; y da lugar al Santo Espíritu Paráclito”…

La sociedad pagana, por medio de un humilde acto de renuncia a Satanás, quemó todo aquello que hasta ese momento había adorado; y, por un fervoroso acto de fe, adoró todo lo que hasta allí había perseguido y combatido.

Nuestro Señor, guerrero mucho más fuerte que Satanás, destruyó su poderío y le arrebato su presa.

Así lo hizo este divino y todopoderoso Liberador, tanto en el orden de la religión (culto y teología), como en el orden de la verdad (filosofía y ciencias), del bien común (política), de la belleza (bellas artes, artes liberales y artesanías), e incluso en el orden del bien simplemente útil (economía y trabajos serviles).

Esta sociedad, así consagrada a Dios, vivía en paz, en la paz de Cristo en el Reino de Cristo. Pero el demonio, furioso y celoso, no soportó que sus dominios le hubiesen sido usurpados y no descansó hasta intentar reconquistarlos, con la autorización divina y en cumplimiento de altísimos planes de la Providencia que escapan a nuestra comprensión.

Aprovechando la negligencia y la tibieza donde se dejan ir demasiado a menudo los hombres y las sociedades, tomó siete espíritus más perversos que él, y por medio de todos estos ministros tornó a ser Príncipe de su presa, entrando en plena posesión de esta pobre sociedad moderna, cuyo estado es, a ciencia cierta y a simple vista, peor que antes de su conversión y cristianización.

Así como las recaídas en las enfermedades son mucho más peligrosas para el cuerpo, del mismo modo, las recaídas en el pecado tienen consecuencias espantosas y desastrosas en el espíritu: cuanto más se aleja una sociedad de Dios, después de haberlo conocido y servido, más se consolida su inclinación al mal, menos gracias recibe y mayores y nuevos obstáculos encuentra para practicar la virtud.

Leamos, en la Segunda Epístola de San Pedro, capítulo dos, el triste cuadro que hace este Apóstol de las almas ingratas que, teniendo la felicidad de conocer a Jesús, lo abandonan a continuación para tornar al pecado, y apliquemos esa enseñanza a lo sucedido con la sociedad, otrora cristiana:

Porque si los que se desligaron de las contaminaciones del mundo desde que conocieron al Señor y Salvador Jesucristo se dejan de nuevo enredar en ellas y son vencidos, su postrer estado ha venido a ser peor que el primero. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocer el santo mandato que les fue transmitido. En ellos se ha cumplido lo que expresa con verdad el dicho: “El perro vuelve a lo que vomitó” y “la puerca lavada va a revolcarse en el fango”.

Lamentable estado de la sociedad moderna, peor que el primero. Se manifiesta en ella la verdad de ese antiguo Proverbio: regresó al vómito del paganismo y al fango de la idolatría…

¿Cómo se las ingenió, pues, el demonio? Tomó “siete espíritus más perversos que él” y los fue introduciendo en la sociedad hasta llevarla al estado actual:

1º) Humanismo y Renacimiento.
2º) Protestantismo.
3º) Masonería.
4º) Revolución Francesa.
5º) Liberalismo y Capitalismo.
6º) Socialismo y Comunismo.
7º) Modernismo y Vaticano II.

En efecto, en la consideración desapasionada de la historia, la Edad Media aparece como un apogeo, sin omitir, sin embargo, las miserias y los errores propios de esta época.

Pero, a partir de 1303 comenzó el proceso de una larga decadencia:

1º) las fuerzas satánicas se desatan con el Nominalismo y el Humanismo pagano, que reaparece;
2º) el Protestantismo y sus guerras impías;
3º) la Masonería y las filosofías de las Luces;
4º) la Revolución Francesa;
5º) las conquistas inexorables del Laicismo; el Liberalismo que conduce al Capitalismo;
6º) el espíritu revolucionario universal; el Socialismo y el Comunismo;
7º) el Modernismo, hasta que los hombres de la Iglesia prestaron su apoyo al Nuevo Orden Mundial por su democracia religiosa, coronada por Vaticano II y el ilegítimo connubio de la Iglesia Conciliar con la Revolución...

La particularidad de lo que se conviene llamar el “período moderno” es, pues, una lenta descomposición metódica y progresiva del tejido sobrenatural y natural.

Este diagnóstico parece tremendo… El cuadro puede parecer apocalíptico. Pues bien, el término es exacto. No es una jeremiada suplementaria para compadecerse de las desdichas del tiempo presente.

Somos hombres de Fe; conocemos nuestro Evangelio y nuestro Nuevo Testamento; y en ellos “el misterio de iniquidad” se anuncia con toda claridad. Con la pacífica lucidez de los “hijos de la Luz” somos capaces de discernir la marca del enemigo antiguo del género humano y la lucha perpetua de la Sinagoga contra la Iglesia.

Sin embargo, la historia la escribe la Misericordia divina; y en la Sagrada Escritura y en los escritos de los Santos no existe un hilo conductor más claro. Pero, ¡atención!, no existe un fatalismo de la historia, sino un “sentido cristiano de la historia”; lo mismo debemos afirmar cuando se considera lo que ha sido profetizado sobre los últimos tiempos.

A la luz de la Revelación, comprendamos nuestro lugar y nuestra vocación en el mundo posmoderno. Ante todo, no podemos abandonar un combate que debe llevarse a cabo. En este combate gigantesco, debemos tornar nuestros ojos hacia el Evangelio. ¿No es acaso éste el combate anunciado hasta el final de los tiempos, y especialmente durante el fin de los tiempos?

Conforme a las profecías, esta situación debe durar hasta que se revele “el hombre de iniquidad”.

Podemos inventar día a día recetas para intentar reparar lo irreparable... Pero, no serán más que recetas… Debemos ir a la fuente de toda verdad, que no puede, en su amor, haber abandonado a los hijos de los últimos tiempos sin los medios adecuados.

Nuestras luchas son diferentes, porque la apostasía termina por revestir un encanto; las doctrinas y las modas modernas saben presentarse bajo la luz de la razón honesta; la novedad es mucho más temible…, la apostasía conciliar nos acecha…

Es normal que soñemos con un mejor mundo, un regreso a la Cristiandad, una restauración de la Iglesia... Pero Dios, en su Providencia, nos puso en una época concreta, en un momento preciso de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Es Dios quien escribe la Historia; con un itinerario cuyo secreto sólo Él conoce y por el cual lleva a cabo su inmenso plan de Amor para completar el número de los elegidos.

Si el Evangelio nos pide trabajar por un mundo cuyas instituciones sean justas, es sobre todo para agradar a Dios, por caridad para con nuestros hermanos y con la esperanza de la eternidad en el Señor; no es con la esperanza en una especie de Parusía terrestre; quiero decir con la esperanza de crear técnicas y promover instituciones que serían una aproximación de “los nuevos cielos y la nueva tierra”.

La Esperanza cristiana se refiere a un orden de cosas radicalmente nuevo con relación a los progresos materiales y con relación a la ciudad del César. El Evangelio se opone a la secularización de la Esperanza, como se opone a la identificación de la Iglesia con César.

La glorificación del último día no vendrá a coronar un orden económico, técnico y social especialmente exitoso. Vendrá a manifestar, para la eternidad, lo que ya se contenía en nuestra incorporación a Jesucristo por la Fe.

El Evangelio no tiene nada que ver con el gusto romántico del desastre…, pero tampoco con el gusto burgués de la comodidad moderada… El Evangelio pide la pura fidelidad a Dios, incluso en el orden temporal.

Ahora bien, la pura fidelidad a Dios es inseparable de la pobreza y de la Cruz; esta pura fidelidad es, al mismo tiempo, inherente a la paz y la bienaventuranza.

De todos modos, sea lo que sea de las exigencias y de la tensión propias de la regencia de Cristo sobre nuestras ciudades terrestres, sólo hay lugar para una de las dos siguientes alternativas:

1ª) o rechazar la Realeza de Cristo, pero para caer bajo la tiranía de Príncipe este mundo y su tensión atroz.

2ª) o aceptar la Realeza de Cristo, y de un mismo golpe aceptar su tensión liberadora.

Los que sueñan con una tercera solución, es decir, sea con una tiranía de Satanás que sería suave y reposada, sea con una Realeza de Cristo que sería feliz y reconfortante, los tales sueñan y se ilusionan.

Los ensayos de descanso indoloro de una sociedad en la apostasía, o los ensayos de descanso indoloro de una sociedad en la Fe, no son sostenibles mucho tiempo; son barridos inevitablemente por el huracán de las revoluciones o por el soplo saludable de las reformas.

Así lo exige nuestra naturaleza espiritual, y, más aún, el odio devastador de Satanás o el Amor purificador de nuestro Salvador.

Nuestras ciudades carnales se ven obligadas a elegir entre la tiranía de Satanás, con sus inevitables atrocidades, o los derechos de Jesucristo, con su Santa Cruz, que salva lo más humano de nuestra naturaleza.

Esta es la razón por la que, por exigente que sea, la Realeza de Jesucristo se transforma en beneficio maravilloso sobre nuestras pobres ciudades.

La tensión y el sufrimiento, sean en el orden político, sean en el orden personal, son inevitables.

El diablo, que quiere hacer creer lo contrario, sabe muy bien que es falso.

Es falso porque nuestra malicia o nuestra ilusión de falso mesianismo (que durarán tanto como la humanidad) generan inevitablemente el sufrimiento.

Es falso porque debemos contar con la malicia del demonio, que pretende sin descanso perturbar al hombre y atormentarlo.

Es falso porque el orden político justo no puede prescindir del heroísmo de muchas de personas.

Entonces, a nivel social como a nivel personal, la elección que se presenta no es entre la tensión y el aburguesamiento, sino entre un orden justo, que supone el consentimiento a la Cruz, y un orden falso o una ausencia de orden, una anarquía, que, sí generan, más o menos rápidamente, un sufrimiento envenenado.

La verdadera elección se presenta, pues, entre la Cruz aliviada de Jesucristo o el sufrimiento envenenado del demonio.


Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron…

Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios…

El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama…

Elijamos, por lo tanto:

la Realeza de Cristo y su tensión liberadora.

los derechos de Jesucristo, con su Santa Cruz.

el consentimiento a la Cruz, la tensión y el sufrimiento.

domingo, 20 de marzo de 2011

Segundo de Cuaresma


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA


Para comprender bien el sentido del Evangelio de hoy y su emplazamiento en este Segundo Domingo de Cuaresma, es necesario enmarcarlo, situarlo, en su realidad concreta.

Para ello, es indispensable comenzar la narración desde el versículo 13 del capítulo 16 de San Mateo y completarlo con las crónicas de San Marcos y San Lucas:

Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”
Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas”.
Díceles Él: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”
Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Replicando Jesús le dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.
Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día.
Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!”
Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus Ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino”.
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”.
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”.
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.


Las jornadas rumbo al sur, desde Cesarea de Filipo, fueron de una tristeza inenarrable…

Con las cabezas curvadas, ojos y semblantes entenebrecidos, caminaban los Doce cambiando raramente algunas palabras. Acabóse la charla habitual, aquel murmullo de voces con que animaban las marchas; cesaron las sonrisas y la alegre disposición de ánimo.

Caminaban sumergidos en ocultos pensamientos, conjeturando, reflexionando, imaginándose el futuro inevitablemente sombrío, conforma a las palabras del Maestro: el Hijo del hombre debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado

Judas y Pedro eran los más inquietos, y también los más taciturnos. Ellos bien sabían ahora que la catástrofe se presentaba imperativa, irremovible, y que el Maestro arrastraría, en su desgracia, a todos los amigos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Estas palabras resonaban en los doce corazones, como un grito en las tinieblas, como un llamado de abismos fascinantes.

Pedro iba pensando en los medios de que debería valerse para fortalecer su coraje, de suerte de poder soportar la negra travesía de los dolores, cuya naturaleza y circunstancias ignoraba.

El Maestro habló claramente de suplicios físicos, de angustias morales, de muerte ignominiosa…

Un profundo miedo, un miedo humano, cruel y sofocante, enfriaba las vísceras y apretaba el corazón de Pedro. Y cuando, a fuerza de imaginar, sentía los tormentos futuros, las piernas se le doblaban, y, casi en voz alta, exclamaba dando rienda suelta a los macabros pensamientos: ¡No! ¡No!

Considerábase cobarde; miraba a los compañeros, para asegurarse de que no era observado, y leía en sus semblantes la misma agonía. Un remordimiento doloroso le penetraba en el alma, fijando la mirada en el Maestro, que marchaba a su lado, sereno e imperturbable.

Había de sufrirlo todo con Jesús, moriría con Él; y, en una plegaria ardiente, imploraba al Padre Celestial las energías de que se sentía tan falto.

Que cada cual tome su cruz y me siga Estas palabras pesaban como plomo. Los Doce se sintieron abatidos por esa imagen que recordaba el suplicio infamante.

Los millares de cruces, que los romanos levantaron en la Galilea, cuando el incendio de Séforis destruyó el último reducto de la revuelta del Gaulonita, estaban grabadas en la memoria popular. Era en la cruz donde se sometía a suplicio a los bandidos, a los salteadores y asesinos más repulsivos. Ser clavado en la cruz no significaba tan sólo morir, sino morir ignominiosamente, expuesto al ludibrio y a las chanzas de la plebe.

¿Cómo, pues, Jesús los invitaba a cargar una cruz, anunciando que él mismo tendría la suya, más pesada, y en ella moriría? ¿Jesús no era, entonces, el Cristo, el Hijo de Dios Vivo? Los ecos repitiendo la confesión de Pedro, aún vibraban en los oídos de los discípulos.

Sí, Jesús era el Cristo. Así pensaban los Doce; mas, sin coraje de confesarlo a sí mismos, sentían la presencia de una voz recóndita: ¿Cómo, siendo el Cristo, puede dejarse crucificar?

Los Doce caminaban con el Maestro, avanzando por las tierras de Gaulonítida y vadeando el Jordán a la altura de la Batanea. Jesús observaba la tristeza que consumía a sus discípulos. Parecían deprimidos.

Por muchas palabras oídas a Jesús, les era lícito presumir que no morirían con Él; por lo menos no en el mismo instante, por cuanto les había sido confiada la propagación del Evangelio; mas lo que se les figuraba como insoportable era la separación del Maestro. Esa cruel separación, después de dos años de convivencia, les dolía anticipadamente, presentándoseles como el triste fin de una aventura iniciada bajo las luces de la esperanza.

¿Qué sería de ellos, en medio de enemigos terribles, después de la muerte del Maestro? ¿Cómo se presentarían a las turbas y cómo enfrentarían la sonrisa sardónica de los incrédulos, siendo Jesús infamado y degradado?

El Mesías vilipendiado, el Cristo escupido y abofeteado, el Hijo del Dios Vivo, irguiéndose en el madero, eran imágenes insoportables para los discípulos habituados a cantar con las multitudes: ¡hosanna al Hijo de David!

Verdad era que Jesús anunciándoles sus martirios, les había anunciado, también, su resurrección al tercer día. Pero, aceptada la idea de la resurrección, restábales la tremenda, perturbadora pregunta: ¿Y después? ¿Qué acontecería después que todo aquello se cumpliese? ¿Qué especie de triunfo sería el de Jesús? ¿Qué especie de gloria, su gloria? ¿Y qué papel, ellos, los discípulos, deberían desempeñar? ¿Cuáles serían las consecuencias humanas y divinas de ese episodio maravilloso?

Una sorda melancolía entraba en el alma de los discípulos. Una profunda amargura hecha de nostalgia y de miedo. ¿Miedo de qué? No lo sabían explicar. Mientras tanto, sobresaltábanse, mirándose los unos a los otros, escrutadoramente.

Al siguiente día, la tristeza era mayor, más pesada y opresiva sobre los discípulos. Jesús ordenó a los discípulos que lo esperasen y, llamando a Pedro y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, púsose a subir con ellos la montaña de Tabor.

Jesús y los tres discípulos alcanzan el pico de la montaña a las cuatro horas de la tarde. Los días son largos en agosto; la noche todavía tardará cinco horas en llegar. El Maestro, por cierto, va a pernoctar allí, como es su costumbre, cuando se aísla para entregarse a las oraciones profundas.

El silencio es absoluto. El Maestro se alejó, escalando el punto más alto. Con los codos sobre una piedra, se arrodilla. Su inmovilidad es completa.

Los discípulos también se arrodillan, bajo el ramaje de un arbusto. Cállanse. Y, ahora, la quietud de ellos; la taciturnidad de las cosas; la imagen del Maestro, en una paralización de estatua; y, en torno, el cielo y la tierra, sin la más leve palpitación; todo esto va adquiriendo trascendencia, ultrapasando los límites del silencio y alcanzando el otro lado del universo, donde hay otras voces y otras músicas…

Las pobres almas de los discípulos no tienen, empero, fuerzas para caminar más allá del Silencio, penetrando en aquellas regiones de diafanidades imponderables, donde el Maestro se encuentra, cara a cara con lo Absoluto.

Sus cuerpos fatigados pesan como un plomo. El calor sofocante, el esfuerzo físico realizado y el esfuerzo mental, aun mayor, gastado en luchar con el agotamiento de sus energías, todo eso, poco a poco, se resuelve en fatiga irresistible. Los párpados caen; los músculos relájanse.

Pedro, Juan y Santiago se duermen…

Mas he aquí que, repentinamente, son despertados. Oyen voces que conversan con el Maestro. Se levantan, dan algunos pasos en dirección de Jesús, y retroceden deslumbrados…

Insisten, vuelven al punto de donde divisan al Maestro, mas no consiguen retener la vista en el cuadro arrebatador.

Arrójanse al suelo, porque no pueden soportar la contemplación de Jesús, cuyo semblante es otro, un semblante que no parece de carne y sangre, sino de luz y armonías inconcebibles.

Las mismas ropas del Maestro no son de tejido humano, porque resplandecen en una albura más alba que la nieve, cuando relumbra al sol.

Jesús tiene a derecha e izquierda, a Moisés y a Elías.

Conversa con ellos. ¿De qué habla?…

Los discípulos oyen las palabras, que son pronunciadas, nítidamente, en una lengua común a todos los hombres de la tierra, un idioma que ellos, los discípulos, nunca oyeron, pero que no podía dejar de existir. Un idioma hecho de ritmos profundos y misteriosos, y tan fácil que las mismas criaturas, y los sordos y los mudos lo entenderían.

Es el lenguaje de Dios, la expresión de la unidad suprema, en la suma comprensión.

¿Sobre qué hablan Jesús, Moisés y Elías? Hablan exactamente sobre el mismo tema que, desde Cesárea de Filipo, entenebreciera las almas de los Doce…

La predicción del Maestro despertó las sombras de todos los horrores de la carne en las fisonomías de los discípulos, porque estaban con sus corazones vueltos hacia las cosas terrenas.

Y, sin embargo, esta misma predicción irradiaba luz en lo alto de la montaña donde Moisés y Elías volvíanse hacia la gloria celestial.

Una luz que no era de este mundo… Juan, que la testimonió, tuvo por ella el conocimiento de lo Divino.

El episodio sobrepasó de tal forma los acontecimientos humanos, que ninguno de los testigos tuvo capacidad de pormenorizarlo en la narración.

El episodio de la Transfiguración fue demasiado fuerte y precisó ser filtrado a través de San Mateo, San Marcos y San Lucas. Mas Simón Pedro dirá, él mismo, mucho más tarde, en su segunda Epístola: nosotros mismos vimos su majestad, agregando: y oímos aquella voz, venida del Cielo, estando con Él en la montaña sagrada.

El comienzo del Evangelio de San Juan se refiere evidentemente a la misteriosa luminosidad que él vio en el Tabor: En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; y la luz resplandeció en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron; y más adelante: Allí estaba la luz verdadera; y, concluyendo: Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Durante la Transfiguración, Moisés y Elías hablaban con Jesucristo sobre la gloria divina de la Cruz.

Aunque determinado por las autoridades tradicionales de Israel, el suplicio de la Cruz no significaría una prueba de la oposición entre Jesucristo y la Ley, pues Moisés, que había entregado la Ley en nombre de Dios, allí se manifestaba en concordancia perfecta con Jesús.

El drama que se avecinaba, no sería una contradicción a las predicciones proféticas, por cuanto Elías, el mayor de los profetas, estaba allí para confirmar todas las voces alzadas a través de los siglos pretéritos para anunciar al Deseado de las Naciones.

Moisés y Elías, envueltos en la misma luz, hablaban con naturalidad y serenidad sobre la tragedia, cuya aproximación escalofriaba hasta la médula de los huesos los terrores humanos de los discípulos.

Y de todo esto resultaba un esplendor inenarrable, porque las cosas divinas son inefables.

Pedro, que, en las circunstancias difíciles, era siempre el más decidido, no hallando un comentario digno de lo que acababa de presenciar, exclamó: ¡Señor! ¡Cuán delicioso es quedarnos aquí! Y, mirando al sol, que comenzaba a esconderse por detrás de la cadena del Carmelo, propuso: ¡Pernoctemos aquí! Nosotros levantaremos tres tiendas; una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Las palabras acudían en torbellinos a la boca de Pedro. En una locuacidad nerviosa, agregó: ¡Señor! Nunca vimos cosa semejante…

No había Simón Pedro terminado de hablar, cuando una nube brillante, repentinamente, envolvió al Maestro y a los tres discípulos. Una voz salió de la nube, diciendo: ¡Este es mi hijo muy amado; escuchadlo!

Al oír esto Pedro, Santiago y Juan cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Escondían el rostro, y tenían la respiración oprimida, el corazón palpitante. Un inmenso terror los aplastaba.

¿Cuánto tiempo duró todo aquello? Nada sabemos.

De pronto se sintieron tocados delicadamente: ¡Levantaos! No tengáis miedo… Era el Maestro…

El semblante de Jesús había recuperado la expresión humana. Los tres se hallaban de tal modo confusos, que no sabían qué decir.

Volvió el silencio a lo alto de la montaña. No obstante, la dulzura del atardecer y la paz dominadora, que estaba en todas partes, no conseguían restituir la calma a los tres discípulos.


Jesús nuevamente les dijo: No tengáis miedo Levantaron la mirada; la nube ya no estaba; el Maestro se encontraba solo y los contemplaba afectuosamente.

El sol acababa de esconderse, delineando el horizonte con largas listas escarlatas. Soplaba una brisa fresca, impregnada de los aromas silvestres de la montaña.

Jesús y los tres comienzan a descender. En una ardorosa sobreexcitación, los discípulos se pusieron a conversar. El Maestro, entonces, les dijo: No contéis a nadie la visión que presenciasteis, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.


No había subterfugios con que evitar la tragedia…

¡Quedémonos aquí!, propuso Pedro, temeroso de los hombres, tomado por el pánico del futuro sombrío que marchaba al encuentro del Maestro…

Tal vez intentase sustraer a Jesús al drama predicho en Cesarea de Filipo seis días antes, reteniéndolo en el aislamiento seguro de la montaña…

Mas la tremenda voz de la nube resplandeciente respondió a la debilidad humana de los discípulos: Este es mi hijo muy amado; escuchadlo


No hay, pues, subterfugios…

Es preciso bajar la montaña y enfrentar a los hombres…

La noche llegó. Las luciérnagas brillan danzando por las cuestas. El cielo fulgura cargado de estrellas…

Con paso firme y resuelto, Jesús camina adelante…

Los discípulos lo siguen en silencio…

Hacia el final de su vida pública, se romperá el mutismo: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarlo y crucificarlo…

domingo, 13 de marzo de 2011

Primero de Cuaresma


PRIMER DOMINGO DE CUARESMA


San Mateo y San Lucas nos narran que

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre.

Y acercándose el tentador, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.»
Mas él respondió: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.»
Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el pináculo del Templo, y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus Ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»
Jesús le dijo: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios.»
Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya.»
Dícele entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto.»
Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno.
Y he aquí que se acercaron unos Ángeles y lo servían.


El año pasado, al comentar este pasaje del Evangelio, llamé la atención sobre el mesianismo del diablo, el falso mesianismo; ese movimiento de reunión universal y fraternización de los hombres en la felicidad perfecta.

Y expliqué porqué él es una seducción judaizante, una fascinación de judaizar.

Dadas las circunstancias que se han acumulado durante el año transcurrido, y más particularmente las de los últimos dos meses, sería fácil y sencillo volver sobre este tema, y entusiasmar a los lectores.

Pero ya está dicho. Quien no lo haya leído, puede encontrarlo en el siguiente lugar:

http://radiocristiandad.wordpress.com/2010/02/20/padre-ceriani-sermondominica-1-de-cuaresma/

En cambio, me ha parecido mucho más oportuno y necesario proporcionar material para una meditación profunda, que nos introduzca fructuosamente en la Santa Cuaresma.

Para eso me he servido del hermoso libro de Plinio Salgado: Vida de Jesús.

Sin mayores dilaciones, comencemos nuestra contemplación:

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Buscaba Jesús el silencio, donde el Bien y el Mal hablan al corazón de los hombres.

El silencio, donde el hombre se encara a sí mismo, frente a frente, como en un espejo mágico, y donde todas las voces interiores se alzan, para los debates supremos, en tempestuosos torbellinos.
¿Qué ocurre entre Jesús y el desierto? ¿Entre Jesús y el silencio? ¿Entre Jesús y el cielo azul profundo, fulgurando en los ponientes de fuego y en las auroras incendiadas, en la llama azul tranquila del mediodía y en la apoteosis sideral de la noche?

¿Qué pasa entre Jesús y el Padre? ¿Entre Jesús y el Espíritu? ¿Entre Jesús y Jesús?

¿Hasta qué punto alcanzan las meditaciones del Hombre? ¿Hasta qué punto las contemplaciones del Dios-Hombre? ¿Dónde termina Jesús de Nazareth y dónde comienza el Verbo, el Cristo? ¿Qué pensamientos humanos pueblan su alma y qué pensamientos divinos resplandecen en la esencia misteriosa de su Ser?

Jesús se agranda en el desierto. Lejos están Nazareth y su vida doméstica; el banco de carpintero y el dulce mirar de su Madre.

La misión humana circunscrita a la vida privada ha terminado. Para servir a Dios, sirviendo a los hombres, es preciso abandonar todos los lazos esclavizadores de la vida vulgar.

Jesús, ahora va a iniciar su vida pública; y la vida pública exige el sacrificio de no construir en terreno firme los castillos de nuestra felicidad material.

La ética del hombre público consiste en edificar sobre roca viva las construcciones para la Humanidad, edificando sobre arena movediza las construcciones de su comodidad particular.

El espíritu público puede definirse como una firmeza de propósitos de orden social, dentro de una incertidumbre de propósitos de orden personal.

No se trata de un repudio formal a condiciones de felicidad eventuales en la vida privada, sino de un desapego de esa felicidad, si ella perjudicase los altos designios trazados por el Espíritu.

Iniciado el ministerio público, Jesús se desliga de todos los compromisos. Su hogar son todos los hogares; su lecho se encontrará donde le lleve su evangelización. No le interesan los bienes terrenos, sino los corazones que conquistará para renovar la faz de la tierra.

Y esto no quiere decir un repudio, una condenación in limine a todas las cosas buenas y agradables que Dios ofrece a los hombres, porque ellas no constituyen, por sí mismas, un pecado.

Lo esencial es superar lo efímero, y no perder de vista lo Infinito mantener el sentido de las armonías eternas…


Sobre el desierto de la Perea resplandeció la Trinidad… Pero el Mal también estaba allí, en el amplio silencio de los altiplanos resecos. Y, al término de cuarenta días, cuando debido al ayuno y a los arrebatos del Espíritu en Jesús se encontraba exhausto lo que en él había de humano, el Mal tomó la forma corpórea y le dirigió la palabra.

Hasta este instante, la vida de Jesús había suscitando la aparición de Arcángeles y Ángeles…
Por primera vez, las Tinieblas mandaban a su embajador, el propio Satanás, que hace la entrada en escena sobre la soledad del desierto y el vasto silencio envolvente.

Satanás sabe, desde el día de su rebelión contra el Creador, que habrá un instante de los tiempos, en el cual se realizará la alianza definitiva entre Dios y el Hombre. Este concierto entre lo Divino y lo Humano se firmará, cuando el Verbo se encarne, cuando la arcilla de la carne se ilumine de Infinito.

Sabe, pero quiere cerciorarse. Y por esto, presintiendo que Jesús desfallece de hambre, atácale por ese lado, porque en todos los tiempos, y como aconteciera a Esaú ante el plato de lentejas, el hombre se degrada bajo la angustia de las necesidades animales.

Jesús tiene hambre. Hace cuarenta días que se entrega al ayuno y a la contemplación, en este diálogo misterioso cuyos términos para siempre habremos de ignorar.

Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.

Jesús comprende el designio de Satanás, deseoso de que el primer milagro del Cristo fuese en su propio provecho, saciando el hambre y satisfaciendo el orgullo…
Por eso le responde: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Y esta es la primera frase del ministerio de Jesús; la primera doctrina; el esquema de la misión del Mesías…

Primera frase, que será desarrollada más tarde por aquella de la más hermosa de sus parábolas: Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás os será dado por añadidura

Primera lección, que será perfeccionada un día en el Pretorio por aquella otra: Mi reino no es de este mundo

Esta frase marca el sentido de los tiempos nuevos; y constituye la fuente de nuestra reforma interior, el milagro de nuestro segundo nacimiento.

En contraposición a la fórmula cristiana de la primacía del Espíritu sobre las contingencias de la materia, se levanta el Egoísmo, con las caras diabólicas de la ambición, la avaricia, la envidia, el latrocinio, la gula.

Un día, Satanás fundará el edificio de una economía-colectivista, engendrando el Anti-Hombre, expresado en la figura del “homo economicus”.

Al soplo de los vientos infernales, el Tentador suscitará y desarrollará a la faz del mundo el Capitalismo pantagruélico y simulará erguir contra el monstruo un dragón más cruel que él mismo: el Comunismo, destructor de la Unidad Humana.

Fraternizará, fundirá secretamente a los contendores, porque son las dos caras del mismo rostro.
Lanzará naciones contra naciones, hombres contra hombres, provocará el incendio de las guerras. Establecerá la confusión, a tal punto que nadie más sabrá donde se encuentra la luz de la verdadera Justicia. La violencia generará la violencia y los odios se multiplicarán en odios.

No lo vislumbró Plinio Salgado, pero un día Satanás ofrecería, como solución a ese mismo odio engendrado por él, la paz de Asís, una paz civil, diabólico fruto de la convocatoria de todas las religiones por uno de los precursores del Falso Profeta…

Por ahora, en el silencio del desierto, Satanás retrocede, como retrocederá en todos los siglos, cuando resuenen las frases cristianas, genuinamente pacificadoras de los corazones: no sólo de pan vive el hombreBuscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás os será dado por añadiduraMi reino no es de este mundo


Satanás retrocede…, mas no desiste de la batalla. El Espíritu de las Tinieblas es fértil y conoce la naturaleza humana. Imagina otra perfidia. Intenta herir a Jesús en la segunda debilidad humana: la vanidad.

La vanidad es más fuerte que el hambre y que el interés material inmediato. Quien no se rinde por las vísceras, puede rendirse por el orgullo.
El hombre resiste, a veces, a una dolorosa sensación fisiológica, mas cede a una seducción psicológica…

Satanás va a atacar a Jesús por el espíritu. Ninguna atracción espiritual es más fuerte que la vanidad.

Transporta, pues, a Jesús, a la Ciudad Santa, y le lleva sobre el pináculo del Templo.
Jesús ve, abajo, el atrio de los judíos, cercado de columnas; el patio de los gentiles, amplio y reluciente al sol; lejos, la ciudad, con sus murallas, sus torres y palacios.

Si tú eres el Hijo de Dios —dice el Tentador— lánzate desde aquí, porque está escrito que a sus Ángeles Dios dará órdenes a tu respecto, de suerte que no te hieras en alguna piedra

Difícilmente un hombre escapa a esta celada. Casi siempre el espíritu del Mal la oculta tras la palabra que sale de la boca de los amigos, de los admiradores…: “Si fueses fuerte, harías esto o aquello”…, “Si fueses inteligente, como dicen, resolverías de tal forma”…, “Si tuvieses poder, no te sujetarías a tales o cuales cosas”…, “Demuestra que no eres vulgar”…

Estas u otras semejantes son las frases que ciegan a los hombree deseosos de aparecer de un modo superior y diferente a los ojos del mundo.
Todos los errores políticos o domésticos, todos los desastres de la vida civil, militar o religiosa, todas las locuras y todas las catástrofes nacen de esta fuerza.

Los hombres se olvidan que su fuerza reside más en la resistencia a las insinuaciones, que en las decisiones espectaculares y en los impulsos ruinosos.

Resistir a semejante tentación es estar muy próximo de Dios.
Porque el camino de Dios es la humildad y sólo ésta realiza el estupendo milagro de las fortalezas perfectas.

En el caso de Jesús, Satanás se encuentra delante del mismo poder del Altísimo. Por esto, Jesús le mira serenamente y le responde: También está escrito: no tentarás al Señor tu Dios.


Segundo revés, mas Satanás no se da por vencido. Atacará a Jesús por la flaqueza de la ambición, que encierra la flaqueza del orgullo y todas las debilidades materiales.

Nuevamente Jesús es transportado; ahora a un alto monte, probablemente uno de los de la cadena de Galaad, que se erigen como cariátides, sustentando los altiplanos sobre el valle del Jordán y el espejo oscuro del Mar Muerto.

Desde allí Moisés contempló la Tierra Prometida. Desde allí se distinguen los cerros de Efraím con la cúpula azul del Garizim. Ábrese la blanca toalla del desierto. Extiéndese la ondulación lejana de las montañas de Judá. Al sur está el país de Moab: las tierras altas y ásperas, el peñascal, donde se yerguen las torres de Masquerus. Al norte, extiéndense las planicies de la Hauranitide, de la Batanea, como un escabel a los pies de las cumbres de Hauram. Y, lejos de aquellas serranías, donde blanquean ciudades, más allá de los horizontes que se diafanizan, mezclándose con los cielos, ábrese el mar, inundado de galeras y trirremes que surcan las ondas, conduciendo hacia todos los reinos de la tierra…

Satanás muestra a Jesús la grandeza y la opulencia del mundo. El mundo es un esplendor; el espectáculo magnífico de la abundancia, de la fuerza y de la belleza.
Todo canta la gloria del hombre en la alegría dionisíaca de la tierra… Satanás extiende el brazo y apunta a los horizontes…

El Tentador se trueca, en este momento, con el Moloc fenicio, con el Baal de los asirlos, con los dioses conquistadores y comerciantes, que dilatan los dominios de los imperios y multiplican las riquezas de los pueblos…

Es la seducción de la fuerza, del oro, de la voluptuosidad, del orgullo y de la divinización del hombre…

Aquel que amare más la tierra que el Cielo, o que soñare en la gloria de los reinados efímeros, deberá doblar las rodillas ante la potestad de las Tinieblas, consumiéndose en la llama votiva de la ambición ilimitada…

Satanás dará a sus vasallos las llaves del poder sobre los pueblos

Estas llaves tienen nombre: ingratitud, mentira, traición, crueldad, cinismo…

Con ellas se abren todas las puertas a los dominadores del mundo…

Engañar; mistificar a las turbas; prometer y no cumplir; pagar el bien y las honras recibidas con todo el mal posible; no trepidar ante el asesinato y la masacre; sonreír socarronamente o llorar cínicamente; no tomar en cuenta ninguna razón moral; despreciar a los sinceros y servirse de los pérfidos; dividir para gobernar, y gobernar para dividir; engañar, mentir, matar…

Todas estas reglas serían un día comprendidas y teorizadas por hombres doctos, que se llamarían Maquiavelo o Nietszche; y practicadas por otros llamados Borgia, Fouché, Talleyrand, Lenín, Ratzinger, Fellay…

Jesús contempla los panoramas de serranías y valles, ríos y lagos, desiertos y mares, con ciudades, navíos, ejércitos, caravanas, multitudes hablando todos los idiomas y, por encima de todo, el gran cielo azul y translúcido, que se entreabre hasta el infinito en transparencias imponderables.

Todo lo que se extiende bajo el cielo pertenece al Arcángel del Mal… el Príncipe de este Mundo…

Mira —dice Satanás— a tus pies, extendido, como en una apoteosis, el esplendor de todos los reinos de la tierra

Vienen, del fondo del Asia, las caravanas, transportando el oro y el diamante, la esmeralda y el rubí, mil perfumes sutiles, y los marfiles, y las irisadas perlas...
Suben del Egipto los delicados linos; de Damasco y de Tiro, salen las delicadas lanas; de Siquem y de Chipre, de la Lesbia y de la Sicilia, los vinos embriagadores; de la ilustre Acaya, los mármoles sagrados y las mujeres espléndidas...
Marchan, por los caminos, con el estruendo de las máquinas guerreras, relumbrantes las armaduras, millares de legiones, y las preceden, como un trueno sobre la tierra, las tropas de elefantes...
Brillan, en pórfido y alabastro, los peristilos y los atrios de los palacios...

Mira, en aquellas montañas ásperas, el castillo de Herodes; y más allá, a la vera del mar, Cesárea y el palacio de Poncio Pilato; al norte, Tiberíades, Abilene y Heliópolis, fastuosas; y allí, emergiendo del valle del Cedrón, Jerusalén con sus murallas y sus torres…

Todo esto me pertenece, y mucho más todavía

Mira y piensa; y, pensando, resuélvete…
¿Quieres poseer todos esos países, dominar sobre todos los tronos, haciendo tributarios humildes a los soberanos orgullosos?

Piensa: ¿es acaso tu doctrina la que te impide ser rico y poderoso?
Mucho mejor será que impongas tus lecciones sobre el mundo con la espada implacable de la violencia…

¿Qué es el Género Humano? Un montón de flaquezas. Desde el comienzo de los tiempos, conozco esta arcilla y en ella plasmo la sombría estatuaria de los dioses perversos y de monstruos execrables…

¿Qué pretendes hacer con esa arcilla? Písala; ¡deja sobre ella la marca de tus pies!

No hay salvación posible para los hombres; ellos se embriagan de efímero, y entierran, hasta el fondo del espíritu, la espada asesina de los placeres.
Los hombres quieren morir. La voluptuosidad de la muerte los arrebata…
¡Toca a esos míseros rebaños con cayado de hierro!

Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya

Jesús tiene la mirada fija en el Cielo, en Dios, su Padre...

Lentamente baja sus ojos divinos hacia la tierra, y un infinito amor a los hombres crece en su corazón, y se derrama por todo el mundo.

Él sabe que los hombres sufren bajo la apariencia fastuosa de todo ese esplendor…
Los gemidos del mundo llegan hasta él… El llanto de los humillados, de aquellos a quienes hirieron duras ofensas; la aflicción de los desconsolados; la amargura de los incomprendidos; la angustia de todos los dolores…

¿Qué mayor gloria que servir al Padre, sacrificándose en holocausto por esos reinos del mundo, donde hay más lágrimas que alegrías?

Satanás espera la respuesta en lo alto de la montaña…
Jesús se vuelve hacia él…, y el Tentador recula aterrorizado, escondiendo el rostro, porque el semblante de Jesús tiene ahora una fulguración deslumbradora…

De sus labios divinos salen, violentas como un rayo, estas palabras: ¡Apártate!, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto.

De lo alto de la montaña, Jesús contempla, en éxtasis, los reinos del mundo. En el silencio pesado, el sol fulgura. El cielo, límpido y azul, resplandece. Allá abajo, en el aire trémulo, las ciudades, los valles, las serranías ¡la Humanidad que ha de ser redimida!

Jesús camina lentamente, bajando de la montaña. Camina con paso firme, sin agobiarse. Más que nunca, Él es el Cordero de Dios, que carga los pecados del mundo.

Mas, ¿qué es el peso de todos los pecados de un mundo finito ante la misericordia de un Dios Infinito? ¿Qué es su propia debilidad humana, que siente los rigores del hambre, frente a la fuerza inmortal que Él va a esparcir, como un sembrador, para que germine dentro de la propia arcilla precaria?

Un hombre baja de la montaña… Un Dios marcha en dirección a la tierra…

Mientras tanto, acabada toda tentación, el diablo se alejó de Él hasta un tiempo oportuno

Hasta un tiempo oportuno… Ese momento llegará cuando, por boca de los sacerdotes, escribas y fariseos rabiosamente aullará: Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en Ti

Y, precisamente, porque es el Hijo de Dios, y porque el Hijo de Dios debía llevar a cabo la redención del mundo, sometiéndose a la voluntad de su Padre, permanecerá sobre la Cruz para oficiar su Sacrificio.

Este Primer Domingo de Cuaresma es el Gran Pórtico que nos conduce ante ese Altar del Sumo y Eterno Sacerdote…

domingo, 6 de marzo de 2011

Quincuagésima


DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA


El Evangelio de hoy está tomado de San Lucas, pero San Marcos nos refiere como introducción este interesante detalle: Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de sus discípulos; ellos estaban sorprendidos y los que lo seguían tenían miedo.

Jesús toma aparte a los Doce… El tiempo de la Pasión se acerca… Nuestro Señor lo sabe… Él quiere preparar a sus Apóstoles… Los aparta de la turba y del bullicio y les participa sus sentimientos, les abre su Corazón.

Les predice los dolores y la humillación que deberá padecer: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarlo y crucificarlo.

Sin embargo, como observa San Lucas, ellos nada comprendieron de esto; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que decía.

En estos días que preceden la Cuaresma, en los que el mundo quiere disfrutar, a menudo en el pecado, Jesús viene especialmente a las almas piadosas; las toma aparte, les revela el sufrimiento de su Corazón Redentor… Quiere recibir reparación y consuelo.

Es el mismo Corazón que dijo a Santa Margarita María: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha escatimado nada hasta consumirse para demostrarles su amor; y no obtiene de la mayoría de ellos sino ingratitudes, irreverencias y sacrilegios.”

Por lo tanto, en primer lugar debemos ofrecer actos de arrepentimiento y de reparación por nuestros propios pecados y negligencias, y por las faltas que tanto ofenden a Nuestro Señor en estos días, que deberían estar dedicados a la oración y mortificación.

A continuación, debemos buscar un lugar aparte, retirado del bullicio y del jolgorio, para prepararnos a entrar en la Santa Cuaresma por medio de la reflexión, la contemplación, la oración, la lectura espiritual y la mortificación.

Que el lenguaje de Jesús no sea oculto para nuestras almas, que su llamado no caiga en el vacío; sino, todo lo contrario, que halle eco en un alma fervorosa y con deseos de aprovechar todas las gracias de este santo tiempo cuaresmal.


Subamos a Jerusalén… Nuestro Señor tiene los ojos fijos en el Calvario. Su Corazón Sacerdotal aspira a consumar el Sacrificio, la redención de las almas.

Por sus palabras revela el gran deseo que le apresura, la sed que lo abrasa y devora de ofrecerse como víctima por los pecados.

Pero Nuestro Señor habla en pluralsubamos a Jerusalén… Estas palabras dichas a sus Apóstoles, también van dirigidas a nosotros, sus discípulos del siglo XXI…

En estos tiempos tan particulares, en que se multiplica el pecado en el mundo y se profundiza la crisis que afecta a la sociedad y a la Iglesia, Jesús desea transmitirnos su gran prisa y apremio, lleno de congoja y angustia, por la gloria de su Padre y la salvación de las almas.

Si hemos comprendido los deseos del Sagrado Corazón, exclamemos también nosotros: Subamos a Jerusalén


Se burlarán de Él, lo flagelarán, lo crucificarán… Jesús anunció a sus Apóstoles, lo que le esperaba en Jerusalén. Con lujo de detalles les describió su Pasión.

Los ojos de Nuestro Señor se posan sobre nosotros y nos dejan entender los sentimientos de su Corazón, que nos dice: ponte en mi lugar


Ponte en mi lugar de Sacerdote, que no tiene más deseo que la salvación de las almas…

Ponte en mi lugar de víctima, que derrama toda su Sangre por los hombres…

Ponte en mi lugar… y comprenderás mi gran dolor, mi agonía sacerdotal…

Ponte en mi lugar… y adivinarás la dulzura, el consuelo que me aportan una adoración, un acto de amor y de reparación…

Ponte en mi lugar… y ocupa tu lugar de víctima… Te hago el honor de llamarte, de compartir conmigo mi Cruz…

Sé para Mí un nuevo Cireneo y comprende cuánto te amo para hacerte entrar en mi obra redentora…

Subamos a JerusalénSe burlarán de Él, lo flagelarán, lo crucificarán


Aquí radica toda la cuestión… y regresamos a la introducción hecha por San Marcos: los que lo seguían tenían miedo, así como lo que nos transcriben los tres sinópticos: ellos nada de esto comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que decía.

Nosotros somos muy parecidos a los Apóstoles, nuestras ideas e impresiones son muy humanas, tenemos horror al sufrimiento y a la humillación.

Y, sin embargo, como enseña San Pablo, todo aquel que quiera vivir piadosamente en Cristo, sufrirá la humillación, sufrirá el deshonor, sufrirá la persecución, sufrirá, podemos decir, la muerte civil y social.

Sí, somos semejantes a los Apóstoles: nuestras ideas son demasiado humanas y terrenas, y ellas nos dominan.

¿Qué hizo Nuestro Señor para intentar curar esta enfermedad en sus Apóstoles?: realizó el milagro de la curación del ciego de Jericó.

La enfermedad espiritual, el miedo, la visión demasiado natural de las cosas, el apego a lo terreno, la falta de espíritu sobrenatural habían cegado a los Apóstoles… Jesús cura al cieguito y con ello fortalece la fe y la confianza de sus discípulos, sana la ceguera espiritual y los prepara para el martirio.

El ciego nos representa a todos nosotros, para quienes la realidad de la situación actual, considerada a la luz de las verdades sobrenaturales, está oscurecida y velada, y por eso no alcanzamos a penetrar su razón de ser y todo el fruto que podemos sacar de ella.

Notemos que Bartimeo, significa hijo de Timeo. Ahora bien, en latín, timeo significa temo Jesús quiere sanar la ceguera de los hijos del miedo de aquellos que lo siguen con miedo, y no comprenden nada de todo esto, porque estas palabras les quedan ocultas y no entienden lo que les dice.

Aquello del Evangelio de hoy, aplicado al Cuerpo real y físico de Nuestro Señor: Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron sobre el Hijo del hombre; pues será entregado a los gentiles, y será objeto de burlas, insultado y escupido; y después de azotarlo lo matarán, puede muy bien ser adaptado a su Cuerpo Místico:

sea con las enseñanzas de San Pablo a los Tesalonicenses:

Tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios.

sea con lo escrito por el mismo San Pablo a su discípulo Timoteo:

Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas.

sea con los anuncios proféticos del Padre Emmanuel:

La Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del fin del mundo, una prueba suprema que será una verdadera Pasión.

sea con los textos esclarecedores del Cardenal Pie:

A medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja.

No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres.

Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias.

La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día.

La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas.

Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: “se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos”.

La insolencia del mal llegará a su cima.


Insisto, Jesús quiere sanar la ceguera de los hijos del miedo de aquellos que lo siguen con miedo, y no comprenden nada de todo esto, porque estas palabras les quedan ocultas y no entienden lo que les dice.

Todo lo aplicado al Cuerpo real y físico de Nuestro Señor puede muy bien ser adaptado a su Cuerpo Místico…

Igualmente, la vista restituida milagrosamente a Bartimeo puede ser aplicada como una imagen de la curación de los que, enceguecidos, no comprenden o no aceptan la situación actual de la sociedad y de la Iglesia.


Jesús se acercaba a Jericó, cuando un hombre ciego, que estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna…, escuchando pasar el tropel de personas, se informó sobre qué era aquello. Le dijeron que era Jesús de Nazareth, que se acercaba rodeado de una multitud.

Enseguida exclamó: Jesús, hijo de David, ¡ten misericordia de mí!

La primera virtud que practica Bartimeo es una fe profunda y una confianza firme en Nuestro Señor. Lo reconoce y lo confiesa como el Mesías, verdadero hijo de David, Dios Todopoderoso, lleno de misericordia, y capaz de aliviar nuestras miserias.

En segundo lugar, muestra un fervor especial, que puede medirse por sus clamores renovados. Se reconoce en ellos su aflicción y la esperanza que tiene en ser socorrido enseguida por la bondad del Salvador.

La tercera virtud es una constancia que nada puede perturbar. Las órdenes y amenazas para que permanezca en silencio, nada pueden contra ella. Al contrario, aprovecha la oportunidad para elevar su voz y reiterar su oración.


Consideremos que nosotros padecemos esta doble ceguera espiritual: ceguera de la ignorancia y del pecado; o del error y la pasión; las cuales oscurecen nuestra inteligencia y enervan nuestra voluntad.


Debemos reflexionar sobre el estado de nuestra alma, ciega, inactiva y mendiga… Y después hemos de dirigirnos al único que puede remediar ese triste estado: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí


Pero, a veces, incluso aquellos que acompañan a Jesucristo nos distraen de esta meditación, presentando diversos pretextos. Jamás debemos detener nuestro llamado y clamor: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí.

Si aumentan las dificultades, si los obstáculos abundan, es cuando hemos de elevar más todavía la de voz.

Narra el Evangelio que Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? Él dijo: ¡Señor, que vea!

Si Nuestro Señor nos preguntase: ¿Qué quieres que te haga?…, deberíamos apresurarnos a responderle: ¡Señor, que vea!


¡Señor, que vea!, es decir, que conozca tu divina voluntad y todo lo que ella desea o permite…


Lleno de gozo, Bartimeo siguió a Jesús. Nada más natural. También nosotros debemos ser consecuentes. A medida que Dios nos da más luz, debemos acercarnos al Divino Salvador.

La luz es una gracia muy grande. Toda gracia exige una fiel correspondencia. Toda correspondencia trae progresos.

Seguir a Jesús es, en primer lugar, amarlo; luego quedar libre y hábil para estar con Él; y sobre todo es vivir como Él vivió.

Si nuestra fe topa con obscuridades, elevemos nuestra visión en proporción a las luces que nos deja, y estas luces aumentarán mucho más. Si Jesús en la vida interior se nos manifiesta con aspectos nuevos, seamos más decididos en seguirlo.

Digámosle con instancia; ¡Oh Divino Salvador!, haced que vea, haced que os siga…


Como conclusión, vale la pena volver sobre una poesía que ya ha sido publicada, pero que refleja bien los sentimientos, los deseos y las resoluciones que debemos tener hoy:


HEROICA FORTALEZA MILITANTE


Unidos al Cuerpo Místico de Cristo,
En esta noche oscura de la historia,
Donde la luz de Dios no brilla, por las sombras
De las tinieblas en hordas desatadas.

Unidos por la Gracia de la Fe,
Sol que alumbra a las almas desterradas,
Fe que mantendremos íntegra y total,
Igual que nos ha sido revelada.

Unidos en la soledad de la Verdad,
Porque sus fieles están en retirada,
Como si fuera el tiempo de Pasión,
Porque es la Iglesia que está ahora condenada.

Protegidos por la Madre Virginal,
Van los hijos que escuchan su llamada,
Al combate viril, sólo por Dios,
En la batalla final ya desatada.

Para que el Reino de Dios llegue a nosotros,
A las Familias y a las Patrias laicizadas,
Abrazando la Cruz y el sacrificio,
Sólo así serán ellas restauradas.

Porque es lucha contra el mundo y contra sí,
Contra el enemigo infernal que desafía.
Porque es lucha interior y solitaria,
La que tiene que afrontarse cada día.

Es combate en la trinchera de la Fe,
Heroica fortaleza militante,
No ceder, no abandonarla es su estandarte,
Que significa un morir en cada instante.

Alcanzar y mantener la posición,
En esta gesta que tenemos asumida,
No depende del humano proceder,
Será por virtudes celestiales recibidas.

La defensa de la Iglesia, la dura resistencia,
La continua defección y decadencia,
El retiro de Dios y de su Gracia,
Es necesario preguntar, ¿a qué nos lleva?

¿A una rendición fatal y perentoria?
¿A un éxito buscado sin medida?
Incomprensible camino de esta vida,
Por donde Dios nos conduce a la Victoria.

Que no será como yo quiero. ¡No!
Será Pasión que del Calvario brota,
Es que al Triunfo Final que se avecina,
La debilidad lo tiene por derrota.

La Victoria que se alcanza por la Cruz,
Espanta pusilánimes miradas,
Que crean celo amargo o poca caridad,
Y es una pobre visión desacertada.

Resistir firmes y serenos en la Fe,
Es la premisa crucial para esta hora,
Porque en la sombría noche de la Iglesia,
Empieza a despuntarse ya la aurora.

¡A vencer cristianos con valor!
Que la victoria nos está asegurada.
Toca el clarín llamando a la batalla,
Donde la serpiente infernal será aplastada.

Ven pronto, Señor, te lo pedimos,
Auxilia a tus amigos de la Cruz,
Que siguiendo tu Divina Voluntad,
Y abandonándose a Ti en cuerpo y mente,
Desean la Patria Celestial,
Para vivir contigo eternamente.